El Babirusa tenía una lanza. Era más alta que él y se la había fabricado martilleando al rojo un hierro alargado en la fundición Cuevas. «Es una lanza de los batusi», afirmaba orgulloso, con su flequillo de franciscano y sus ojos asiáticos. Con mucho esmero había incrustado el hierro de doble filo en el palo de una fregona, lo había contrapesado con otra pieza metálica en el extremo contrario y le había dado tres tipos diferentes de barniz. La lanzaba por las tardes en el huerto de don Esteban, aquella explanada que había detrás de su casa. Su abuelo lo miraba desconfiado mientras leía en un sillón de terciopelo burdeos que cada mañana sacaba a rastras de su casa para colocarlo allí, entre los manzanos, y leer algunos periódicos atrasados.

El abuelo de Amadeo Nunni era un jubilado de la fábrica del Amoniaco y llevaba años sin trabajar, aunque de vez en cuando le daba por inventarse negocios con los que estaba seguro de hacerse «más rico que ese hijoputa intratable que es el padre de tu amigo, el del coche, ese maricón de las queridas». Su última hazaña empresarial había consistido en trasladarse cada mañana a calle Compañía con una palangana y unas hierbas y lavarse los pies en medio de los transeúntes. Sentado en una silla de plástico y con los pies metidos en agua, repartía unos prospectos que hablaban de las propiedades curativas de sus hierbas. Los prospectos se los había dado otro viejo del Amoniaco. Eran vísperas de Navidad, y durante las dos o tres semanas que duró el negocio, la misión del Babirusa, además de hacer fotocopias del prospecto, consistió en llevar dos veces en la mañana un termo de agua caliente para que a su abuelo no se le helaran los pies. En el segundo de los viajes se quedaba un rato por los alrededores de la calle Compañía, lo suficientemente lejos del viejo como para no ver cómo removía las pezuñas en el agua ni oír cómo le hablaba a los curiosos. Les decía que tenía más de noventa años, aunque en realidad apenas pasaba de los setenta, y que nunca había tenido un resfriado ni una colitis ni un sarpullido, todo gracias a aquellas hierbas. Si le prestaban atención enseñaba los dientes y la lengua. Hasta podía abrirse la camisa para mostrar el pecho, tan hundido como si verdaderamente tuviese noventa años. Después de su exhibición, el Babirusa lo ayudaba a recoger las bolsas de hierba, la silla y la palangana. Regresaban juntos a su casa, el Babirusa callado y su abuelo sin parar de hablar de lo fácil que era ganar dinero, con los pies arrugados y reblandecidos, sin desanimarse nunca por el escaso interés que la gente mostraba hacia sus hierbas curativas.

El Babirusa no sólo miraba a su abuelo con los ojos atravesados por aquellas humillaciones. Desde el instante en que llegó a la casa y supo que además de la vida tenía que compartir el dormitorio con aquel viejo, empezó a mirarlo con desconfianza. A Amadeo Nunni los ronquidos de su abuelo le ponían un color gris terroso en la cara. Él decía que era por la falta de sueño, pero debía de ser algo más. Su abuelo emitía tantos y tan diferentes ruidos al roncar que parecía que en mitad de la noche alguien muy nervioso se hubiera puesto a arrastrar muebles.

Amadeo se sentaba en el borde de su cama y en medio de la penumbra observaba al viejo con la boca entreabierta, sin acabar de entender que de aquel pecho hundido y flaco, de los pellejos temblorosos del cuello, pudiera brotar tanto ruido. Se veía a sí mismo incorporándose y colocando su almohada muy suavemente en la boca del viejo, apretándola fuerte cuando la falta de oxígeno lo despertaba. «Ronca, ronca ahora, sigue roncando», decía en voz muy baja Amadeo Nunni con la boca pegada a la oreja del abuelo. Pero en realidad no hacía nada, sólo se quedaba allí sentado. Mirándolo, escuchándolo. A veces se acordaba del guardia municipal que le había dado la noticia falsa del asesinato de su padre. Y del color metálico y blanco del avión en el que su madre se había ido a Londres. Entonces el color gris de su cara se hacía un poco más oscuro y le duraba varios días.

Y luego estaba lo de la polla del viejo. Siempre asomando y desapareciendo, jugando al veoveo por la abertura de aquellos calzoncillos largos que usaba. Larga y marrón, la polla. Del mismo color y con tantas rugosidades como un salchichón muy curado que alguien se hubiese olvidado hacía cuatro años en lo hondo de la despensa. Cerraba los ojos el Babirusa para no pensar que el microbio de su padre había salido por allí. «Una picha es una jeringa que inyecta gente», le había comentado una noche su abuelo. «A saber cuántas criaturas habrán transitado por aquí. Gente que no ha sido gente. Microbios», dijo mirándose el lúgubre salchichón con una mueca en la que se mezclaban el aburrimiento y la melancolía. Ésa había sido toda la educación sexual que el Babirusa había recibido en el seno familiar.

Poco después de aquella sesión didáctica, una noche soñó con su padre. Lo vio de espaldas, entrando por la polla de su abuelo, con una maleta grande en la mano. Llevaba la chaqueta agujereada por doce puñaladas. En el sueño, Amadeo Nunni no sabía si la polla de su abuelo era muy grande o su padre muy pequeño. Pero sí advirtió que su padre cojeaba y que en el último instante, antes de perderse por aquel túnel, se volvió y le dijo adiós con la mano. En ese instante pasó un tren a toda velocidad por delante de la cara del Babirusa y luego ya sólo vio la entrada de aquel túnel por el que su padre y el tren se habían perdido. Esa noche también creyó soñar que llovía semen mezclado con las gotas de agua, que él iba por una calle vacía guarecido bajo un paraguas muy grande y que su padre bajaba del cielo en medio de aquella lluvia. Pero de eso no estaba seguro Amadeo Nunni. Un ruido de tormenta y truenos, quizá fueran los ronquidos de su abuelo, lo había despertado en mitad de la noche, y en el duermevela los pensamientos y los deseos se le habían mezclado de manera confusa con los restos del sueño.

En vez de asfixiar a su abuelo con la almohada, Amadeo Nunni lo torturaba con el orden. O se torturaba a sí mismo. El Babirusa se pasaba los días alineando las camas, midiendo los pasos que las separaban de la pared. Comprobando que sus patas estaban exactamente sobre la misma línea de las baldosas, verificando la perpendicularidad justa con el armario, el ángulo de 90 grados que la puerta del dormitorio debía formar con la esquina de la cómoda y la cómoda con su cama y con el butacón en el que en otro tiempo su abuelo se permitía dejar la ropa tirada. Las montañas de las revistas de artes marciales que tenía alineadas contra la pared debían tener 30 centímetros exactos de altura. 45 revistas por montaña. Los números extra los miraba detenidamente en el quiosco del Carne, pero no los compraba para que no le desequilibraran la perfecta simetría de la habitación.

El primer golpe de karate se lo dio Amadeo a su abuelo el día que al entrar en el dormitorio común el viejo se quedó muy serio mirando los pósteres de Bruce Lee, separados cinco centímetros unos de otros, y preguntó, «¿Quién es el chino este, con esos calzoncillos y esa cara de mala leche? Parece que ha comido vinagre». Amadeo siguió colocando sus revistas, aunque ya empezó a ver borrosa la portada de Brandon Kachimuro, el campeón de Kung Fu. «¿Y con este tío voy a tener que dormir yo todas las noches? Estás tú arreglado. Ni que fuéramos maricones. Para eso cuelgo yo mis radiografías por toda la casa.» Al Babirusa se le descuadraban las revistas, miraba al suelo, sus zapatos, pero no veía nada. «¿No decías que no te gustaban mis calzoncillos? Pues son como los de ése. Los de ése peores».

Fue un golpe seco con el canto de la mano. Un golpe en la carótida que dejó al viejo sin respiración, de rodillas delante de su nieto, que, después del golpe, con movimientos muy rápidos, se colocó en tres o cuatro posturas de ataque emitiendo unos gritos cortos y secos, como si el viejo, que aún no sabía lo que había ocurrido y que se agarraba la cabeza intentando volver a respirar, fuese a hacerle frente. «Si te vuelvo a ver la polla te hago el sepuku. Y lo que tienes ahí no es una picha, es una polla, se dice polla, que lo sepas. Y como te la vuelva a ver otra vez te la corto. ¿Te enteras? Y la cabeza también». El viejo no contestaba, miraba al frente con los ojos muy abiertos. «Y otra cosa. El vinagre no se come, se bebe. Se bebe. ¿Te enteras?» Nunca estuvo muy seguro el abuelo del Babirusa de lo que había ocurrido. Pero desde ese día, al salir del cuarto de baño siempre llevaba un imperdible cerrando la abertura de los calzoncillos.

Hubo otros ataques del Babirusa a su abuelo, pero casi siempre se controlaba en el último instante y se limitaba a marcar los golpes, un codazo dirigido al estómago, una patada al pecho. Y aunque su tía Fina, con las piernas cruzadas y un cigarrillo colgado en la boca al estilo Hollywood —decía el Babirusa que en la intimidad todavía era más Lana Turner su tía que en la tienda o en la calle—, se divertía con aquellos saltos y manoteos de su sobrino, «Por fin un poco de diversión», murmuraba con los párpados entornados, dejando que la ceniza del cigarrillo hiciera funambulismo con el movimiento de sus labios empingorotados de carmín, aquellas amenazas no beneficiaron a Amadeo al final de ese verano, cuando la vida nos cambió y a él se lo llevaron en aquel coche gris.

Al principio el viejo fue discreto con la gente del barrio. A todo el mundo le decía que su nieto era muy cariñoso y muy edificante. Pero a sus íntimos de la fábrica del Amoniaco o al maestro Antúnez, el del Salón Ulibarri, les contaba en voz baja que era un perturbado y que no paraba de darle golpes de karate y de amenazarlo con decapitarle el miembro. «Le ha hecho un juicio sumarísimo y me va a decapitar el miembro.» Al abuelo del Babirusa le gustaba decir edificante, decapitar el miembro, juicio sumarísimo y cosas así, acordándose quizá de la guerra y de cuando estuvo de ordenanza de un comandante de intendencia que hablaba de una forma enrevesada que el pobre viejo intentaba imitar dentro de sus posibilidades.

Aquella contradicción entre lo que le decía a los vecinos y lo que confesaba a sus íntimos, y que de inmediato iba a parar a los oídos de los primeros, aumentaba el efecto de los comentarios negativos sobre el Babirusa. Una estrategia que subrayaba la crueldad de su nieto y la bondad de él. Tampoco beneficiaron al Babirusa las protestas que llevó a cabo en casa del viejo. Una de ellas consistió en quedarse de pie a la hora de comer o de ver la televisión. Aquello sí ponía nerviosa a su tía. Estuvo sin sentarse ni una sola vez durante varios meses para que le compraran una Mobylette con el dinero que su madre le enviaba.

Una vez conseguida una Mobylette de segunda o tercera mano, se dedicó durante una temporada a arrancarla en el comedor de la casa —la guardaba allí por consejo de su abuelo, enamorado de «La máquina», para evitar que se la robaran «los ruinosos del barrio»— y, colocada sobre el caballete, darle al acelerador para que la habitación y la casa entera se llenasen de humo. «Mira, como Londres», decía su tía saliendo del comedor con los ojos enrojecidos para ir a tumbarse en la cama con su bata de satén falso a medio abrir y quedarse allí leyendo por enésima vez algún fragmento de la biografía de John Davison Rockefeller mientras el abuelo seguía viendo la televisión con la boca y la peluda nariz tapadas con un trapo húmedo, disimulando la tos en medio de aquella humareda que apenas dejaba ver, no ya lo que aparecía en la pantalla del televisor, sino el televisor mismo. A la Mobylette, con aquellos acelerones, se le encogía el motor sobre su chasis como un corazón pobre de metal que se compadeciera del viejo Nunni.

«Las protestas del gas», como las llamó el abuelo, tuvieron lugar aproximadamente un par de años antes de aquel verano y estaban destinadas a que le permitieran abandonar los estudios para siempre. El Babirusa no quería ver nunca más una pizarra, a nadie relacionado con la docencia, «Todos con esas caras de estar haciendo la digestión, de tener leche agria en la garganta», ni volver a meterse un libro en la cabeza. «En la cabeza no me cabe nada más que la cabeza», decía. Los tres últimos años repitiendo curso y el intento continuado de gasear a su familia con la Mobylette acabaron por conseguir su objetivo. Le dejaron elegir su porvenir, o eso pensaron.

Guiado quizá por el espíritu emprendedor de su abuelo, Amadeo Nunni se creyó feliz durante un tiempo recogiendo vidrios, botellas, latas vacías y metales de toda especie que iba a vender a la chatarrería de la Pellejera, procurando pasar siempre por delante del colegio, mirando las cabezas alineadas detrás de los ventanales. La felicidad la completaba ordenando los muebles de su habitación con menos ansiedad, rebuscando pelos de pubis en el coche de Paco Frontón o yendo a ver a la Gorda de la Cala y follándosela sin parar de decirle al oído «Cadavérica, cadavérica», una palabra que lo había llenado de turbación cuando la escuchó en un telediario mientras en la pantalla del televisor aparecía fugazmente una mujer medio desnuda y con los labios entreabiertos como si estuviera a punto de decir su nombre, Amadeo, asesinada.

Aquella felicidad la culminó Amadeo Nunni el Babirusa lanzando cada tarde —por encima de las copas de los manzanos en flor, por encima de las ramas muertas del otoño o de los brotes tiernos del último invierno, cortando el aire cálido de hoguera de los días de terral o los delicados hilos de niebla que a veces, en las tardes de verano, brotaban en los descampados que había detrás de su casa— aquella lanza batusi de doble hoja cortante, fabricada con el palo de una fregona y rematada con tres barnices diferentes, y que al volar entre los árboles con la última luz de la tarde parecía una esquirla que se hubiera desprendido de un arco iris. Un diamante perdido o un pensamiento volando fuera de la cabeza que lo había albergado. La vida. Todos nosotros desprendidos de las estrellas, llovidos como las ranas o como la imagen del padre del Babirusa que él, en mitad de una noche de tormenta, creyó soñar, bajando del cielo entre finas gotas de rocío y semen.