La llamaban La Señorita del Casco Cartaginés por el peinado aquel que tenía. Todo el pelo levantado para arriba por la parte de atrás, haciéndole una curva mullida en la nuca, y con un tupé alto y rígido por la parte delantera, con el flequillo formándole una especie de proa de barco o de visera aerodinámica. Inamovible el peinado entero, cada pelo sometido a la férrea disciplina de la laca y el cardado. Y allí, debajo del peinado, estaba ella, la Señorita del Casco Cartaginés, con su cara de inocencia o de locura, siempre muy pálida y con los cigarrillos mentolados, con sus ojos grandes y empingorotados y su boca antigua, casi arqueológica.
Era profesora de la Academia Almi, y Avelino Moratalla, al verla por primera vez, no estuvo seguro de si en otro tiempo le habría gustado tenerla en el circo de sus masturbaciones o si era la mujer más repulsiva que había visto en su vida. Cruzaba las piernas con mucho cuidado y se quedaba allí mirando a los alumnos, moviendo muy despacio la punta del zapato, siempre de puntera afilada, con su casco aerodinámico y su cigarrillo sostenido entre los dedos anular y corazón. Hasta que, a modo de señal de salida, alzaba la barbilla y ya todos se ponían a escribir a la velocidad del rayo en sus máquinas. Tecleaban sin parar y ella fumaba, y al tragar el humo los pechos le subían por dentro de aquellas chaquetas antiguas y rígidas que llevaba, excitada por el murmullo de las teclas, por el correr del carro y el sonido del timbre al final de cada renglón.
El maquillaje de los ojos, rematado con un rabo negro, corto pero contundente, era de color berenjena, tan espeso que uno pensaba que los párpados no los tenía caídos por efecto de su anatomía, sino por aquel peso que cada día, a saber desde cuándo, soportaban. Los labios, que parecían blandos, también los llevaba pintados de un color parecido. El casco era de caoba. Vivía sola, en un piso muy alto de la Torre Vasconia, casi un rascacielos. Decían que desde su casa se veía la ciudad entera y el perfil de África en los días despejados. A veces la vimos allí colgada, en su terraza, mirando al horizonte con indiferencia, con su cigarrillo y su casco.
También decían que tenía a su madre internada en el Manicomio de San José, que había vivido en un país lejano, quizá en Nueva Zelanda, y que allí había tenido un novio o un marido que la había abandonado por una indígena. Otros decían que el novio, o lo que fuera, se había ahorcado de la rama más alta de un árbol, un amanecer cargado de colores violentos, de esos que aparecen en los cuadros baratos de las tiendas de muebles. Avelino Moratalla siempre veía a un hombre ahorcado, mirándolo fijamente, cada vez que la Señorita del Casco Cartaginés se acercaba a él y, por encima de su hombro, impregnándolo con el vaho mentolado del tabaco y con un olor dulce a polvos de maquillaje, miraba sus ejercicios de mecanografía. Era una excitación de doble recorrido en la que cabían en igual medida el miedo de la muerte y el deseo.
Un día, mientras ella, con la mejilla casi pegada a la suya, observaba el folio que Avelino había cumplimentado a una velocidad de ciento cuarenta pulsaciones por minuto, a él le sobrevino una eyaculación espontánea. Mirando de reojo el perfil de la profesora, viendo el aleteo lento de aquellos párpados untados de maquillaje, la vellosidad ínfima de las mejillas y las estrías de los labios, aquel olor, Avelino sintió que los huesos se le llenaban de agua y que el cuerpo entero se le derramaba por la entrepierna. El árbol al amanecer, los ojos abiertos de un ahorcado, la puntera de los zapatos de aquella mujer balanceándose, la palidez de las piernas y el esmalte oscuro de las uñas aparecieron en dulce tumulto por la pizarra, por la clase entera mientras Avelino, con una queja, doblaba el cuello y abría la boca, acercándola al carmín morado de aquellos labios, agonizando o subiendo al cielo, místico, libidinoso.
No se inmutó la Señorita del Casco Cartaginés, sin cambiar de postura, dejó que Avelino acabara de estremecerse, no sabía él mismo con qué clase de espasmos, si completamente disimulados o delatores de aquello que le estaba ocurriendo, casi rozándose las dos bocas, y cuando a él se le enderezaron los párpados y recuperó el dominio de sus facciones, con un atisbo de sonrisa, la Señorita del Casco Cartaginés le comunicó la puntuación del ejercicio, un nueve con cinco, y después de animarlo a aumentar la velocidad de sus pulsaciones, le dijo con un susurro que si quería podía ir al baño.
A Avelino Moratalla su padre le ponía las mañanas del domingo La Verbena de la Paloma. Era una familia ejemplar la familia de Avelino. Don Ernesto tenía un bigote ejemplar, las uñas cortadas en una curva perfecta y una calva de hombre decente. Todos, hasta el hermano pequeño de Avelino, tenían la piel recubierta de un vello sedoso y negro. A todos les habían sembrado el cuerpo con un trigo oscuro que crecía manso y, como los campos, se estremecía con el viento y brillaba tímidamente con la lluvia o el sudor.
El hermano pequeño era el que tenía la cosecha más abundante de pelusa. Le bajaba en forma de punta de flecha por el cuello hacia el centro de la espalda, se le unía por encima de las cejas en forma de arco isabelino y, desde los cinco o los seis años, le formaba dos espirales en las patillas y le sombreaba la piel pálida del bigote. La palidez de la piel la había puesto la madre, la pelambre, el padre de Avelino. Pero eran felices. Y el culmen de la felicidad se manifestaba los domingos por la mañana, cuando el padre colocaba en el tocadiscos La Verbena de la Paloma, la madre con su camisón rosa acarreaba tostadas y café humeante a la mesa y los dos hijos, con las cerdas recién peinadas y olor a colonia, se sentaban oyendo aquellos acordes que desde la cuna, cada domingo, los perseguían de modo implacable dejándolos atolondrados, casi narcotizados, para el resto del día.
Avelino Moratalla, además de un padre calvo que trabajaba en la banca y siempre llevaba corbata, una corbata seria e inmóvil, no como el lazo pendenciero de Rubirosa, y una madre que había estudiado magisterio, tenía una habitación preparada para el estudio. En las paredes tenía banderines deportivos, diplomas de buena conducta y unos estantes con libros y coches metálicos en miniatura. Tenía un balón de fútbol sin estrenar, un flexo con tres posturas y un globo terráqueo con las montañas del mundo en relieve.
Durante un tiempo estuvo obsesionado con su pelambre. Le sisaba dinero a su madre. Se compró depiladores. A los doce años fue a un estudio de estética en el que lo tomaron por un homosexual precoz, para que le depilaran las piernas. El dueño del local le aconsejó que se entregara a la oración y leyese un libro de Martín Vigila. Cuando Avelino acabó por reconciliarse con su pelambre ya tuvo dedicación exclusiva a sus pajas. Imaginaba a todas las mujeres del mundo sentadas en los estrados de un circo. Las iba llamando desde la cama instalada en el centro de la pista. Úrsula Andress, Betty Misiego o la dueña del asador de pollos de la calle Eugenio Gross acudían solícitas a su llamada cuando Fina Nunni, reina de la pista, lo permitía.
El día que se desmayó de placer al lado de la Señorita del Casco Cartaginés, Avelino Moratalla salió de la Academia Almi cogido de la mano de su hermano, que a su corta edad y para orgullo de su padre, también se había revelado ya como un consumado y veloz mecanógrafo. No se sabe si Avelino estrechó los dedos de su hermano para vencer su propio miedo o con la finalidad de alejar al benjamín de la familia de los territorios del demonio. Avelino decía que nunca llegó a masturbarse con la Señorita del Casco Cartaginés a pesar de que a menudo su figura se colaba en medio de sus ensoñaciones y aparecía sentada en las gradas del circo, delante de todos sus alumnos con las piernas cruzadas y el balanceo de su pie, la punta del zapato señalando a Avelino. A veces su imagen conseguía nublar otras fantasías de Avelino, pero éste nunca culminaba sus masturbaciones con ella. Cortaba en el último momento, descansaba unos instantes y reanudaba sus trabajos manuales ya con la mente libre de aquella aparición viscosa, y antes de que volviera a aparecer se vaciaba pensando en la Lana Turner de los ultramarinos, sana, con sus ojos rotundos, sus cigarrillos limpios y sin el olor pastoso de la menta, con su risa y sus pechos alegres. A lo sumo, llegaba Avelino a desear que volviera a repetirse aquel suceso de la eyaculación espontánea.
Solitaria y casi misteriosa la Señorita del Casco Cartaginés. De edad incierta, quizá apenas cuatro o cinco mayor que nosotros o doblándonos la edad, siempre con aquellas chaquetas cortas y rígidas, no se sabe si muy antiguas o demasiado modernas, y aquellas blusas que en algunas ocasiones dejaban ver el comienzo de sus pechos envenenados, tan pálidos que a veces tenían una tonalidad gris, parecida a la cara del Babirusa cuando no dormía y en mitad de la noche se quedaba pensando en su madre.
En invierno, antes de que todo sucediera, yo la vi más de un día detenida delante de los jardines y la fuente que rodeaban su casa. Se sentaba en un banco, con la chaqueta echada sobre las piernas, relajada como si ya hubiera llegado a su casa y hubiese cerrado tras de sí la puerta del piso, luciendo una de esas blusas que se derramaban lánguidas por su cuerpo, otorgándole una sensación de desnudez y dibujándole en su caída las partes del torso por las que el tejido se pegaba a la piel. Ausente bajo la rigidez de aquel peinado que parecía una broma, un guiño irónico de aquella mujer inteligente o completamente necia que se quedaba allí, en medio del frío, mirando el agua que de forma monótona caía de la fuente. El humo de sus cigarrillos saliéndole mansamente de la nariz, igual que un tubo de escape al ralentí o como si allí, dentro de su cabeza, se estuviera quemando algo.
Yo, al verla con la mirada perdida, con aquella especie de sonrisa triste que siempre tenía en la cara, la suponía recordando aquel país remoto en el que había vivido no se sabía qué historia de amor. Y cuando alguna vez en los días claros, paseando con González Cortés, la vi asomada a su terraza, con los codos apoyados en la baranda y la barbilla levantada como si estuviese a punto de ordenarle a sus alumnos que empezaran la alocada carrera sobre las máquinas de escribir, no la imaginaba viendo el perfil brumoso de África, sino las costas lejanas, el paisaje y los bosques de Nueva Zelanda. Allí, arriba de la Torre Vasconia, aquel edificio de catorce o quince plantas que, al igual que nuestra vida, aún por completo abierta, nos parecía inabarcable, capaz de ir más allá de las nubes y de rivalizar con los rascacielos más altos del mundo.