No sé si aquel día Miguelito, Paco Frontón, Avelino Moratalla y el Babirusa llegaron a la piscina de la Ciudad Deportiva en el Dodge de don Alfredo. Era el primer sábado de la temporada. Llegaron los cuatro amigos —la camiseta corta y celeste de Miguelito, los zapatos pintarrajeados, calzados en chancla, del Babirusa y su gorra azul de Carpintería Metálica Novales, las gafas negras y el bañador largo y floreado de Paco Frontón, recuerdo de Miami o de Honolulú de alguno de los amigos de su padre, el polo a rayas, de marinero frustrado, de Avelino Moratalla—, y fueron a situarse cerca del trampolín, allí donde la hierba era más alta. Sin bolsas ni más enseres de baño que los que llevaban puestos, salvo la toalla de lavabo un poco deshilachada que el Babirusa llevaba enrollada al cuello y sobre la que se sentó como un jefe indio, mirando a un lado y a otro antes de que Miguelito encogiera los hombros para sacarse la camiseta y mostrara a la luz del mundo aquella serpiente, el trazo casi azul del bisturí en su costado.
Aquel paisaje. Los ojos de color verde azulado de María José la Pija, un parpadeo lento y el humo también azul del tabaco saliendo de su boca, las cejas un poco bailadas al ver de lejos la cicatriz, cinco pájaros, quizá vencejos, volando en escuadrilla a ras del agua, sobre las cabezas de los bañistas, sobre el césped quemado y áspero, la megafonía arañando la música de piano en aquel altavoz colgado de una estaca que parecía un muñeco ahorcado, la cabeza grande de la Gorda de la Cala emergiendo del agua, el verde pobre y húmedo de sus ojos abriéndose a la par que su boca de labios gruesos y dientes separados, mirando con dulzura la espalda de Miguelito, los ojos orgullosos del Babirusa, el gesto desafiante de Paco Frontón oculto detrás de las gafas negras y la barriga redonda y velluda de Avelino Moratalla.
Y allí estábamos González Cortés, espigado y con los ojos juntos, dispuesto a iniciar su aventura lejos, universitario en Madrid, libre del trabajo en el bar de su padre, «Sin fregar platos, ¿te imaginas?», allí estaba Antonio Meliveo con su cara de gánster tímido, preguntando siempre «Por qué», por qué se iba a Madrid, por qué María José la Pija tenía que estar tan buena y ser tan boba, por qué había tantas hormigas en aquel césped y por qué íbamos a vivir la vida que otros querían que viviésemos, con sus ojos oscuros, preguntándose además qué objeto, qué libro o qué candelabro de su casa iría a vender al usurero de la calle Carretería para echarle gasolina a la moto y pasar delante de la Pija y de sus amigas para volver a invitarla, otra vez en vano, a salir esa noche.
Y allí estaba yo, disimulando, sonriendo cuando González Cortés me proponía que me fuese con él a Madrid, sin querer confesarle a ellos ni tampoco a mí mismo que quizá ya no podría estudiar más, que ya la economía de mi madre había dado de sí todo lo que podía dar y una vez pasado el verano sería yo quien tuviese que trabajar en un bar o tal vez, si tenía suerte, en una oficina de seguros, pero no por una temporada ni para ahorrar dinero, sino para poder subsistir y perderme lentamente en un túnel en el que poco a poco me iría diluyendo. Y allí, aquel día, caminando junto al seto del fondo, «Oh resplandor veraz del Santo Espíritu», estaba Luli Gigante, lenta como siempre, con un biquini que a lo lejos parecía de motas rojas, pétalos de rosas o tal vez mariquitas con las alas abiertas, sobre un fondo pálido, quizá blanco. Frágil y algo desgarbada en sus movimientos, como una jirafa elegante, fue a tumbarse, sola, sobre una toalla, gigante como su apellido, también de tonos rojos y blancos, y desde allí, con aquella sonrisa que nunca se supo si era irónica o dulce, perversa hasta la crueldad o inocente como el vuelo de una mariposa, se quedó mirando a Miguelito.
Amadeo Nunni el Babirusa odiaba al enano Martínez. «Me da asco, me da repelús por la espalda, siento que me estoy follando a mi madre encima de un nido de cucarachas, que mi abuelo me está metiendo en la boca esa polla marrón y larga que tiene toda llena de venas muertas, me dan ganas de morirme y de que explote el planeta Tierra», decía el Babirusa cada vez que veía al enano. El enano Martínez era la única persona en el planeta Tierra a la que el Babirusa no habría corrido a mostrarle la cicatriz de su amigo. Por eso, cuando el enano se acercó al grupo y se quedó allí delante con las manos apoyadas en las caderas, fue el Babirusa el primero en preguntarle qué mierda estaba mirando.
—La cicatriz de Miguelito —dijo el enano con su sonrisa podrida, su minúsculo bañador rojo y sus músculos. Zambo y orgulloso—. Eso sí que es un tatuaje.
—Pues ya la has visto. Vete a hacer de Jesucristo —se le atravesaban los ojos al Babirusa.
—Dicen que te cagabas de miedo, ¿no, Miguelito? —el enano se empeñaba en mostrar su dentadura perfecta y en alzar la barbilla para dejar en todo momento constancia de su perfil de Apolo, por más que la cabeza, más arriba de las cejas, se le hubiera ido de las manos a los dioses y tuviera la forma de un trapecio dibujado por alguien con Parkinson.
—Ahueca, Blancanieves —dijo Paco Frontón desde el velo de sus gafas negras, sin inmutarse.
Miguelito, tumbado boca abajo y con la barbilla metida entre sus brazos plegados, miraba el manto de hierba áspera que lo separaba del seto del fondo, de aquella melena desmayada que se derramaba por el campo de pétalos o fresas de la toalla de Luli Gigante.
—La burla de España y mundial, eso es lo que sois ustedes. Más enanos que yo —dijo el enano Martínez antes de darse la vuelta y, balanceándose como un juguete defectuoso, empezar a caminar hasta el borde de la piscina.
—Me da asco. Me da el mismo asco que si comiera mierda.
—Venga ya, tú, coño, Babirusa. Cállate.
Se calló Amadeo Nunni ante la protesta de Paco Frontón y la sonrisa de Avelino Moratalla. Se quedó mirando cómo en el borde de la piscina el enano Martínez se subía a los hombros del Sandalias. El Sandalias caminaba por el fondo de la piscina aguantando la respiración, y el enano, de pie en sus hombros, parecía caminar sobre la superficie del agua. El enano Martínez pasaba los inviernos esperando que llegara aquel momento, levantando pesas en la soledad del Gimnasio Pompeya, viendo hacer sombras al boxeador Soto Carratalá y subir por la cuerda al raquítico equipo de halterofilia, sin dejar de soñarse a sí mismo ataviado con su diminuto bañador rojo, caminando con su perfil majestuoso sobre las aguas como si verdaderamente fuese Jesucristo. Algunos días de lluvia iba hasta la Ciudad Deportiva para ver cómo la melancolía de las gotas caía sobre el agua enturbiada y llena de hojas secas de la piscina.
«Un día lo voy a matar. Lo voy a atravesar de parte a parte con mi lanza y ya nunca nadie lo va a ver andar por el agua ni arrastrarse por el suelo», dijo Amadeo Nunni el Babirusa levantando la vista del enano y mirando al cielo, despejado de nubes. Yo los estuve viendo desde lejos, observándolos mientras el Carne invitaba a Milagritos Dulce a un helado en el quiosco de la entrada y Antonio Meliveo hablaba de motos con González Cortés y con Luisito Sanjuán, que los escuchaba con los ojos entornados y dando cabezadas. Se sumergía Avelino Moratalla en el agua con la lentitud de los elefantes marinos o los osos polares, sólo que la pelambre de su cuerpo era de un negro que tiraba a azul, un musgo suave que desde el vientre le subía por el pecho y le pasaba por los hombros camino de la espalda. Como un animal pesado y anfibio, daba vueltas sobre sí mismo dentro del agua, empujando con su cuerpo voluminoso a las bañistas, sin oírlas protestar, sin ver cómo el nuevo empleado de la Ciudad Deportiva les pedía las entradas a sus amigos y Miguelito, sin inmutarse, sin escucharlo, continuaba mirando en dirección al seto del fondo mientras Paco Frontón, con sus gafas negras, se encogía de hombros y Amadeo Nunni el Babirusa escupía de lado, negándose a pagar ninguna entrada.
Luego los vi bajar a los cuatro, desganados, indolentes, hacia la arboleda del frontón. El calor y la brisa subían un aroma a infusión rancia de entre la sombra de los eucaliptos. Sin salir de la arboleda, se entretuvieron un rato mirando cómo en mitad de la pista, bañados por tanto sol que parecían irreales, cuatro jugadores daban pelotazos contra la pared. En la alambrada que rodeaba la parte alta del muro, mal pintado de verde, había dos pequeños grajos posados, el negro metálico de las plumas emitiendo destellos en morse. «Un día me voy a comprar una raqueta», le dijo Paco Frontón a nadie, y nadie le contestó. Tampoco le contestó nadie cuando dijo, «A lo mejor no me la compro. Para qué».
Estuvieron allí en silencio, oyendo cómo las hojas de los eucaliptos se estremecían por encima de sus cabezas con un sonido de lata. Hasta que el Babirusa vio salir del pasillo que había detrás de la pared del frontón a un aprendiz de los Autobuses Oliveros, anudándose el lazo del bañador, y preguntó a los demás:
—¿Vamos?
—Yo no —contestó Paco Frontón.
Alzó la vista Miguelito a los pájaros detenidos en la tela metálica llena de alambres sueltos y apenas negó con la cabeza. «Tal palomas llamadas del deseo», recordó para sí.
—Préstame las gafas —se quedó mirando el Babirusa a Paco Frontón—. Nunca he follado con gafas.
Se sacó despacio las gafas Paco Frontón. El Babirusa y Avelino Moratalla se dirigieron al pasillo que había detrás del muro y al poco tiempo Miguelito y Paco Frontón emprendieron el camino de regreso hacia la piscina, andando entre los troncos de plata pobre de los eucaliptos. «Tal palomas llamadas del deseo, al dulce nido con el ala alzada, van por el viento del querer llevadas.» Los versos del poeta pasaban por la cabeza de Miguelito. Ni siquiera le importó atascarse en el recuerdo de la página par, «Quali colombe dal disio chiamate, con l’ali alzate». O, «Quali colombe chiamate dal disio». O, tal vez, «Quali colombe dal disio». Dentro de Miguel Dávila, quizá viniendo desde el azul de la cicatriz, subiendo por los pulmones, crecía una hierba muy tierna, una mano pasaba suave sobre aquellos tallos verdes. Poeta, se decía.
Amadeo Nunni el Babirusa esperaba su turno echado en la pared trasera del frontón, miraba en aquella penumbra, aumentada por la sombra negra de las gafas, cómo el dorso desnudo de Avelino Moratalla subía y bajaba, cómo se doblaban sus riñones peludos y se contraía su cuerpo entero, igual que andan los gusanos sobre la escarcha y los grumos de la tierra. Avelino se estaba follando al planeta Tierra. Gemía el planeta, gemía la Gorda de la Cala y sus ojos nublados miraban al Babirusa por encima del hombro de Avelino Moratalla. No tenían visión aquellos ojos, eran las retinas de una muerta. La cara entera estaba falta de expresión. «Cadavérica», pensaba el Babirusa. Los labios entreabiertos, gruesos, dejando escapar un quejido de vez en cuando, aire atrapado en sus pulmones muertos, y sus pechos, grandes, pálidos, derramados, se tambaleaban con las embestidas de Avelino. Se la ponía dura al Babirusa la mortalidad de la Gorda de la Cala, su lengua que de vez en cuando salía de la boca, sin voluntad, a humedecerse los labios o a recoger, como un cargador del muelle en la noche, silencioso y solitario, la saliva que allí dejaba depositada Avelino Moratalla. Luli Gigante caminaba junto al seto con un bolso enorme de cuerdas llevado en bandolera. Su melena ondulada y castaña recogida en la nuca dejaba escapar un mechón perdido sobre el cuello. Con sus movimientos cansinos se perdía Luli Gigante en la entrada de los vestuarios seguida por la mirada de Miguelito. Se contraían hasta ponerse cuadrados los glúteos de Avelino Moratalla en el orgasmo, braceaba como un submarinista sin oxígeno en las bombonas ni en los pulmones, doblaba la cabeza y Paco Frontón caía en el agua, entraba en ella como una punta de flecha, los brazos extendidos, el cuerpo recto, y al instante salía a la superficie repelido por el agua, el mechón escaso de estopa aplastado a un lado de la frente, los ojos abiertos entre las gotas que le caían de las cejas, levantando a su alrededor una bocanada de olor a cloro mientras el Babirusa, con las gafas negras puestas, las mandíbulas apretadas y la gorra azul con la leyenda Carpintería Metálica Novales calada hasta la mitad de las sienes, con sus zapatos de fieltro llenos de banderas puestos en chancla, se detenía delante de la Gorda de la Cala, desnuda, tumbada en aquella colchoneta que habían colocado entre las hojas y el polvo amarillo de los eucaliptos. Todavía los pezones de la Gorda, a causa del frío del bañador, estaban arrugados, disparejos, borrachos, de color morado oscuro. La Gorda le sonrió con sus dientes separados y Amadeo Nunni, esperando que Avelino acabara de salir del pasillo formado por la pared del frontón y la tapia de la calle, se bajó despacio el bañador. Con la oscuridad de las gafas apenas distinguió la vulva de la Gorda entre la pelambre revuelta del pubis cuando ella, de nuevo con la cara borrada, de nuevo con los párpados entornándole la vida de los ojos, separó las rodillas muy despacio. Miguelito se ponía su camiseta celeste, corta, gastada. Sacaba un peine del bolsillo trasero del bañador y se peinaba cuidadosamente antes de empezar a andar hacia los vestuarios. Estaban fríos los pechos de la Gorda de la Cala, sentía su humedad en las mejillas el Babirusa, y abajo estaba aquel calor de fiebre que se iba abriendo, que lo atrapaba con un escozor dulce, la respiración de ella en el oído, en la nuca de Amadeo Nunni. Yo pasaba la mano por el césped, veía cómo el sol se rompía en la superficie del agua. Las punteras gastadas de los zapatos del Babirusa se hincaban en la tierra, resbalaban entre las hojas caídas de los eucaliptos. La boca grande de la Gorda. «Cadavérica, cadavérica», el Babirusa mordía el frío de los pezones, sin apartar los ojos de los ojos ausentes de ella, la boca con aquel dibujo parecido a la sonrisa de un muñeco. Al entrar en los vestuarios se sentía un frío súbito, un olor a humedad que parecía nacer de las miasmas del silencio. La luz y los ruidos quedaban al otro lado del mundo. El suelo era gris y estaba mojado, con charcos en los que se deshacía despacio el tabaco de las colillas. Podía oírse el eco de los pies desnudos caminando por el pasillo largo que había a la derecha. Avelino Moratalla veía a los jugadores de frontón como dibujos animados, el golpe seco de la pelota rebotando en la pared, los gemidos detrás de la tapia y el estremecimiento de las hojas sobre su cabeza. Se miraba las manos, las limpiaba de tierra, Avelino Moratalla. Ella salió de detrás de una de aquellas puertas de madera azul. Había soltado su pelo y llevaba una camiseta roja con la marca húmeda del biquini mojándosela a la altura de los pechos. Apartó rápido la vista Miguelito de esas huellas y le miró la cara, afinada, casi oculta por aquella catarata de pelo ensortijado. Se acercaba a él, seria primero y luego con una sonrisa Luli Gigante, y el Babirusa se incorporó rápido, tambaleándose, viendo a la Gorda de la Cala abrir los ojos, recuperar un soplo de vida mientras a él, con los últimos espasmos, todavía le brotaba el semen, las gotas que iban a caer sobre las hojas de plata verde, sobre las piernas y los tobillos de la Gorda, sobre la tierra y el amarillo de la colchoneta, de pie el Babirusa, como un marino en medio del oleaje, asfixiado, con un zapato sacado y los ojos perdidos detrás del cristal oscuro de las gafas, sin respirar, mientras el enano Martínez hacía posturas de gimnasta en el trampolín más alto y había música en el altavoz ahorcado de la piscina.
—Tú eres amigo de Rafi —la voz de ella era dulce y la luz de una de las ventanas altas, aquellas ventanas que había, pintadas mil veces de gris, pegadas al techo, le hacía brillar el pelo, ahora rubio, y la luz de los ojos.
—Rafi —repitió con una sonrisa Dávila.
—Os veía subir por las tapias del Convento. Tú eres Miguelito —encogió un hombro, abrió la sonrisa—. Así te dicen, ¿no?
—Amigo no —Miguelito se acordaba de las ejecuciones de Rafi Ayala. Vio cómo le sacaba la piel a un gato todavía vivo, aquella pelambre blanca y amarillenta, casi anaranjada, arrugándose mientras asomaba el cuerpo ensangrentado y el gato torcía la cabeza. Mantenía la sonrisa Miguelito—. Lo conozco, a Rafi.
Los dos detenidos frente a frente, en la penumbra húmeda de los vestuarios. A Miguelito, Luli le pareció más alta que al verla de lejos, cuando meses atrás se cruzaba con ella en el camino de los Ingleses, ella con sus pasos blandos y los libros bajo el brazo y él camino de la droguería. Sin saludarse, ella aparentando que ni siquiera lo veía.
Luli Gigante extendió de pronto la mano, y Dávila, intentando que el desconcierto no le perturbara la sonrisa, se la estrechó.
—Me llamo Luli.
—Sí —dijo Miguelito mientras pensaba «La tierra en que nací está situada en la Marina donde el Po desciende», sin saber a qué venían aquellos versos que le cruzaron por la mente, sin saber qué era el Po ni la Marina.
Hizo ella un ademán de darse la vuelta. Se aupó el bolso y los ojos de Miguelito fueron a posarse, esta vez con naturalidad, en las dos manchas mojadas del biquini.
—Yo voy algunas veces al Rey Pelé y al bar de los Álamos, por las tardes —le dijo ella antes de empezar a andar.
Después vino la mirada y el movimiento del cuello y de los hombros. Y Miguelito, girándose muy despacio, la vio salir de los vestuarios, su silueta detenida un instante en el resplandor de la puerta y después devorada por la luz, casi desintegrada. Y sintió Miguelito cómo la hierba le crecía por dentro. Casi pudo ver cómo las raíces blancas de esos tallos bajaban, se le hundían por el cuerpo y se anudaban a sus órganos formando una red tierna. Y sólo cuando Luli Gigante desapareció entre los bañistas y la gente que había al borde de la piscina, sólo cuando su melena rizada se confundió con las sombras del quiosco de los helados Camy y los árboles del fondo, sintió Miguelito el Loco los latidos del corazón, fuertes, rotundos, golpeándole al lado de los pulmones como si la vecina de arriba se hubiera colocado los tacones y se hubiese puesto a andar dentro de su pecho.