Paco Frontón tenía en la cumbre de la frente una especie de estopa amarilla, unos pelos de muñeca barata o de coño de vieja. Le decían Paco Frontón porque la frente, aunque no demasiado grande, era cuadrada como una pared de pelota vasca y muy prominente. Los ojos eran pequeños y azules, y la cara tenía algo de momia, como si Paco Frontón fuese un viejo al que encima de sus facciones gastadas le hubieran colocado la máscara del joven que fue.

La familia de Paco Frontón tenía mucho dinero. Vivían en una casa de calle Soliva, con un torreón, una piscina y un piano de cola que nadie sabía tocar. La casa estaba rodeada por una tapia y un seto de cipreses enanos que el padre de Paco Frontón se encargaba de podar en persona, aunque la verdad es que el padre de Paco Frontón casi siempre estaba en la cárcel. Allí la llamaban el Hotel. Lo decía la madre de Paco Frontón mientras, forrada con todos aquellos delantales que le dejaban el cuerpo sin forma, le sacaba a él y a sus amigos las bandejas de fiambre al jardín, «Aprovéchate ahora, porque cuando tu padre salga del Hotel se te acabó la buena vida».

Cuando el padre de Paco Frontón salía del Hotel la vida entera de aquella casa cambiaba. Aunque estuviéramos a mitad de curso y su hijo hubiera dejado COU sin terminar por tercera vez, quería que el Niño empezase de inmediato la carrera de derecho y que la Niña estudiara piano de una puta vez. La Niña era la hermana de Paco Frontón, que era morena y pálida y no parecía su hermana. Belita. Paco Frontón le hacía un gesto con la cabeza y Belita desaparecía del jardín. Se iba a llorar a su habitación. Arrugaba la nariz Paco Frontón y Belita traía más cerveza de la cocina, él levantaba la palma de la mano y ella se arrodillaba.

La Niña era el ojo derecho del padre de Paco Frontón y Paco se vengaba en ella de los castigos o no se sabe qué humillaciones recibidos del padre. Cuando Paco Frontón quería que su hermana tocara el piano para él y para sus amigos, abría la boca y entrechocaba dos veces los dientes. La Niña se levantaba rápidamente, empalidecía todavía más y ante la mirada helada de su hermano iba a aporrear con miedo las teclas, intentando reproducir las cuatro escalas que a duras penas le habían conseguido enseñar los ocho o diez profesores que su padre le había buscado al salir de la cárcel.

El padre de Paco Frontón entraba y salía del Hotel con tanta alegría o naturalidad como si el Hotel fuese un hotel cualquiera. Lo metían allí por lo de la Rápida, la lotería clandestina, y por unos asuntos de construcciones o algo así. Cuando salía de la cárcel, la casa de Paco Frontón se llenaba de hombres con trajes y corbatas y de coches lujosos que aparcaban por los alrededores de la tapia de los cipreses. Era gente que salía en los periódicos, unos en las páginas de política municipal y otros en las de sucesos. Nunca se quitaban la corbata. Sudaban en el jardín mientras el padre de Paco Frontón leía y firmaba papeles a la sombra de la araucaria o discutía con ellos, rascándose su barriga llena de pelos por encima del bañador.

Lo mejor del padre de Paco Frontón era el Dodge, aquel coche algo destartalado que conservaba más reluciente que cuando había salido de la fábrica. Había sido del jefe del padre de Paco Frontón cuando trabajaba de albañil, o quizá de soldador, en la construcción. En el momento en que empezó a prosperar, lo primero que hizo el padre de Paco Frontón fue buscar a aquel jefe suyo e interrogarlo sobre el paradero del Dodge. Se lo había vendido cuatro años atrás a un comerciante de Valencia. El padre fue a Valencia, buscó el automóvil y lo compró. Tenía la certeza de que todo cambiaría definitivamente con aquel coche. Lo sabía desde que en la obra, subido en un andamio, pegando cemento o camuflado detrás de la careta de soldador, veía llegar al patrón y se decía a sí mismo que con aquel coche la vida tenía que ser distinta.

Ahora, al pasar al lado del vehículo, el padre de Paco Frontón se inclinaba para mirarse la calva en el retrovisor de fuera y luego, mojando el dedo en saliva, lo pasaba por el borde metálico del espejo, que también reflejaba sus facciones, aunque alargándolas, doblándolas como el calor doblaba hasta convertir en gelatina las botellas del Babirusa en la fundición Cuevas. A veces se arrodillaba el padre de Paco Frontón para echarle el aliento a las llantas del Dodge. No importaba que la noche anterior una de sus queridas se hubiera agachado en el borde de una cuneta para orinar sobre esa rueda. Quizá lo hiciera precisamente por eso.

Una de las diversiones del Babirusa y de Avelino Moratalla consistía en buscar pelos de pubis entre los pliegues del asiento color fresa del Dodge. Metían los dedos en las ranuras que había entre el respaldo y el asiento y siempre, además de alguna moneda, sacaban algunos pelos electrificados. Los había de varias longitudes y de diferentes colores. Al Babirusa le costaba creer que hubiera pubis rubios. «No puede ser, un coño rubio. Serán tintados como los pelos de mi tía, como la vez que se puso tinte en el coño porque le habían contado que Lana Turner también lo llevaba amarillo», decía observando con aire de científico uno de los pelos.

«Qué importa el color», decía Avelino Moratalla, que seguía rebuscando por todo el coche, sólo detenido un instante cuando encontraba un nuevo pelo y murmuraba, «Otro», antes de guardárselo en el bolsillo de la camisa, imaginando una aventura, un encuentro sexual, un orgasmo, una mujer, en cada de uno de los vellos encontrados. A Avelino Moratalla no le importaba el color, a él sólo le interesaba la cantidad. Tenía los libros de texto llenos de pelos de pubis. «En el de química tengo un coño entero —decía mirando las tapas del libro, llenas de retortas y fórmulas de ácidos y monóxidos—. La fórmula del chumino», comentaba con la vista perdida en aquellos signos.

Pero el color sí importaba. El Dodge era un arcoíris en movimiento cuando en sus días de libertad, a la caída de la noche, el padre de Paco Frontón bajaba por el camino de los Ingleses con su automóvil cargado de mujeres ataviadas con vestidos luminosos. Eran las queridas de don Alfredo, que así es como se llamaba el padre de Paco Frontón, aquellas mujeres de pelo lacio o rizado, rubio ceniza, moreno azulado, platino o pelirrojo que siempre rodeaban sus noches fuera del Hotel. Todo el mundo en el barrio, y supongo que en la ciudad entera, hablaba de Las Queridas de Don Alfredo. Desde el bar del padre de González Cortés veíamos cruzar aquel coche alargado y blanco, color crema. Y todavía, si entorno los ojos, veo pasar ante mí aquella estela de vestidos color verde limón, rosa fucsia, amarillo, azul turquesa, vaporosos o entallados, pañuelos de seda al viento, el carmín intenso en las bocas, aquel vuelo que quedaba grabado en nuestras retinas como una promesa del paraíso o un disparo del infierno.