El padre de Amadeo Nunni el Babirusa había desaparecido una noche de tormenta y granizo, casi ocho años atrás. En un primer momento creyeron que lo habían asesinado en uno de los portales de la Pelusa. Habían encontrado un hombre muerto con la chaqueta del padre de Amadeo puesta, agujereada a puñaladas, doce, más una en el pantalón, y con su cartera metida en un bolsillo interior de la americana. La madre del Babirusa lloraba desconsolada en mitad de la lluviosa madrugada mientras él, un niño de apenas nueve o diez años, permanecía sentado en un rincón del comedor con un pijama de listas, un uniforme de presidiario. Mantenía la oscuridad de sus ojos medio asiáticos concentrada en el suelo, en el dibujo sinuoso de las baldosas, las piernas sin llegarle al suelo y los dedos de las manos, cortos, amarillos por la fuerza, apretando el borde de la silla. Soportando el redoble irregular del granizo en el techo y en los cristales de la casa y el llanto en la garganta de su madre.
Y cuando el guardia municipal que les había llevado la noticia habló de la cojera, del alza en la bota derecha y la incapacidad de correr del padre de Amadeo para huir del posible asesino, la madre dejó repentinamente de llorar y el Babirusa levantó un poco, sólo unos milímetros, la vista de las baldosas. Ahora miraba los rodapiés.
—¿Qué bota? ¿Qué alza?
Cesó de súbito el granizo, la lluvia.
—¿Qué alza? —volvió a preguntar desorientada la madre del Babirusa con voz de resfriado, tragándose las lágrimas—. ¿Qué bota?
El guardia se quedó mirando los ojos tan abiertos, casi suplicantes de la mujer. También miraba el silencio súbito que ahora llegaba de la calle y los cristales.
—La bota. La de la pierna coja.
El Babirusa apretaba el borde de la silla, crujía sordamente la vivienda de las polillas. A su madre se le había congelado una expresión de espanto en la cara.
—Ese hombre era cojo —dudaba el guardia—. Tiene la cartera de su marido.
Bizqueaba el Babirusa.
—Y entonces, ¿mi marido? ¿No lo han matado? —preguntó, quizá desilusionada, la madre de Amadeo Nunni—. ¿Entonces dónde está?
Nadie supo nunca dónde estaba el padre del Babirusa. Desapareció aquella noche como si nunca hubiera existido, como si fuese uno de aquellos granos minúsculos de hielo que se derretían apenas tocar el suelo y se fundían para siempre con el agua de la lluvia. «Mi padre fue un fenómeno atmosférico», repitió el Babirusa cada vez que se refirió a su progenitor. «Se fue como las ranas esas que se llevan las nubes y luego caen con la lluvia en otra parte, sólo que a mi padre todavía no lo han llovido», y miraba al cielo el Babirusa, sin importarle que no hubiera el menor rastro de una nube o estuviese en mitad de una noche cuajada de estrellas. Su padre siempre estaba a punto de caer del cielo.
La que también decidió desaparecer unos meses después fue la madre del Babirusa, aunque ella dejó remite y de vez en cuando le mandaba besos de carmín metidos en una carta. Ella no fue un fenómeno atmosférico, y si subió al cielo fue simplemente porque cogió un avión de la compañía TWA rumbo a Londres después de haber estado los meses siguientes a la evaporación de su marido intentando ganarse la vida como empleada doméstica. En la capital británica encontró trabajo en el guardarropa de un museo, aunque había quien aseguraba que el único museo que ella conocía era el de su entrepierna.
Al Babirusa lo dejó en Málaga al cuidado de su abuelo paterno y de una cuñada, Fina. «En Inglaterra todo es muy raro. Guían los coches al revés», sostuvo como principal argumento para dejar a su hijo en compañía de su familia política. Fue entonces cuando Amadeo llegó al barrio. A lo largo de aquellos años el Babirusa apenas creció. Conservaba su estatura de niño, quizá a la espera de que su padre regresara y él pudiese disfrutar de los años robados a la infancia. También conservó su aire reconcentrado y la mirada esquiva. La principal transformación se produjo en su cara, en el leve estiramiento de los párpados, cada vez más rasgados, y en el endurecimiento de su mentón, que en mitad de aquella cara de niño se iba robusteciendo, haciéndose cada vez más cuadrado.
Amadeo Nunni tardó bastante tiempo en hacerse amigo de Miguelito Dávila, Avelino Moratalla y Paco Frontón. Los primeros años en el barrio los pasó encerrado en la casa de su abuelo y su tía. Mirando al cielo y cavilando sobre su dudosa orfandad, recibiendo aquellas cartas desde Londres en las que al final de tres o cuatro párrafos, siempre idénticos, dirigidos al abuelo y de las mismas seis palabras destinadas a su cuñada, «Finita siempre tan mona, I suppose», su madre escribía con letras mayúsculas, para mi niño. Sobre estas letras estampaba un beso de carmín fucsia. «Como las putas. Menuda pájara», sentenciaba invariablemente Fina levantando las cejas en un gesto de desprecio teatral que dejaba al Babirusa todavía más confuso, siempre avergonzado al ver aquellas estrías blancas y rosadas marcadas en el papel como si contemplase una fotografía de su madre desnuda en medio de la calle.
Su tía quería ser Lana Turner. Ser como Lana Turner cuando Lana Turner era joven y hacía películas en blanco y negro. Quizá le viniese aquella inclinación desde que, siendo niña, la habían escogido entre más de cien candidatas para un anuncio de polvos de talco. Creo que a costa de Fina aprendimos a masturbarnos todos los adolescentes del barrio. Menos Rafi Ayala, que quizá lo hiciese con la foto de un animal abierto en canal o de un desfile de las SS por la Grosse Strasse de Núremberg. Antes de que empezaran a follar con la Gorda de la Cala decían que el Babirusa les cobraba a sus compañeros de colegio, Miguelito Dávila y Avelino Moratalla y al amigo de ambos, Paco Frontón, por permitirles esconderse en una alacena que la Lana Turner tenía en su cuarto y ver cómo se cambiaba de ropa. Desde que oían la voz de Fina al entrar en la casa se les desbocaba el corazón con la promesa de sus hombros desnudos, su espalda y el milagro de sus pechos surgiendo de detrás de aquella jaula de encaje que eran sus sujetadores. Contaban que Avelino Moratalla había vendido un reloj de pared, dos transistores de su padre y una túrmix averiada al usurero de la calle Carretería para poder ver a la Lana Turner desnudarse.
Los demás teníamos que conformarnos con ir a la tienda de la tía del Babirusa ocho o nueve veces por día. La tienda tenía un cartelón sobre la puerta. El Sol Sale Para Todos, ponía allí, con letras rotuladas. Y nosotros no sabíamos si aquello era un lema, si era el nombre del establecimiento o si, verdaderamente, hacía referencia a la propia dueña y al uso comunitario que de su belleza hacíamos los jóvenes del barrio. A todos se nos olvidaba la sal y luego el pan y luego los huevos para volver a la tienda y ver a Fina detrás del mostrador, despachando el arroz con un cigarro melancólicamente caído a un lado de la boca, las camisas apretadas y aquellos jerséis de angorina de los que le sobresalían los pechos con la misma punta y la misma dureza que las pirámides de Egipto brotaban de la arena del desierto, que en vez de manejar aceite y hacer las cuentas en un papel de estraza, aquellos números llenos de picos y de curvas como su propio cuerpo, parecía que Fina estuviese en medio de una sala de fiesta de Nueva York o Chicago, a punto de recibir a Gary Cooper o Alan Ladd con un esmoquin blanco y no a aquella colección de pajilleros y mujeres gordas y mal peinadas que siempre la miraron con desconfianza y recelo.
Aunque a quien a ella le habría gustado ver entrar por aquellas puertas no era a Alan Ladd o a Gary Cooper, sino a John Davison Rockefeller. Decía que estaba enamorada de él. Tenía un libro de su vida, con unas fotos borrosas y amarillas, y cuando las miraba notábamos cómo, en un suspiro profundo, se le subían por el interior del jersey de angorina o de la camisa de seda falsa aquellas dos pirámides poderosas que parecían a punto de tomar el camino del cielo, como las ranas, los milagros o el padre del Babirusa. «Éste sí que era un hombre y no el representante del Cola Cao», decía estrujando contra su pecho el libro medio deshojado con aquel tipo sonriente de la portada al que envidiábamos no por su dinero ni por su traje de rayas, sino por la forma en que Fina lo abrazaba y, sobre todo, por el modo en que hablaba de él: «Un dios. Un hombre.»
El representante del Cola Cao era un tipo delgado y nervioso, con un bigotillo antiguo de tiralíneas, que llegaba en un coche ruidoso y un poco destartalado y que cada dos semanas le proponía a Fina que se casara con él. Salía sonriente del local, con la negativa de la tendera metida en el cuerpo, pero confiando siempre en el futuro, viajando por no sé qué pueblos con su bigote recto y fino como una raya de bolígrafo y los rizos de la nuca alborotados por el viento y por el ruido de su coche. Tan lejos cíe los dioses.