Luli Gigante apareció con los labios pintados de carmín rojo. Y al verla doblar la esquina, Miguelito Dávila supo que ella se había puesto en los labios aquella pintura para él. Aquel color en los labios era una declaración, mucho más que una palabra, un deseo, un discurso largo que iba acompañado de aquellos movimientos, todavía más ralentizados, todavía más lentos de lo que era habitual en aquella joven de mirada inocente, verde oscura, agua de estanque y a la vez lejanamente perversa.
Traía una blusa de manga corta, roja, a juego con los labios, aunque la blusa con una tonalidad más oscura. Una falda blanca y la piel de las piernas bronceada. Al llegar a él fue la primera vez que sus cuerpos, aparte de aquella ocasión en la que se estrecharon las manos en los vestuarios, se tocaron. Se dieron dos besos en las mejillas y en el cruce de sus caras, haciendo sus bocas un juego de ballet, Miguelito percibió por vez primera aquel perfume a hierbas que habría de acompañarlo hasta el final de ese verano. Unas veces aquel perfume a hierbas amargas y lavanda fue el aroma del paraíso y otras estuvo asociado al olor a azufre y a fuego envenenado que debía de haber en el círculo más oscuro del infierno.
Aquella noche sólo hubo paraíso. «La gloria de quien mueve todo el mundo», pensó Miguelito, y hasta lo murmuró en voz baja cuando, a una velocidad de cincuenta kilómetros por hora, descendían por el camino de los Ingleses en la Mobylette del Babirusa. Paraíso fue la propia Mobylette a pesar de que no era de asiento corrido y Luli Gigante iba sentada en la plancha metálica en la que el Babirusa cargaba sus cachivaches mientras Miguelito, elevado en el sillín triangular del piloto, procuraba esquivar los baches y desniveles del asfalto.
Paraíso era la noche cayendo por detrás de las casas con jardín de calle Soliva, el torreón presuntamente majestuoso de la casa de Paco Frontón, el primer aire de junio, el velo transparente de la brisa atravesando el frescor de las hojas en los arbustos de las adelfas y los faros de los automóviles pasando por las fachadas de las casas, todavía iluminadas con los restos de la última luz solar. Fue paraíso, por más que una nube de inseguridad se cerniera sobre él, la entrada en aquel restaurante del que Miguelito había oído hablar en la droguería a la secretaria de la inmobiliaria, cuando un camarero los recibió casi en la puerta, cortándoles el paso con una sonrisa y preguntándoles si tenían reserva y luego llevándolos, condescendiente, a una mesa situada en un rincón, cerca de una fuente sin agua.
Paraíso el nombre de las comidas. Todo caro. Las cejas subidas de Luli Gigante y el carmín de los labios moviéndose mientras leía aquellos nombres, su mirada divertida cuando el camarero puso unas gotas de vino en la copa de Miguelito y él miró desafiante a aquel hombre de chaleco verde, borrándole para toda la noche la sonrisa de la cara, ordenándole que le sirviera primero a Luli. La botella metida allí, en aquel balde con hielo, el pescado reblandecido en aquella salsa de color amarillo brillante —todas las salsas que hacía su madre eran de colores tristes—, la luz de la vela moviéndose en los ojos de Luli. El sonido de los cubiertos en la cerámica de los platos de las mesas vecinas, las voces que hablaban como en la iglesia y Luli levantándose con mucho cuidado, regresando del cuarto de baño con los labios vueltos a pintar.
Paraíso aquella mancha de carmín que se le quedó en uno de los dientes o en la boquilla moteada del cigarrillo. «Ahora fumo», la voz de Luli también era paraíso. Lo mismo que días atrás había pertenecido al paraíso el encuentro con su vecina la Cuerpo, la amiga inseparable de Luli. Fue carne de paraíso el modo en que la Cuerpo le dijo que Luli no dejaba de preguntarle por él, aquella sonrisa, y él sintiendo cómo la vida descorría su telón y le mostraba un paisaje profundo y hermoso. Con la voz tranquila, le pidió a la Cuerpo el número de teléfono de Luli.
Una voz de mujer al otro lado de la línea, el ruido de las monedas al caer en la ranura de la cabina impidiendo escuchar con nitidez sus palabras, obligándolo a repetir el nombre de Luli. Los segundos de espera, un ruido de televisor, él imaginando el rostro de aquella mujer, la habitación por la que se movía, la relación de ella con Luli, su madre, los pasos de Luli y luego su voz preguntando con desgana quién era. «La gloria de quien mueve todo el mundo.» La voz, de pronto cristalina al saber que era él, y luego diciendo Sí cuando la invitó a cenar. Diciendo Sí, sin dudar, sin añadir ninguna otra palabra, Sí, y él colgando el teléfono, aquel auricular que Miguelito Dávila separaba de su oído, todavía con el eco vibrante de aquella palabra, Sí, por el que habrían circulado tantas voces muertas, tantas palabras sin vida y a través del que nunca nadie habría pronunciado la palabra paraíso. «La gloria de quien mueve todo el mundo», dijo con un susurro Miguelito Dávila mientras del auricular brotaba ya un pitido sordo y lejano.
Amadeo Nunni el Babirusa y Miguelito mirando la Mobylette. «Es una lástima que no sea de asiento corrido», murmuraba Miguelito, los dos parados delante del ciclomotor, como si hasta ese momento no lo hubieran visto nunca, el Babirusa encogiéndose de hombros, apenado por el defecto de su máquina, pero todavía impresionado por la noticia, orgulloso de su amigo, «La Luli, hijoputa. La Luli», negando con la cabeza, «A cenar», mirando las ruedas, los radios de su Mobylette, apretando la goma con un pie para comprobar la presión del neumático. «¿Qué se hace, cuando se cena con una tía? ¿Nada más que se come? ¿O vas a hablar, como en las películas, que luego ya sale cuando se la están follando a cámara lenta y con la música?» Miguelito alejándose y él todavía diciendo «La Luli, hijoputa. Miguelito».
En el restaurante había una música suave flotando en el aire. Luli le decía que quería haber sido bailarina, que su madre la había llevado cuando era niña al conservatorio y le habían comprado un traje de ballet, un tutú con el que le habían hecho una foto que ella tenía enmarcada en su cuarto. Una falda de tul y unos ojos de sueño, de saber que la vida iba a ser maravillosa, fabricada a su medida. Y Miguelito Dávila supo que también para él la vida iba a ser una promesa cumplida, que ya lo estaba siendo y que Luli Gigante era la prueba evidente de que el paraíso existía. Ella, Beatriz, estaba allí para mostrárselo. Lo recorrerían juntos, no importaba que el tono de ella fuese ahora más triste y le contase el revés económico que había sufrido su familia, la pena que sintió cuando tuvo que abandonar sus clases de ballet. «La danza», decía ella fingida, teatralmente melancólica mientras dejaba que el humo del cigarrillo se le escapara manso entre el carmín de los labios, apenas sin saber fumar, Luli Gigante.
Y si ahora bailaba en el Bucán era por aquel monitor que habían puesto y que enseñaba gratis. Sólo por pedir una cerveza ya podías ponerte allí detrás de él y seguir los pasos de la samba o del merengue. Lo hacía para no perder la agilidad ni la armonía que da bailar en grupo, aunque a Luli no le gustaba la gente del Bucán y no hablaba con nadie, sólo con el monitor, que era mulato y tenía muchos dientes. Iría allí hasta que tuviese dinero para bailar en La Estrella Pontificia, la mejor academia de baile de la ciudad. Quizá todavía estuviera a tiempo de ser una bailarina profesional, pertenecer a un ballet de los que van de gira por el mundo, con ese maquillaje y esos trajes. El porvenir estaba abierto y algún día, en alguna ciudad lejana, quizá se sintiera viva como sólo se siente una bailando encima de un escenario. Eso dijo.
Y él, Miguelito Dávila, caminó a su lado oyendo los golpes que las olas daban en la orilla del mar, volvió a cruzar la ciudad a cincuenta kilómetros por hora con los labios de Luli Gigante cerca de su costado, sintió el olor de los jazmines de doña Úrsula entrando en sus pulmones, se bajó de la Mobylette y acompañó a Luli hasta el portal de su casa. Ella lo llevó a la sombra de la esquina y le habló en voz baja. Le preguntó si volverían a verse, muy cerca sus ojos de los ojos de Miguelito. El olor amargo a lavanda. Y allí, en la penumbra, con aquel perfume y el de los jazmines, con las voces que salían de las ventanas como un olor más de la noche, Miguelito el Loco apenas tuvo que doblar el cuello para rozar sus labios con los labios que le habían estado hablando del paraíso toda la noche. Notó la pasta roja en su boca, aquel sabor a cera o pescado dulce mezclándose con el resto de tabaco, aquel picor suave, que quedaba en la saliva y en la lengua de Luli Gigante. Una lengua grande y carnosa que entraba en la boca de Miguelito Dávila con una fuerza y una insistencia que se parecían a desesperación y cuyo movimiento provocaba en el pecho de Luli un ahogo sostenido, casi un jadeo.
Entre la sombra, apenas pudo ver Miguelito los ojos de Luli, ojos inocentes de niña o de miope, observando la boca y los ojos de él al concluir el beso. No vio cómo ella introducía el labio superior en su propia boca y lo dejaba allí, chupándoselo unos instantes, antes de sacarlo ya limpio de carmín, para darle un beso en la mejilla. Se dio la vuelta y desapareció lenta y cadenciosa en su portal mal iluminado. Luli se movía como se mueven las pompas de jabón.
Con las piernas cruzadas y los párpados recubiertos de un maquillaje parecido al color de la berenjena, la Señorita del Casco Cartaginés observó cómo Miguelito Dávila se acercaba a la Mobylette y, colocándose sobre los pedales, daba un quiebro con sus caderas y movía las piernas para poner en marcha el motor. Sentada en aquel banco de piedra, fumaba en la penumbra la Señorita del Casco Cartaginés con el cigarrillo sostenido entre el dedo corazón y el anular y una sonrisa leve, parecida a un pájaro disecado, a un paraguas abandonado, algo que alguien se ha olvidado en un perchero hace tiempo, en la boca.