La espalda de Luli Gigante era estrecha y tenía un mapa suave de huesos adornándola. Islas y penínsulas respirando bajo el mar liso y bronceado de la piel. Al abrazarla, a Miguelito se le quedaba pequeña aquella espalda de juguete, tan distinta a la de las mujeres que hasta entonces había abrazado. Inmaculada Berruezo, Virginia la Francesa, o Susanita, aquella rubia de ojos negros que vivía en el piso de arriba de la droguería y a la que durante un tiempo estuvo viendo a escondidas de su novio, antes de que se casara y se fuese a vivir a Barcelona. El día siguiente a la boda, cuando Dávila llegó a la droguería y pisó los granos de arroz que le habían arrojado a la novia al salir de su casa, sintió un peso en el ánimo y en los hombros que sólo se fue diluyendo con el paso de los días, mientras miraba jugar a Paco Frontón y a Avelino Moratalla al billar, oyendo al Babirusa hablar de artes marciales, hasta que el último grano de arroz, llevado por la lluvia o las escobas de los barrenderos, desapareció de los escalones y de las grietas de la acera. No. Querer a Luli era querer el sueño, tocar aquello que siempre había estado escondido dentro de él y ahora se revelaba.
«Si un día no la tengo será como si a mí entero me echaran al cubo de los desperdicios donde tiraron mi riñón, con las cáscaras de patatas y las basuras del suelo, como si me metieran en la misma caldera que lo metieron a él», le dijo Miguelito a Paco Frontón. Pero éste, en ese instante, no estaba muy atento a las palabras de su amigo. Sus ojos diminutos perseguían la figura de la Cuerpo.
Estaban en casa de Paco Frontón, y la Cuerpo, con su biquini amarillo, se reía caminando por el borde de la piscina, los pechos pesados, las caderas redondeadas, cuchicheando con Luli Gigante, ayudándola a salir de la piscina. El agua derramándose por la piel de Luli, ella sonriendo y mirando hacia el otro extremo del jardín, donde estaban Miguelito y su amigo Frontón, para luego volver a mirar a la Cuerpo y susurrarle algo al oído. Las dos riéndose, casi abrazadas. Miguelito observaba a su amigo, aquel gesto grave en la cara, todas las arrugas del viejo que llevaba dentro transparentándosele bajo la piel. Alzó la vista Paco Frontón hacia la habitación de su hermana, vio las cortinas estremecerse un poco y susurró, «Hijaputa», y luego, despertando de aquella ensoñación, le preguntó a Miguelito por aquello que le acababa de contar sobre su riñón y el cubo de los desperdicios: Qué negó Dávila con la cabeza y se dejó caer hacia atrás en la hierba fresca, cerca de la sombra de la araucaria donde algunas veces había visto al padre de Paco Frontón tumbado en su hamaca. Entornó los ojos y dejó que el cielo se derramara sobre él. Vio el pico borroso de una nube antes de cerrar los ojos y se acordó de la primera vez que había visto desnuda a Luli. Quizá así fuesen la espalda y la nuca de Beatrice. El cuerpo de una adolescente. Los pechos pequeños y las piernas con los muslos delgados, casi de niña. Abrazados en la penumbra de su dormitorio aprovechando que su madre estaba en el Bar Casa Comidas Fuensanta. Luli a horcajadas sobre él, arañándole el pecho, riéndose. Y luego su olor en las sábanas en mitad de la noche. Miguelito persiguiendo en la yema de sus dedos el rastro de ella, desgastando los restos del olor a fuerza de aspirarlos.
Llegaban a los oídos de Miguelito unas risas, ruido de agua, y le parecía que la risa y el agua fueran de cristal. El sol acariciándolo. Sintió cómo una sombra se interponía entre la luz y sus párpados, un cuerpo mojado que se acercaba. Sobre su vientre cayeron unas gotas de agua. Abrió los ojos y ya la melena de Luli caía sobre su cara, aquellos flecos empapados rozándole como cristal el cuello y la cara, los labios de ella abriéndose para atrapar los suyos. Miguelito vio un reflejo verde, quizá amarillo, en las pupilas de Luli antes de volver a entornar los párpados y sentir sólo la boca de ella en su boca, el cloro y la saliva, aquella lengua ancha entrando suave y pesada entre sus labios. Oía la voz de Paco Frontón a lo lejos mezclada con la respiración de Luli y el crujir leve de la hierba bajo su cabeza, al lado de su oído.
—Éste sí que es un buen césped. No el de la Ciudad Deportiva.
Miguelito abrió los ojos y Luli ya estaba sentada junto a él, pasando sus dedos por la hierba.
—Suave, suave —ella seguía hablando mientras miraba a Paco Frontón y a la Cuerpo, metidos en el agua, abrazados—. La casa entera es una maravilla. ¿Y has visto el piano? Yo voy a tener uno igual. O más largo.
Bajó la vista Luli Gigante por el cuerpo de Miguelito. Reparó en la erección que le abultaba el bañador y lo miró a los ojos, otra vez a la entrepierna. Se le deformó la sonrisa, se le convirtió en una mueca extraña que le dio a la cara una expresión de sueño, de languidez, con la boca entreabierta. Vino un grito, una carcajada de la Cuerpo desde la piscina, y Luli, después de un parpadeo, recuperó la intensidad en la mirada.
—¿Hace mucho que no fumo?
Miguelito se quedó mirándola sin contestar. Le pasó un dedo por el tirante del biquini, por el borde de la tela mojada y la curva del pecho.
—Será que todavía no estoy acostumbrada, pero a mí no me dan ganas de fumar. No sé cómo hace la gente. Se me olvida.
Se levantó Luli Gigante y se dirigió hacia la piscina. Allí, cerca del borde, se agachó sobre su bolso. Al levantarse sacó un peine grande de plástico rojo. Se peinó hacia atrás, alzando los brazos, el blanco luminoso de las axilas, aquella frente amplia que de pronto le mudó la cara. Se agachó de nuevo y al levantarse llevaba un cigarrillo en la boca. Una nube blanca escapó rápida de su boca. Le dijo algo a la Cuerpo, quizá a Paco Frontón, que seguían dentro del agua, jugando.
Al verla en el borde de la piscina, aquel biquini negro, los rayos del sol atravesando las ramas de la araucaria y las copas de los cipreses, Miguelito Dávila tuvo una premonición fugaz, un sentimiento oscuro y contradictorio. «Oh loca Aracne, así pude mirarte ya medio araña, triste entre los restos de la obra que por tu mal hiciste.» No supo si fueron aquellos versos los que le trajeron aquel sentimiento o si la poesía fue invocada por su estado de ánimo, pero las palabras le parecieron animales, arañas caminando por su cerebro. Luli Gigante nunca sería purgatorio. Infierno o paraíso, sin un milímetro que los separase. Vio aquella máquina por la que viajaba su sangre, aquellos émbolos de nuevo resucitados.
Dejó de mirar al cielo y a Luli y al cristal estremecido del agua. Fue paseando la vista por objetos conocidos, las gafas de sol de Paco Frontón allí tiradas, un encendedor, llaves. Los zapatos también le dieron miedo, aquella camisa que su madre lavaba. Las manos de su madre, un esqueleto, una cabeza de gallina cortada en la cocina del Bar Fuensanta. Intentó llevar su pensamiento al Dodge que había tras la puerta del garaje, a las queridas de don Alfredo, los pelos de pubis perdidos entre los asientos. El Babirusa y Avelino Moratalla. Recordó la primera vez que entró en la casa en la que estaba, la amabilidad de la madre de Paco Frontón, la mirada desconfiada de su hermana. Música de piano, las risas de don Alfredo y aquellos hombres que le hacían de coro. Las arañas salían de su cuerpo, caminaban por el césped «Suave, suave». La voz de Luli. La miró de reojo, el verde oscuro de los cipreses. Al padre de Paco Frontón lo habían metido de nuevo en el Hotel. Su madre debía de estar de visita. En la cárcel o en casa de una de aquellas hermanas suyas, las tías de Paco Frontón, todas cargadas de joyas y collares de perlas. A la familia del Frontón también la llamaban los Cebolla. Al padre porque estaba forrado de dinero, a la madre por toda aquella ropa que siempre llevaba puesta. Camisas abiertas, camisetas, rebecas y muchos delantales, colocados unos encima de otros y contribuyendo a darle aquella forma redondeada y blanda. A Paco Frontón sólo a veces le decían Cebolleta, por ser hijo de los Cebolla y por aquel tupé estropajoso y descolorido que llevaba en lo alto de la frente. A Belita, la hermana de Paco Frontón, aparte de Niña, nadie le decía otro nombre salvo los que le dedicaba su hermano. Aquel día sólo la llamó Hijaputa unas cuantas veces. Y más que a ella, que permaneció invisible todo el tiempo, Paco Frontón se lo dijo a la ventana de su habitación, a las cortinas que de tarde en tarde se movían detrás de los cristales y al ruido de unos pasos que sólo él oía.
A Miguelito se le vino una sonrisa a los labios. «La gloria de quien mueve todo el mundo.» Se levantó y lo vieron correr veloz por la hierba, sus pies desnudos levantando briznas frescas, y saltar al sol, por encima de los arcos de aluminio de la escalerilla de la piscina, por encima de la ropa, el bolso y la toalla de Luli Gigante, para caer al agua estrepitosamente y sumergirse en ella, en aquel ruido, en aquel remolino que lo devolvía a la vida. Las arañas eran burbujas blancas de oxígeno. Al salir a la superficie Luli Gigante estaba allí, y lo miraba con la sonrisa de la inocencia.
Paco Frontón también le llamó Hijaputa a la puerta del dormitorio de su hermana cuando después de comer pasaron delante de él. Golpeó con el puño la madera, conteniendo la rabia y volviendo a decir entre dientes, «Hijaputa, sé que estás allí. Un día me la vas a pagar». Y sustituyendo las arrugas del viejo que llevaba dentro por un gesto alegre, se abrazó a la Cuerpo y, sin dejar de caminar, le habló al oído, tropezando con aquellas alfombras mullidas con las que su padre había llenado la casa entera.
—No es el vino. Es la puta alfombra —se volvió a decirles a Miguelito y a Luli, que caminaban detrás de ellos por el pasillo—. Las manías de mi padre. Alfombras. El Moratalla podía hacer una con los pelos que se encuentra en el coche.
—¿Qué pelos? —la Cuerpo iba abrazada a la cintura de Paco Frontón. Se volvió a mirar a Miguelito, fingiendo más curiosidad de la que en realidad sentía—. ¿Qué pelos? ¿En qué coche?
—Pelos —le besó la boca Paco Frontón sin dejar de andar. Volvió a reírse, a mirar atrás.
Y Miguelito vio la luz en los ojos de su amigo, aquella sonrisa. «Los amos del mundo», se dijo en voz baja, y olió el pelo de Luli Gigante, que olía a lavanda y a piel y al cloro de la piscina, un olor que se mezclaba con el aroma que desprendían aquellos muebles antiguos y aquellos cuadros que había colocados a ambos lados del pasillo. «Tengo la vida. Romperemos el cielo» iba pensando o sintiendo Miguelito Dávila. «Romperemos el suelo y el techo del mundo».
Habían comido en la cocina, descalzos. Luli Gigante de pie, apoyada en el frigorífico, las piernas desnudas y una camiseta que apenas le cubría el triángulo inferior del biquini. Paco Frontón se movía por la cocina, alargada como un vagón de tren. Llenaba las copas de vino antes de que se vaciaran. Él bebía de otra botella, directamente del caño. Se sentaba, andaba por la cocina, sacaba comida de la despensa, más botellas de vino, y se sentaba en uno de aquellos muebles de madera clara, con los pies apoyados en el asiento de una silla.
Se le reblandecían los huesos de la cara y, al hablar, la voz se le hacía más aguda. Contaba cosas de su padre, de la carrera de derecho que él nunca iba a estudiar y de las partidas de póquer que el viejo organizaba en la casa, las montañas de billetes que había visto sobre la mesa. «Mi padre», decía al final de cada frase, después de cada trago a la botella, «Mi padre.»
La Cuerpo observaba a Paco Frontón con una sonrisa blanda, una ceja alzada, comiendo con lentitud, bebiéndose el vino a tragos largos. Sentada en el borde de la mesa con las piernas desnudas, los muslos aplastados sobre la superficie de madera pulida. Llevaba una camiseta blanca de tirantes muy holgada y los pechos, libres del biquini que se había sacado por la cabeza al entrar en la cocina y que ahora, mojado, estaba sobre la otra mesa, al lado del pan y de unas latas abiertas de conservas, se le movían con una lentitud de campanas cuando se inclinaba a coger el vino. Al incorporarse, los pezones se le quedaban marcados en el algodón ligeramente húmedo y permanecían allí vigilantes, hasta que la Cuerpo volvía a inclinarse o se levantaba e iba a agacharse al lado de Miguelito para coger algo de la otra punta de la mesa, y entonces, a través de la enorme sisa de la camiseta, se le veían, oscuros, violentos, callados, oscilando en la punta de los pechos antes de volver a ocultarse tras el algodón y quedarse allí agazapados, contradiciendo la expresión de ingenuidad con la que la Cuerpo escuchaba los comentarios de Paco Frontón.
—Tener guita para comprarse un terreno en el campo, plantar cosas, y vivir allí. Eso es lo que voy a hacer. Con una chimenea en la casa, de esas que son más altas que tú. Y viajes. Al Katmandú o a la polla. Le van a dar por culo a todo. Ya lo vais a ver. Al Katmandú unas veces y otras a Nueva York —alzaba la vista al techo, gritaba—: ¿Te enteras, Belita? Y tú aquí, limpiándole el culo a papi, de chacha, que eso es lo que vas a ser, mamona, carapapa —se reía con unas carcajadas torpes Paco Frontón, casi lloraba de la risa.
Eran verde y blanco, marrón, rosa tostado, los colores de la piel de la Cuerpo entrevistos bajo la axila y el costado. Miguelito bebía con calma pero sin parar aquel vino frío, sentado en un taburete. El sol le daba en la parte derecha de su cuerpo, le calentaba el bañador, todavía mojado, y notaba la humedad tibia de la tela en sus muslos. Miguelito pasaba la vista por las piernas de Luli, por aquella sonrisa que se le iba haciendo turbia. Ella lo observaba mientras bebía, apoyada en el frigorífico con su espalda de niña. La voz cada vez más metálica y temblorosa de Paco Frontón se mezclaba con los sonidos que llegaban del jardín, un borbotón de agua entrando en la piscina, una voz lejana saliendo de alguna casa vecina, un pitido sordo que no sabía si lo provocaban los postes eléctricos o alguna chicharra. Al cambiar de postura o al respirar, la sombra de la reja se movía sobre el cuerpo de la Cuerpo, y parecía que eran la ventana y la casa entera las que se movían.
Cuando subieron al piso de arriba y Paco Frontón golpeó la puerta de su hermana, todavía llevaba Miguelito aquel zumbido y aquella luz resplandeciente de la ventana metidos en los oídos y en las retinas, con tanta fuerza, que le dijo a Luli que apenas oía los ruidos ni las voces y que lo veía todo con manchas de sombra, casi deslumbrado. «Pero por dentro de la cabeza estoy iluminado, igual que si el vino que he bebido me brillara por dentro», le dijo. Entraron en una especie de despacho medio abandonado. Había más alfombras, estantes con algunos libros y porcelanas mal colocadas y un sofá muy grande recubierto con sábanas. A través de un arco, la habitación comunicaba con otra más pequeña que estaba en penumbra.
—Míralo —Paco Frontón le señaló a Miguelito un rectángulo de fieltro verde enmarcado con madera oscura, colgado en la parte alta de una pared. Atravesado sobre el fieltro había un fusil antiguo, con la culata y la parte inferior del cañón recubiertas de un metal repujado.
—De plata —Paco Frontón lo observaba con los párpados entornados—. Todos los adornos son de plata.
Observaba el fusil Miguelito Dávila. Luli y la Cuerpo levantaban la sábana del sofá, pasaban la mano por una tapicería de flores. Paco Frontón señaló un escritorio que había pegado a la pared del fondo:
—Y allí tenía antes la pipa. Ahora la guarda en la caja fuerte. Una Astra, automática.
Miguelito levantó la vista otra vez al fusil. «Cógelo si quieres —dijo Paco Frontón mientras empezaba a alejarse en dirección al sofá—, verás cómo pesa.» Miguelito no le contestó, cambió el pie derecho de sitio rápidamente para evitar una caída, intentó mantenerse inmóvil un instante. Al darse la vuelta, Luli ya estaba junto a él. Le pasó las palmas de las manos por el pecho, por el cuello y la nuca. Lo besó despacio. El sabor agrio del vino, el calor húmedo del biquini en sus muslos, en su sexo. Se asfixiaba, casi jadeaba, Miguelito Dávila, no sabía si de deseo o de cansancio. Luli se separó un poco de él. Miguelito vio que la habitación estaba vacía. Se habían ido su amigo y la Cuerpo.
Luli lo condujo hacia el sofá. Se sentaron de costado, uno frente al otro, Luli con una rodilla doblada sobre el asiento y un codo apoyado en el respaldo, los dedos de esa mano hundidos en su melena rizada, casi rubia.
—¿De verdad que vas a ser poeta, importante?
Miguelito Dávila le había hablado a Luli de poesía la primera tarde que se acostaron. Le contó lo que había sucedido en el hospital, quiénes eran Ventura Díaz, aquel hombre que murió a su lado lleno de dignidad, y el Dante, el poeta. Él iba a ser como el Dante, y ella era su Beatriz. Iba a comprarse libros, aunque el mejor ya lo tenía, se lo había dicho aquel hombre en el hospital. «Tienes en tu mano el mayor tesoro de la humanidad. Y no te olvides, tú llevas otro tesoro dentro. Debes descubrirlo, sólo a ti te pertenece. La poesía está dentro de cada uno. No la busques en otra parte, lee otros libros, pero no para saber cómo eran quienes los escribieron, sino para saber quién eres tú. La poesía no es para los débiles. El poeta es el que conquista territorios nunca alcanzados por otros hombres, el aventurero que sabe ir más lejos, más allá que nadie.»
—¿De verdad que vas a ser poeta?
De la habitación de al lado, la que estaba en penumbra, llegaron unos ruidos. Miguelito observó las sombras a través del arco, miró a Luli. Ella sonrió haciendo un leve gesto afirmativo:
—Están ahí —y repitió su pregunta.
—Sí —Miguelito quizá notase cómo las luces que el vino había ido trazando en su cabeza empezaban a apagarse. Habló sin el entusiasmo de la otra vez, con algo que se parecía a la resignación—: Ya no puedo ser otra cosa.
Era el sonido de dos cuerpos estrechándose, un susurro de voces. Miguelito volvió a mirar hacia allí. Vio un reflejo de luz, un espejo grande en la penumbra.
—Podrás ser lo que quieras. Ya te lo dije —le acarició la palma de la mano Luli Gigante.
El día que se acostaron por primera vez Luli le había leído las líneas de la mano. Se divertía con aquellas premoniciones. Hijos, viajes, y un lago oscuro al final de la línea de la vida, pero había una barca para atravesar el lago y una mujer para ir con él en la travesía, una mujer que se llamaba Luli. También había estado un rato adivinándole el porvenir en la cicatriz de la espalda, dibujando con la yema de su dedo una media luna paralela a la que los médicos le habían dejado a Miguelito en el costado. «Adivino que has tenido una operación, que has perdido un trozo de tu cuerpo. Pero veo que tendrás larga vida. Veo versos», se reía Luli y trazaba un recorrido de besos por la espalda y los hombros de Miguelito.
—Mira —era Luli quien ahora dirigía la vista hacia la habitación de al lado.
En la penumbra del espejo aparecían las siluetas de Paco Frontón y la Cuerpo, el contorno de algo que podía ser una cama o quizá otro sofá. La Cuerpo, todavía con la camiseta puesta, se incorporaba, desaparecía del espejo, volvía a reflejarse en él, se agarraba a la esquina de un mueble para bajarse la parte inferior del biquini y dejarlo caer hasta el suelo.
Miguelito cogió la mano de Luli, intentó atraerla hacia él. Ella se mantuvo en su lado del sofá, miraba el espejo. Había unas manos, unos brazos acariciando a la Cuerpo, la abrazaban por detrás, las manos entraban por las sisas de la camiseta, pasaban las palmas por los pechos, una mano salía de debajo de la camiseta y se perdía en la entrepierna de la Cuerpo, ella encogía el vientre, echaba para atrás la cabeza, se juntaba con ella la frente de Paco Frontón, le besaba o lamía la mejilla, el cuello, se apoyaba la Cuerpo contra un mueble, los dos brazos extendidos.
Miguelito tiró levemente de la mano de Luli. «Nos van a ver», susurró Miguelito, pero ella seguía mirando hacia las sombras. Entreabrió la boca Luli Gigante, como si fuese a hablar. Se le fue la sonrisa de los labios, casi hizo un gesto de dolor y entonces, ya con aquella expresión turbia, de cansancio o de sueño, miró a Miguelito, la voz le salía algo ronca, «Se habrían ido a otro lado si no quisieran que los viéramos», y volvió la vista al espejo, «Mira». Miguelito notó que el vino iba por las arterias cuerpo abajo, se le reblandecían las piernas. Miró unos instantes el perfil de Luli, los labios entreabiertos, los párpados vencidos. En el espejo adivinó a la Cuerpo en la misma postura. Apareció Paco Frontón, desnudo, el miembro erecto. Los ojos de Luli. Se acariciaba despacio el pene Paco Frontón, masturbándose a cámara lenta. Le decía algo a la Cuerpo y ella doblaba el cuello, se le deslizaba a un lado la melena, una cortina negra y lisa en la penumbra, la cara comida por la oscuridad. Luli le cogía la mano a Miguelito, movía la cintura, se acomodaba en el sofá sin retirar los ojos de las sombras del cuarto vecino. Hizo un ademán Miguelito de retirarse, ahora el vino se agolpaba en el recodo del corazón, no lo dejaba hablar con aquel latido único y prolongado, y ella, Luli, abría los muslos y con la mano libre se retiraba del sexo el tejido espumoso del biquini, se le veían los latidos del corazón en las venas del cuello. Despacio, fingiendo todavía que continuaba retirando la tela del biquini, Luli se introducía el dedo meñique en el sexo y lo sacaba más despacio aún, mirando a la oscuridad, salía brillante el dedo, separaba con él sus labios y una burbuja, una especie de pompa de jabón, le brotaba del sexo, cómica, inocente. Apretó los párpados, los dejó un instante cerrados mientras Paco Frontón introducía su miembro en la Cuerpo y agarrado a sus caderas y a sus muslos empezaba a moverse, a embestirla con fuerza mientras ella seguía agarrada a aquel mueble, la cara yendo de un lado a otro y los brazos flexionándose y volviendo a estirarse ante las acometidas del Frontón, se oía el crujido del mueble al ser empujado, una queja de la Cuerpo que parecía venir de un lugar distinto al espejo y Luli volvía a abrirse el sexo, ahora introducía el dedo meñique y el dedo anular, y los dejaba allí dentro, desaparecía la figura de Paco Frontón del espejo, se oía su voz, Luli abrió un poco más los ojos, hubo un ruido nuevo, un murmullo cerca de la puerta, y de nuevo pasos y la voz de Paco Frontón, sin saberse qué decía, su figura otra vez en el espejo, de perfil, con el trazo del pene añadido de forma artificial, grande, casi vertical, Luli volvió a entornar los ojos, sacaba sus dedos de la vagina, Paco Frontón le quitaba la camiseta a la Cuerpo, otra vez detrás de ella, y Luli puso su mano en la entrepierna de Miguelito, sin mirarlo, él se la retiró, y sintió en sus dedos la humedad, la baba y el olor de Luli, se quejaba la Cuerpo, Paco Frontón agarraba su sexo, intentaba introducírselo a la Cuerpo, volvía a probar, ella se quejaba otra vez, movía la pierna, y Paco Frontón, ahora sí, empezaba a moverse dentro de ella, quizá en el ano, la Cuerpo se arqueaba y Luli acariciaba la entrepierna de Miguelito, le agarraba él la mano sin convicción, veía cómo la Cuerpo se acariciaba los pechos, Luli le bajaba el bañador, se inclinaba sobre él, aquel pelo tumultuoso, los rizos casi dorados, y se metía su polla en la boca, el calor de la saliva, el vino era una ola lenta y oscura, Miguelito cerraba los párpados y veía una mujer a lo lejos, una adolescente, Beatrice, la boca de Luli, su lengua, Beatriz, los pasillos del hospital, las líneas negras de los versos en el papel, hormigas andando por el libro, palabras, el ruido de la boca, abrió los ojos, la mano de Luli se echaba para atrás el pelo, su lengua, esponjosa, grande, vio los ojos de Luli en el restaurante, las arañas, una enfermera asomada en la puerta de su habitación en el hospital y él sumergiéndose en el agua, el ruido de las burbujas, el ruido de las chicharras o de la electricidad, la Cuerpo en la cocina, sus pezones oscilando, la velocidad y el olor de las flores en la noche de verano. Miguelito abrió los ojos y creyó ver los ojos de la Cuerpo en el espejo, vio la espalda de Luli Gigante, como la de una extraña, aquella espalda de niña volcada sobre él, y allí, mientras observaba el borde del biquini en su cintura, la frontera de la tela negra y la piel, el vello dorado, sintió cómo el vino y la sangre, la electricidad de las chicharras, el mundo entero, se le iban del cuerpo y llenaban la boca, la cara de Luli.
Muchos años después, cuando ya había muerto su mujer, Paco Frontón, también mirando la oscuridad del mar en mitad de una noche de verano, me contó que al final de aquella tarde se fueron los cuatro al Peñón del Cuervo en el Dodge de su padre. Me dijo que de ese día siempre se acordaba de aquel momento, los cuatro por la carretera, y de cómo la brisa estremecía la melena corta de la Cuerpo en el asiento de al lado, y cómo aquel viento abofeteaba en un remolino suave las caras de Miguelito y Luli Gigante en la parte de atrás.
Me contó que él conducía sin levantar la vista del asfalto, con el sabor agrio del vino en la garganta y la boca llena de pequeñas agujas, el inicio de la resaca, y que mientras Luli y la Cuerpo hablaban con el aire llevándose sus palabras, lo que más se oía en el coche era el silencio de Miguelito. Lo miró por el retrovisor cuando llegaron a la playa del Peñón del Cuervo. Tenía los ojos perdidos. Y también me dijo Paco Frontón que mientras estaban allí aparcados frente al mar, con las olas rompiendo a unos cuantos metros del Dodge y con el aire salado de la noche entrando por las ventanillas, mientras él besaba a la Cuerpo, entre el ruido de las olas oyó cómo Luli le hablaba a Miguelito entre susurros.
Habían pasado veintitrés años de todo aquello. Paco Frontón era un abogado calvo, viudo y melancólico al que ese viejo que siempre había llevado debajo de la piel le había empezado a conquistar prematura y definitivamente la mayor parte de la cara. Ahora era al revés que en aquella época. A veces, en la cara del viejo asomaba la máscara de un joven misterioso.
Y con una sonrisa leve que por un instante recordó la sombra de aquel Paco Frontón de otro tiempo, me dijo que aquella tarde que Luli Gigante, la Cuerpo, Miguelito y él pasaron en su casa fue el último domingo de junio. Y que luego, en la vida, él creía que ya no hubo más domingos como los de aquel verano. «Hubo otra cosa. Pero ya no hubo más domingos. Ni siquiera veranos.»