Volvían a ser los inspectores Wallis y Wade, pero esta vez no nos encontrábamos en mi piso, sino en la comisaría, y no se trataba de una charla informal sino de un verdadero interrogatorio, con una grabadora en marcha. No me sonreían y no me tranquilizaban, y descubrí que las manos me temblaban tanto que tuve que ponerlas en el regazo para ocultarlas. Mi voz parecía resonar en aquella habitación pequeña y desnuda, y la luz era tan intensa que creí que se percatarían de cada movimiento de mi cara, que cada mentira se amplificaría. Me dije que debía contar lo menos posible, repetir lo que había dicho antes, pero ya no recordaba qué les había contado. Mi historia, tal como la había urdido, parecía haberse perdido en el torbellino de pánico de mi mente; al menos, aún conservaba pequeños fragmentos que flotaban alrededor de una tormenta de pensamientos y miedos. Yo era una actriz con una enorme cantidad de texto que apenas recordaba y con toda una obra ante mí; un concertista sin música, una niña que volvía a la escuela y a la pesadilla de los exámenes, y con sólo un par de datos sin asimilar en su ignorante cabecita.
Me había pasado la mañana leyendo periódicos en el café de mi calle. Había pedido una cafetera, que me había bebido demasiado rápido y sólo había servido para quemarme los labios y volver mis extremidades más inestables aún, y un cruasán de almendras que apenas toqué; tenía el estómago tan revuelto que pensé que bastarían unos cereales azucarados para hacerme vomitar. En todos los periódicos aparecían artículos sobre Hayden Booth, el talentoso músico con un futuro prometedor cuyo cuerpo había sido hallado en un pantano. Los titulares hablaban de misterio, de tragedia, del dolor de los familiares. ¿Qué familiares? ¿Tenía una madre, un padre, hermanos y hermanas que nunca había mencionado, tal vez sobrinos pequeños a los que había dejado que le treparan por encima igual que había hecho Lola? En casi todos había una fotografía de él tomada varios años antes: de pie en un escenario sujetando su guitarra, con la cara medio en sombras y los ojos entornados. Parecía alguien famoso, alguien hermoso. La realidad de su existencia me dejó sin aliento; me rodeé con los brazos y esperé hasta que los latidos de mi corazón se calmaron y fui capaz de distinguir las letras de nuevo con claridad.
No quería leer sobre él, pero era incapaz de detenerme. Escruté cada línea, esperando a que mi nombre me saltara a los ojos o que algún hecho irrefutable me impactara, pero no había nada que no supiera, excepto su edad (tenía treinta y ocho años) y el nombre de su exmánager, Paul Boland. Se veía que habían escrito la historia a toda prisa el día anterior, y la policía, que ahora estaba sentada frente a mí, iba muy por delante. Ellos sabían, por ejemplo, que no les había contado toda la verdad.
Cuando me senté en la silla de plástico, sintiendo las piernas calientes y pegajosas, me habían ofrecido un abogado. Entraba dentro de mis derechos.
—Si no tiene uno, podemos ofrecérselo.
Wade esperó mi respuesta.
—No lo sé. No creo…
Si me ofrecían un abogado, ¿significaba eso que estaba —¿cómo era la frase qué usaban siempre?— bajo sospecha? Mi reacción instintiva fue aceptar. Me imaginaba a alguien (un hombre con el pelo entrecano, un traje gris y un maletín de cuero, o una mujer esbelta y bien arreglada con los pómulos altos y una inteligencia refinada e irónica) sentado a mi lado y guiándome por entre las peligrosas aguas que tenía frente a mí, haciendo que me sintiera segura. Pero ¿qué le iba a contar al abogado? Me di cuenta de que también tendría que mentirle, tratar de recordar la historia exacta que ya había contado, y el hecho de añadir una capa de engaño más al tambaleante edificio me hizo sentir vértigo y pánico.
—No —logré articular—. No necesito un abogado. —Traté de mostrarme despreocupada y segura—. ¿Para qué iba a quererlo?
—Es cierto, ¿para qué? —convino Wade—. Así pues…
Así pues empezamos, y lo hicimos, por supuesto, con la constatación de que yo había conocido a Hayden Booth mejor de lo que había revelado con anterioridad.
—Usted nos contó… —dijo Wade mientras pasaba las hojas de su libreta—. Sí, usted nos contó que Hayden no tenía novia.
—Así es —contesté—. Quiero decir que sí, que eso fue lo que les dije.
—¿Le gustaría rectificar esa afirmación?
—¿A qué se refiere?
—¿Sigue afirmando que no tenía novia?
Una oleada de calor me recorrió el cuerpo. Podía sentir como me embestía en oleadas. Me ardía la cara.
—No la tenía. Quiero decir que ésa no es la palabra adecuada. —Ambos esperaron. Jay Wallis dio unos golpecitos con el lápiz sobre la mesa, tap, tap, tap—. Con Hayden las cosas no eran así. —El silencio se abrió ante mí y por un momento pensé que me arrojaría a él, que lo explicaría todo y acabaría con aquello. Tragué saliva y alcé la vista—. No era el tipo de hombre que tiene una novia estable.
—Dijo lo mismo la última vez.
—Pues eso.
—Nos engañó.
—No lo entendía.
—¿Entender qué?
—No lo sé. —Volví a intentarlo—. Lo siento; no pretendía engañarles. Es cierto, yo no era la novia de Hayden.
—¿Cómo es eso? —inquirió Wade.
—No teníamos una relación seria —contesté—. Sólo hacía dos semanas o así que le conocía, a través del grupo. Ya lo saben; se lo conté.
—¿Mantenía relaciones sexuales con el señor Booth?
—Sí.
—O sea, que no era su novia pero mantenía relaciones sexuales con él.
—Sí.
—Se acostó con él.
—Está claro.
—¿Cuántas veces?
—¿Perdón?
—¿Cuántas veces aproximadamente se acostó con Hayden Booth?
—¿Eso es relevante?
—Lo sabremos cuando nos lo diga.
—No estoy segura.
—¿Una? ¿Dos? ¿Tres veces? ¿Más?
—Más bien eso, sí.
—¿Más de tres?
—Sí.
—¿Cuántas más?
—No lo sé. Unas cuantas.
—Digamos que fueron seis o siete veces en menos de dos semanas, ¿y no era usted su novia?
—No, no lo era.
—¿Lo mantenían en secreto?
Esta vez habló Joy Wallis.
—Más o menos.
—¿Por qué?
—Porque sí. No queríamos que la gente lo supiera. Que hicieran suposiciones. Ese tipo de cosas.
—¿Qué supusieran que eran una pareja?
—Algo así.
—Así que nadie lo sabía.
—Supongo que Jan y Nat lo sabían. Más o menos. Los chicos de su grupo. Sabían que teníamos… algo.
—Ese algo —Wade pronunció la palabra con cuidado, como si constituyera un retrato preciso de lo que había existido entre Hayden y yo— ¿seguía cuando él murió?
—Supongo que sí.
—Disculpe, ¿supone que sí?
—Sí, seguía.
—¿Dónde quedaban?
—En mi piso. En el suyo. La dueña es una amiga mía que en este momento está de viaje; pero eso ya se lo he contado.
—¿Discutían?
Volvía a ser Joy Wallis.
Su tono era más bajo que el del inspector Wade y al hablar no me miraba a mí sino a su libreta, en la que no escribía nada.
Me estremecí. Por un momento vi el puño de Hayden cayendo sobre mi cara. Mientras ellos me miraban, esperando mi respuesta, sentí que el moratón del cuello, que ya se había desvanecido, me latía como si quisiera delatarme. Seguro que podían verlo, percibirlo.
—No. Sí nos picábamos, claro. Ya saben.
—La verdad es que no. Continúe.
—Él era un poco vago.
—¿Así que discutían por el desorden?
—Un poco. Quizá.
—¿Él le era fiel?
—Ya les he dicho que yo no era su novia. No tenía por qué serme fiel.
—Así que no le era fiel.
—La palabra no es pertinente.
—¿Había otras mujeres?
Pensé en Sally, a la que él había seducido y abandonado.
—No lo sé —contesté.
Seguimos dándole vueltas al tema. En medio de aquel calor sofocante, tenía la cabeza a punto de estallar. Me sudaban las manos. Y entonces Wade preguntó:
—¿El señor Booth tenía coche?
—Sí. —La voz me salió rasgada. Entrelacé los dedos y traté de que sonara más fuerte—. Tenía un coche. Una vez subí en él.
Eso lo dije por si quedaba algún rastro de mí a pesar de la limpieza.
—¿Se acuerda de la marca?
—Era azul. Eso es todo lo que recuerdo. Viejo y azul.
—Un Rover azul de trece años de antigüedad.
Me dio también el número de matrícula, que leyó en el expediente.
—Puede ser.
—¿Sabe dónde lo guardaba?
—Estará en casa de Liza, donde vivía.
—Ya veo. —Se echó hacia atrás en la silla y cruzó las manos por detrás de la cabeza—. Le voy a contar algo sobre ese coche, señorita Graham. Ahora no está frente a su piso. —Yo murmuré algo sin sentido—. Lo encontraron en Walthamstow, aparcado de forma ilegal en Fountain Road, la tarde del domingo veinte de agosto. —Volvió a consultar su libreta—. Le pusieron la multa a las tres y siete y retiraron el vehículo veinte minutos después.
Hubo una pausa.
—Alguien debió de robarlo —aventuré.
—Las llaves estaban todavía en el contacto.
—¿Y?
—¿No le parece raro?
—Lo siento —dije—, no es mi intención ser maleducada, pero ¿qué importancia tiene lo que me parezca a mí?
—¿Sabe dónde estaba antes de que lo encontraran?
—No.
—En el aeropuerto de Stansted, en el parking de larga estancia.
—¿Qué hacía ahí? —pregunté.
—Lo dejaron allí pasadas las cuatro de la madrugada del veintidós de agosto… El conductor llevaba gafas de sol y la cabeza cubierta con un pañuelo. En plena noche.
—¿Creen que podría haber sido Hayden? —quise saber.
—No parece muy probable. Creemos que el conductor era una mujer.
—Ah.
—Blanca, bastante joven.
Emití un sonido que salió mal, un graznido ahogado.
—A primera hora de la mañana del trece de agosto alguien condujo el coche por la M11 hacia Londres, al este por la carretera de circunvalación norte y luego tomó la salida. —Joy Wallis bajó la vista hacia el expediente—. Pero luego sencillamente abandonó el coche, con la llave en el contacto.
—Qué curioso.
Oí la voz de Sonia en mi cabeza: «Eres idiota».
—¿No le resulta extraño? ¿Se le ocurre alguna explicación por la que el coche permaneciera una semana aparcado en el aeropuerto y luego se lo llevaran?
—A lo mejor lo robaron.
—Es muy improbable; he visto el coche. A lo mejor había algo en su interior que había que entregar. Algo de valor.
—¿Han encontrado algo? —pregunté.
—Nada en absoluto. ¿Cuándo fue la última vez que vio al señor Booth? —inquirió Wade.
—Ya se lo he dicho. Debió de ser en el ensayo. El miércoles, creo. Puede comprobarlo con los demás.
—¿Y dónde estaba usted, Bonnie?
—¿Cuándo?
—¿Dónde se encontraba entre la mañana del veintiuno de agosto y la del veintidós?
—Eso es fácil —contesté—. Estaba con Neal. Neal Frenton.
—Todo el día.
—Sí.
—¿Y toda la noche?
—Sí. Es mi novio.
Me retuvieron seis horas en la comisaría. Repasamos una y otra vez mi relato, y luego me llevaron a otra habitación donde una mujer me tomó las huellas dactilares y me metió un bastoncillo de algodón en la boca para obtener una muestra de ADN. Sólo entonces me permitieron marcharme. Salí a la calle soleada, con la tarde ya avanzada. Lo único que quería era detenerme, hacerme un ovillo sobre el asfalto y ponerme a berrear, pero pensé que tal vez alguien me estuviera mirando, así que seguí andando, tratando de comportarme como una persona normal, una persona inocente, hasta que la comisaría desapareció de mi vista. Entonces saqué el móvil y encontré el número con dedos torpes.
—Neal. No vayas a ninguna parte. Voy a verte ahora.
—Estoy a dos minutos. Me paso por tu casa.
—No, Neal.
—Tengo que decirte algo.
—No tiene ningún sentido.
—Dos minutos —repitió.
Y dos minutos después ahí estaba, de pie en la puerta.
—¿Qué pasa?
—¿Puedo pasar? —Su expresión se endureció al comprender—. Está aquí, ¿verdad?
No fingí que no sabía de lo que hablaba.
—Sí. —Le miré a la cara, crispada por el sufrimiento—. Mira, lo siento… Por todo. De verdad.
—Lo que he venido a decir —empezó como si no me hubiera oído— es que no creo que sepas lo que estás haciendo.
—Tal vez no. —Empezó a replicar, pero le interrumpí—. O a lo mejor prefiero no saberlo.
—Y cuando se acabe, yo aún estaré aquí.
No sabía qué decir. No podía decidir si aquello era repulsivo o conmovedor: lo más probable es que fuera un poco de cada. O quizá, pensé, así era sencillamente el amor cuando no era correspondido: opresivo, inapropiado, con un punto embarazoso y casi vergonzoso.
—Gracias.
—Vale.
Pasé el peso de un pie a otro. Su mirada me abrasaba.
—Recuérdalo, Bonnie.
Al llegar a casa de Neal me sentí como si fuéramos dos desconocidos aterrados que no sabían cómo tratarse mutuamente. Neal me ofreció algo para beber y yo lo rechacé. Ya me notaba mareada, con una sensación de inestabilidad que hacía que me resultara difícil mantenerme en pie o hablar siquiera. Sólo quería acabar con aquello y marcharme.
—Iba a tomar algo —dijo él—. Un vaso de vino o una cerveza. —Se miró el reloj—. Son casi las seis. A lo mejor te hace falta algo más fuerte. Tengo whisky y un vodka que compré en Cracovia.
—Un vaso de agua estará bien —respondí—. Del grifo.
Él llenó dos vasos largos y me tendió uno. Me lo tragué sin ningún esfuerzo y aun así seguía teniendo sed. Se lo devolví, él me dio el otro y me bebí la mitad.
—¿Estás bien? —me preguntó.
—He estado hablando con la policía.
—Lo sé.
—No, me han interrogado otra vez. He pasado el día con ellos.
Neal mantuvo una expresión completamente impasible.
—¿Hay algún problema?
Respiré hondo, temblando un poco.
—La primera vez que hablé con ellos me mostré un poco elusiva sobre mi… ya sabes, mi relación con Hayden.
—¿Te refieres al hecho de que te acostabas con él?
Estaba cansada después de pasarme horas hablando con la policía, teniendo que pensar todo el rato para mantener la consistencia de mi historia. No me sentía con ánimos para aguantar más.
—Me preguntaron si tenía novia y les dije que no… porque yo no era, en realidad yo no… y luego hablaron con otras personas que me mencionaron, así que creyeron que mentía y que tenía un motivo para hacerlo, o sea que me han hecho un montón de preguntas. Se han mostrado bastante agresivos. Vengo directa de la comisaría.
—Lo siento —se disculpó Neal—. ¿Qué quieres que haga, Bonnie? Quiero decir que tenías una razón para mentir, ¿no?
El modo en que pronunció la frase me desconcertó y tardé un momento en contestar.
—Tú y yo no hemos hablado de lo que pasó. Lo entiendo; ninguno de los dos lo deseaba. Hay cosas que es mejor no decir. Pero ahora hay algo importante. Tengo que contártelo y tenía que hacerlo antes de que hablaras con nadie.
Hubo una pausa. Estaba a punto de pronunciar las palabras que había reprimido durante días y días y que ahora me veía obligada a decir.
—¿Sí?
—La policía sospecha —expliqué—. Se mostraron especialmente interesados en la noche del veintiuno de agosto, me han preguntado incluso dónde me encontraba.
—Estoy seguro de que lo han hecho. ¿Y qué les has dicho?
Sólo deseaba sentarme, enterrar la cabeza en las manos y apartar de mi mente el mundo entero, su violencia y su estridencia. Me temblaban las piernas.
—Por eso he venido. Les he dicho que estaba contigo. Les he dicho que eres mi novio. —Miré a Neal de cerca, su rostro pálido e inexpresivo—. Lo entiendes, ¿Neal? Te he proporcionado una coartada.
Neal se apartó de mí y se llevó una mano a la cabeza. Podía ver cómo pensaba, como si representara un enorme esfuerzo físico para él. Al final se volvió hacia mí y, al hablar, lo hizo lenta y parsimoniosamente.
—¿Quieres que yo sea tu coartada? ¿Es eso?
—No. ¿Por qué haces esto? Lo sé, Neal. Tú lo sabes y yo lo sé, la gran farsa ha terminado por fin. Puedes dejar de fingir, y yo también.
—¿Qué tratas de decir?
—¿Neal? —Todo parecía transcurrir en una nube de incomprensión—. ¿Me estás escuchando? Te he proporcionado una coartada para la noche en que Hayden murió.
—¿Tú me has proporcionado a mí una coartada?
Levanté una mano para evitar cualquier otra palabra.
—No hace falta que digas nada más. En realidad no quiero hablar de ello. Sólo quiero que pase. Limítate a aceptarlo, ¿vale?
—Creo que me voy a arrepentir de preguntar esto, pero ¿para qué me has proporcionado una coartada?
—Oh, vamos, Neal, ya lo sabes. No lo hagas aún más difícil.
—No, Bonnie, no lo sé. ¿Qué coño tratas de decir?
—¿Quieres que lo diga en voz alta?
—Adelante.
Respiré hondo, sostuve su mirada y al final pronuncié las palabras:
—Porque tú mataste a Hayden.
Ya estaba. Lo había dicho. Neal se alteraría, se enfadaría. Puede que se derrumbara y se echara a llorar y me dijera que no había sido su intención, que fue un accidente, un instante de violencia que había convertido su vida en una pesadilla. Pero se limitó a mirarme, con la cara desprovista de expresión.
—¿Qué?
—Has sido tú quien me ha obligado a decirlo. Yo no iba a hacerlo.
—¿Yo maté a Hayden?
—Sí.
—¿De qué va todo esto? —preguntó—. Yo no maté a Hayden.
—Sé que lo hiciste, Neal. No hace falta que sigas con esto.
—No. No, Bonnie. Esto es… bueno, esto es lo más… —Se detuvo y soltó una estridente y sorprendente carcajada—. ¿Qué coño te crees que estás haciendo?
—¿Yo?
—Vamos, Bonnie.
—No te entiendo —dije—. ¿Qué? ¿Qué?
—Esto es tan… Está claro que sabes que yo no maté a Hayden, porque está claro que sé quién lo hizo.
—¿Qué?
—Ya me has oído.
—No. Pero yo no… no sé lo que estás haciendo. ¿Intentas volverme loca?
—Muy gracioso, viniendo de ti.
—Neal, para. Para ahora mismo. Se ha terminado. Las mentiras, el disimulo, todo ha terminado.
—Espera. —Neal levantó una mano para hacerme callar—. Cállate un momento.
Se puso de pie y empezó a recorrer la habitación sin rumbo; parecía no ser consciente de adónde iba. Me recordó a un hombre al que una vez había visto salir de su coche después de un accidente y tambalearse por la carretera, aún conmocionado por el impacto.
—¿De verdad no lo mataste?
La fuerza de lo que acababa de decir me había dejado anonadada. De repente fue como si el suelo hubiera cedido bajo mis pies y no hubiera nada a lo que sujetarse. Me senté de golpe en el sillón y me llevé un puño en la boca.
—Para —dijo—. Déjame pensar. ¿Por qué te han interrogado a ti? ¿Qué tienen contra ti?
—No tienen nada contra mí —contesté—. Al menos por lo que yo sé. Pero como te he dicho, ellos creen… quiero decir que saben que estaba liada con Hayden. Y esa noche su coche fue fotografiado con una mujer dentro. Así que sospechan.
Hubo otra pausa.
—En estos momentos —observó Neal—, me siento como si tú y yo fuéramos dos personas que andan dando tumbos en la oscuridad. Ni siquiera sé qué pregunta plantear. Pero aquí va una: lo que no entiendo es cómo o por qué el cuerpo de Hayden terminó en un pantano a más de cien kilómetros al norte de Londres.
—No. Antes quiero retomar el tema del asesinato de Hayden. Puedes contármelo. Si hay alguien en el mundo con quien puedas sentirte seguro, ésa soy yo.
Él se inclinó hacia mí y me agarró por los hombros, con tanta fuerza que casi me hizo daño.
—Escucha, Bonnie. Voy a volver a decirlo, alto y claro: yo no maté a Hayden.
—Tuviste que ser tú. Incluso vi cómo te alejabas.
—No lo hice. Por supuesto que no. Y tú lo sabes, así que para ya. Y precisamente tú lo sabes. Lo has malinterpretado todo.
—¿Qué significa eso? No sé de qué hablas.
—¿Qué significa eso? —repitió. Su rostro se veía más viejo y suave; parecía estupefacto, como si le hubieran dado un puñetazo y se tambaleara aún—. Tienes que responder mi pregunta.
—Pero ¿por qué me la planteas siquiera? —dije, o quizá lo grité—. ¿No es eso lo que sucede con los cuerpos de la gente que ha sido asesinada? Los lanzan a los canales, a los ríos, los pantanos. Y a veces los encuentran. No soy la mejor detective del mundo, pero me parece que la única razón por la que podrías preguntar algo así sería que hubieras matado a Hayden y lo hubieras dejado en ese piso. En ese caso, estarías bastante sorprendido porque no habían encontrado el cuerpo allí.
—No —replicó Neal—. Ésa no es la única razón.
—Ahora mismo no soy capaz de pensar con mucha claridad —dije—. Con ninguna, de hecho. Así que dime, ¿qué otra explicación podría haber?
—¿De verdad quieres que te lo cuente?
—Dios, acabemos de una vez con esto. Sí.
—De acuerdo, Bonnie. La farsa ha terminado por fin. La razón de que me sorprendiera que encontraran el cuerpo de Hayden en el pantano de Langley es porque vi su cadáver tendido en el suelo de su piso.
—¿Tú lo viste?
—Sí.
—¡Claro que lo viste! Fuiste tú…
—No. Yo no maté a Hayden. —Se detuvo mientras yo soltaba un largo y débil gemido con las manos en la cara—. Fui allí y encontré su cuerpo. Eso es todo.
—No lo entiendo. Encontraste su cuerpo ¿y no llamaste a la policía?
—Eso es.
—¿Por qué no?
—Porque sabía que lo habías hecho tú.
—¿Qué?
—Sabía que lo habías hecho tú.
—¿Y cómo lo sabías?
—Sabía que él había vuelto a pegarte y que ibas a ir a verle, me lo dijiste tú. Yo no podía soportarlo más. Sentía que me iba a volver loco si él conseguía salirse con la suya. Así que fui a verle antes para advertirle, para decirle lo que pasaría si alguna vez volvía a tocarte. Me refiero a tocarte de esa forma. Tuve que beber un poco para calmarme; Hayden siempre me ponía nervioso y ese día estaba decidido a llevar yo las riendas, no iba a dejar que me vacilara. Al llegar allí, una media hora después de salir de tu casa, la puerta estaba abierta, así que entré. Enseguida me di cuenta de lo que había ocurrido. Habíais ido allí en cuanto todos nos hubimos marchado de aquel horrible ensayo y os habíais enzarzado en una discusión. Él debió de pegarte de nuevo. Tú alargaste la mano en busca de algo, cogiste un objeto de bronce, uno muy pesado. Con un golpe habría bastado, aunque me pareció que le habían golpeado dos veces. ¿Era el segundo una venganza por lo que te había hecho? ¿O era para acabar con él? Sé que suena terrible, pero una parte de mí estaba satisfecha. Ésa fue mi primera reacción. Para ser honesto, la verdad es que lo odiaba. Lo odiaba lo suficiente como para desear su muerte. Él te había apartado de mí y te había tratado como a una mierda y a mí como… ¿qué? Como un entretenimiento, quizá, como si todo aquello no fuera más que un juego. Deseaba su muerte y allí estaba él, muerto. Y tú le habías matado. Entonces me puse a pensar. Tú le habías matado y ahora tendrías que pagar por ello, y yo no quería eso. En realidad, no fue una decisión; más bien me di cuenta de que aquello era lo que iba a hacer. Hice que pareciera que se había producido una pelea más violenta, como si allí hubiera habido otro hombre, o un par de ellos. Tiré algunas cosas al suelo, moví otras de sitio. Luego recorrí el piso y cogí todo lo que encontré que fuera tuyo. Recibiste tu mochila azul, ¿verdad?
La cartera. Así pues, no había sido una amenaza. Me la había mandado Neal. Para ayudarme. Sólo pude quedarme mirándole.
—Pero yo no lo maté.
Me agarró con fuerza del antebrazo. Su cara me resultaba extraña, llena de sombras y desniveles.
—No importa —dijo—. A mí no tienes que mentirme.
—No lo hice. Te lo juro. Creía que lo habías hecho tú.
—No te culparía, Bonnie. Incluso pensé que habías hecho bien. Entonces, luego, cuando me miraste como si me odiaras…
—Yo no le maté —insistí—. Iba a ver a Hayden, pero llegué después de ti. Encontré a Hayden y… y supongo que encontré lo que habías hecho.
Neal parecía confundido.
—¿Y qué hiciste?
—Nosotras… —me interrumpí.
—¿Por qué no te marchaste sin más?
—Tú lo habías hecho por mí —le expliqué—. Sentía que era culpa mía. No podía dejar que cargaras con todo.
—Pero yo no lo hice.
—Eso no lo sabía.
Neal mostraba la expresión de alguien que ha recibido malas noticias seguidas por otras aun peores, un boxeador al final de una pelea en la que lo han golpeado una y otra vez.
—Entonces ¿quién lo hizo? —preguntó en un susurro—. ¿Quién le mató? Oh, joder.
—No lo sé. Ya no sé nada. Mierda, hay un asesino suelto. En ti no pensaba como en un asesino, sólo había sido un accidente. Pero esto… esto es distinto.
—Bonnie, Bonnie, Bonnie. —La voz de Neal era un gemido—. Al no encontrar el cuerpo, pensé que iba a volverme completamente loco. —Me miró—. ¿Y fuiste tú? —Yo no contesté—. ¿Creíste que yo lo había matado y querías protegerme?
—Me sentía responsable.
Me incliné hacia delante y cubrí su mano con la mía.
—Tú me protegiste a mí y yo te protegí a ti. Y alguien ha escapado, libre.
—Ya, lo sé. Pero la policía va a pensar que fui yo. O tú. O los dos juntos.
Se asió la cabeza entre las manos y se balanceó levemente adelante y atrás. Pude oír como murmuraba. Al final levantó la vista.
—Vale, tenemos que hablar sobre la coartada. Yo alteré el escenario de un crimen y tú hiciste mucho más que eso. En fin, no has matado a nadie y supongo que eso servirá de algo, pero Dios sabe las leyes que habrás infringido. Y no sé cuánto tiempo resistirá tu plan. El coche, su coche, ¿qué pasó con él?
—Lo encontraron en Walthamstow.
—¿Cómo llegó a Walthamstow?
—Yo lo dejé allí.
—¿Para qué?
—No lo sé… Creía que haría que las cosas resultaran más confusas.
—Qué idea más brillante.
No creo que lo dijera en serio. Nos miramos uno al otro y tuve la mareante sensación de estar contemplándome en un espejo. Me oí reír, una risita con un resoplido que no parecía mía. En la cara de Neal se dibujó una sonrisa de consternación en respuesta a la mía, aunque tenía los ojos llenos de lágrimas. Yo también tenía ganas de llorar, pero en lugar de eso, aquella alegría espeluznante se derramó por mí. Me sentía como si estuviera desintegrando la hilaridad y el terror de todo aquello, el ridículo horror de lo que habíamos hecho.
—Y mientras tanto —observó Neal— hay alguien suelto que fue quien lo hizo en realidad, y primero uno y después el otro le encubrimos, y ahora debe de estar preguntándose qué demonios ha pasado y qué debería hacer al respecto.
—Sí, es verdad. No lo había pensado.
—Bueno, dime, Bonnie, ¿qué hacemos ahora?
—¿Puedo probar antes un poco de ese vodka?
Puse el CD de Hank Williams que había traído. Ambos nos sentamos y bebimos una copa del vino blanco que también había traído yo, y Hayden se fumó un cigarrillo, pero después de la quinta o sexta canción sobre la soledad y el desamor, el divorcio o el desarraigo, ya no pareció tan buena idea. Le pregunté si quería poner otra cosa.
—¿Por qué?
—¿No es un poco deprimente? Una canción tras otra con miserias distintas. Mi nena me ha dejado y me siento tan solo que me echaría a llorar.
—Si algo es tan bueno —señaló Hayden—, no puede ser deprimente. Es el padre de todos nosotros. Olvídate de Dylan y Buddy Holly. Hank fue el primer gran cantautor. Cantaba sobre sus propias experiencias. Se lanzó al mundo y lo vivió, y luego escribió hermosas canciones sobre él.
—Y murió a los treinta y cinco —dije yo—. Desgastado por todo eso.
—Tenía veintinueve —me corrigió él—. La misma edad que Shelley. Y era mejor poeta.
—Siempre me costó aceptar las camisas con flecos.
—Murió en el asiento trasero de un coche, de camino a otro concierto —explicó Hayden—. Es una buena manera de irse. —Se rió—. No te lo crees. Eso es por la mujer que llevas dentro. Te parece triste que alguien no muera a los setenta años y rodeado por su familia y sus posesiones, con un plan de pensiones y montones de dinero en el banco.
—No me encasilles.
—Pero es verdad, ¿a que sí?
—¿Tan malo es hacerse mayor? ¿Tan malo es tener cosas? —pregunté.
—¿Te refieres a la clase de cosas por las que discutes cuando rompes con alguien?
—Te estás bebiendo el vino que yo he comprado para ti. Estás viviendo en un piso que yo te he conseguido.
—Intentas provocarme —dijo él—, pero no lo conseguirás. Hoy no.
—Liza trabajó mucho para conseguir este piso —continué—. Al final del verano, justo después de acabar la universidad, consiguió un trabajo, y al cabo de un año entregó un depósito y lo compró, y desde entonces ha pagado la hipoteca.
—¿Adónde quieres llegar? —preguntó Hayden, que se inclinó hacia delante y cogió la pequeña escultura metálica de la mesita—. Es probable que ella viera esto en cualquier galería y pagara cincuenta libras por ella. O, a lo mejor, alguien se la dio. Y cuando haya muerto, algún familiar la mirará y dirá: «¿Qué coño vamos a hacer con esto?». Y o bien lo usarán de tope de puerta o lo tirarán a un contenedor.
Hayden aplastó la colilla en uno de los ceniceros de Liza y luego me besó, pero yo le aparté, aunque sólo fuera por un momento. Eché un vistazo a la habitación; lo cuadros, los adornos, los libros.
—Cuando miro esta habitación, veo a una mujer que amaba las cosas, que disfrutaba con ellas, aunque no fueran grandes obras de arte, incluso aunque acabaran en un contenedor.
—No hagas ver que tú eres así —dijo él—. Sabes que eres algo mejor.
—¿Mejor? ¿Mejor, Hayden? ¿Preferirías morir sin nada, en el asiento trasero de un coche? ¿Sin nadie que se preocupara por ti?
—¿Por qué no iba a haber nadie? Ser libre no es lo mismo que estar solo.
Yo sabía que Hayden disfrutaba conmigo. A veces incluso me adoraba, a su manera. Pero yo era sólo la mujer que estaba allí en aquel momento. Había habido otras antes y habría otras después. Me vino a la mente un pensamiento que dije en voz alta antes de tener tiempo de contenerme:
—¿Y si mueres en el asiento trasero de un coche y no eres Hank Williams? ¿Hay mucha diferencia?
Él levantó la mano, la que aún sostenía la escultura metálica, y me tocó el hombro con ella, casi como si jugara, aunque no lo parecía.
—Ten cuidado —dijo.
—Vale. Tenemos que pensar. Yo soy incapaz, el cerebro no me funciona. Es como si se hubiera disgregado en trocitos. Tuercas y tornillos.
—Eso será el vodka —señalé yo, sujetando la botella, que estaba por la mitad.
—No. El vodka hace que las cosas se vean más claras. O más lentas, no sé.
—Yo me siento un poco distanciada de todo. O aislada, tal vez. La verdad es que es un alivio. Como si estuviera mirando mi vida desde el borde del camino y todo esto le estuviera pasando a otra persona. Lo cual no es así, lo sé.
—Tenemos que pensar, Bonnie.
—Sí. ¿En qué? Quiero decir, ¿en qué deberíamos pensar primero?
—Tengo una pregunta.
—¿Otra pregunta?
—No soy estúpido, ¿sabes? Quiero decir que puede que esté enamorado de ti (no me mires así, sabes que lo estoy), y puede que esté un poco borracho y en estado de shock, y puede que haya cometido una locura colosal, pero sigo sin ser estúpido.
—Sé que no lo eres.
—Entonces cuéntamelo.
—¿El qué?
—¿Con quién estabas?
—¿Qué?
—Venga, Bonnie. Era un hombre corpulento. No metiste su cuerpo en el coche y luego en el pantano tú sola.
Cerré los ojos y traté de aclarar mis pensamientos. ¿Podía hablarle a Neal de Sonia, o sería eso una traición más a la persona que me había ayudado de una forma tan incondicional?
—No sé qué decir.
—¿Quieres decir que no sabes si contármelo?
—Eso.
—¿Había alguien contigo cuando lo encontraste?
—No, no exactamente.
—¿Así que llamaste a alguien para que fuera a ayudarte?
—Sí.
—Y no quieres explicármelo… ¿por qué?
—Porque no creo que sea un secreto que me pertenezca. Prometí guardar silencio.
—Podría ser un alivio para él.
—Creo que esa persona sólo quiere dejarlo atrás —dije con cuidado.
Tenía problemas para usar bien los pronombres. Pensé que las palabras me traicionarían, me pondrían la zancadilla y me dejarían al descubierto cuando no les prestara atención.
—¿No crees que tú, yo y esta persona deberíamos reunirnos y hablar de lo que sabemos y de lo que deberíamos decir?
—No lo sé. No sé lo que creo.
—Por ejemplo, ¿vamos a ir a la policía?
—¿La policía?
—La policía. Por el amor de Dios, alguien mató a Hayden.
—Sí. Se me olvidaba eso.
—Pero no fuimos nosotros.
—No.
—Ahora que lo sabemos, ¿crees que deberíamos ir a la policía?
—Pero mira lo que hemos hecho.
—Por lo menos, tenemos que pensar en ello.
—Estoy pensando —contesté—. Estoy pensando que me despertaré y todo esto habrá sido una pesadilla.
—Ni siquiera podemos empezar a tomar ninguna decisión sin esa otra persona. El tercer hombre. O mujer, claro.
—Lo hizo por mí —dije, sintiéndome miserable—. Porque se lo pedí. ¿Cómo podemos ir a la policía?
—¿Hasta qué punto cubristeis vuestras huellas?
—No lo sé. Me levanto noche tras noche empapada en sudor frío, recordando cosas que debería haber hecho.
—Has dicho que ya sospechan de ti.
—Me acostaba con él. Les mentí sobre eso… y sobre muchas otras cosas, claro, pero eso no lo saben. Al menos por ahora. ¿Qué deberíamos hacer?
—¿Quieres comer algo?
—No lo sé. ¿Tengo hambre?
Me puse la mano sobre la barriga. No recordaba cuándo había comido por última vez. Los días habían perdido su estructura normal, esa rueda que giraba y giraba y me llevaba con ella, y se habían convertido en episodios aislados de miedo, culpa, una sensación confusa de que todo el tiempo que había pasado pensando que me alejaba de todo, en realidad corría hacia ello, lanzándome directamente hacia el desastre.
—¿Qué te parece un huevo escalfado sobre una tostada? Es una de mis especialidades.
—De acuerdo.
Lo observé mientras cocinaba, con una destreza hogareña que Hayden nunca había tenido, y pensé en lo fácil que habría resultado que todo fuera distinto. Me podría haber quedado con Neal y evitar mi choque con Hayden. A lo mejor habría muerto de todos modos, pero sería una historia que le habría ocurrido a otra persona, no a mí, no a nosotros. Comimos en silencio, mientras los tenedores y los cuchillos rasgaban la porcelana, y después Neal hizo una cafetera de café fuerte. Me bebí dos tazas y dije:
—Le llamaré.
—¿A la tercera persona?
—Sí.
El día se estaba convirtiendo en noche y el jardín de Neal estaba teñido de una suave luz mientras las palomas torcaces cacareaban.
—Sonia, tengo que decirte algo. —La oí soltar un leve suspiro, como si hubiera estado esperando este momento—. Neal sabe lo que hicimos.
—¡Neal!
—No sabe que tú estás metida en esto, sólo que había alguien.
—¿Qué has hecho, Bonnie? —Se le rompió la voz.
—Es difícil de explicar por teléfono. Todo ha cambiado. Nada es como yo pensaba. Me gustaría verte cuanto antes.
—¿Dónde estás?
—En su casa.
Hubo un largo silencio que no intenté romper.
—Ahora voy —decidió ella al final.
—Él no tiene por qué saber que eres tú.
—He dicho que ahora voy. Dame su dirección.
Al volver dentro, Neal me miró desde una silla.
—Antes de que digas nada, hay algo que tengo que saber.
—Adelante.
—¿Le querías?
Contesté antes de que me diera tiempo a contenerme:
—No lo sé. Pero a veces le echo tanto de menos que no estoy segura de poder soportarlo.
Seguí a Hayden por la loma de la colina. Podía ver los músculos de su espalda moviéndose por debajo de la fina camiseta; tenía los hombros anchos y fuertes. Como si hubiera sentido mi mirada, se dio la vuelta y su expresión se suavizó con una de sus lentas sonrisas.
La gente dice «sólo sexo». Dicen sólo sexo, sólo deseo, sólo algo físico. No sé lo que eso significa. El deseo me recorría como un río; el sexo me transformaba y me hacía sentir viva; todas las terminaciones nerviosas de mi cuerpo cantaban con aquella dicha física.
Le alcancé. No nos tocamos, pero el espacio que nos separaba vibraba. Mis días de verano, sin antes ni después, sólo el ahora, sólo él.
Al principio resultó violento, casi embarazoso, como si fuéramos incapaces de enfrentarnos a la enormidad y la locura de lo que habíamos hecho y nos hubiéramos retraído a una especie de formalidad social. Nadie parecía saber cómo comportarse: Neal estaba solemnemente cabreado, Sonia se mostraba fría e impersonal con él y yo me esforzaba por no empezar de nuevo a soltar risitas, aunque los ojos me escocían y me dolía el pecho.
Pero había algo extrañamente reconfortante en el hecho de ser tres. Sabía que era peligroso. A lo mejor significaba que el secreto se escaparía por las grietas, pero, por el momento, estar sentada en la acogedora casa de Neal hacía que estuviera menos asustada, como si el miedo se hubiese repartido. Los miré a los dos: Sonia con sus pantalones de algodón grises y una camiseta blanca, con la cara seria y atractiva; Neal, sentado con la cabeza apoyada en la mano y los dedos revolviendo su pelo oscuro en cómicos mechones, y pensé en lo que ambos habían hecho por mí o, en el caso de Neal, en lo que había creído que hacía por mí.
Cuando Sonia llegó, casi pude sentir la pasión que desprendía. Era demasiado poderosa para contenerla. Parecía vibrar con ella.
—Explícamelo —me pidió cuando le abrí la puerta.
La llevé al jardín, porque quería estar a solas con ella para contárselo. A través de la ventana iluminada, podía ver a Neal sentado en la sala de estar. Se lo conté todo a Sonia, sin dejarme nada: el breve flirteo con Neal, del que de todos modos ella ya sabía algo, la aventura con Hayden, su violencia y obsesión, la certeza al descubrir el cuerpo de que Neal lo había hecho, y lo había hecho por mí. No tardé mucho y, al terminar, se hizo el silencio entre nosotras.
—Yo te estaba protegiendo —dijo ella al final.
—Lo sé.
—Dejaste que creyera que lo habías matado tú.
Yo no dije nada. Al fin y al cabo, tenía razón.
—Me engañaste, Bonnie.
—No era mi intención, pero no podía explicártelo. Ya ves por qué, ¿no?
—Quizá. —Su voz sonaba aún muy controlada—. ¿Así que hice todo esto por Neal, al que apenas conozco?
—Lo siento, Sonia.
Su rostro mostraba una expresión inescrutable en la penumbra.
—Supongo que tenemos que hablar —añadí.
—¿Quieres ir a la policía?
—No lo sé —contesté—. «Querer» no es la palabra adecuada. Pero tal vez sería lo mejor, en todos los sentidos. Para empezar, y eso es de largo lo más importante, podrían concentrarse en el verdadero asesino. Nos hemos cruzado en su camino. Sospechan de mí; saben que les mentí. Será mejor que se lo cuente antes de que lo descubran por sí mismos. Mejor para todos, quiero decir. Ninguno de los dos tiene por qué verse envuelto en esto. Puedo decir que encontré el cuerpo y me deshice de él porque me entró pánico.
Sonia negó con la cabeza.
—¿Cómo vas a explicar que pudiste hacerlo sola?
—Yo puedo decir que la ayudé. —Neal se inclinó hacia delante en su silla—. Es casi verdad.
—Estáis preocupados por las mentiras que habéis contado y ahora planeáis contar más. No funcionará.
—¿Qué sugieres que hagamos, Sonia?
Se quedó en silencio un largo rato, con el ceño fruncido por la concentración.
—Nada —dijo al final.
—¿Nada?
—No quiero que se lo cuentes a la policía. No paras de encontrar nuevas formas de hundirte más y más en el desastre. Y me arrastras a mí contigo.
—Esto no sería una nueva forma, sería sólo la verdad. No podemos obstruir su investigación. Alguien mató a Hayden y tienen que descubrir quién fue.
—No pensabas lo mismo cuando creías que había sido Neal.
—Porque pensaba que lo había hecho por error… y por mí —señalé, abatida.
—Es complicado —dijo ella—. Y estoy asustada.
La miré consternada: no se por qué, había pensado que Sonia nunca se asustaba. Era mi roca y yo me apoyaba en ella, sabiendo que jamás me traicionaría.
—Lo siento mucho, todo —dije—. Me despierto cada noche como si tuviera una enorme piedra sobre el pecho que no me dejara respirar. No sé si podré aguantarlo mucho más.
—No quiero evitar que la policía descubra quién lo hizo, claro que no, pero tampoco quiero ir a la cárcel por ti.
—No tendrás que hacerlo.
—Eso no lo sabes, Bonnie.
Neal se levantó y se dirigió a la ventana que daba a su jardín.
—Tratemos de mirarlo desde un ángulo distinto —dijo—. Yo alteré las pruebas y luego vosotras no os limitasteis a alterarlas, sino que os deshicisteis de ellas, incluido el cuerpo.
—Eso no es un ángulo distinto —señaló Sonia—. Sólo estás constatando nuestra situación.
—¿Qué es lo que vimos? —continuó Neal, como si ella no hubiera hablado.
—Vimos a Hayden.
No añadí que yo seguía viéndolo. Se había convertido en mi fantasma, y me acechaba. Me levantaba por la noche y me lo encontraba a los pies de la cama, mirándome.
—No vimos las mismas cosas.
—No te sigo.
—Lo que vosotras visteis no es lo mismo que vi yo, porque lo había desordenado todo para que tuviera otro aspecto. No visteis el verdadero escenario del crimen, sino el artificial.
—Tienes razón.
—¿Y por qué es eso importante? —preguntó Sonia.
—No lo sé, pero a mí me parece relevante. Como si durante todo este tiempo, todo el mundo hubiera estado mirando la imagen equivocada.
—Ya no hay ninguna imagen —observé—. Sonia y yo nos ocupamos de eso.
Una vez más, Guy no apareció y, cuando le pregunté dónde estaba, Joakim murmuró algo por lo bajo, evitando mi mirada. Amos no lo hizo del todo mal. Me di cuenta de que había practicado: no cometía tantos errores ni entraba tan a menudo en el momento equivocado, pero tocaba como si estuviera rellenando un formulario, lenta, trabajosamente. Neal estaba torpe; tocó muy mal. Se notaba que estaba enfadado con Hayden y quería dejar algo claro, pero fuera lo que fuera, no ayudaba a su música. Lo que lo empeoraba todo era que Hayden no respondía. No hacía comentarios sarcásticos. No señalaba las notas equivocadas ni proponía mejoras. Estaba claro que los daba por perdidos, y ése era el peor insulto. Parecía aburrido, como si tuviera la mente en otra parte. El único momento en que pareció implicarse fue cuando Joakim y él se retiraron a una esquina y trabajaron juntos en una pieza que no tenía nada que ver con lo que estábamos haciendo el resto. Yo les dejé hacer.
Sonia se fue y yo estaba a punto de hacerlo, pero Neal me sirvió otro vaso de vodka. No hablamos más; no me sentía capaz. Sólo quería marcharme, a poder ser a una isla desierta, y pensar en aquello, ordenar mis pensamientos, dibujar esquemas, establecer conexiones; entonces podría desenmarañar lo que había hecho y, cuando lo tuviera claro, era posible que se me ocurriera alguna idea sobre lo que debía hacer a continuación. Cuál era el paso racional que debía dar. Qué era lo correcto, si es que eso seguía teniendo algún sentido después del montón de cosas equivocadas que había hecho. Mientras me bebía aquella última copa, Neal se inclinó sobre mí, solícito, y me pregunté si pensaba que esto iba a hacer que nos uniéramos de alguna forma.
Lenta y penosamente, como si mi lengua hubiera doblado su tamaño y no cupiera en mi boca, traté de explicar la situación.
—Creo que estoy un poco borracha —dije—. Y en estado de shock. No estoy segura de que si el shock ha mejorado o empeorado la borrachera. Lo que voy a hacer es estirarme un rato en el sofá y tú podrías apagar la luz (eso sería genial) y marcharte. Cuando me haya recuperado, me levantaré y me iré a casa.
Él apagó las luces y abandonó la habitación; luego regresó con una manta que me estiró por encima y volvió a salir. Me quedé tendida en la oscuridad y me puse a pensar en plan sentimental cómo había acabado liándome con Hayden y no con Neal, cuando estaba claro que Neal era una persona mejor, más adecuada y más decente, miraras por donde lo miraras. Casi me eché a llorar y entonces me pregunté si iba a conseguir dormirme, y luego me desperté sobresaltada, miré el reloj y me di cuenta de que eran casi las seis y media.
Me encontraba fatal, mucho peor que antes. Me dolía la cabeza, tenía la boca seca; era como si alguien hubiera dejado mi cerebro bajo la lluvia y se hubiera oxidado, y mi ropa me provocaba esa sensación de picor e irritación típica de cuando has dormido vestida. No era capaz de enfrentarme a Neal. Sólo quería escapar, así que salí de allí y me fui andando a casa. El frescor del sol de primera hora de la mañana y el hecho de ver a la gente que se dirigía al trabajo me hizo sentir aún más trasnochada y sucia. Al llegar a casa, me di una ducha, me metí en la cama y me cubrí la cabeza con el edredón. No tenía ningún plan. Era como un instinto de reptil ubicado en algún área primitiva del cerebro que me decía que durmiera todo el día y luego toda la noche.
Tuve un sueño en el que intentaba coger el tren y no podía hacer las maletas, y cuando las hube hecho no podía comprar el billete ni encontrar el andén. Luego se oía el silbido de un tren que llegaba o que estaba a punto de marcharse, pero no podía encontrarlo, ni tampoco mi equipaje y, en cualquier caso, en algún momento había perdido el billete. El silbido se transformaba en algo que reconocí vagamente, hasta que me di cuenta de que era el timbre de la puerta. Medio metida todavía en el sueño, deseé que alguien fuera a abrir la puerta. Mi madre quizá, o Amos. Pero entonces me quité el edredón de la cara y recordé que mi madre estaba a trescientos kilómetros y Amos ya no vivía conmigo. La luz me hería los ojos. Me levanté y abrí la puerta, para encontrarme con dos agentes uniformados.
—¿Tiene que ser ahora? —pregunté.
A Joy Wallis ya la conocía, pero venía con otro detective al que no había visto nunca. Me lo presentó como el inspector jefe James Brooks.
—Llámeme Jim —me pidió él mientras se sacaba la chaqueta y la dejaba en el respaldo de la silla.
Tenía unos cuarenta años y llevaba el pelo muy corto, casi afeitado, con un aspecto que hacía pensar en una barba entrecana de tres días. Me miró con una sonrisa que decía que estaba de mi parte. Estábamos juntos en esto; se trataba de ayudarnos mutuamente. Al momento me hizo sentir segura. Joy Wallis se sentó un poco más apartada. Por lo visto, Brook era quien estaba al mando hoy. Me imaginé que era uno de esos detectives a los que se les daba bien ganarse la confianza de la gente y persuadirla para que hablara. Me recordaba a los tipos de la universidad de los que te enteras que se les dan bien las mujeres. De algún modo, era una profecía autocumplida: casi te daban ganas de acostarte con ellos sólo para descubrir cuál era su secreto. Pero, por lo general, era algo que me irritaba y, en ese momento, así fue. Si no hubiera estado tan cansada, con la cabeza confundida y, en general, tan poco operativa…
—¿Se encuentra bien? —preguntó Joy Wallis.
—He tenido una mala noche.
—¿Hay algo que quiera contarnos?
—¿Para qué? —dije. Hubo una pausa—. Lo siento. Eso ha sonado mal. Sólo quería decir que no hay nada de lo que hablar.
Brook se echó hacia atrás y cruzó los brazos.
—Sé que esto es difícil —dijo.
Incluso en mi estado de ofuscación, me di cuenta de lo que estaba haciendo. Trataba de entablar una conversación que me permitiera dejarme llevar o que me condujera a un tema en el que yo no quería entrar. Puesto que no había ningún tema en el que quisiera entrar y puesto que estaba bastante confundida, quedaba claro que la única estrategia posible para mí era hacerme la tonta. No me costaría mucho. Brook empezó del modo habitual, preocupándose por si a lo mejor estaría mejor atendida en caso de disponer de representación legal, pero me limité a repetir que no la quería. Él pareció decepcionado, pero también algo confundido. ¿Podría mi comportamiento corresponderse con el de alguien inocente, estúpido, o ambas cosas? Al final se encogió de hombros como si se hubiera dado cuenta, con pesar, que no podía hacer nada más por ayudarme.
—Sé por lo que está pasando —dijo—. El hecho de verse implicada en un caso como éste y tener que hablar con gente como nosotros; el escándalo y los medios de comunicación…
—No estoy implicada —repliqué.
Brook pareció desconcertado.
—Claro que está implicada —insistió—. Mantenía relaciones íntimas con la víctima. ¿Pensaba que me refería a otra cosa?
—Creía que me estaba acusando de algo.
Ahora pareció aún más perplejo, como alguien que estuviera sobre un escenario representando una expresión de desconcierto para los espectadores de la última fila.
—¿De qué iba a acusarla?
Sospechaba que estaba tratando de que yo hiciera el trabajo por él, autoacusarme de lo que creía que él sospechaba. Me limité a murmurar algo. El impulso de soltar la verdad, de dejar que fluyera de mí y quedarme por fin vacía y en paz, resultaba casi irresistible. Sólo al pensar en Sonia y Neal conseguí mantenerme muda.
—He estado leyendo el expediente —prosiguió Brook—. He mirado las declaraciones de los testigos, he hablado con gente. Su Hayden era un hombre distinto. No hay duda de que tenía una especie de carisma. Al menos para las mujeres.
Apreté los dientes para no tener que decir nada. No iba a proporcionar ninguna información de forma voluntaria, ninguna opinión, a menos que me lo pidieran categóricamente.
—Está claro que tenía una faceta difícil —prosiguió Brooks—. No era del gusto de todos.
Seguía sin preguntar nada.
—Mientras revisaba el expediente, me formé una imagen de él como alguien que despertaba sentimientos intensos en los demás. Era alguien a quien se amaba o se odiaba, alguien con el que era fácil enfadarse. —Me miró—. ¿Alguna vez se enfadó con él?
Todo lo que había en la habitación tenía un aspecto levemente extraño, como si el contorno de los objetos estuviera poco definido. ¿Cuánto rato había dormido? ¿Dos horas? ¿Algo menos? Eso era lo que hacían las autoridades para torturar a la gente antes de interrogarla: la privaban de sueño. Yo me lo había hecho sola y me había entregado a la policía.
—¿Por qué lo pregunta? —quise saber—. ¿Por qué me hace todas esas preguntas? ¿Qué sentido tiene? Él está muerto. ¿Qué importa ahora lo que yo sintiera por él? Todo ha terminado. Ha terminado.
Me escuché mientras hablaba. Sonaba un poco borracha o loca, como alguien a punto de perder el control. Brook se limitó a esbozar una sonrisa piadosa y asintió.
—La cuestión son los patrones —dijo—. Un detalle aquí, otro allí… —Hizo una pausa, como si esperara una respuesta mía que no llegó. Entonces adoptó una expresión de preocupación—. ¿Nos ha contado todo lo que sabe?
—No sé qué significa eso. Contestaré a todo lo que me pregunte.
—Mi colega tiene razón —observó—. No tiene buen aspecto. ¿Le cuesta dormir?
—La verdad es que no.
Se inclinó por encima de la mesa hasta quedar tan cerca que resultaba incómodo. Pude distinguir las patas de gallo en la esquina de sus ojos e incluso las pequeñas venas rotas en sus mejillas.
—Llevo veinte años en este trabajo —continuó—, y una de las cosas que he aprendido es que cuando lo cuentas todo, cuando confiesas y por fin le cuentas a alguien toda la historia, sientes el mayor alivio que pueda imaginarse. La gente me lo dice después. Me dan las gracias. Me dicen que de repente se sienten limpios por primera vez en mucho, mucho tiempo.
Yo sabía que tenía razón. No había nada que deseara más que contar la historia completa de un modo en que nunca antes la había contado, ni siquiera a mí misma. Lo habría hecho si sólo me afectara a mí, pero habría arrastrado a Sonia y a Neal conmigo. Y ambos se encontraban en tan vulnerable posición por lo que habían hecho por mí, aunque hubiera sido engañados.
—He contestado a todas las preguntas —me obligué a decir—. Eso es todo.
—Usted era la que tenía una relación con él —señaló Brook—. La gente dice que era bastante tempestuosa.
—¿Qué gente?
—Ustedes dos, ambos con cierto carácter, con deseos propios… Su relación tenía sus altibajos, ¿no?
—En realidad no era una relación —repliqué.
—¿No era suficiente para usted?
Me daba cuenta de que seguía intentando arrastrarme a una conversación y quizá provocarme para que dijera alguna imprudencia que me delatara. Me encogí de hombros y no contesté.
—Puedo imaginarme una discusión —continuó—. Casi una pelea. Él se lanza sobre usted, usted coge algo y le golpea. Si confiesa eso y contrata a una buena abogada feminista, podría salir en libertad condicional por homicidio.
Yo no contesté y la expresión de Brook se oscureció.
—Pero si no confiesa y tenemos que preparar un caso contra usted, empezará a parecerse más a un asesinato premeditado.
—No me importa lo que parezca. Yo no le maté. Por supuesto que no. ¿Por qué iba a confesar?
—Escuche, señorita Graham. Se encuentra a una sola huella dactilar, un pelo o una fibra de ser acusada. Y déjeme que le diga que no me conformaría con un cargo por homicidio. Estoy interesado en las molestias que se tomaron para deshacerse del cuerpo. Estoy interesado en el hecho de que no podamos determinar el escenario del crimen. Ni siquiera sabemos dónde lo mataron. Estoy especialmente interesado en lo que pasó con el coche. Estoy interesado en por qué alguien lo dejaría en el aparcamiento del aeropuerto y luego esa persona, o tal vez otra, se lo llevaría una semana después. Ése es el rompecabezas que tenemos que resolver. —Alargó la mano por encima de la mesa y la puso sobre mi antebrazo—. ¿Su novio estaba metido en algún problema?
—No era mi novio, ya se lo dije. Yo estaba con Neal Frenton. Pueden preguntárselo.
—Luego hablaremos de su coartada. —Puso la palabra entre comillas mientras me miraba; yo intenté sostenerle la mirada—. Pero ahora será mejor que volvamos a la cuestión de dónde lo mataron.
—¿Ya lo saben? —pregunté.
El corazón me latía con tanta fuerza que estaba segura de que podía oírlo.
—Por supuesto, la primera opción era el lugar donde vivía: el piso de su amiga. Veamos, Liza Charles, que en este momento está de viaje y resulta imposible contactar con ella.
Yo no podía respirar, ni siquiera podía emitir algún sonido de asentimiento.
—Por supuesto, hemos hecho un examen forense del lugar. Le sorprenderían las cosas que uno puede recoger. Un pelo, una mancha de sangre.
Pensé en el cuerpo de Hayden, tendido boca abajo sobre la alfombra de Liza. El charco de sangre junto a su cabeza golpeada. Pero habíamos tirado la alfombra.
—¿Y qué han encontrado? —me obligué a decir.
—Bueno, el inconveniente es que él vivía allí. Hay rastros suyos por todas partes. Eso lo dificulta todo.
—¿Quiere decir que no han encontrado nada?
—Oh, no. Yo no diría eso. Le diré una cosa que hemos descubierto.
—¿El qué?
Hundí los dedos en la piel de la palma de mi mano y esperé.
—Para ser un músico irresponsable que vivía en casa de otras personas, su amigo era bastante ordenado.
—¡Oh!
—Curioso, ¿no le parece?
—Guy, ¡el ensayo se ha acabado! —le dije sorprendida, pero él estaba ya a media frase; debía de haber empezado a hablar en cuanto había llamado al timbre.
—… así que si pudieras dejarnos entrar, por favor —dijo con una cortesía gélida y, sin darme tiempo a contestar, pasó junto a mí, dejándome frente a un mujer alta y delgada que imaginé que por lo general era tranquila y elegante pero que en esos momentos ardía de cólera.
—Hola —la saludé—. Tú debes de ser…
—Soy la mujer de Guy, Celia. La madre de Joakim.
—Que es la razón por la que estamos aquí —indicó Guy desde el pie de las escaleras.
—Hola, Celia —dije—. Creo que nos conocimos en la reunión de padres. —Le tendí una mano pero ella no me la estrechó, y me di cuenta de que estaba reprimiendo las lágrimas—. Por favor, pasa. Está un poco desordenado; los demás se acaban de marchar y no he podido ordenar. Además, lo estoy reformando.
Me obligué a dejar de parlotear.
—Él ha estado aquí, ¿verdad?
—¿Te refieres a Hayden? Sí.
—¿Y Joakim? —preguntó Celia.
—Sí, él también.
—Claro. —Frunció la boca como si hubiera chupado un limón—. No dejaría pasar la oportunidad de pasar un rato con su adorado Hayden Booth.
—Celia está un poco disgustada —señaló Guy.
—Sí, ya lo veo —dije con cautela—. ¿Quieres tomar algo? ¿Té? ¿Café?
—No estoy un poco disgustada. Estoy muy, muy, muy disgustada.
—Lo siento —dije.
Me senté en la silla, pero ellos permanecieron en pie, así que volví a levantarme.
—Mucho —insistió.
—Tiene plaza en Edimburgo —dijo Guy.
—Sí, lo sé.
—Pero no va a ir.
—Es tan grosero conmigo… —La voz de Celia se rompió en un sollozo—. Me trata como si me despreciara.
—Los adolescentes… —empecé, sin saber qué iba a decir a continuación.
—¿Qué he hecho para merecer esto?
—Lo que quiero saber —intervino Guy— es lo que vas a hacer al respecto.
—Yo.
—Sí.
—He estado a su lado durante toda su vida, y una semana con este… este canalla…
—No lo entiendo, Guy. Sé que estáis decepcionados…
—Tú eres su profesora.
—Lo era. Dejó la escuela hace un par de meses.
—Tú eres su profesora y tú lo metiste en tu maldito grupo, y ahora este músico de segunda lo ha apartado de todo aquello por lo que había luchado.
—Es como una secta. Una secta, y le han lavado el cerebro.
Yo permanecí en silencio.
—Hayden dice esto y Hayden hace eso y me voy a vestir como Hayden y hablar como Hayden y pasarme el día mintiendo como Hayden. Lo estoy perdiendo.
—Celia, vamos a intentar ser racionales, ¿vale?
—Para ti es muy fácil decirlo. ¡Yo soy su madre!
—Y yo soy su padre, ya lo sabes.
Era como si me hubiera metido en una discusión privada. Guy pareció reparar una vez más en mi presencia.
—Ese hombre es un estafador —dijo—. Ha estafado a mi hijo y tú eres la responsable.
—Joakim tiene dieciocho años —señalé.
—Tú no tienes hijos, ¿cómo ibas a entenderlo? Sabía que no lo entendería.
Celia me miró con repugnancia y de repente tomé plena conciencia de mi pelo de punta, del pendiente en mi nariz, de mi camiseta rasgada.
—No sé qué esperáis que haga al respecto. Joakim es un adulto.
—No es un adulto. No sabe lo que está haciendo, no entiende las consecuencias.
—¿Habéis intentado hablar con él?
—No estamos aquí para pedirte consejo sobre él, gracias —dijo Guy. Su voz estaba llena de furia y una pequeña vena le latía en la frente—. Estamos aquí para decirte que tienes que deshacer el daño que has hecho.
Estaba empezando a enfadarme.
—¿No crees que parte del problema es el modo en que piensas en tu hijo?
—No —rugió—. No creo que sea ése el puto problema. El problema es Hayden Booth. Arregla esto antes de que lo haga yo. ¿Lo has entendido?
Abandoné la comisaría con paso lento y vacilante. No sabía adónde me dirigía, y el sol abrasador rebotaba en mi cráneo y me ardía en las órbitas de los ojos. Necesitaba sentarme. Necesitaba comer algo, y luego tumbarme en la cama y dormir y dormir y dormir y, a ser posible, no despertarme hasta dentro de un año, cuando todo esto hubiera pasado; si no fuera porque nunca terminaría, claro. Por encima de todo, necesitaba que jamás hubiera ocurrido. No quería ser yo, aquí, ahora. Pensé en el final del curso escolar y la sensación que había experimentado en ese momento, con todo el verano frente a mí, maravillosamente vacío y lleno de posibilidades. Quería regresar a ese momento y rehacerlo todo: rechazaría la propuesta de Danielle, no conocería a Hayden por una maldita casualidad, no sería esta Bonnie Graham, la que se tambaleaba por la calle al salir de la comisaría con el miedo en la boca, sino la Bonnie Graham de antes, despreocupada e ignorante. Regresar, regresar… y entonces vi su cara.
Me miraba desde el quiosco. Ocupaba casi la mitad de la portada, debajo del titular: «Muerte en Fast Lane». No era la foto que habían utilizado con anterioridad en los periódicos. En ésta se le veía unos años más joven; llevaba el pelo largo y tenía una pelusilla que casi podía pasar por barba. Estaba sonriendo a quienquiera que estuviera detrás de la cámara y tenía las cejas levemente arqueadas, lo que le daba una expresión burlona e inquisitiva, como si estuviera compartiendo un pensamiento secreto con la persona que tenía enfrente. A mí me había mirado de la misma forma, como si me entendiera, como si me reconociera. También había mirado así a Sally. ¿Y a quién más? A cientos de mujeres, estaba segura, las cuales, aunque sabían que no era de fiar, habían caído rendidas a su encanto. Y entonces alguien lo había matado. ¿Un desconocido, después de todo, o alguien que le conocía, alguien que le odiaba o le amaba, o tal vez le odiaba porque le amaba?
Me dije que no iba a hacerme con el periódico, pero me encontré sacando el dinero, comprándolo y tratando de leerlo mientras caminaba por la calle. El pie de foto me indicaba que debía ir a la página siete, así que me detuve en el primer café que encontré, donde pedí un capuccino y un trozo de pastel de zanahoria. Tenía la sensación de que necesitaba una buena dosis de azúcar. Sólo tras haberme comido la mitad del pastel y haberme terminado el capuccino, busqué la página siete y, al hacerlo, otra fotografía me saltó a los ojos: un Hayden juvenil que rodeaba con el brazo a una mujer que era la viva imagen de la felicidad. Era menuda, tenía una melena color avellana y una boca ancha y sonriente. Debajo había un pie de foto. Se llamaba Hannah Booth.
Por un momento cerré los ojos, pero al abrirlos de nuevo, seguía allí. Me gustaba su aspecto. Era alguien a quien podía imaginar siendo mi amiga en otra vida. Volví a mirar el pie de foto. La fotografía había sido tomada siete años atrás, en 2002. Por entonces Hayden debía de tener unos treinta años; su rostro era más delgado y su expresión, más dulce que la que yo conocía, quizá más feliz. O quizá era sólo porque estaba cogido del brazo de su mujer. ¿Por qué me sorprendía y por qué sentía un dolor en el pecho, y por qué me escocían los ojos?
Leí la historia por encima; mis ojos saltaban de un párrafo a otro. La parte del principio era sobre todo una repetición, con muchas florituras, de lo que ya había salido en los periódicos: músico talentoso y temerario, muerte misteriosa, amigos horrorizados, cuerpo encontrado en el pantano, policía que seguía las pistas. Pero en la parte central estaba la entrevista con Hannah Booth, que había hablado con el reportero de su dolor («aunque siempre pensé que moriría joven») por el asesinato del marido del que estaba separada. «Separada»: me detuve en la palabra y dejé que me reconfortara un poco, hasta que mis ojos se fijaron en otra: «Niño». Fue como si alguien me hubiera dado un puñetazo en el estómago. Hayden tenía un niño, un hijo de seis años y medio que había visto por última vez a «su papá» unos meses atrás. Se llamaba Josiah. Hayden había abandonado a Hannah y a Josiah hacía cuatro años, cuando su hijo era poco más que un bebé. Hannah Booth describía cómo se había deteriorado su matrimonio, en el que con tanta esperanza se habían embarcado. «No creo que Hayden supiera estar contento —decía—. Nunca tuvo esa clase de estabilidad. Dejó que sus ambiciones y sus sueños destruyeran la realidad de lo que compartíamos. Y odiaba hacerse mayor; en el fondo de su corazón era un niño. Un niño grande y adorable. Pero es imposible estar casada con un niño, sobre todo cuando tú mismo te conviertes en padre».
Dejé el periódico a un lado por un momento y me terminé el capuccino, sorbiendo poco a poco a través de la espuma mientras trataba de concentrarme sólo en su dulzor lechoso. Él me había dicho que no quería ser padre, y sin embargo lo era; me había dicho que no quería atarse a nadie y había estado casado. Vale, con una mujer a la que nunca veía, pero casado de todos modos. Ella incluso había adoptado su apellido. ¿Por qué no me lo había contado? Entonces recordé su nota apremiante y escrita a toda prisa, mi última comunicación con él; ¿era eso lo que quería contarme?
Al volver al artículo leí lo que explicaba sobre su madre, que decía que Hayden había sido un niño travieso y un hombre con problemas y que no, ella no aprobaba su estilo de vida, pero que un padre nunca debería enterrar a un hijo. También salía su hermana, tres años mayor, que hablaba de la gran alegría de vivir de su hermano. Su gran amigo Mac, que estaba completamente destrozado: había visto a Hayden más o menos una semana antes de su muerte y éste le había parecido emocionado y feliz de nuevo. Todas esas personas cuya existencia yo desconocía. Por supuesto, me había dado cuenta de que Hayden tenía una vida propia, amigos, relaciones y una historia complicada detrás, pero nunca antes había sido consciente de hasta qué punto era pequeña la esquina que yo ocupaba en su vida, lo poco que me había explicado. Era como si sólo pudiera vivir en un presente perpetuo, borrando todo cuanto había ocurrido antes y lo que vendría después.
Cerré el periódico y lo doblé para no tener que ver su cara. Tenía una madre y una hermana; tenía una mujer y un hijo a los que había abandonado; tenía buenos amigos que lo echarían de menos y era de suponer que se había ganado docenas de enemigos por el camino, gente que habría deseado su muerte del mismo modo que la mayoría de nuestro grupo lo había hecho en un momento u otro. Incluso yo. En algunos momentos había querido, si no que se muriera, al menos que se borrara de mi conciencia sin dejar rastro, para que pudiera olvidarme no sólo de él, sino también de la persona que yo era a su lado.
Al marcharme dejé el periódico sobre la mesa y caminé hasta mi casa a ciegas, sin tener ni la más remota idea de lo que iba a hacer conmigo al llegar.
Sally estaba llorando. Estaba tendida en mi sofá hecha un ovillo desmadejado, con la falda por encima de las rodillas, la blusa arrugada por la cintura y el pelo en la cara, pegado a sus mejillas húmedas. No la había visto nunca llorar así, ni a ella ni a nadie, en realidad, excepto a mi madre en sus peores días. El dolor parecía haber tomado posesión de su cuerpo: resoplaba y sollozaba; las lágrimas brotaban de sus ojos como un río y le resbalaban por la cara y el cuello; las palabras brotaban de ella entre gemidos e hipidos y era incapaz de tomar aire para que tuvieran algún sentido. Más que llorar, parecía sufrir unas arcadas incontrolables. Estaba vomitando su dolor. Mientras tanto, Lola permanecía de pie junto a ella y de vez en cuando alargaba la mano para darle un golpecito nervioso en el hombro o el estómago.
No parecía angustiada, más bien curiosa y un poco nerviosa.
—¿Mamá? —decía de vez en cuando, pero Sally sólo gemía más fuerte.
Al principio traté de calmarla; me agaché junto a ella y le puse una mano en el cuerpo que se retorcía de dolor, o le secaba los mocos y las lágrimas de la mejilla, pero al cabo de un rato lo dejé estar y me concentré en Lola.
—¿Quieres una galleta? —La niña me miró—. ¿O un zumo? No, lo siento, no tengo zumo. Creo que me queda algo de leche. O un poco de… —¿Qué le gustaba a alguien de la edad de Lola?—. Podrías dibujar algo —le propuse—. ¿Quieres que te traiga un lápiz y papel? Podrías hacer un dibujo de mamá, para animarla.
Lola siguió mirándome al tiempo que se mordía su grueso labio inferior.
—Enseguida se le pasará —continué—. Todos lloramos a veces. ¿Tú por qué lloras?
Lola pasó el peso de una pierna a otra. Tenía la cara contraída por el esfuerzo.
—¿Tienes pipí?
Asintió.
—Ven. —Tomé su pequeña y cálida mano en la mía y la llevé al baño—. ¿Necesitas ayuda?
Ella volvió a asentir.
Le bajé las braguitas y la aupé al váter. Las piernas le colgaban; llevaba zapatos rojos con cordones a rayas. Esperamos. Ella se metió un pulgar en la boca y se me quedó mirando con aire pensativo. Desde allí se oían los desgarrados sollozos de Sally, que ahora habían adquirido cierta regularidad; me pregunté si su ataque de llanto estaría remitiendo de una vez.
—¿Has acabado? —pregunté.
Lola negó con la cabeza. Los sollozos de Sally se convirtieron en una respiración temblorosa y después se hizo el silencio. Bajé a Lola del váter, la sequé entre las piernas, le subí las braguitas y luego le lavé las manos con agua fría. Al volver, Sally estaba sentada con la falda estirada por debajo de las rodillas, la camisa bien puesta y el pelo detrás de las orejas. Tenía la cara hinchada y las mejillas cubiertas de manchas rojas.
—¿Estás bien?
—Creo que sí. Lo siento. ¿Lola? —Abrió los brazos, pero Lola se encogió y se pegó a mí, con el pulgar de nuevo en la boca—. Lola, ¿vienes y me das un abrazo?
Había una nota de pánico en su voz.
—Voy a hacer té —dije, y las dejé solas.
De pie en la cocina, miré por la ventana el cielo azul; me sentía tan agotada que ya no había espacio para pensamientos o emociones. Podía oír los murmullos de Sally y Lola en la otra habitación. La tetera silbó mientras salían nubes de vapor. Eché el agua encima de las bolsas de té y encontré unas galletas de mantequilla en el fondo del armario. Lo llevé todo y me senté en el sofá, al lado de Sally. Lola estaba en su regazo, con la cabeza apoyada en su hombro y los ojos cerrados.
—¿Estoy hecha un desastre? —preguntó Sally.
—Te he visto mejor.
Esbozó una sonrisa cansada.
—Yo a ti también. Parece que no hayas dormido en toda la noche.
Abrí la boca para decir que así era, pero entonces me contuve. No podía empezar a desahogarme con Sally, eso sería como sacar la primera pequeña piedra del muro.
Lola soltó un largo y gorjeante ronquido y noté como su cuerpo se relajaba encima de Sally, que apoyó la barbilla en el pelo de su hija y suspiró.
—¿Hayden? —pregunté.
—Oh, Bonnie. Hayden, Richard, toda esta puta historia, no sé si me entiendes. Porque yo no me entiendo. Mierda de vida. En menudo lío me he metido.
—Lo siento mucho —dije, fuera de lugar.
—Me he quedado un tiempo en casa de mi madre, pero era horrible. No se lo podía contar todo; no sabía cómo hacerlo. Y luego me llamó la policía y tuve que pasar por otro interrogatorio. Oh, Dios, Bonnie, fue horrible.
—¿En qué sentido?
—El modo en que me hablaban y me hacían preguntas. Se lo conté todo.
—¿Sobre Hayden y tú?
—Tenía que hacerlo. Se comportaban como si ya lo supieran y de repente pensé en lo mezquina e insensible que estaba siendo, preocupándome porque mi pequeño y estúpido secreto saliera a la luz cuando alguien lo había asesinado. Así que se lo expliqué todo, aunque no es que hubiera mucho que explicar. Y entonces se despertó su interés. Se comportaban como si yo lo hubiera hecho. Y me preguntaron por Richard, si él lo sabía y cómo había reaccionado y si era celoso, y creo que ahora le van a interrogar. Sé que hice algo terrible y merezco un castigo, pero es como si el mundo estuviera derrumbándose sobre mi cabeza. Me acosté con otro hombre, pero eso no me convierte en un monstruo.
Respiró con violencia por la nariz y le puse una mano en el hombro.
—Es mejor que haya salido a la luz —dije—. Los secretos son peligrosos.
—Creen que lo hice yo.
—Estoy segura de que no es así.
—O Richard.
—No, sólo están tirando de todos los hilos.
—Oh, Bonnie, no sé lo que haría si no pudiera hablar contigo.
—Si no hubiera sido por mí, no habrías conocido a Hayden y nada de esto habría ocurrido.
—Pero habría ocurrido algo de todas formas. No podía seguir como estaba.
—¿Cómo están ahora las cosas con Richard?
—No lo sé. Quiero decir que a veces es muy dulce conmigo y otras se comporta como si no pudiera mirarme siquiera. Como si yo fuera portadora de una terrible enfermedad.
Asentí.
—A veces llora. Aunque no delante de mí. En el baño, cuando cree que yo no puedo oírle.
—Las cosas mejorarán.
—¿De veras lo crees?
Se estremeció y besó la coronilla de Lola.
—No lo sé.
—Yo tampoco. —Se frotó la frente con el dorso de la mano—. A veces parece estar un poco loco.
—¿Loco?
La inquietud me embargó.
—O impredecible, por lo menos. —Bajó la vista hacia Lola—. ¿Sabes qué es lo único bueno que ha salido de todo esto?
—¿Qué?
—Lo que siento por ella. Ya no pierdo la paciencia. Sólo quiero estar con ella y no soltarla nunca. ¿Cómo pude poner todo eso en peligro?
—Estas cosas pasan —dije, inútilmente—. Nos cogen por sorpresa.
Aunque hayas roto con alguien, la otra persona tarda bastante tiempo en renunciar a los derechos que tenía sobre ti. Pero en el caso de Amos, yo albergaba la firme convicción de que debía renunciar a todos ellos de inmediato, sobre todo el derecho a venir a mi piso sin avisar y entrar como si aún viviéramos juntos.
—¿Se trata de algo urgente? —quise saber—. Porque estaba a punto de salir.
—¿Adónde?
—¿Ves? Ése es el tipo de cosas que ya no puedes preguntarme —contesté—, puesto que ya no estamos juntos.
Amos se sacó un trozo de papel del bolsillo de los tejanos y lo desdobló.
—No te culpo —comentó.
—¿Qué?
—Dividir las posesiones después de que dos personas hayan vivido juntas siempre es complicado.
—Ya lo hemos hecho, ¿recuerdas? —señalé—. Está hecho.
—Son sólo algunos cabos sueltos —dijo él—. Los he ido apuntando a medida que los recordaba.
—¿Estás diciendo que me llevé cosas que no me correspondían?
—No, no, no —contestó como si tratara de tranquilizar a un cachorro demasiado impetuoso—. Es sólo que lo hicimos muy rápido.
—Lo que nos hace falta es trazar una línea.
Él miró el trozo de papel.
—Las obras completas de Shakespeare en un volumen —leyó—. Fue un premio que me dieron en sexto. No te lo habrás llevado por error, ¿no?
—No, no lo hice —dije—, ya que tenía una gran etiqueta dentro con tu nombre, que no parabas de enseñarme mientras me explicabas cómo lo habías ganado.
—¿Cogiste mi colección de Steely Dan?
—No, no lo hice —dije—: Soy una mujer.
Amos pareció herido.
—¿Ésa es una de esas cosas que a las mujeres no les gustan?
—Por lo visto, así es.
—Ah, bueno. Debí de dejársela a alguien. —Volvió a mirar la lista—. Había un pequeño grabado.
—¿De qué?
—La verdad es que no me acuerdo. La imagen se había desvanecido mucho. Creo que se veía un molino y un caballo o un burro. Me lo dio una tía mía.
—No lo recuerdo en absoluto.
—También tenía un cuenco azul que mi madre me regaló. No pensaba mucho en él, pero por lo visto es de alguien famoso.
Iba a decir de nuevo que no cuando sentí una sacudida. Una sacudida de preocupación. Me vino a la memoria el momento en el que yo metía el cuenco en una caja de cartón. Amos nunca me había parecido la clase de persona que tuviera un cuenco decorativo. O quizá, puesto que yo había sido la única que sacó el cuenco de la caja de cartón y metí fruta dentro, había dado por hecho que era mío. Por desgracia, a este recuerdo le siguió otro en el que, con gran claridad, me veía tirando la caja a un contenedor.
—No lo tengo —dije, lo cual era bastante cierto.
—Seguro que aparecerá —dijo Amos—. Sonia siente predilección por los cuencos de frutas. No para de traer manzanas y peras y naranjas, y no hay ningún sitio adecuado donde ponerlas. Tengo que decir que, para mí, la fruta debería guardarse en la nevera, eso en el caso de que la compres. ¿Para qué ponerla en la mesa?
—¿Hay algo más? —pregunté, ansiosa por seguir adelante.
—Esas toallas verdes. ¿Eran realmente tuyas?
Me detuve a pensar un momento.
—¿Sabes? —dije—. No estoy segura de si son mías o tuyas. Creía que ya lo habíamos resuelto, pero si las quieres, cógelas. Una está colgada en el baño, así que tendrás que lavarla antes de usarla.
—¿Y has mirado dentro de los libros que te llevaste? En casi todos los míos estaba escrito mi nombre.
—Y por eso lo comprobé —repliqué—. Pero si quieres alguno, puedes llevártelo. —Pensé en el cuenco con una punzada de culpabilidad—. De hecho, si hay cualquier objeto que quieras, cógelo, pero cógelo ahora. Tenemos que trazar una línea; tenemos que establecer algo así como, ya sabes, como eso que hicieron para que ya no se pueda perseguir a los criminales nazis.
—Un decreto de prescripción.
—Eso es. Hubo una época en la que compartimos nuestras cosas y tuvimos posesiones comunes, pero eso terminó.
Amos dobló el trozo de papel y volvió a guardárselo en el bolsillo.
—Puedes quedarte las toallas —dijo—. De todos modos ya están un poco ásperas.
—¿Eso es todo? —pregunté—. ¿Has venido hasta aquí a buscar unas toallas que no quieres?
—Y la colección de Steely Dan. ¿Estás segura de que no la tienes?
—¿Pasa algo? —quise saber.
Amos no parecía prestar atención. Deambuló por la habitación, inspeccionado las paredes a medio pintar, los libros en las cajas, la atmósfera general de descuido y abandono.
—Tendrías que llamar a alguien para que hiciera esto.
—Mi plan era hacerlo yo sola. Por eso no me he ido de vacaciones este verano.
—Por lo que parece te has pasado de plazo.
—Creo que a lo mejor es demasiado para mí —admití.
—¿Qué nos ha pasado? —preguntó él.
—Amos…
—Cuando miro este desorden, tú intentando crear tú sola un hogar y yo con mi estúpido trozo de papel, y los dos aquí peleándonos por quién compró qué libro…
—En realidad no nos peleamos. Discutimos.
—No puedo creer que empezáramos ahí y hayamos acabado en el sitio en el que nos encontramos. ¿Te acuerdas del principio? ¿Esa vez que planeamos ir en bici por el camino de sirga junto al canal hasta llegar al campo, pero no lo conseguimos y volvimos en tren? Era cuando incluso las cosas que no funcionaban parecían estar bien, y un día llegamos a un punto en que incluso las cosas que funcionaban iban mal. ¿Cómo hemos llegado a esto?
Yo había sabido casi desde el principio que la visita no se debía sólo a las cosas que él creía que me había llevado.
—Ya hemos hablado de esto —dije—. Una y otra vez. Ahora hemos seguido adelante. Tú estás con Sonia. Es una mujer especial.
Él sonrió.
—¿De una forma en que tú no lo eres?
—Puedo decir con bastante sinceridad que Sonia es especial en muchos aspectos en los que yo no lo soy. También debería decir que éste es el tipo de conversación que tú y yo ya no deberíamos mantener.
Amos frunció el ceño y hubo una pausa.
—No funciona —dijo al fin.
—¿Qué quieres decir? No tenía ni idea.
—¿Qué? —preguntó Amos, confundido—. No, no me refiero a Sonia y a mí. Eso va bien. Aunque no sepa si va en serio o si durará.
—Para —le pedí—. No me hables de eso, no quiero oírlo. No tienes ningún derecho.
—¿Con quién más podría hablar?
—Conmigo no —respondí—. Cualquiera menos yo.
Aquello le ofendió. ¿Acaso quería tener a Sonia y de algún modo seguir aferrado también a mí?
—En cualquier caso, no me refería eso. Me refería a la música, a la actuación.
—¿Qué problema tienes?
—¿Yo? —inquirió con una risa sarcástica—. Sólo siento que tengo la responsabilidad de señalar que las cosas no van bien.
—¿Te ha mandado alguien? ¿Es eso?
—Por supuesto que no me ha mandado nadie —replicó Amos—. Esto no es el puto motín de la Bounty. Sólo he pensado que debía señalarte algunas verdades. ¿Eres consciente de que has reunido a un grupo de mierda? He de admitir que Joakim es un buen chico, aunque no tengo claro si está más chiflado por ti o por Hayden. No le has hecho ningún favor al lanzarlo a los leones. Pero su padre es un grano en el culo.
—Está fuera de su ambiente.
—Ni siquiera sé qué hace en el grupo, aparte de espiar a su hijo y luego no aparecer cuando le apetece hacer otra cosa, aunque cuando es otro el que lo hace se pone bastante pedante. Neal es Neal, supongo, y tampoco estoy seguro de qué hace ahí, a menos que tu objetivo fuera rodearte de admiradores.
—Vete a la mierda, Amos. —Él se echó a reír—. No, de verdad, lo digo en serio. ¿De qué va todo esto? Eras tú quien quería formar parte del grupo.
—Y no sé en qué pensabas al dejar que Hayden se meta con todo el mundo.
—¿Así que no te gusta? ¿Y qué? Supéralo. Sólo tendrás que verlo un par de veces más.
—No sé en qué estabas pensando al traerlo. Si alguna vez he conocido a alguien problemático, es él.
—No lo traje exactamente. Él se ofreció a ayudar y gracias a Dios que lo hizo. Es un verdadero músico.
—Es un verdadero algo —señaló Amos—. Y no estoy tan seguro de que me desagrade, lo cual es bastante increíble viniendo de mí, porque en toda mi vida no he conocido a nadie que me haya hablado como él. Lo único que me reconforta es que a los demás los trata aún peor. Por lo menos a mí no me torea. De hecho, si estuviera yo solo me resultaría bastante interesante contemplarle en plena faena manipulando a los demás.
—Que no es lo que él hace.
—Oh, lo siento —dijo Amos—. ¿Estoy pisando terreno delicado?
—Si lo que estás diciendo es que quieres abandonar, no puedo detenerte.
—Lo que estoy diciendo es que, en mi opinión, o se va Hayden o es hora de poner fin a todo esto. Sólo es una boda. Hay otros grupos en el listín telefónico. Creo que haríamos una mejor aportación si juntáramos dinero y les compráramos un juego de copas de vino.
No contesté de inmediato con un exabrupto, que es lo que tenía ganas de hacer, porque una parte de mí pensaba lo mismo. Me había embarcado en aquello porque creía que sería fácil y no me ocuparía mucho tiempo. Me había equivocado en ambas cosas.
—No —respondí—. Es demasiado tarde. Es como cuando me enseñaste a jugar al póquer; ya sabes, cuando apuestas todo el dinero tienes que mantenerte ahí para ver cómo acaba la mano. ¿Entiendes a lo que me refiero?
Amos se limitó a negar con la cabeza.
—Creo que acabo de darme cuenta por primera vez de por qué lo nuestro no funcionó. Yo no era lo bastante bueno como músico y tú no eras lo bastante buena con el póquer.
Lo que solía hacer en momentos así era perderme en la música, en un lugar donde no había palabras ni ideas, y donde uno no tenía que usar la cabeza. Ahora la música ya no estaba ahí de igual modo. Era como una droga que hubiera dejado de hacer efecto. El sonido de una guitarra o un teclado no era una vía de escape, sino un afilado recordatorio de las cosas que habían ido terriblemente mal.
En una época normal o al menos en una época normalmente anormal, habría salido con los amigos. Pero sabía que querrían preguntarme por él, por mi versión de la historia, que me exprimirían en busca de recuerdos para compartir algo de la celebridad de conocer a alguien que conocía a una víctima de asesinato. Me atormentaba la sensación de que un solo desliz, una nota equivocada, una respuesta mal calculada bastaría para levantar sospechas, y entonces todo se desvelaría. Me imaginaba diciéndole algo a alguien, y la respuesta: «Pero creía que habías dicho…», o «Pero ¿cómo es posible…?», o «Pero ¿eso no quiere decir que…?», o «Pero ¿tú no estabas…?». Existía una verdad, oculta por una infinidad de mentiras.
Sally me llamó y me contó que Richard y ella iban a marcharse unos días para tratar de arreglar las cosas. No paraba de llorar, así que apenas podía oír lo que decía, pero entendí que había vuelto a ver a la policía, y Richard también. Yo no paraba de recibir mails y mensajes de mis amigos. ¿Conocía el grupo en que él tocaba? ¿Quién podía haberlo hecho? Con su mejor intención, me mandaban enlaces a vídeos de internet en los que aparecía Hayden tocando en festivales en Alemania, Holanda, Suffolk. Había una entrada de la Wikipedia sobre él, donde decían que había tenido una carrera prometedora, que en los noventa se hablaba de él como de alguien con gran futuro, pero que desde el principio había sido un inconformista con una vena autodestructiva y que al final su carrera no había llegado muy lejos. Ésa era yo. Yo era parte de aquello en lo que su carrera no se había convertido.
Lo que sabía ya era bastante malo, pero lo peor era lo que ignoraba. Me sentía como un soldado raso en una gran batalla, justo en primera línea, incapaz de entender de qué iba la lucha, o quién iba ganando, o cuál era la estrategia. Sólo oía de vez cuando una explosión en la distancia, sin la menor idea de qué significaba. Repentinos periodos de calma, cuyo significado también ignoraba por completo.
Estaba casi segura de que la policía seguía sin saber dónde habían matado a Hayden. ¿Lo sospechaban? ¿Estaban peinando el piso en busca de pruebas? Aunque así fuera, no se me ocurría nada significativo que pudieran encontrar. ¿Y el cuerpo? ¿Haría falta sólo un pelo de mi cabeza, una fibra de mi jersey? Pero ellos sabían que habíamos estado juntos. Si me mantenía firme y lo negaba todo, cualquier cosa que me pusieran delante, estaría a salvo. Pero ahora estaban también Sonia y Neal. Éramos tan fuertes como el eslabón más débil. El único consuelo era que éste era sin duda yo.
Sabía que la policía había hablado con los demás. ¿Qué habrían dicho? ¿Importaba? No tenía ninguna pista de si los polis trabajaban con alguna teoría o se limitaban simplemente a interrogar a todo el mundo que se hubiera relacionado con Hayden y esperaban un golpe de suerte. Sospechaba que tenían dudas sobre mí, pero ¿de verdad pensaban que había matado a Hayden? ¿Creían que yo era la mujer del coche? ¿Que era las dos? ¿O que era una y no la otra? Y ¿qué pasaba con esos interrogatorios? ¿Durarían para siempre o poco a poco irían desapareciendo? Recordaba haber escuchado o leído, o probablemente lo hubiera visto en algún programa de detectives en la tele, que si un asesinato no se resolvía en las primeras veinticuatro horas, lo más probable era que no se resolviera jamás. ¿Era eso cierto, o sólo una leyenda urbana? Al fin y al cabo, yo no sabía mucho y la mayor parte de lo que creía saber por lo general resultaba estar equivocado siempre que lo comprobaba con alguien.
Por encima de todo estaba la persona que había matado a Hayden, y cuyo rastro habíamos ocultado. ¿Qué estaría pensando? ¿Qué habría pensado cuando no halló el cuerpo y cuando supo que había aparecido en un pantano? ¿Estaba haciendo algo al respecto o se limitaba a dejar que los acontecimientos siguieran su curso? ¿Se trataba de alguien de su pasado, alguien de quien yo no sabía nada? ¿O tal vez fuera alguien que conocía? ¿Puede que lo tuviera todo delante de los ojos? De entre todas las preguntas que me había planteado, la de quién podría haber matado a Hayden era la que menos misterios encerraba. La respuesta era fácil: cualquiera que le conociera, porque, con Hayden, eso era suficiente para darte un motivo. Ahí radicaba el problema: yo misma podría haberlo hecho, en el momento adecuado, tras la discusión adecuada, con el objeto pesado adecuado en mi mano. ¿Qué diría Dios al respecto? A lo mejor la certeza —si es que la había— de que podría haberlo hecho era tan mala como si lo hubiera hecho en realidad.
Así que me sentaba en mi piso sin terminar, apenas comenzado, de hecho, y me planteaba preguntas, incapaz de decirlas en voz alta. No podía perderme en la música porque ahora la música era parte del problema. Y no podía perderme en la bebida porque no podía fiarme de lo que haría o diría.
Al final, fui incapaz de seguir soportando las voces que me rasgaban el cerebro. Tenía que hablar con alguien o me volvería loca y, por supuesto, las únicas personas con las que podía hablar eran mis cómplices, mis compañeros de conspiración: Sonia y Neal.
Sonia estaría con Amos, y si había alguien a quien quería evitar en ese momento, era él.
Y así fue como me encontré cogiendo el autobús hacia Stoke Newington y recorriendo a pie las encantadoras callejuelas en dirección a la casa de Neal. Era un día muy hermoso, el aire era suave y cálido, el cielo lucía de un azul intenso con algunos rastros de nubes en el horizonte. La gente parecía feliz con su ropa fresca, sus rostros recibiendo la luz dorada.
No se me había ocurrido que no iba a estar en casa, pero al llamar al timbre no obtuve respuesta. Miré por el buzón de la puerta y no vi nada más que la franja de suelo que llevaba a las escaleras. Y ahora, ¿qué debía hacer conmigo misma, con mi corazón desbocado y el ardiente temor que me recorría? Me senté en el escalón de la puerta, apoyé la cabeza en las manos y cerré los ojos ante el latido del sol sobre mi cráneo.
—¿Bonnie?
Alcé la vista, parpadeando.
—¡Neal!
—¿Cuánto rato llevas aquí?
—Un par de minutos, si llega.
—¿Estás bien?
—Eso creo. —Forcé una sonrisa—. No sé por qué estoy aquí. No quería estar sola en mi piso. ¿Y tú? ¿Estás bien?
—¿Yo? Bueno, para ser sincero, no soy capaz de concentrarme en nada. Estoy de los nervios. Por eso he salido, porque no podía quedarme en casa. Pero luego tampoco he podido quedarme fuera. Tenía que volver, era como si necesitara esconderme de todos. Dios, sería un criminal pésimo. —Su boca se abrió en una sonrisa desesperada, como un agujero en su cara, por lo general atractiva—. Pero ya soy un criminal, ¿no? ¡Lo soy! ¿Yo? Joder. ¿Quién se lo habría imaginado? Soy una persona de lo más anodina, aburrida y respetuosa con las leyes. Ni siquiera he superado nunca el límite de velocidad, ni aunque tuviera prisa.
—¿Entramos?
—No paro de pensar que se lo voy a contar a alguien. Como el Viejo Marinero de Coleridge. Acabaré parando a alguien por la calle para contarle lo que he hecho.
—Vamos dentro, Neal.
—Sí, lo siento. Por aquí —y manoseó con torpeza la llave mientras maldecía por lo bajo.
—Yo lo hago —dije, a la vez que le cogía la llave de la mano.
Preparé una cafetera y luego unté unas tostadas con Marmite. Nos sentamos en la cocina. Neal dio un trago al café y un mordisco enorme a la tostada, y dijo, aunque apenas se le entendía con la boca llena:
—¿Somos idiotas?
—¿Qué?
Dio otro mordisco; tenía las mejillas hinchadas.
—Lo van a descubrir, ¿verdad?
—No, no lo creo en absoluto.
Me di cuenta de que aunque había ido allí en busca de consuelo, o al menos de la camaradería de un secreto compartido, iba a tener que ser yo la que animara a Neal.
—Lo hice por ti.
—Yo no te lo pedí —repliqué con amabilidad.
—Lo sé. Sé que no lo hiciste. Tú no me lo pediste y yo no te lo pedí; a veces me siento casi eufórico al pensar en lo que hemos hecho el uno por el otro.
—La cosa no fue así.
—Y a veces me siento aterrorizado.
—Lo sé. Yo también.
—¿Saben algo?
—No sé lo que saben. No creo que sepan que murió en el piso. Saben lo nuestro, y yo les he hablado de ti y de mí.
—Tampoco es que hubiera nada que contar —observó él—. Fue sólo una noche.
—Les he dicho que estábamos juntos. Así que mientras mantengamos esa versión, todo irá bien.
—Sí. Estábamos juntos. Sí.
—Toda la tarde y toda la noche.
—Sí.
—Él estaba casado.
—¿Qué?
—Hayden estaba casado.
—¿Tenía una mujer?
—Una mujer y un hijo.
Se metió lo que quedaba de su tostada en la boca.
—¿Qué significa eso?
—Neal, no tengo ni puta idea de lo que significa nada. Lo único que sé es que Hayden tenía una vida complicada y caótica, y que la policía también va a investigar eso. Tenía una mujer a la que había abandonado, un hijo al que apenas veía, amigos a los que había traicionado, gente con la que había trabajado y a la que había fallado. Y te olvidas de algo.
—¿De qué? ¿De qué me he olvidado?
—Nosotros no le hicimos nada. Bueno, ya sé que alteramos las pruebas. —Soltó un resoplido frenético al oírlo—. Vale, tú alteraste las pruebas, y Sonia y yo… bueno, no sé cómo llamarlo. Ése es un tipo de culpa distinto. Hay alguien suelto que lo mató.
—Y nosotros lo recogimos todo por él.
—Sí.
—¿Qué debe de estar pensando?
—Bueno, ¿qué pensabas tú cuando desapareció el cuerpo?
—Pensaba… bueno, pensaba: «Oh, joder, Dios mío, esto es una pesadilla, oh, Dios, ¿estoy loco?». Estaba… estaba… no lo sé. Todo era tan surrealista, y juro por Dios que nunca me había pasado algo así en toda mi vida, nada que se le acerque siquiera, una situación en la que no pudiera hablar con nadie.
Se tiró del pelo.
—Exacto. Eso es lo que esa persona debe de estar pensando también, sea quien sea.
—¿Crees que fue alguien que conocemos?
—Es probable que no. A lo mejor fue un desconocido. A lo mejor no lo sabremos nunca, puede que nadie llegue a saberlo.
—¿Y entonces qué?
Apartó la taza y el plato, apoyó la cabeza en la mesa y se echó a llorar. Los hombros le temblaban y no paraba de gimotear.
Me incliné y le puse la mano en la espalda.
—No llores —le pedí—. Neal, no lo hagas, por favor. Todo va a salir bien. Tú no lo mataste, sólo intentaste ayudarme. Lo hiciste por una buena razón, los dos lo hicimos. Lo hicimos por el otro y vamos a salir juntos de esto. No llores.
Le miré derrumbado sobre la mesa, con el cuerpo sacudido por su desgracia; deseé ser yo quien se derrumbara así y que fuera otro el que se sentara con la mano en mi espalda y me dijera que todo iría bien. Por un momento vi a Hayden, con expresión relajada y arrugas alrededor de sus ojos sonrientes, que me decía: «Tú eres una tipa dura, Bonnie». Y lo era. No iba a llorar ni me iban a consolar, al menos no todavía, y no sería con Neal.
El teléfono sonó y Neal dio un respingo, con la cara cubierta de lágrimas.
—No tienes por qué contestar —dije.
Pero él ya había alargado la mano.
—Sí. —Su cara se tensó. Tenía la frente cubierta de arrugas—. Sí, soy yo. Sí. Mmm, creo que me va bien. Vale, ahí estaré.
Dejó el teléfono en la mesa.
—¿La policía? —quise saber.
Él asintió.
—¿Cuándo?
—Dentro de una hora.
—¿Sabes lo que vas a decir?
—Creo que sí.
—Somos un equipo. Estábamos juntos.
—Vale.
—Todo el rato.
—Sí.
—Respecto a lo demás, a todo lo que pasó con Hayden, limítate a contar la verdad. Puedes decir que no te gustaba, puedes decir que tú y yo nos habíamos liado y que claro que estabas un poco celoso, puedes hablar de las tensiones que había en el grupo. No hace falta que escondas nada, excepto lo que pasó esa noche. ¿De acuerdo?
—Se me da fatal mentir.
Después de que Amos se marchara, eché un vistazo al piso y lo vi como lo debían de ver los demás al entrar por primera vez. No era una vista muy agradable. La razón por la que no me había marchado, aparte de que no tenía dinero, era que quería decorarlo y hacerlo más habitable, pero lo único que había conseguido era que pareciera que allí vivía una persona trastornada. Había metido la mitad del contenido de los armarios en cajas, pero luego las había vaciado sobre las superficies o sencillamente en cualquier lugar disponible en el suelo, para poder encontrar las cosas. Había pintado parte de las paredes, pero lo había dejado a medias. Había empezado a arrancar el papel de la pared y luego me había distraído. En la cocina, había quitado algunas baldosas de linóleo de un verde horrible para dejar al descubierto los feos tablones de madera. El problema, decidí en ese momento, era que no me había concentrado en una habitación antes de empezar con otra. Me había comportado partiendo de la base de que si creaba el caos por todas partes me sentiría en la obligación de resolverlo, pero había descubierto que, tras crear el caos, simplemente me acostumbraba a él.
Fui de habitación en habitación y me di cuenta de que había otro problema: en realidad no tenía ni idea de lo que quería. Sólo sabía lo que no quería: aquella suciedad, aquel aire de cuchitril, aquel mobiliario de cocina sin gracia, aquella moqueta beis ennegrecida, aquella bañera de plástico. En el dormitorio, un papel de pared estampado que probablemente fuera de los años sesenta, una moqueta verde gastada que no estaba bien ajustada alrededor del radiador y, en general, el aspecto de una habitación en la que hubieran embutido una variopinta colección de cosas compradas en una tienda de segunda mano, lo cual se acercaba bastante a la verdad. Nada pegaba con nada. Empezaría por allí.
Me las apañé para arrastrar el armario fuera de la habitación, aunque durante diez minutos se quedó atascado en la puerta en un ángulo imposible y sólo conseguí sacarlo arrancando el yeso y dejando una desagradable cicatriz en la pared. También saqué la cómoda y descubrí un montón de objetos detrás: bolis, un viejo cargador de móviles que había buscado infructuosamente, un CD rayado de música country. Ahora, para pasar de la habitación al resto de la casa, prácticamente tenía que trepar por encima de la cómoda y escurrirme junto al armario. Eso es lo que hice para recuperar la espátula que estaba en la cocina. Me pasé las dos horas siguientes rascando y arrancando el papel de la pared. Al cabo de unos diez minutos, deseé haberme limitado a pintar varias capas hasta hacer desaparecer el estampado, pero ya era demasiado tarde. También deseé haber pensado en el desorden que iba a generar. Había trozos de papel por todas partes y los copos se desparramaban por la habitación como la caspa. Debajo del estampado había otro, menos geométrico y más floral. ¿Hasta qué extremo debía llevar aquel proyecto arqueológico? ¿Cuándo surgiría un plan?
Tenía calor, estaba sudada y sucia y me moría de sed. Me picaba el pelo y los ojos me escocían. Abrí la ventana de par en par, dejando que se colaran los sonidos de la calle. Gente que hablaba, risas que flotaban en el aire cálido, cantos de pájaros y el tráfico. Dejé la espátula, trepé por encima de la cómoda y me escapé.
Ella estaba justo al otro lado de la puerta y yo justo dentro, y ambas nos quedamos mirándonos un momento. Nada más verla supe quién era, aunque me pareció distinta a la fotografía, más mayor, por supuesto, pero también menos vívida, más delgada y demacrada. Sus ojos eran casi verdes y tenía canas en el pelo cobrizo, que se había cepillado por detrás de las orejas. Llevaba unos pantalones de algodón color crema, una fina camiseta marrón y unas alpargatas, y se la veía fresca y limpia, y como si todo lo tuviera bajo control. Me pregunté si había pensado en lo que debía llevar para encontrarse conmigo, si se había plantado delante del armario cavilando cómo se presentaría ante la amante de su marido muerto. Por supuesto, hubiera preferido saber que venía, así no me habría vestido con la camisa grande de hombre que llevaba y que, advertí con una sensación de terror, había pertenecido a Hayden. Puede que ella se la hubiera regalado unas navidades. Me abroché el botón de arriba y dije:
—Eres Hannah Booth.
—Así es. Estaba casada con Hayden. Y tú debes de ser Bonnie Graham.
—Sí.
—Me han dicho que conocías a mi marido.
—Sí. —Vacilé y luego añadí—: ¿Quieres pasar? Lo siento, está todo manga por hombro.
—Está bien —dijo, y me dirigió una sonrisa cauta—. No me importa.
La guié hasta la cocina y le ofrecí té. Cuando se sentó y puso sus delgadas manos sobre la mesa, me di cuenta de que no llevaba anillo de casada.
—Siento mucho lo de Hayden —dije.
—Gracias.
—Leí esa entrevista que te hicieron.
—Oh, ésa. No creo que dijera ninguna de las cosas que publicaron. Sólo les dije que estaba horrorizada.
—¿Cómo te has enterado?
—¿De tu existencia? Hablé con Nat y él me contó que Hayden y tú parecíais… —dijo; hizo una pausa y esbozó una mueca irónica— muy unidos. Signifique eso lo que signifique cuando se trata de Hayden. —Se inclinó hacia delante—. No he venido a juzgarte. No es ésa mi intención. Hacía mucho que ya no vivíamos juntos. Estaba claro que había otras mujeres, probablemente docenas. Incluso cuando estaba conmigo.
—Entonces ¿por qué has venido?
Bajó la vista hacia las manos y entrelazó los dedos.
—Supongo que sólo quería ver cómo eras.
—Bueno, pues aquí estoy. Llevo el pelo sucio y suelo ir mejor vestida.
—No eres como esperaba.
—No sé qué significa eso.
—Quería descubrir en qué se había convertido Hayden desde que nos dejó a Joe y a mí. No tengo celos de ti, no se trata de nada de eso; yo no quería que volviera con nosotros. Ni siquiera podría decirse que le quisiera o que sintiera gran cosa por él, aparte de ira, tal vez, y ni siquiera eso tenía ya mucha fuerza. Ahora se me ha removido todo. Tú le conocías cuando murió y yo ya no le conocía en absoluto.
—Creo que te has hecho una idea equivocada de lo unidos que estábamos. En realidad sólo fue una aventura de verano. Sin compromisos.
—A Hayden se le daba bien eso —observó.
Me di cuenta de que era peligrosa: me hacía creer que podía confiar en ella y, de hecho, yo ya sentía una necesidad casi sobrecogedora de hacerlo. Me erguí en la silla.
—¿Qué quieres que te cuente?
—No lo sé. Lo siento. Probablemente haya sido tan malo para ti como para mí. ¿Le tenías mucho cariño?
—Me pegó.
No había sabido que iba a decir aquellas palabras y, en cuanto las pronuncié, parecieron hincharse y llenar la habitación. La cara me ardía de vergüenza y me sentí muy vulnerable.
—Pobre —dijo Hannah, que me miró con lo que casi parecía nostalgia. Los ojos le brillaban por las lágrimas.
Yo retrocedí frente a su compasión.
—Sólo fue en dos ocasiones.
—Debías de odiarlo. —Hablaba en voz baja y suave.
—No le odiaba —repliqué—. Me sorprendió.
—No tenía nada que ver contigo. Era él.
—Cuando estaba contigo, ¿también…?
—No. Pero por debajo de la superficie atesoraba una gran ira. Podía ser como un niño pequeño… y no lo digo en un sentido positivo. Tenía berrinches. Como Joe a los dos años. —Hizo una pausa y luego añadió—: Era un verdadero cizañero, ¿a que sí?
—¿Qué quieres decir?
—Le gustaba hacer daño, montar un pollo y luego sentarse a ver qué pasaba.
Pensé en Hayden con el grupo, metiendo el dedo con destreza en la llaga de los demás y aprovechando que tenían los nervios a flor de piel.
—Sí —convine.
—A lo mejor fue eso lo que le mató.
—A lo mejor.
—La policía cree que fue un asunto de drogas.
—¿Ah, sí?
—Tendría sentido, pero en realidad cualquier cosa lo tendría. Se ganaba muchos enemigos. Yo le decía que se tomaba muchas molestias para creárselos, como si con eso demostrara que era auténtico o algo parecido. Malditos músicos.
—¿Tú eres músico? —le pregunté.
—No tengo oído. Ni siquiera aprendí a tocar la flauta. Soy logopeda. Era imposible que funcionara, ¿verdad?: una logopeda a tiempo parcial y sin oído casada con un cantante irresponsable y encantador que creía que las obligaciones eran una especie de compromiso letal.
Hubo una pausa.
—No se lo cuentes a nadie, ¿vale?
—¿Contar el qué?
—Que me pegó.
—¿A quién iba a decírselo? —Me miró con curiosidad—. ¿Hay algo que te preocupe?
Su tono era insidioso y de repente tuve la sensación de que era mi enemiga, o tal vez simplemente se tratara de otra señal de que me estaba volviendo loca.
Si pudiera haber elegido a quién no quería ver cuando prácticamente salí corriendo de mi piso, la lista habría incluido, sin ninguna preferencia por el orden, a Neal, Amos, Guy, Joakim, probablemente Hayden y también Sonia. Ah, y Danielle, la persona responsable de todo el lío del grupo en primer lugar. Ella me vio desde lejos, así que nos acercamos una a la otra con una sonrisa idiota pegada a la cara y la mano que no llevaba las bolsas de la compra levantada, como si yo fuera a perderle de vista si la bajaba ni que fuera por un segundo. Llevaba un vestido azul celeste y sandalias, y se la veía lustrosa y deslumbrante, y más rubia que nunca. Los labios le brillaban, sus dientes eran blancos, sus piernas, suaves y bronceadas, y al llegar junto a ella me dieron ganas de propinarle una patada en la espinilla.
—Qué coincidencia tan agradable.
Acercó los labios a mi mejilla y aspiré el olor de su perfume.
—Sí —contesté, apretando los dientes.
—Pareces acalorada… ¿y qué es eso que tienes en el pelo?
—Tengo calor y es papel de pared. —Me pasé los dedos por el pelo y cayeron alguno trocitos—. Estoy en plena reforma y tenía que escapar al menos unos minutos.
Sentí su mirada sobre mi piel mugrienta y las manchas de sudor de mis axilas.
—Déjame invitarte a una bebida fría. A mí también me irá bien. ¿Qué te parece aquí? Diría que se está bastante fresco.
Me compró un vaso de limonada a la vieja usanza y para ella pidió una cerveza de jengibre; nos sentamos en un rincón oscuro, lejos de la luz del sol que entraba por la ventana de la cafetería.
—¿Cómo va todo? —le pregunté.
—¡Una locura! No te creerías la cantidad de cosas que hay que hacer antes de casarse. Me hago listas y, en cuanto tacho algo, me acuerdo de otra cosa: ya sabes, como el puente de Forth.
—Estoy segura.
—Aunque ya no queda mucho. Pero debería ser yo quien te preguntara cómo te va. ¿Qué tal?
—¿Te refieres a…?
—La música, por supuesto. Espero que no pienses que he pasado de ti.
—No, no.
—A lo mejor podría ir a escucharos en algún momento, para hacerme una idea de cómo será el gran día.
—Creo que es mejor que sea una sorpresa.
—Sí, así será más emocionante. No sabes lo agradecida que estoy. Estoy segura de que será fantástico.
—Ojalá compartiera tu confianza.
—No seas tan modesta, Bonnie. —Frunció el ceño—. Habéis estado ensayando, ¿verdad?
—Oh, sí.
—Entonces ¿estaréis a punto?
Pensé en nuestras exaltadas sesiones, en las discusiones y los plantones, en los impredecibles sonidos que generábamos.
—Sí, lo estaremos —contesté en tono firme.
—Claro, no tendría ni que haber preguntado. Eres una profesional. ¿Cuántos temas? (es así cómo lo decís, ¿verdad?), ¿tocaréis?
—Sólo seis o siete canciones —respondí.
—¿Sólo seis?
—Seis es suficiente, Danielle, créeme.
—Bueno, tú eres la jefa.
—Sí.
—De hecho es una suerte que te haya encontrado. Iba a llamarte para preguntarte algo.
—Adelante.
—Es sobre lo que te vas a poner.
—¿A ponerme? —la miré sin comprender.
—Sí. Para la actuación.
—No sé de qué hablas.
—Por ejemplo, ¿vais a ir todos vestidos igual?
—Espera un momento, Danielle.
—Había pensado en algo en plan rústico. Pantalones anchos de algodón, tirantes y sombrero. ¿O a las mujeres no les gustará?
—¿Qué te hace pensar que a los hombres sí?
—¿No te parece una buena idea?
—No, no me lo parece.
—Quizá algo más romántico.
—¿Romántico?
—Vestidos largos y sueltos para las chicas; también podríais llevar flores en el pelo.
—Tengo el pelo demasiado corto para llevar flores.
—¿Y qué te parece que los hombres lleven trajes ligeros de verano y sombreros? Tiroleses. ¿O sería una incongruencia? ¿Qué piensas?
—¿Quieres saberlo?
—Claro.
—Hemos aceptado tocar en tu boda, no hemos aceptado ponernos ropa extravagante.
—Oh. Bueno, avísame con antelación de cómo iréis, ¿vale?
—Quiero dejar bien claro, Danielle, que…
—Dios mío, ¿qué hora es? ¡Tengo que irme ya! Me alegro mucho de haber tenido tiempo para charlar contigo.
—Adiós —le dije a su espalda.
Su melena corta se balanceó alegremente mientras se alejaba.
Fue Joakim quien organizó el siguiente ensayo. Yo apenas era capaz de enfrentarme a ello, pero no dejó de atosigarme. Me llamó varias veces y al final dijo que o nos reuníamos o mejor lo cancelábamos. ¿En qué iba a convertirse? Él hablaba de Hayden y decía que la actuación sería nuestro homenaje particular. Sería lo que él habría querido. A una parte de mí, la idea le resultaba terriblemente cómica. Eso era lo que las personas decían siempre sobre el muerto: de repente todo el mundo sabía perfectamente lo que éste «habría querido». Tuve que contenerme para no gritarle a Joakim por teléfono. Hayden no había tenido una idea coherente de lo que deseaba ni siquiera cuando estaba vivo. Ahora estaba metido en un congelador en un depósito de cadáveres en Dios sabía qué condiciones. Ya no existía. ¿Qué importaba todo aquello? Pero sabía que aquél era mi problema, no el de Joakim. Era tan joven, estaba tan lleno de esperanzas. Aún creía que podía hacer algo por Hayden; pensaba que esos gestos eran importantes. Era probable que tuviera razón, se trataba sólo de que yo ya no lo veía.
De hecho, Joakim llamó a la escuela y de algún modo logró convencer al conserje, que nunca escuchaba a nadie, para que nos abriera una de las salas de ensayo. Yo creía que había normas sobre los procedimientos y los seguros que lo impedían, pero Joakim lo arregló. Al llegar, incluso trajo una bandeja con café del otro lado de la calle. Casi me dieron ganas de llorar. Nos bebimos el café y luego, nerviosos, como si fuera la primera vez que lo hacíamos, cogimos los instrumentos. Joakim tosió y dijo que tenía un par de ideas. Sacó un trozo de papel en el que había anotado algunos acordes. Enseguida me di cuenta de que lo que había hecho era eliminar algunas partes complicadas que harían que resultara mucho más fácil tocar Nashville Blues sin Hayden. Debía de haber tardado horas. Hice un par de correcciones, luego empezamos y, la verdad, el resultado no fue tan horrible.
Cuando Sonia cantó It Had To Be You empezamos a sonar algo mejor que «no tan horrible». Su voz tenía un tono nostálgico y despreocupado, como si acabara de despertarse.
Una hora más tarde habíamos terminado y, mientras la gente recogía sus cosas, vi que Sonia y Neal se habían apartado a un lado; ella le murmuraba algo y él le contestó en tono insistente, mucho más alto que el de ella, aunque no fui capaz de distinguir qué decía. Dirigí una mirada a Guy y a Amos, que no prestaban atención, y me reuní con Sonia y Neal.
—¿Qué pasa? —le pregunté a Neal—. ¿Va todo bien?
—He tenido una idea.
—No creo que pueda aguantar más ideas.
—No, esto es importante. Me vino de pronto; no entiendo cómo no se nos ocurrió antes.
—¿No estás hablando un poco alto?
—Estaba pensando en lo culpable que te sientes y me preguntaba si no deberíamos ir a la policía.
—En serio, éste no es el sitio adecuado para hablar de esto.
—¿Cómo vas a casa?
—He traído el coche.
—Iremos contigo —decidí.
—Yo no puedo —se excusó Sonia—. Amos y yo vamos a salir.
—Invéntate una excusa —le dije.
Sonia se inclinó hacia mí y habló en un susurro:
—No podemos seguir yendo por ahí como si fuéramos un trío —señaló—. No queda bien.
—Lo sé —contesté—. Pero tenemos que escuchar lo que Neal tiene que decir.
—De acuerdo —aceptó—. Me reuniré con vosotros fuera. Será mejor que valga la pena, Neal.
Neal y yo esperamos en su coche hasta que Sonia salió y se sentó en el asiento de atrás.
—¿Qué le has dicho a Amos? —pregunté.
—No tienes por qué saberlo. No hay ningún problema.
—Sólo me preguntaba si había sospechado algo.
—Le he dicho que era importante y que tenía que confiar en mí.
—¿Qué pasa? —le pregunté a Neal—. ¿Es por la policía?
—No, no te preocupes. No es la policía. Fui muy eficaz con ellos; no dije nada que pudiera perjudicarnos. Aunque tampoco les conté nada que pudiera ayudarles a resolver el caso. Que es lo que me hizo pensar.
—¿Pensar el qué?
—Espera un momento. Tomaré este atajo. Vamos a esperar hasta que lleguemos a casa. Necesito papel.
—¿Qué?
—Papel. Y bolis.
—¿Vamos a jugar a algo? —preguntó Sonia en un tono inquietante—. ¿A algún juego de mesa?
Neal aparcó frente a su casa, bajó del coche, metió la llave en la puerta delantera y la abrió. Nosotras entramos tras él. Sonia hizo café y, cuando por fin se sentó, fue como si estuviéramos a punto de empezar una reunión.
—¿Y bien? —pregunté.
—He estado pensando —dijo él.
—Eso ya nos lo has dicho.
Sonia lo miró por encima del borde de la taza. Casi podía oír sus crujidos de impaciencia.
—El caso es que todos hemos hecho algo incorrecto por los motivos correctos, ¿verdad?
—Sigue.
—Así que la única razón por la que deberíamos sentirnos mal sería si ocultáramos algo a la policía…
—Vaya, ¡es que estamos ocultando algo a la policía, joder!
—Espera un momento, no me has dejado acabar la frase: si ocultáramos algo a la policía que ayudara en la investigación; en otras palabras, que les ayudara a descubrir quién mató a Hayden. ¿Cierto?
—¿En qué nos ayuda esto, Neal?
—Podemos hacer algo.
—¿Hacer algo? —repitió Sonia.
—Lo que hicimos fue destruir pruebas y deshacernos de un cuerpo. Pero había tres escenarios del crimen distintos; ¿o eran cuatro? Uno encima de otro. Estaba el original, donde mataron a Hayden. A lo mejor el asesino cambió algo, pero es el que yo me encontré. Creí que lo habías hecho tú, Bonnie, así que lo alteré para que pareciera que había habido una pelea y que tú no lo habías hecho. Luego tú… —dijo, mirando a Sonia—. Sonia y tú intentasteis que pareciera que allí no se había cometido ningún asesinato. Eso fue una estupidez, pero por lo que se ve ha funcionado hasta cierto punto, pues la policía sigue sin saber dónde se cometió. Lo que he pensado es que podríamos actuar como arqueólogos: ir retirando las distintas capas hasta llegar al escenario del crimen original.
—¿Quieres decir ir al piso?
—No, eso sería demasiado peligroso. La policía no sabe que el asesinato se cometió ahí, pero sí saben que era donde vivía en ese momento. Si nos encontraran allí a los tres, sería… bueno, no resultaría fácil explicarlo. Pero podríamos reconstruirlo mentalmente.
Sonia no parecía muy convencida.
—No tengo muy claro que vaya a funcionar —comentó.
Neal se puso en pie y revolvió un cajón en busca de bolígrafos. Luego arrancó varias hojas de una libreta y nos pasó una a Sonia y otra a mí.
—¿Qué se supone que tenemos que hacer? —quiso saber Sonia—. ¿Un dibujo?
—Eso sería muy difícil. Además, no sé lo que incluiría. Deberíamos empezar poniendo por escrito todos los objetos del piso que recordemos, todos y cada uno. Y cuando tengamos la lista, intentaremos colocarlos en su lugar, y así podremos ver si lo que vosotras recordáis concuerda con lo que recuerdo y… y…
—¿Y entonces qué? —pregunté.
—Podremos reconstruir el escenario.
—¿Y luego?
—No lo sé. —Neal se frotó los ojos; por un momento, pareció abatido—. Es imposible saberlo. Pero si conseguimos una lista de todos los objetos posibles y los ubicamos en su sitio, puede que saliera a la luz un patrón. Si lo hubiera sabido antes, ¿qué sentido tendría hacerlo?
—No estoy muy segura de que eso vaya a servir de nada —observó Sonia.
—Al menos es algo.
—¿De verdad crees que podemos recrear el escenario de memoria? —pregunté.
Neal dio un golpe en la mesa.
—¿Qué sentido tiene discutir sobre si creemos que podemos hacerlo o no? Vamos a ponernos, coño.
Me volví hacia Sonia.
—A ti se te dan bien estos juegos.
—Silencio las dos —ordenó Neal—, y empezad a escribir.
Cogí mi bolígrafo y me quedé mirando la hoja de papel en blanco que había sobre la mesa. La estiré con los dedos, como si eso fuera a ser de ayuda. Por un momento, mi mente se quedó tan en blanco como la hoja. Cerré los ojos y traté de forzarme a verlo, de regresar a la habitación. Me costó un esfuerzo bastante doloroso, porque llevaba semanas convirtiéndolo en una parte de mi mente a la que nunca regresaría. El esfuerzo era casi físico, como si estuviera tirando de una vieja puerta encallada para acceder a una habitación a la que hacía mucho tiempo que no entraba. Pero la puerta se abrió de golpe y me encontré allí, aunque todo estaba borroso y fragmentado, y sólo pude distinguir algunos objetos. Me puse a escribir. Estaban los CD, incluido el de Hank Williams que había recuperado. Había un bote en forma de tortuga verde para guardar bolis, sobre la mesa. Al lado, había una caja pequeña con clips. Había también un cojín en la silla y un jarrón caído con tulipanes. Estaba la invitación de boda, que también me había llevado y había tirado, y la guitarra rota y algunos libros por el suelo. Mi pañuelo. Cuanto más me esforzaba por ver la imagen, más parecía ésta alejarse en la distancia.
Me recordaba a un examen que había hecho a los diecisiete años; en el aula, no paraba de mirar a la gente que me rodeaba, pues parecían escribir mucho más que yo, y con más concentración. En ese momento me sentía igual. Neal escribía sin parar; no podía leer sus palabras, pero había muchas más que en mi papel. En el de Sonia también. Por su modo de pensar, a ella este tipo de juegos se le daban mejor que a mí. Tampoco importaba mucho; no creía que fuéramos a conseguir nada con aquello. Ése no era el propósito; el propósito, yo lo sabía, era hacernos sentir mejor con lo que habíamos hecho. Una tirita sobre una herida abierta.
Había dejado de escribir. Volvía a ser igual que en un examen, esos desagradables últimos diez minutos en los que ya no tenía nada más que decir y me quedaba mirando el reloj mientras aguardaba al final, preguntándome si debía volver a repasar.
—¿Habéis acabado? —pregunté—. No se me ocurre nada más.
—Espera un momento —dijo Neal, que seguía garabateando con energía.
Sonia también había dejado de escribir.
—¿Puedo echar un vistazo? —le pedí, y ella me pasó la hoja.
Tal como sospechaba, lo había hecho muchísimo mejor que yo. Había recordado el teléfono y el cuenco con las llaves, lo cual en realidad no contaba. En todos los pisos hay teléfonos y cuencos con llaves dentro, ¿no? Mencionaba la funda de la guitarra. Y yo me había olvidado del pequeño Buda metálico y de la botella verde y el portátil, y había también varias esculturas que ahora recordaba. Y el correo sobre el suelo. Sonia era increíble. Mientras repasaba su lista, la habitación empezó a cobrar forma en mi mente de nuevo.
—Ya estoy —anunció Neal.
—¿Y ahora qué?
—Ahora tenemos que repasar los objetos uno por uno y determinar dónde se encontraban. Luego podéis tratar de recordar cuáles cambiasteis de sitio y podemos desandar el camino hasta saber dónde estaba todo cuando entraste y encontraste el cuerpo. Dejadme mirar las vuestras.
Le pasé a Neal las dos listas y él las repasó con el dedo, artículo por artículo, como un niño pequeño que estuviera aprendiendo a leer.
—Vaya —comentó—, a Sonia se le da mucho mejor que a ti.
—No sabía que era una competición —repliqué.
Neal cogió las dos listas, una en cada mano, y las estudió con detenimiento, primero una y luego la otra. Luego las dejó en la mesa, se echó hacia atrás y miró el techo. La silla se balanceó y, por un momento, temí que fuera a caerse y hacerse daño. Al final se echó hacia delante de golpe.
—Ni siquiera sé por qué hacemos esto.
—Ha sido idea tuya.
—Ha sido una estupidez.
Hayden lloraba entre mis brazos. Lloraba como lloran los bebés, lloraba del mismo modo en que hacía el amor y comía, del mismo modo en que reía: con abandono y una ausencia de conciencia que me sorprendía y me conmovía. Yo lo abrazaba y sentía como la emoción sacudía todo su cuerpo. Tragaba saliva y gemía, y poco a poco se calmó hasta que al final se quedó tumbado, inmóvil y pesado, como un muerto. Le pasé la mano por el pelo húmedo y me incliné para darle un beso en el hombro.
—¿Quieres contármelo? —pregunté al final.
Él se sentó y utilizó el dobladillo de mi camisa para secarse las mejillas.
—Así está mejor —comentó, como si hubiera bebido un vaso grande de agua después de haber pasado mucha sed.
—¿Hayden?
—¿Mmm?
—¿A qué venía esto?
—Tengo hambre.
—¿Hayden?
—¿No ibas a prepararme ese plato? Incluso has traído el libro de cocina de tu madre. Nunca has cocinado para mí. Me gustan las primeras veces.
—Es posible que ésta no te guste. —Me levanté y me puse el delantal que también había traído; llevaba un vestido sin mangas gris claro que había comprado esa mañana en una parada del mercadillo, y no quería que se estropeara debido a mi incompetencia—. Lubina con arroz y especias, pero no las he comprado, así que tendremos que apañarnos sin ellas. ¿Estás bien? ¿No quieres hablar de ello?
—Quiero comer. Me muero de hambre.
El teléfono sonó y sonó. En mi sueño, era el sonido de unas campanas. Estaba intentando subir una colina hacia una pequeña iglesia gris, pero casi no podía moverme. Me di cuenta de que llevaba un traje de novia, pero estaba rasgado, apenas me cabía y estaba cubierto de barro; yo trataba de alcanzar a Hayden, que estaba de pie en la entrada mientras el agua le chorreaba del pelo y una alfombra le cubría los hombros. Me sonreía, o a lo mejor era una mueca, pero por mucho que lo intentara no podía llegar junto a él. Mis piernas se hundían. El sonido de las campanas subió de volumen y se volvió más insistente, como un repique. Me obligué a desprenderme de las sábanas, alargué la mano y busqué el teléfono a tientas en la oscuridad, aún medio metida en el sueño. Apenas sabía dónde estaba o quién era. Lo encontré, abrí la tapa y me peleé con las teclas para contestar, pero el sonido continuó y me di cuenta de que, al fin y al cabo, no era el teléfono. Alguien estaba llamando al timbre.
Me levanté tambaleándome, me dirigí a la puerta y la abrí. Todo parecía irreal. La cara de Neal, que me miraba por el hueco, parecía irreal, algo sacado de una época pretérita.
—Tenemos que hablar —dijo.
—¿Qué hora es?
Estaba desorientada; a lo mejor llevaba horas durmiendo y ya era el día siguiente, pero fuera estaba oscuro, o tan oscuro como puede estar en Londres, sin el más leve asomo de luz en el horizonte.
—No lo sé. Déjame pasar.
Retrocedí al darme cuenta de repente de que sólo llevaba un top viejo y unas bragas.
—Espera aquí —le indiqué en la cocina, y me fui al cuarto para ponerme unos pantalones de correr y una camiseta que me tapaba como era debido.
—Tenía que verte —dijo Neal cuando volví a la cocina y me senté frente a él.
—Acabamos de vernos, ¿te acuerdas?
—He estado pensando.
—En lugar de eso deberías haber estado durmiendo.
—Estaba durmiendo y entonces me he despertado con una sacudida. ¿A ti también te pasa?
—Sí.
—Y se me ha ocurrido…
—¿El qué? Espera. —Me levanté y abrí la nevera—. Necesito algo que me tranquilice. —Saqué un cartón de leche—. ¿Quieres chocolate caliente?
—No.
—¿Whisky?
—No. Necesito tener la mente clara. Y tú también.
Eché leche fría en una taza y me la bebí.
—Eso está mejor —dije—. Y ahora dime, ¿por qué tengo que mantener la mente clara?
—Mira. —Me tendió un trozo de papel—. Repásalo —me pidió.
—¿Sigo soñando o hace un rato ya lo hemos hecho?
—Vamos, mira —insistió.
—Ésta es la lista de Sonia.
—Quiero comprobar que nuestros recuerdos coinciden en esto.
Empecé a leer la lista en voz alta.
—La verdad, está bastante claro. Sonia ha apuntado más cosas porque su cerebro es más grande que el mío. Por eso no es un problema para mí; el problema es que me despiertes a medianoche para volver a repasarlo. Porque estoy cansada, Neal, estoy tan cansada que me siento como si tuviera todos los nervios de punta.
Neal se inclinó hacia delante con los codos en la mesa al tiempo que se frotaba la cabeza con la mano como si tuviera un picor muy profundo que no pudiera aliviar.
—¿Qué me dices de esas dos esculturas?
—Las recuerdo —contesté.
—Pero en tu lista no estaban. La tengo aquí; mira.
Se agachó, sacó la hoja de papel de la bolsa de lona que había traído y la agitó ante mí, como si tratara de llamar mi atención.
—Las recuerdo ahora —repliqué—. Se me fueron de la cabeza mientras intentaba pensar en los objetos. Me sorprende haber recordado lo mucho que recordé. ¿Qué pasa con ellas?
—Descríbemelas —me pidió Neal.
Volví a mirar la lista y me obligué a concentrarme.
—Una de ellas era una especie de cosa abstracta de un gris metálico. Eran como dos figuras con algo por encima, una nube o un paraguas.
—¿Y la otra?
Miré otra vez la lista donde Sonia la mencionaba. Me era más difícil recordarla, pero me resultaba vagamente familiar.
—Era una especie de jarrón con una textura áspera. ¿Era de bronce? Tenía una especie de pátina verdosa, como las estatuas metálicas viejas. Y no me gusta decirlo, pero me da la sensación de que tenía dos protuberancias, como si fueran pechos. Sospecho que se suponía que era una representación del cuerpo femenino.
—Eso es muy preciso —observó Neal—. ¿Por qué no la pusiste en tu lista?
—Te lo he dicho —repliqué—. Es como la otra escultura: no la puse porque no la recordaba.
Neal asintió lentamente con la cabeza, muchas veces. Le miré mientras me preguntaba si finalmente se había vuelto loco. Distinguí un nuevo brillo en sus ojos, una sensación de emoción contenida.
—No es como la otra escultura —dijo.
—¿Qué quieres decir?
—No es como la otra escultura —repitió—. La primera no la recordabas porque la olvidaste.
—Sí, eso.
—Pero la segunda escultura no la has recordado porque no estaba allí.
Miré la lista de Sonia, escrita con su nítida letra. Aquello no tenía ningún sentido.
—¿Qué quieres decir con que no estaba allí? ¿Cómo lo sabes? Claro que estaba. Sonia la recordaba y yo la recuerdo ahora, más o menos. Te la he descrito. ¿Estás bien?
Neal volvió a agacharse y abrió la bolsa, sacó un objeto voluminoso y lo dejó sobre la mesa.
—No estaba allí —dijo— porque está aquí.
—¿Aquí? —repetí como una tonta.
—Mira.
Miré. Un jarrón con forma de cuerpo femenino. Horrible. ¿Quién querría meter flores allí?
—No lo entiendo —dije. Sentía la lengua hinchada; me costaba pronunciar las palabras—. No entiendo lo que dices.
—Yo me lo llevé.
No cabía duda. Aquél era el jarrón. El jarrón con tetas.
—¿Por qué? ¿Qué hace aquí ahora?
—La pregunta no es correcta. Lo importante no es por qué, sino cuándo.
—¿Cuándo? —pregunté obedientemente, aunque seguía sin entender por qué ésa era la pregunta adecuada.
—Esa noche, Bonnie, el veinticinco de agosto, el día que mataron a Hayden, me la llevé porque pensé que podía haber sido el arma del crimen. Estaba tirada sobre la alfombra, en el charco de sangre. Tiene esta especie de brazos. Me imaginé que alguien (tú Bonnie, sí, tú) debía de haberla cogido en medio de una pelea, haberle golpeado, haberle dado en la cabeza y haberlo matado. —Me miró—. Sé que recuerdas el jarrón, porque lo viste cuando estabas con Hayden, o a lo mejor en alguna ocasión anterior, al ir al piso. Y sé por qué no lo pusiste en la lista: quizá porque tienes mala memoria o, lo que es más probable, porque no estaba allí. ¿Lo entiendes ahora?
—No —contesté—. No. No. —Quería taparme los oídos con las manos, o hacerme un ovillo muy apretado—. No lo entiendo.
—¿No lo ves? —Su voz sonaba tranquila y paciente, como si tratara de explicarle algo a un niño especialmente tonto—. Tú no recordabas que estuviera allí, pero yo sí. Y Sonia también la vio, la primera vez.
Podía oír las palabras que pronunciaba Neal, pero sólo tenían sentido en parte.
—¿Qué quieres decir con la primera vez? —pregunté.
—La primera vez —repitió Neal—. Antes, esa misma tarde. Cuando mató a Hayden.
Con Hayden, los días a menudo se confundían con las noches; corríamos las cortinas o bajábamos las persianas, nos cubríamos la cabeza con las sábanas y nos explorábamos mutuamente en nuestro mundo en penumbra, mientras el sol brillaba fuera sin que lo viéramos y los pájaros cantaban en el platanero, junto a la ventana. Y las noches podían fundirse con los días, con todas las fronteras borradas, porque Hayden no mantenía horarios como el resto de la gente y ni siquiera tenía algo parecido a una estructura. No usaba reloj y, aunque llevaba móvil, casi nunca consultaba la hora. Comía cuando tenía hambre, dormía cuando estaba cansado, le costaba acudir a sus citas, incluso con el grupo; la única razón por la que venía tan a menudo a los ensayos era que, a menudo, yo estaba con él.
Para él, los días y las noches, el propio paso del tiempo, la caída de la oscuridad y el amanecer, eran como un gran río cuya corriente lo transportaba: a veces hacía pie, otras se deslizaba hacia los rápidos del centro, a veces se deleitaba con las corrientes lentas, pero nunca lo hacía a propósito. Podía dormir dos horas, siete, quince; comer una vez o cinco al día; beber vino a las once de la mañana y tomar cereales a medianoche; no hacer ningún plan y luego quedar con tres personas a la misma hora.
Esa noche, después de su acceso de llanto, se comió mi lubina (quemada) y el arroz (que se me había pasado y era un pegote) como si estuviera a punto de morir de inanición, mientras lo bajaba con té frío y vino tibio. Entonces dijo:
—Vamos a dar un paseo.
—Son casi las dos de la madrugada. Estoy molida.
—Tengo que gastar energía. Y aún hace calor, como si fuera de día. Mira, la luna está casi llena.
—¿Adónde?
—No lo sé, adonde nos lleven los pies. Vamos.
—Tengo que ponerme algo más cómodo.
—No. Ponte sólo los zapatos.
—Tengo que coger mis cosas.
—Déjalas aquí.
Bajamos andando por Camden, pasamos junto a Regent’s Park y nos adentramos en Bloomsbury. Aún había algunos coches en la calle y peatones rezagados que iban a alguna parte —Londres nunca llega a estar vacío, ni en silencio, ni a oscuras—, pero mientras nos dirigíamos al puente de Waterloo, me sentía como si fuéramos las únicas personas despiertas en toda la vasta y titilante ciudad. La luna brillaba sobre el río y podíamos oír las pequeñas olas que chocaban contra la orilla. El reloj del Big Ben marcaba las cuatro. Hayden andaba rápido, sin hablar. Se le veía joven y decidido, avanzaba a grandes zancadas, como si tuviéramos un lugar al que ir. A la luz de la luna y de las farolas, su rostro se veía suave, casi tranquilo. Giramos en el puente y nos dirigimos hacia el este, por el dique, a la sombra de los edificios vacíos y monumentales. Ahora se distinguía una leve franja de luz en el horizonte y los pájaros cantaban en los árboles. De repente se dio la vuelta y me dedicó una sonrisa, alargó la mano para cogerme y yo me sentí embargada por una oleada de felicidad tan intensa que el pecho me dolía.
Todavía sin hablar, regresamos a través del río por Blackfriars, pero de común acuerdo nos paramos en el centro para observar la City.
—Creo que me iré pronto —dijo Hayden.
—Ah.
—Sí, es hora de marcharse.
—¿Adónde?
No lo miraba a él, sino al agua que teníamos debajo. A mi lado, noté cómo se estremecía.
—A otra parte —fue todo lo que dijo—. Ya saldrá algo. De todos modos, a lo mejor me hace falta un cambio.
—¿Qué hay de la boda?
Me obligué a hablar en un tono completamente neutro.
—¿La boda?
—Para la que hemos ensayado.
—Probablemente me quedaré hasta entonces.
—Ya veo.
—¿Qué es lo que ves, Bonnie?
—No importa.
Me cogió de la barbilla y me obligó a mirarle.
—Nada dura para siempre.
—No.
—Vamos.
Y nos pusimos de nuevo en marcha, sin cogernos ya de la mano. La luz cubrió el cielo, los quioscos subieron la persiana y el tráfico se intensificó. Nos detuvimos en una cafetería para obreros en Farringdon y Hayden se comió unos huevos fritos con una tostada y yo me tomé un café. Antes de llegar a mi piso, me dejó. Dijo que tenía cosas que hacer.
—Esto es una ridiculez —dije—. Es imposible.
—Tiene que ser así.
—¿Sonia? —Lo miré—. No me lo creo.
—Sólo podría haber recordado el jarrón si hubiera estado allí esa tarde, antes.
—A lo mejor lo vio en otra ocasión.
—¿Alguna vez fue al piso?
—No.
Recordé que había afirmado que no sabía dónde estaba el piso. Había quedado con ella en Kensington Road y le había mostrado el camino.
—Pues ya lo tienes.
—El hecho de que estuviera allí antes no significa que lo hubiera matado.
—¿Por qué ha mentido?
—¿Por qué mentiste tú? ¿Por qué lo hice yo?
Mi cerebro razonaba con suma lentitud. Veía cómo los hechos se colocaban en su sitio y las interpretaciones se reorganizaban. Había llamado a Sonia para que me ayudara a deshacerme de las pruebas del crimen de Neal, pero ella había sido la autora. Había venido y me había ayudado a deshacerme de sus propias pruebas. O yo la había ayudado a ella. Juntas, habíamos borrado cualquier rastro que pudiera haber dejado. Miré a Neal con los ojos desorbitados.
—No puede ser cierto —dije—. No es posible.
—Vamos a averiguarlo.
Se puso en pie, con decisión e investido de una nueva autoridad.
—¿Ahora? —pregunté yo, tontamente—. Aún es plena noche.
—Sí, ahora. ¿Qué quieres, esperar hasta que se haga de día?
—No, pero… estará con Amos. Dijo que se iba para allá.
—¿Y?
—Bueno, ¿qué pasa con Amos? No podemos… bueno…
Me interrumpí y me llevé las manos a la cara. Era como si me silbara la cabeza.
—Llámala al móvil. Dile que tenemos que verla.
—Pensará que estamos locos.
—A menos que yo tenga razón. Ya lo verás.
Cogí mi móvil y bajé por la lista de contactos hasta llegar al número de Sonia.
—¿Qué le digo?
—Dile que sabemos lo que pasó y que tenemos que verla enseguida.
Apreté la tecla de marcación y esperé. El teléfono sonó y sonó. Me imaginé a Sonia hecha un ovillo junto a Amos.
Al contestar, tenía la voz pastosa por el sueño.
—Soy Bonnie.
—¿Qué pasa?
Ahora estaría esforzándose por sentarse mientras se apartaba de Amos para no despertarlo.
—Tengo que verte.
—Espera un momento. —Ahora estaría fuera de la habitación, cerrando la puerta—. Es plena noche.
—Son las cuatro. Estoy con Neal y tenemos que verte enseguida.
—¿Por qué?
¿Le había cambiado el tono de voz?
—Sabemos lo que pasó.
—¿Queréis que vaya a veros? —Aún sonaba bastante tranquila—. El metro no ha abierto.
—Iremos a buscarte. —Miré a Neal y él asintió en un gesto de aprobación—. Neal tiene el coche aquí. Te esperamos debajo del piso de Amos. Dentro de diez minutos.
—De acuerdo. Diez minutos.
Neal condujo mientras yo le daba indicaciones y miraba por la ventana. Había niebla, aunque cuando el sol saliera se desvanecería. Pensé en Sonia, en su amabilidad práctica y competente. Cerré los ojos y por un momento me permití sentir lo cansada que realmente estaba. Aun así, me poseían una energía y una impaciencia que me impedían quedarme quieta.
Y allí estaba ella, de pie en la acera, con un impermeable con cinturón y el pelo recogido.
Neal aparcó, ella abrió la puerta de atrás y se metió en el coche. Durante unos segundos, nadie dijo nada.
—¿Bien? —preguntó Sonia al final.
—Vamos hasta el canal —propuse—. Se me hace un poco raro estar sentada debajo de la casa de Amos para hablar.
Sonia se apoyó en el asiento y cruzó las manos sobre el regazo. Le indiqué a Neal dónde debía ir con una voz que sonó absurdamente formal. Los tres éramos como conocidos que se sienten violentos en compañía unos de otros. Era imposible decir nada, excepto la frase impronunciable que flotaba en el aire.
El coche se detuvo. Neal apagó los faros y el motor. Tosió con fuerza y yo hice lo mismo.
—Soltadlo —dijo Sonia.
Yo me di la vuelta para quedar de cara a ella y me obligué a mirarla a los ojos.
—Neal encontró el jarrón.
—¿Jarrón?
—El jarrón que tú recordabas que estaba allí, pero no estaba. El jarrón con pechos.
—¿Pechos?
—Sí. Lo recordaste, pero no estaba allí.
—¿Me habéis sacado de la cama por eso?
—El caso es que tú recordabas que había un jarrón y yo no, y luego Neal se dio cuenta de que no era posible…
Miré a Neal. Lo estaba liando todo.
—Tú estuviste allí antes —intervino él—. Eso es lo que intenta decir Bonnie. Sabemos que es así. Viste el jarrón en el suelo, pero luego yo me lo llevé. Estuviste allí antes que Bonnie y antes que yo.
—Pero fingiste sorpresa —dije—. Fingiste que nunca habías estado allí.
Se la veía tranquila, mucho más que a Neal o a mí.
—¿Qué queréis que diga? —preguntó.
—Mentiste —dije yo—. Estuviste ahí. Lo sabías todo y entonces… entonces me hiciste creer que estabas horrorizada pero que intentabas ayudarme.
—Eso no es lo importante —señaló Neal—. Lo único que importa es que tú mataste a Hayden.
Sonia cerró los ojos. Parecía estar pensando. Al abrirlos de nuevo, lo miró primero a él y luego, durante más rato, a mí. Asintió.
—Sí, fui yo.
—¿Y? —pregunté—. No puedes limitarte a decir eso. ¿Por qué lo hiciste?
—Debería habéroslo contado antes. —Hablaba en voz baja, manteniendo la calma. Pronunciaba las palabras poco a poco, como si rumiara cada una para asegurarse de que era la correcta—. Sabía que Hayden y tú estabais juntos; era un secreto a voces. Y sabía que él te había pegado.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—De entrada nunca me gustó. El jueves del ensayo, cuando te vi con ese moratón, tan contenida e irreconocible, me pregunté qué debía hacer al respecto. Como amiga tuya. Como alguien que se preocupaba por ti, que te quería y que odiaba verte aceptando un trato que deberías haber denunciado a la policía. En mi opinión, te estaba maltratando.
—No era así.
—Nunca lo es. Así que, justo después del ensayo, fui a verle para decirle que no me quedaría impasible viendo como te hacía daño… ¿De verdad quieres oír esto?
—Creo que será lo mejor —indicó Neal.
—De acuerdo. Llegué al piso y él me dejó pasar. Estaba un poco bebido, aunque aún era pronto. Alrededor de las seis, creo. No pareció sorprenderse al verme y tampoco pareció escuchar lo que le decía. —Hizo una pausa y tragó saliva—. No paraba de sonreírme, como si quisiera provocarme. Fue horrible, y también me dio miedo. Entonces me agarró. Yo no sabía lo que iba a hacer; pensé que quería pegarme o puede incluso que intentara besarme o algo así. Forcejeé y traté de apartarme de él. Los objetos empezaron a caerse y hacerse añicos. Oía un ruido terrible a mi alrededor, cosas que se rompían y mis gritos.
»…Y de repente todo se descontroló, y yo estaba muy asustada. Alargué la mano y traté de coger algo, lo que fuera. Descubrí que tenía el jarrón en la mano, lo blandí contra él y le golpeé en la cabeza; él se tambaleó y cayó al suelo y debió de darse un golpe en la sien contra el borde de la mesa, porque se quedó tendido en el suelo, sin moverse. Estaba muerto. Lo había matado.
—Y luego yo te llamé.
—Acababa de llegar a casa cuando me llamaste y me pediste ayuda.
—Eso debió de ser un poco problemático para ti —comentó Neal, que daba golpecitos con los dedos en el volante y tenía el ceño fruncido.
—Fue como una broma de mal gusto.
—¿Por qué no me lo contaste?
—¿Que yo era quien había matado a Hayden?
—Sí. ¿Por qué te prestaste a esta horrible farsa?
—No lo sé —contestó—. Lo había hecho por ti. A lo mejor dejé que me ayudaras a cambio.
Bajé la ventanilla y dejé que entrara el aire fresco.
—Así que Neal creyó que lo había hecho yo y limpió el rastro. Yo pensé que lo había hecho Neal y te llamé para deshacernos de las pruebas. Pensaba que tú creías que lo había hecho yo y que me estabas haciendo un favor enorme, inimaginable. Y durante todo el tiempo, eras tú quien lo había hecho y…
No pude continuar. Sentía que mi cuerpo estaba a punto de desmoronarse. La cabeza me iba a estallar, los ojos me escocían y me di cuenta de que estaba resoplando por la nariz.
—Vamos a salir —dijo Sonia—. Que nos dé un poco el aire.
Los tres caminamos por el borde del canal. Durante unos minutos, nadie habló.
—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó Sonia al final.
—¿Quieres decir ahora que sé que tú mataste a Hayden?
—Sí.
—¿Qué debería hacer? ¿Ir a la policía?
—Cuando creías que había sido Neal…
—Cuando creía que Neal lo había hecho por mí, hice desaparecer todas las pruebas. Ahora que sabemos que fuiste tú, ya lo hemos limpiado todo. No queda nada por hacer, ¿no?
—No lo sé.
—Deberías habérmelo dicho.
—¿Eso lo habría hecho más fácil?
—¿Qué pensabas durante todo este tiempo? ¿Qué pensaste cuando te llamé para que me ayudaras a deshacerme del cuerpo?
—Me sorprendió.
—¿Te sorprendió?
—Hablar no se me da muy bien —se disculpó Sonia. La voz le temblaba y me di cuenta de lo agitada que debía de estar—. ¿Qué quieres que diga? Me quedé atónita, pasmada. No lo sé. Como si se hubiera abierto un abismo a mis pies.
—¿Por qué no dijiste nada al darte cuenta de nuestras sospechas? —quiso saber Neal—. ¿Al darte cuenta de lo que había ocurrido?
—No lo sé. Era demasiado tarde.
—Pero debiste de pensar…
—¡No lo sé! —gritó Sonia—. ¿No lo entendéis? No lo sé. No puedo decir nada más. No lo sé. Lo siento. Lo hice por ti y no sé por qué no lo conté.
—Míranos —dije—. Tres tontos. —Me sequé los ojos con la manga—. Y tres amigos —añadí—. Mira por lo que hemos pasado por protegernos.
—Lo hicimos por ti —dijo Neal.
De repente tuve frío y me sentí muy despejada y también muy cansada.
—Esperemos que la policía siga detrás de sus pistas falsas y no descubra nunca lo que ocurrió.
—Y que no detengan a la persona equivocada —señaló Neal.
—Si lo hacen, se lo contaremos, ¿me oís? —Pensé en Sally y en Richard y apreté los puños de impotencia—. Nadie más va a sufrir por esto. Tenemos que hacer una promesa. ¿Puedo preguntarte algo, Sonia?
—Claro.
—¿Murió al instante?
Vaciló.
—Creo que sí.
—¿No te acosa el recuerdo?
Me miró. Yo sabía que había intentado ayudarme y que había sido un error, pero, por un momento, me embargó el odio. Había matado a Hayden. Había estado con él cuando murió. Mi hermoso Hayden, mi amor.
—¿Tú qué crees, Bonnie? —contestó al final.
—De acuerdo.
—Será mejor que vayamos a casa —dijo Neal.
—¿Amos lo sabe?
—Claro que no.
—¿No se lo has contado?
—No.
—¿Podrás no hacerlo?
Sonia contempló la superficie aceitosa del canal.
—Tú puedes —dijo—, yo también puedo. Será nuestro secreto.
Al llegar a casa estaba temblando, desasosegada y angustiada. Fui de habitación en habitación, tropezándome con cajas llenas de libros destrozados, porcelana rota, ropa que probablemente jamás volvería a ponerme. El piso se parecía a mi cerebro: desordenado, caótico y lleno de cosas que o bien no quería o bien estaban en el sitio equivocado. Desvencijadas, poco amadas, abandonadas. Me estiré en el suelo y contemplé el techo mientras pensaba, o intentaba pensar, o más bien intentaba no pensar, procurando no ver la sonrisa de Hayden mientras se burlaba de Sonia, su cara mientras se lanzaba sobre ella, su expresión cuando el jarrón le golpeó en la cabeza y cuando se cayó, sus ojos mientras la vida escapaba de ellos. Qué estupidez, qué triste, absurdo y sin sentido morir así, por ninguna razón.
Me tumbé en el suelo de mi piso y contemplé el techo. Hayden estaba a mi lado, tendido bocabajo, con el brazo sobre mi barriga. La moqueta era áspera y me picaba en la espalda. La cara también me escocía, por su barba de varios días. Volví la cabeza y le miré. Tenía las piernas flexionadas y una de sus rodillas me apretaba el muslo. Uno de los dedos de su pie estaba un poco morado. En la parte baja de su espalda había un lunar, y una cicatriz larga y apenas perceptible le recorría el omóplato izquierdo. El pelo le caía desaliñado por la cara y tenía los ojos cerrados.
—Seguro que me estás mirando —murmuró sin abrirlos.
—¿Cómo lo sabes?
—Te siento.
—Me he dejado la bolsa y mis cosas en tu piso.
—Iremos a buscarlas juntos. Más tarde.
—¿Por qué has vuelto?
—Quería verte. Lo necesitaba; no podía esperar. Estaba sentado en casa de mi amigo y de repente he sentido que tenía que ir a buscarte. Pensaba que a lo mejor no estabas aquí. Que a lo mejor te habías ido.
—¿Adónde iría? Eres tú quien se va.
—¿Ah, sí?
—Es lo que has dicho hace unas horas, ¿te acuerdas? En el puente de Blackfriars.
—Pues sí.
—Me siento rara —dije mientras me ponía de lado y me acurrucaba un poco, mirándole.
—A lo mejor no.
—¿No te vas?
—A lo mejor. No lo sé. Me tienes confundido.
—¿Qué estás diciendo?
Abrió los ojos a medias, alargó una mano y me la pasó por el pelo.
—Eres una criatura curiosa, Bonnie. Con púas pero suave.
—Hayden.
—Es difícil dejarte. A lo mejor por eso he pensado que tenía que irme: porque, por una vez, no es eso lo que deseo.
—Entonces quédate un tiempo.
—A lo mejor.
—¿Siempre eres tú?
—¿Yo qué?
—El que se va.
—Es probable. Te lo advertí, te dije que no te implicaras.
—¿Nunca antes has querido quedarte con alguien?
Él murmuró algo que no pude oír.
—¿Por qué no?
—No lo hagas.
—¿El qué?
—No seas entrometida.
Me senté y me rodeé las rodillas con los brazos; de repente tenía frío.
—¿Así es como lo ves? ¿Cualquier tipo de cercanía te parece una intrusión, una intromisión? En cualquier caso, ¿qué te hace pensar que yo quiero que te quedes? No hacemos ningún progreso.
—¿Qué progreso quieres?
Consiguió que mis palabras sonaran ridículas.
—Te echas a llorar y luego no me cuentas por qué, me explicas cosas de ti, pero cuando volvemos a vernos es como si nunca hubiera ocurrido. Quieres irte, quieres quedarte… Todo es un capricho, no tiene nada que ver conmigo, y es como si yo no tuviera voz ni voto. —Me puse de pie—. Voy a hacer café para los dos y luego saldré.
Él se quedó tumbado en el suelo y me miró mientras yo me ponía el albornoz que llevaba cuando le había abierto la puerta y me abrochaba con fuerza el cinturón.
—Para mí con mucha leche —me pidió.
—Vale.
Puse agua a hervir, metí café en polvo en la cafetera y golpeé con fuerza las tazas en la encimera para que hicieran ruido, como si quisiera dejar algo claro; al darme la vuelta, él entraba en la cocina vestido sólo con los tejanos.
—No te enfades, Bonnie.
—¿Por qué no? Me gusta estar enfadada.
—No te enfades conmigo.
—Claro que estoy enfadada contigo, joder.
—¿Caliento leche?
—Eres como un niño pequeño. Nunca has crecido.
—¿Es eso lo que piensas?
De repente esbozó una sonrisa fría y escalofriante. Debería haberme detenido en ese momento, largarme enseguida del piso.
—Sí, lo pienso. No tengas hijos nunca, Hayden, y si los tienes, que Dios ayude a los pobres diablos. Un niño no debería tener niños.
Ocurrió con mucha lentitud. Me dio tiempo a pensar en todo lo que me estaba pasando. Él se volvió ligeramente, haciendo caer la botella de leche de modo que el líquido se desparramó por el suelo y formó un charco entre mis pies desnudos. Luego levantó los dos puños. Tenía la boca hundida en una mueca horrible, como si fuera un caballo al que le metieran a la fuerza un bocado entre los dientes. Sus brazos eran poderosos y vi cómo tensaba los bíceps. Pensé en que era mucho más alto y fuerte que yo, y me imaginé el dolor que sentiría cuando sus puños me alcanzaran. Tenía una mirada salvaje, con las pupilas dilatadas, y recordé, tan vívidamente que fue como si estuviera ocurriendo de nuevo, la noche en que mi padre le había pegado a mi madre un puñetazo en la mandíbula, con tanta fuerza que le arrancó dos dientes.
Aquel antiguo episodio y el que tenía lugar en este momento parecían fundirse, así que por unos segundos casi creí que era una niña pequeña que intentaba interponerse en el camino de aquel hombre fornido con los puños alzados y la cara torcida en una mueca horrible, mientras intentaba detenerle. Y, sin duda, oí mi voz que decía:
—¡No! ¡Detente!
El puño de Hayden se dirigía hacia mí. Pensé: «Tengo que dejar a este hombre; no tengo que volver a verle nunca. Es peligroso para mí». Él tenía lágrimas en los ojos; resultaba curioso que ya estuviera sufriendo por lo que estaba a punto de hacerme. Mientras trataba de esquivarlo, con las manos delante de la cara, pensé: «Qué infeliz es. Nunca he conocido a nadie tan infeliz». Lo que me aterrorizaba más de lo que estaba a punto de hacer fue el temor repentino a amarle. A estar enamorada de él. Perdidamente enamorada.
Un puño me alcanzó con violencia en las costillas y el otro a un lado de mi cabeza. Me tambaleé hacia atrás, choqué con la encimera y tiré una taza de café al suelo, desde donde me llegó su sonido al romperse. Se me doblaron las rodillas y traté de evitar la caída, pero entonces me agarró por la garganta y empezó a sacudirme. No podía respirar ni gritar. Me dolía el costado. El dolor estalló desde la garganta hasta los ojos y ahora podía ver colores, flores oscuras, azules, verdes y rojas, que abrían sus pétalos. Mi cabeza golpeó el suelo. Tenía leche en el pelo y fragmentos de loza en el cráneo. Noté que la sangre corría y vi la cara de Hayden que se inclinaba sobre mí, con la boca abierta en un grito de dolor, como si estuviera a punto de besarme, de morderme. La pasión se parece tanto al odio. Pensé: «¿Voy a morir?».
Entonces sus manos dejaron de apretarme con tanta fuerza y su expresión se suavizó, su rostro se crispó y se rompió. Los colores recuperaron la intensidad diurna y pude respirar de nuevo, aunque cada vez que lo hacía sentía un dolor agudo. Me quedé muy quieta. Hayden estaba doblado sobre el fregadero, como si estuviera a punto de vomitar. Su respiración era pesada y de vez en cuando emitía un gruñido.
—Se acabó.
Mi voz salió como un graznido. Me dolía hablar, me dolía al tragar. Me llevé una mano al cuello, que estaba hinchado y dolorido. La cabeza me latía y la sangre de la pierna me hacía cosquillas, como si una mosca caminara por mi piel. La mera idea de ponerme en pie suponía un esfuerzo demasiado grande. Cerré los ojos y busqué los bordes del albornoz, para asegurarme de que estaba decentemente tapada. No quería que Hayden viera mi desnudez.
—Te dije que no era bueno para nadie. Te lo dije.
—Vete.
—Quiero estar contigo. Eres todo lo que quiero. Ahora lo sé.
—Lárgate.
—No puedo dejarte así.
—Si no te vas ahora mismo, llamaré a la policía.
Le oí salir de la cocina y, unos minutos después, cómo abandonaba el piso. La puerta se cerró. Ahora estaría bajando por la calle. Sabía qué expresión se reflejaría en su rostro.
Abrí los ojos, volví la cabeza primero hacia un lado y luego hacia el otro, y flexioné las piernas. No tenía nada roto; sólo me dolían las costillas y la garganta y estaba un poco mareada. Enseguida me levantaría, me daría una ducha y me lavaría la cara. Al cabo de un minuto, todavía no.
Me desperté y, por un momento, no supe dónde estaba. Sentí el duro suelo bajo el cuerpo y la espalda irritada. ¿Cuánto rato había dormido? Me senté con cuidado, mientras el dolor me acuchillaba las costillas. Me puse a cuatro patas y me levanté poco a poco hasta quedar de pie. Todo parecía levemente torcido. Entré en el baño, abrí los grifos y me miré en el espejo que había sobre el lavamanos. Mi cara se veía mucho más pequeña de lo habitual, como si se hubiera encogido. Tenía el pelo despeinado y un gran moratón marrón azulado en el cuello que pareció aumentar de tamaño mientras lo miraba. Lo toqué con los dedos y sentí la hinchazón en la piel. Ahora todo el mundo se enteraría.
Me metí en la bañera y me quedé dentro más de una hora, abriendo el agua caliente cada pocos minutos. Se me arrugaron las yemas de los dedos y el vapor llenó la habitación. Sólo salí cuando el agua se puso tibia, y entonces me limité a tumbarme encima del edredón, con el brazo sobre los ojos para protegerme de la luz.
Ya era por la tarde cuando finalmente me puse unos pantalones cortos y una camiseta. Me rodeé el cuello con un pañuelo de algodón; no iba a salir, pero no quería verme en el espejo. De camino a la cocina para prepararme algo de comer, vi que alguien había metido un papel doblado por debajo de la puerta. Lo recogí y lo abrí. «Bonnie —había garabateado a toda prisa con un lápiz romo y una letra torcida—. Hay algunas cosas que me gustaría contarte que tendría que haberte contado antes. Por favor, déjame verte. Por favor. Lo siento. Lo siento mucho, lo siento muchísimo. H».
Hice una bola con el papel y lo tiré a la basura. Luego lo recuperé y lo alisé, y miré las palabras hasta que se convirtieron en un borrón.
El teléfono sonó y me sobresalté. Me metí la nota de Hayden en el bolsillo, como si alguien me estuviera mirando. Era Guy.
—¿Estás bien? Suenas resfriada. ¿Estás perdiendo la voz?
—Un poco.
—Sólo llamaba para decir que llegaré un poco tarde al ensayo.
—El ensayo.
—Me han entretenido. Llegaré en cuanto pueda.
—Creo que hoy no podré ensayar, Guy.
—Es en tu casa. Dentro de media hora.
Claro que lo era. Miré a mi alrededor, desesperada. Era como si hubieran entrado ladrones y hubieran convertido el piso en un campo de minas, conmigo en el centro de la explosión.
—Está un poco desordenado —dije con la voz áspera.
—A nadie le importará —me tranquilizó Guy. Él vivía en una casa inmaculada con cada cosa en su sitio. Creo que le gustaba el caos de los demás. Me agaché y recogí un trozo de la taza rota—. Pero vas a estar ahí para abrirme la puerta.
—Ahí estaré.
En cuanto colgué empecé a limpiar la cocina; fregué la leche con un trapo que tenía que exprimir una y otra vez en el fregadero y recogí toda la loza rota. Resulta sorprendente lo lejos que puede llegar la loza cuando se rompe. Ahora, además de la pierna, también me sangraban los pies. Pero entonces me di cuenta de que me estaba concentrando en la tarea equivocada: el desorden del piso no importaba, lo que importaba era el mío. Nadie podía verme así.
Me apresuré hacia el dormitorio. Los pantalones cortos estaban bien, pero la camiseta no. Tenía que encontrar algo con el cuello alto. Fui sacando ropa de las cajas hasta que encontré una blusa victoriana que debía de haber comprado en una tienda de ropa vintage hacía años. Ni siquiera recordaba haberla llevado antes; no era muy de mi estilo. Me la puse con cuidado e hice una mueca cuando me rozó el cuello. Me aparté del espejo para examinarme. Parecía una niña que hubiera estado revolviendo en la caja de disfraces de su madre y, lo que era peor, el moratón asomaba por encima del cuello. Parecía como si cada vez se hiciera más grande.
Entré en el baño y abrí el neceser, donde guardaba el poco maquillaje que tenía. Había crema de base vieja y me desabroché la camisa para extenderla generosamente por el cuello hasta la mandíbula. Era más oscura de lo que esperaba. Puede que la hubiera comprado cuando estaba morena, si no fuera porque nunca lo estaba. En mi piel lechosa, el moratón destacaba sobremanera. Me puse un poco más. Ahora el moratón casi había desaparecido, pero tenía el cuello de un color naranja marronoso que terminaba de forma abrupta en la mandíbula, como la línea de la marea. Por encima, mi cara estaba más blanca que nunca. Me puse un poco más de maquillaje en el rostro y lo extendí, asegurándome de que llegaba hasta la línea del pelo. Luego me observé con atención.
Mi cuello y mi cara eran casi del mismo color, una especie de bronce anticuado. Hurgué en el neceser, pero no había nada demasiado útil, así que regresé al dormitorio y encontré la caja con artículos de tocador que había estado a punto de tirar. Había una barra de base muy pálida que recordaba vagamente haber utilizado en una representación escolar de Grease. La utilicé para aclarar el tono broncíneo. Ahora mi cara presentaba una gruesa capa de color canela y, si me pasaba una uña por encima, debajo emergía una gruesa línea de piel más pálida. Completé el efecto cubriéndolo todo con polvos de rostro también de Grease. Luego me puse máscara de ojos, porque éstos se veían pequeños y hundidos en mi cara mate y empastada.
Para completar el efecto, me di un toque de brillo en los labios y me eché un poco de perfume que una tía mía me había regalado en el escote, sobre los pies sangrantes y en la habitación. Bien. Me abroché la camisa hasta arriba y me rodeé el cuello con el pañuelo.
Me quedaban cinco minutos. Me puse una tirita en la pierna, cubrí el suelo de la cocina con papel de periódico para que absorbiera el resto de la leche y protegiera a quien entrara de la loza rota, barrí todo lo que había sobre la mesa y lo metí en una caja vacía que empujé hacia la pared y luego cogí la nota de Hayden y la guardé entre la ropa interior. Estaba recogiendo las toallas húmedas cuando sonó el timbre. Era Joakim.
—Hola, Bonnie —me saludó, y se puso rojo—. Hoy estás muy guapa. ¿Has tomado el sol?
—Hola, Bonnie.
Cuando Joakim apareció en mi puerta con la funda de la guitarra y una sonrisa, fue como si se hubiera encontrado conmigo en un accidente de coche, rodeada de metales torcidos, cristales rotos, cubierta de sangre, y no se hubiera dado cuenta. Le dejé pasar y me pregunté si me había olvidado de que teníamos ensayo. Luego pensé que tal vez había venido para decirme en persona que no iba a poder participar en el concierto. Habría sido un alivio; entonces no habríamos podido continuar de ningún modo.
Pero no iba a retirarse. Me dijo que pensaba que nos hacía falta otra canción, algo con lo que la gente pudiera bailar, pero quería tocármela a mí antes de enseñársela a los demás. Llevaba consigo la partitura y yo apenas había cerrado la puerta cuando sacó la guitarra y se puso a tocarme los acordes. En cualquier otro momento me habría contagiado su entusiasmo. Cogí mi propia guitarra y toqué con él, pero era como ver a alguien por la tele que intenta mostrarse entusiasmado. Apenas era consciente de que estaba en la misma habitación que él.
Lo que trataba de decirme a mí misma era: «Se ha terminado. O, por lo menos, está tan terminado como puede estarlo». Al fin las cosas tenían sentido. Neal había corrido un terrible riesgo por mí, y lo mismo había hecho Sonia, a su propio y peculiar modo. En realidad, lo había hecho una segunda vez, al regresar al escenario para salvarme de mí misma y mi desesperación. Había más. La cuestión que no había conseguido sacarme de la cabeza desde que había conocido la verdad era si debía estarle agradecida a un nivel completamente distinto. ¿Había hecho ella lo que habría hecho yo de tener el valor suficiente? ¿Había hecho realidad lo que yo deseaba en secreto, aunque fuera incapaz de admitirlo ante mí misma? Al fin y al cabo, había dejado que Hayden me pegara y me pidiera perdón y volviera a pegarme y, aun así, no le había dejado. ¿Qué habría dicho yo si me hubieran hablado de alguien que se comportaba como yo? Probablemente la habría descrito como una persona débil y patética. Si fuera amiga mía, ¿habría tenido los huevos de hacer algo al respecto, ayudarla del modo en que Sonia me había ayudado a mí?
Con la otra mitad de mi cerebro, la que funcionaba en piloto automático, tocaba con Joakim, le hacía señales de asentimiento con la cabeza, ponderaba cómo funcionaría la música con el grupo. Pero no podía evitarlo. Había razones para ello. La imagen de Hayden muerto en el suelo, que nunca me abandonaba. Todo el proceso de envolverlo y arrastrarlo, como si fuera algo que hubiera que tirar en un contenedor. Imaginármelo ahí, en el agua oscura, fría y profunda. Sabía que esas imágenes no iban a desaparecer jamás, a pesar de que todo hubiera terminado ya y por fin conociera la verdad; seguirían acuciándome, crepitando y silbando en mi cabeza.
Era tan fácil imaginárselo. Cuando Sonia le dijo que me dejara en paz, al principio Hayden debió de asustarse, pero es probable que luego se enfadara y que la culpa que sentía, la certeza de que ella tenía razón, sólo hubiera servido para hacerlo enfadar aún más. Se puso a gritar, a soltar incoherencias y, cuando empezaron a faltarle las palabras, la emprendió a golpes. Iba a enseñarle a Sonia, iba a enseñarle a esa zorra con aires de superioridad qué llevaba a un hombre a ser violento. Pero Sonia no era como las otras. Ella no iba a aceptarlo; le plantaría cara. Hayden era un cobarde. Su violencia se dirigía a las personas que no podían defenderse. No podía dejar de pensar que, por el modo en que vivía su vida, él mismo se había buscado que le pasara algo así. Sólo se trataba de que se cruzara en su camino alguien como Sonia, en lugar de alguien como yo. Hayden y Sonia: el objeto imparable contra el objeto inamovible.
Joakim sonreía mientras me miraba tocar y se daba cuenta de que yo estaba aceptando su idea, que de verdad íbamos a tocar aquel viejo y divertido tema de bluegrass que se había descargado de alguna parte. Me lié con un cambio de acorde complicado y él se echó a reír.
—¿Sigues pensando en aplazar lo de la universidad? —le pregunté.
—¿Quieres decir ahora que Hayden está muerto y ya no es una mala influencia para mí?
—Algo así.
—Sí, sigo con la misma idea. Me he pasado la vida haciendo cosas sólo porque mis padres creían que eso era lo correcto. Esto ya no tiene nada que ver con Hayden; se trata de lo que es bueno para mí.
—Bien.
—Aunque nunca le olvidaré.
—Eso también está bien. Él tenía muy buen concepto de ti.
—¿De verdad?
—De verdad.
Joakim se apresuró a recoger sus cosas. Me dio la impresión que tenía los ojos bañados en lágrimas.
—Entonces ¿crees que la canción servirá? —preguntó, mientras cerraba de golpe la funda de la guitarra.
—Suena bien —contesté—. Mientras podamos escribir una parte para Amos que sea lo bastante sencilla, no habrá problema.
—Será raro tocar sin Hayden —comentó él—. Seguro que estás harta de que hable de él.
—No voy a decir que es lo que Hayden habría querido, porque es la clase de basura que la gente suelta sobre los muertos, pero es probable que sea lo correcto. Nos comprometimos. Tenemos que hacerlo.
En cuanto cerré la puerta sentí como una pequeña explosión en mi cabeza, como si un diablillo se hubiera metido en mi estúpido e inoperante cerebro y hubiera estado pensando por mí mientras mi mente se ocupaba de Joakim. Sonia y Hayden. Hayden y Sonia. No se trataba de una respuesta, ni siquiera de una idea. Pero allí había algo, algo que llevaba rato preocupándome. Traté de pensar con claridad. Traté de obligarme a recordar. ¿Qué haría una persona inteligente en mi situación?
En primer lugar, ¿dónde estaba el posavasos de cartón? Si estás buscando un posavasos, lo mejor es empezar a buscar en la pila de los posavasos, y ahí estaba, el posavasos en el que Nat me había apuntado su número. Lo marqué.
Nat no pareció especialmente contento de oírme.
—Ha sido una maldita pesadilla —dijo—. A esa detective no le gusto. Han hablado conmigo unas tres veces. Siempre las mismas preguntas, a las que sólo puedo dar las mismas respuestas.
—No tienes nada de qué preocuparte —le tranquilicé—. Eres inocente.
—¿Cómo sabes que lo soy?
Era una buena pregunta. Demasiado buena.
—Tú no harías algo así —contesté sin convicción—. No te pega.
—Eso no sirve de mucho.
—De hecho, necesito que me ayudes —le dije.
—¿Yo?
—Unos días antes de que muriera, fui a una fiesta con Hayden. Tú estabas allí, ¿te acuerdas?
—Más o menos. No estaba en mi mejor momento.
—Había viejos amigos de Hayden. Uno de ellos era una tal Miriam. Pelo oscuro, ojos grandes; estaba fumando.
—¿Y?
—¿Sabes quién es?
—No.
—Tú estabas en la fiesta.
—Igual que doscientas personas más.
—¿Podrías averiguarlo por mí?
Se oyó una especie de gruñido.
—Claro, preguntaré por ahí. Si me entero de algo ya te llamaré.
—No —repliqué—. Esto es muy, muy, muy urgente. Me gustaría que llamaras a quienquiera que conozcas y le preguntaras quién era esa tal Miriam. Luego puedes llamarme, o que me llamen a mí directamente. Te daré mi número. Hazlo ahora. Estaré sentada al lado del teléfono y quiero que me llames dentro de diez minutos. Si no lo haces, seguiré molestándote.
El gruñido se repitió.
—Vale, vale, lo intentaré.
No me limité a quedarme sentada junto al teléfono. Me puse algo más cómodo, unos pantalones a rayas y una camiseta azul celeste. Algo que me diera un aspecto serio. Encontré una chaqueta y metí unas gafas de sol y mis llaves en los bolsillos. Mientras me preguntaba si me hacía falta algo más, el teléfono sonó. La voz preguntó por mi nombre.
—¿Quién es?
—Soy Ross. No me conoces. Nat me ha dicho que querías información sobre Miriam Sylvester.
—Sí, sí, genial. Muchas gracias por llamar.
—¿Qué quieres saber sobre ella?
—No quiero saber nada. Sólo quiero hablar con ella.
—Vale. ¿Tienes un boli?
Fue así de fácil.
Me pasé todo el viaje en tren hasta Sheffield mirando por la ventanilla. Había soltado un buen montón de billetes para comprar mi tique de ida y vuelta. Me pregunté si me estaba comportando como una estúpida. ¿Debería haber hecho esto por teléfono? No. Tenía que estar cara a cara si quería hacerlo. La última vez que había salido de Londres en tren había sido con Hayden, un viaje impulsivo a la costa sólo para demostrar que podíamos hacerlo si queríamos, ir a cualquier parte sin que nadie se enterara. Cada campo, cada pedazo de tierra verde había sido como un mensaje secreto de huida, una señal de que Londres no nos hacía ninguna falta, que no estábamos atrapados por nuestros deberes y responsabilidades. Esta vez era distinto. El campo era sólo algo que debía atravesar. Con el sol de finales de verano la vista era probablemente magnífica, pero ¿qué sentido tenía? ¿Qué hacía la gente allí? Vi a gente que jugaba al críquet, tractores, una iglesia vacía tras otra. Empecé a cabecear y temía que fuera a quedarme dormida, se me pasara la estación de Sheffield y apareciera en algún lugar del norte. Así que me bebí una taza de un asqueroso café negro para mantenerme despierta.
En la estación cogí un taxi y le leí al conductor la dirección que me había dado por teléfono un hombre al que no conocía.
—¿Está lejos? —pregunté.
—No —contestó él.
Durante el trayecto, miré por la ventanilla. Otro sitio en el que nunca había estado y, por esa razón, las tiendas y la gente parecían un poco más exóticas, un poco más interesantes. Sabía que si me quedaba un día o dos la novedad desaparecería y tendría el mismo aspecto que cualquier otro lugar; pero no iba a quedarme un día o dos. El taxi abandonó la calle comercial y giró hacia una zona de casas adosadas de ladrillo rojo que se encaramaban por una colina. Algunas habían sido reformadas y otras no. La número 32, que correspondía a la dirección que me habían dado, era sin duda una de las reformadas. Salí del taxi y, una vez más, me costó más de lo que esperaba. Llamé a la puerta. Dios, ¿y si resultaba que no había nadie? Pero la puerta se abrió.
—¿Miriam Sylvester? —pregunté, aunque había reconocido de inmediato a la mujer con la que había hablado en las escaleras en la fiesta.
Ahora llevaba tejanos y una camiseta roja, y su cara, que con el khol y el pintalabios había resultado exótica, no mostraba maquillaje alguno.
—Sí —dijo un poco desconcertada—. Tú debes de ser la mujer que ha llamado antes.
—Sí, he hablado con tu, esto…
—Compañero; Frank, sí.
Su compañero. La recordé coqueteando con Hayden en las escaleras, porque eso era lo que las mujeres parecían hacer cuando estaban junto a Hayden, como abejas alrededor de la miel.
—Nos conocimos en una fiesta —le expliqué, pero ella parecía haberse quedado en blanco—. Te habían hablado de mí. Por lo que recuerdo, te habían hablado de mí y de mi banjo. —Pareció recordar algo, aunque también se la vio más desconcertada. Aquello no empezaba bien. ¿Era posible que hubiera perdido el tiempo?—. Fui a la fiesta con Hayden Booth.
—Hayden —repitió, y adoptó una expresión de intenso compromiso—. Oh, Dios, Hayden. Lo he leído en los periódicos. Es terrible. Al principio no podía creer que se tratara de la misma persona. Sí, pasa, por favor.
Me preocupaba que se hubiera quedado tan alucinada por el hecho de que yo hubiese venido desde Londres para verla que no quisiera hablar conmigo. Pero enseguida quedó claro que ésa era precisamente mi ventaja. Yo era su fuente de primera mano para enterarse de todo lo ocurrido con Hayden. Me invitó a entrar, me hizo sentarme en su cocina, me propuso que me quedara a comer y, cuando le dije que no, me preparó una taza tras otra de café. El hecho de que una desconocida me preguntara en detalle por la muerte de Hayden y la investigación policial era lo último que deseaba en el mundo, pero me pareció prudente seguirle el rollo. Así que me quedé ahí sentada durante más de una hora y contesté sus preguntas y la escuché mientras me contaba lo horrorizada que se había quedado. Pensé que cuanto más le respondiera, más respuestas tendría ella que darme a mí.
Y después de que me hubiera hecho todas las preguntas posibles, después de que hubiera hablado de la muerte de otra persona a la que conocía, después de que hubiera llorado un poco y yo la hubiera consolado, después de todo eso, respiré hondo y le planteé la pregunta por la que había cruzado media Inglaterra.
Amos y Sonia llegaron poco después de Joakim. Amos llevaba unos pantalones cortos con flores y una camiseta que no le pegaba, y se le veía un poco ridículo y muy feliz; feliz de una forma que yo recordaba del pasado. Me besó en ambas mejillas, de corazón, y pensé: «Por fin ha superado lo mío».
Él y Sonia iban cogidos de la mano, y cuando les abrí la puerta él no la soltó para entrar en el piso, así que tuvieron que sortear juntos el desorden de la cocina. Sonia llevaba un vestido blanco sin mangas que hacía parecer su pelo y sus ojos aún más oscuros, y su piel estaba limpia y con crema. Brillaba con una salud que me hizo sentir como una criatura que hubieran encontrado debajo de una piedra, temblando bajo la repentina luz del sol. Ella también me besó, luego me agarró por los hombros y me dijo en voz baja, para que Amos y Joakim no la oyeran:
—¿Estás bien?
—¿Yo? —fingí sorprenderme—. ¿Por qué lo preguntas?
—Te veo un poco…
—¿Qué?
—Cansada, quizá. —Entornó los ojos—. No habrás tomado rayos UVA, ¿verdad?
—¿Te parezco la clase de persona que tomaría rayos UVA? —Solté un graznido agudo e histérico que pretendía ser una risa—. Joakim, Amos: ¿café? Estoy haciendo una cafetera. ¿O preferís algo frío?
—Tu piso es increíble —comentó Joakim con entusiasmo mientras miraba a su alrededor.
Por un momento lo vi a través de sus ojos. No era un desastre, era casi surrealista.
—Querrás decir que es un vertedero.
—Mi padre nunca me dejaría vivir así.
—También es cierto.
—Es como una declaración de intenciones.
—Bonnie enfrentándose al mundo burgués —se burló Amos, y me guiñó el ojo.
Yo intenté sonreír, pero me notaba la cara rígida e hinchada. Todo sucedía como a distancia, todo resultaba irreal. No hacía mucho, Hayden estaba inclinado sobre mí, con las manos alrededor de mi garganta y una mueca horrible que transformaba su cara en la de un desconocido, y ahora ahí estaba yo, charlando con unas personas que se comportaban como si me conocieran.
Me bebí una taza de café, fuerte, amargo y sin leche, y luego otra. Las manos me temblaban. Sólo quería estar sola en un bosque fresco y sombreado en pleno otoño. Me sentía sucia y avergonzada.
Neal y Guy llegaron juntos. Guy llevaba traje y, cuando se sacó la chaqueta gris, la espalda y las axilas de la camisa estaban cubiertas de sudor. Se enrolló las mangas y se secó la frente con un pañuelo blanco. Yo abrí las ventanas de todas las habitaciones, pero, aun así, el calor seguía siendo claustrofóbico.
—En realidad aquí no hay espacio para todos —señalé.
—Y Hayden aún no ha llegado.
—No —dije. Mi voz sonaba como las hojas caídas rascando unas contra otras, y sentí que el rubor me cubría la cara por debajo del camuflaje—. A lo mejor deberíamos empezar sin él. Ya sabéis cómo es.
¿Había sonado natural? ¿Nadie lo veía? ¿Alguien se había dado cuenta?
—¿Quién coño se cree que es? —gruñó Amos, y Joakim le dirigió una mirada asesina.
—Mejor demos por hecho que no vendrá —propuso Neal en voz tan baja que me hizo estremecer de temor.
Me dirigió una mirada evaluadora y sentí sus ojos en mi cara, en mi cuello, y de repente tuve la certeza de que podía ver a través de mí, a través del maquillaje y del pañuelo y de la estúpida camisa con volantes, a través de todo mi inútil disimulo y mis mentiras transparentes.
—¿Qué os parece si primero despejamos un poco la habitación? —sugirió Sonia—. Podemos dejarlo todo contra las paredes.
Todo el mundo empezó a coger las sillas y a mover las cajas. Vi que Sonia recogía trozos de loza que parecían haber llegado allí desde la cocina. Empezaba a sentirme mareada, pero si era capaz de aguantar las dos horas siguientes, todo iría bien. Guy estaba hablando de un terrible accidente que había ocurrido a primera hora de la mañana en la M6 y en el que había muerto una familia entera. Sonia daba instrucciones a todo el mundo y de una forma milagrosa logró instaurar una especie de orden en la habitación. Amos no paraba de darse golpes en las espinillas y maldecir. Pensé en la nota de Hayden que ahora estaba en el cajón de mi ropa interior. ¿Qué era lo que tenía que decirme y por qué estaba pensando siquiera en ir a escucharlo? Si iba, podría decirle que no quería volver a verle ni saber nada de él, y que tenía que dejar el grupo. Pero si lo hacía, vería su cara devastada por la culpa y él me diría cosas apasionadas y atormentadas y a lo mejor yo… No, no, no lo haría. Claro que no. Nunca más. Le odiaba. Un hombre que pegaba a las mujeres, un hombre que las abandonaba sin volver la vista atrás. Le odiaba. Le odiaba.
—¿Bonnie? —Era Sonia, que me puso una mano en la parte baja de la espalda, un contacto leve pero reconfortante—. Das la sensación de estar muy lejos.
—Lo siento. No he sido de mucha ayuda.
—¿Te traigo algo para el cuello antes de empezar?
—¿El cuello?
De manera inconsciente me llevé una mano al cuello, que me escocía al tacto. ¿Se veía? Me imaginé los colores atravesando el maquillaje con el que me había embadurnado, mi marca de la vergüenza.
—¿Leche con miel, para suavizar la garganta?
—Eres muy amable, pero estoy bien. Suena peor de lo que es. En cualquier caso, creo que no tengo miel y acabo de terminarme la leche.
—¿Empezamos, pues?
Comenzamos con Leaving On Your Mind. Mis dedos sabían que hacer, aunque los pensamientos y los sentimientos bulleran en mi cabeza. Sonia cantaba, y sonaba tan poderosamente triste que todos parecieron contagiarse, incluso Amos con su ropa veraniega y chillona. Lo vi mirar a Sonia, que tenía los brazos a los lados, las palmas levantadas y la cabeza un poco echada hacia atrás.
—No podemos —dije mientras se desvanecía la última nota—. No podemos cantar esto en la boda. Es un lamento.
—Ya lo hemos hablado —señaló Amos.
—Pero Sonia nunca la ha cantado así. Se van a poner todos a llorar.
—Eso está bien —intervino Joakim.
—¿Qué? ¿Todo el mundo llorando en una boda?
—La gente siempre llora en las bodas, y en el cine también. No puede considerarse un éxito si no lloran todos a moco tendido.
—No lloran porque piensen que se va acabar —señaló Guy—. Lloran porque son felices.
—No, lloran porque les embarga una emoción muy intensa —terció Neal—. No se puede considerar felicidad ni tristeza.
—Es demasiado tarde —comentó Sonia, con su sentido práctico habitual—. Es casi la única que todos nos sabemos.
—Es probable que tengas razón —concedí—. Aunque no sé qué va a pensar Danielle.
—¿A quién le importa lo que piense? —dijo Joakim, que obviamente no conocía a Danielle pero parecía haberle cogido aversión por principio.
—Es su boda —observó Sonia con amabilidad—. ¿Cuál va ahora?
En ese momento, el teléfono se puso a sonar y todos me miraron.
—¿Vas a cogerlo? —preguntó Guy al final.
—Colgarán enseguida.
El sonido se detuvo y por un breve momento reinó el silencio. Entonces empezó a sonar mi móvil, que estaba en la repisa de la ventana. Fui hacia allí y lo apagué sin mirar quién llamaba, porque ya lo sabía.
—Decide tú qué tocamos —le dije a Sonia—. Vuelvo en un momento.
Me dirigí al baño y cerré la puerta con pestillo. Luego me di la vuelta para mirarme en el espejo. Si observabas con atención, era posible distinguir el moratón por encima de la camisa. El maquillaje se había diluido un poco con el roce, y el cuello de la camisa lucía una mancha de suciedad naranja marronosa. Pero lo que más se veía era mi extraño aspecto. Si me hubiera tropezado conmigo misma andando por la calle, habría pensado que me pasaba algo. Parpadeé y una lágrima solitaria me rodó por la mejilla, dejando un rastro de piel medio limpia. Con el dedo índice volví a extenderme el maquillaje hasta que quedó uniforme. Deseaba mojarme la cara con agua helada, pero no podía hacerlo, así que me limité a quedarme allí de pie, mirándome desesperada.
Luego fui a la cocina y me puse un vaso de agua. Les oía hablar en la puerta de al lado y sabía que debía reunirme con ellos, pero era incapaz de obligarme a volver y fingir que era yo. Neal vino a buscarme, se acercó a mí, me cogió el vaso de la mano y lo dejó sobre la mesa.
—Esto no puede continuar.
—No te entiendo.
Ambos hablábamos en susurros, por miedo a que nos oyeran.
Él me levantó el pañuelo.
—Esto.
—No me toques.
—No te preocupes, no voy a hacerlo. Eso se lo dejo a tu querido Hayden.
—No quiero hablar de eso.
—No lo entiendo, Bonnie. Eres una mujer fuerte. Incluso dura. Hasta que pasó esto, habría jurado que jamás dejarías que nadie jugara contigo.
—No le he dejado.
—Mírate.
—Por favor, no me mires.
—Tienes un aspecto horrible. Hay un moratón enorme en tu cuello y apenas puedes mover la cara.
—Sólo porque está cubierta de maquillaje.
—No hagas bromas. Eres una víctima de maltrato.
—Eso no es cierto.
—¿Qué vas a hacer?
—¿Por qué crees que es asunto tuyo?
—No voy a quedarme a un lado y permitir que te haga esto.
—No volverá a hacerlo nunca más.
—Entonces ¿vas a dejarle?
Me di la vuelta.
—Soy yo quien tiene que solucionar esto, no tú.
—No hago esto por ser amable —siseó al tiempo que se inclinaba hacia mí y yo me apartaba—. No voy a mantenerme al margen. Voy a ir a verle y a decirle que te deje en paz, ¿me oyes?
—¿Oír el qué?
Amos estaba de pie en la puerta y parecía divertido.
—Nada —contesté.
—Nada en absoluto —remató Neal.
—Bueno, sea lo que sea esa gran nada, tomaos un respiro y venid a ensayar. Os estamos esperando. Parece que te has quemado con el sol, Bonnie —añadió cuando pasé a su lado—. Con esa piel tan clara, deberías tener cuidado.
Cuando bajé del tren en King’s Cross, la noche casi había caído ya; el cielo estaba de un lila luminoso y el aire era pesado. Parecía que el cielo fuera a romperse y caer sobre la tierra. No fui directa a casa. Tenía que pensar y aclararme la mente, así que caminé junto a todos los pisos nuevos, las oficinas con cristales curvos y las franjas de terreno que estaban despejando para reurbanizarlas, hasta llegar al canal. Londres parecía hacerse pequeño. El agua era de un marrón oscuro y turbio, del color del té, y estaba surcada por pequeñas ondas. Noté las primeras gotas de lluvia sobre la cara y me encogí con un escalofrío; con aquella ropa fina, sentí frío de repente. Estaba cansada, nerviosa por la cantidad de cafeína que había tomado y muerta de hambre. Pero mi mente seguía agitada.
Avancé por el camino de sirga. En el muelle había una barcaza con maceteros en cubierta, y en la cabina distinguí a una mujer de mediana edad con gafas que leía el periódico. Un corredor pasó a mi lado, resoplando. En el agua flotaban algunos trozos de basura. Una ráfaga de viento me lanzó más gotas a los brazos y las mejillas y el cielo se oscureció. Se acercaba una tormenta.
Conseguí acabar el ensayo; asentía cuando la gente me hablaba, torcía la boca en lo que semejaba una sonrisa y pronunciaba palabras que nadie más parecía considerar extrañas. Y al final la gente se marchó, metieron sus guitarras en las fundas y recogieron las partituras mientras hablaban del próximo encuentro. Sonia fue la primera en irse y Neal, el último. Lo acompañé hasta la puerta, ignorando sus miradas torvas y suplicantes, y la cerré detrás de él con un suspiro de alivio. Entonces me di mi tercera ducha del día, fría, por supuesto, pero bienvenida porque yo estaba pegajosa de la cabeza a los pies y me sentía tan sucia como si me hubiera pasado el día en medio del tráfico abrasador. Eché la cabeza hacia atrás y dejé que los chorros de agua me alcanzaran la cara y me cayeran por los hombros y la barriga como un río. Oí el sonido del teléfono. Me masajeé el cuello con cuidado y retiré todo el plastón naranja. Volví a lavarme el pelo y luego me senté en el suelo de la ducha, me afeité las piernas y me corté las uñas de las manos y de los pies.
Me sentía mejor y al mirarme en el espejo ya no tenía tan mal aspecto. El moratón estaba hinchado y se veía, pero no era del floreciente negro azulado que yo esperaba, sino de un amarillo sucio. Las costillas me dolían mucho, pero podía mantenerme erguida. Se me veía agotada, aunque no hasta un punto preocupante. Me vestí con una camiseta grande, me preparé una taza de té de hierbas y puse un CD de Joni Mitchell. Me senté en el sofá, que seguía en la esquina de la habitación, y cerré los ojos. El teléfono volvió a sonar, pero lo ignoré y dejé que la música llenara mi cabeza.
Toda la vida me había sentido orgullosa de ser fuerte e independiente. Dura, ésa era la palabra que había usado Neal; fría, como había dicho Hayden en el pasado, en tono de admiración, como si decirlo le estimulara. Había crecido en un hogar en el que mi padre tiranizaba a mi madre y me prometí a mí misma que a mí nunca me ocurriría lo mismo. A veces ser fuerte implicaba ser fría, ser independiente, no entregarse. Amos solía quejarse de que siempre había algo reprimido en mí, y a lo mejor tenía razón; a lo mejor ése era el motivo de que al final hubiéramos tomado caminos distintos. Lo sabía y, en cualquier caso, no importaba ya: aquello se había terminado. Amos quería a Sonia, y nuestra relación se desvaneció incluso mientras pensaba en ella. Apenas podía recordar cómo habíamos sido cuando estábamos juntos y ahora, al verle, me sorprendía un poco que en algún momento hubiéramos podido sentir un apasionado deseo por el otro. ¿Cómo era eso posible?
Pero Hayden me había superado. Si yo era independiente, él se mostraba distante; si a mí la intimidad me causaba un punto de inquietud, él le tenía auténtica fobia. Yo quería ser libre, pero él quería serlo aún más, y para él, libertad significaba renunciar a cualquier atadura, dejarse llevar por el viento. Un viento enfermizo lo había empujado a mi vida y el mismo viento se lo estaba llevando. Y me di cuenta, tendida en el sofá mientras escuchaba a Joni Mitchell cantar sobre el amor y la desilusión, de que con él yo había adoptado el papel, tan poco familiar para mí, de la sumisa y la que más quería, la que sufría, a la que abandonaban.
Me había pegado, dos veces. Lo que yo quería, lo que esperaba sentir, era rabia, que su reconfortante fuego quemara cualquier otra emoción sin dejar espacio para la pena o el arrepentimiento. Recordaba su cara torcida con una mueca despiadada y sus puños cayendo sobre mí, y a continuación veía su rostro limpio por el amor que sentía por mí.
Joni Mitchell terminó. Me levanté y fui al dormitorio; cogí su nota para volver a leerla, aunque ya sabía lo que decía: «Hay algunas cosas que me gustaría contarte y que tendría que haberte contado antes. Por favor, déjame verte. Por favor. Lo siento. Lo siento mucho, lo siento muchísimo. H».. La contemplé como si contuviera algún código secreto que tenía que descifrar. El sol estaba bajo y su luz ondeaba en el techo como agua. El día se estaba convirtiendo en noche. El teléfono sonó una vez más y, cuando dejó de hacerlo, un ominoso silencio se abatió sobre el piso.
Al final me puse en pie, me vestí con unos tejanos claros rotos por la rodilla, una camiseta y una fina chaqueta gris. Al salir de casa sentí el cálido aire del anochecer en mi cara, su aliento a pleno verano.
Un rayo cruzó el cielo en la distancia y conté hasta diecisiete antes de que el trueno retumbara. Casi diecisiete kilómetros. ¿Quería decir diecisiete kilómetros hacia arriba o hacia un lado? Mientras abandonaba la cuenca del canal y subía por Camden Road, empezaron a caer unas gotas gordas, que rebotaban en el pavimento como pequeñas bombas mientras la gente corría a refugiarse. No me importaba mojarme. Caminé a paso constante por la calle y noté como la lluvia me empapaba la cabeza. Pronto las gotas separadas parecieron confluir y empezó a caer una cortina de agua. Era como si me hubiera tirado al río. O a un pantano, pensé, y me sacudió un temblor al volver a recordar lo que sabía que jamás olvidaría. Mis pies chapoteaban en los charcos y el pelo me goteaba. El corazón me latía con rabia.
No me quedaba batería en el móvil, así que volví al piso, me saqué la ropa mojada, me sequé con una toalla y me puse unos tejanos y una camiseta. Luego llamé desde el fijo.
—Tengo que verte. Sí, ahora. ¿Estás en casa? ¿Sola? Vale. Quédate ahí, ahora voy.
Sonia abrió la puerta antes de que me diera tiempo a llamar al timbre. Llevaba el pelo recogido en una coleta tirante y tenía sombras oscuras debajo de los ojos; parecía que alguien le estuviera tirando de la piel. Se apartó a un lado y yo entré. Por lo general, yo no iba a casa de Sonia; era ella quien venía a la mía o bien quedábamos en pubs, cafeterías y casas de otra gente. Y ahora, por supuesto, ella parecía pasar la mayor parte del tiempo en la de Amos. No era sorprendente: tenía alquilado un bajo deprimente, húmedo y soterrado, a unos minutos de mi piso. Siempre me había intrigado que Sonia, que mantenía un gran control sobre su vida, tan práctica y cuidadosa con el dinero, ahorradora incluso en un sentido pasado de moda, no hubiera subido todavía al escalafón de los propietarios.
—¿Quieres beber algo?
—No.
Me senté a la mesa de la cocina y junté las manos con fuerza. Sonia se sentó frente a mí.
—Qué tiempo tan horrible. No he conseguido obligarme a salir. Me he estado preparando para el nuevo curso; sólo quedan unos días.
Por una vez, no hablé atropelladamente. Ni siquiera hablé. Aún no.
—No sé qué decir, Bonnie. No puedo hacer nada por arreglarlo. Fue un accidente, lo sabes. Aun así, maté a Hayden. Y te engañé. Lo siento. No puedo decir nada más que lo siento mucho. Siento lo que hice y siento tu pérdida.
La miré, esperé. El silencio se volvió denso a nuestro alrededor. Cuando al fin hablé, lo hice lentamente. Casi podía saborear cada palabra.
—No he dejado de darle vueltas —empecé—. Sigo viendo su cara, su cara muerta y hermosa. Recuerdo lo que sentía al tocarle. Supongo que a ti te ocurre lo mismo: las imágenes no se desvanecen. Aunque no es esto en lo que he estado pensando esta vez. Cuando me enteré por fin de que no había sido Neal, y él supo que no había sido yo, pero antes de que supiéramos que habías sido tú, los tres comparamos los escenarios del crimen: el que él se encontró y se encargó de alterar, y luego el desordenado que me encontré yo; desordenado por él, como descubrí después.
—¿Adónde quieres llegar?
—A que el que tú dejaste fue el que él encontró. Pero era un escenario ordenado; no había nada fuera de lugar, sólo Hayden muerto en el suelo. Él lo desordenó todo para que pareciera un asalto o un accidente, un robo que había salido mal o algo así. Lo más probable es que no supiera muy bien lo que hacía, sólo quería que tuviera el aspecto de algo que no era.
—Bonnie —dijo Sonia, bajando la voz—, querida, vas a volverte loca si no paras de darle vueltas. Déjalo correr.
—No. Escucha. No había nada tirado ni roto en ese momento. Pero tú dijiste que sí. Lo dijiste, Sonia. Puedo oír tus palabras mentalmente; las he repasado una y otra vez. Dijiste que fuiste a pedirle que me dejara en paz, y que las cosas se torcieron y él perdió los estribos; algunos objetos se rompieron y tú cogiste el que encontraste más a mano. Eso es lo que dijiste.
—Y es lo que pasó. Se abalanzó sobre mí y me entró el pánico y… bueno, así fue como todo se estropeó.
—Y sin embargo todo estaba en su sitio cuando Neal llegó unos minutos más tarde. Encontró una escena del crimen perfectamente ordenada, una escena donde nadie se había peleado.
—A lo mejor lo vio mal, o a lo mejor fui yo. Por el amor de Dios, Bonnie, estaba en estado de shock. Un hombre había muerto. A lo mejor no lo recordaba todo con claridad.
—Eso no parece propio de ti, Sonia.
—Lo siento si no me comporté con una calma y una lógica absolutas. Creo que ninguno de nosotros lo hizo.
—No —repliqué—. Tú dejaste el piso ordenado. Lo mataste, sin duda lo hiciste, pero no tal y como lo explicaste.
—No sé qué intentas decir.
—Ésa fue la otra cosa que me llamó la atención —continué—. Una vez que te diste cuenta de que yo lo había hecho para proteger a Neal y que él lo había hecho para protegerme a mí, sabías que ambos te protegeríamos a ti. ¿Por qué no nos lo contaste? Siempre has actuado de manera lógica, Sonia, y lo más lógico era haber hecho eso.
—No pensaba con lógica —se defendió Sonia.
—Tú siempre piensas con lógica —la rebatí—. Eso me hizo pensar. Traté de averiguar si había alguna relación entre Hayden y tú, aparte de mí y de esa gilipollez de ir a verle porque me había golpeado.
—Bonnie, ¿cómo puedes decir eso?
—Y así lo hice. ¿Te acuerdas de esa fiesta a la que fuimos todos después de tocar en la barbacoa de final de curso?
No me contestó.
—Claro que te acuerdas. Fuimos tú, Amos, Neal, Hayden y yo. Allí había una mujer que te conocía de antes. Se llama Miriam Sylvester.
—¿Miriam Sylvester? —Sonia pronunció el nombre poco a poco, separando las sílabas, y negó con la cabeza—. No.
—Oh, vamos, Sonia. Seguro que te acuerdas. Al fin y al cabo, las dos erais profesoras en tu último trabajo.
—Ah, ella. Sí, la recuerdo. Al oír su nombre fuera de contexto no lograba ubicarla.
—Hoy he ido a verla.
Se levantó y puso agua a hervir mientras hablaba dándome la espalda:
—¿Por qué? ¿Era amiga de Hayden?
—Sí. Hemos hablado de él. Estaba afectada. Bueno, las mujeres querían a Hayden por todos sus defectos, ¿no? Excepto tú.
—A mí no me caía tan bien —dijo Sonia—. Era un matón que pegaba a su novia.
—Aunque eso no lo sabías, ¿verdad?
—¿Cómo?
—Creo que no supiste que me había pegado hasta después de matarle. No creo que te dieras cuenta en ningún momento de que estábamos juntos.
—Claro que lo sabía. Te lo dije. Por eso fui a verle.
—Me explicaste que habías ido a verle para advertirle que no volviera a ponerse violento sólo después de que yo te contara que me había pegado. Cuando te diste cuenta de que resultaba una excusa conveniente a la que agarrarte. Antes no lo sabías. Ésa no es la razón por la que fuiste a verle, ¿verdad? Contéstame. Dime lo que ya sé.
—¿Contestar el qué? Lo que dices no tiene sentido.
Su tono era gélido.
—Recuerdo que conocí a Miriam en esa fiesta y que no parecías gustarle mucho. Así que he cogido el tren hasta Sheffield para preguntarle. Por lo que me dijo, no tiene nada en contra de ti como profesora.
Sonia dejó el hervidor sin encenderlo, se acercó y se sentó. Tenía los ojos muy negros y la cara, muy blanca.
—De repente tuviste que dejar tu escuela y venir a Londres.
—Me marché. ¿Y qué?
—Miriam me habló de un chico llamado Robbie, que murió, y de que toda la escuela hizo una colecta para recaudar dinero para hacerle un homenaje.
—Continúa con lo que estás diciendo, entonces —me pidió, con una calma perfecta. No le temblaban ni las manos.
—Tú robaste el dinero de la colecta.
—Eso no es verdad.
—Reunieron dinero porque había muerto un chico de trece años y la escuela quería hacer algo para homenajearlo. Buscaron patrocinadores, organizaron pruebas deportivas, se dedicaron a lavar coches. Y tú usaste ese dinero como entrada para un piso bastante bonito.
—Miriam Sylvester te ha dado una versión completamente distorsionada de lo que ocurrió.
—Ahora entiendo por qué vives en este agujero de mala muerte y no tienes dinero. Todavía estás pagando la deuda, ¿verdad?
Tenía que lanzárselo a la cara; ella aún mantenía toda su compostura.
—Bonnie —dijo—. Piensa un momento. Lo que te ha contado no tiene sentido. Hubo una disputa por el uso de algunos fondos de la escuela y la cosa se puso fea. Cualquiera que hubiera robado dinero de esa forma habría sido detenido y le habrían mandado a la cárcel. Estás cometiendo un terrible error. Ya sé que estás sometida a un gran estrés.
—Oh, ahorrate eso, Sonia. Ya me has mentido bastante. Miriam me lo explicó todo. No querían implicar a la policía y arrastrar a un juicio a la escuela, con toda la desastrosa publicidad que conllevaría. Miriam me habló de la carta firmada por ti en la que lo admitías, de que ibas a devolver el dinero, de cómo te marchaste. ¿Vas a seguir negando la evidencia?
—Creo que deberías irte.
—Tú despreciabas a Hayden. Tal vez no fuera un santo, pero él nunca habría hecho algo así.
—Sí que perdiste la cabeza por él, ¿eh?
Sentí como se desataban mi ira y mi dolor; casi me bloquearon la garganta, así que me costaba hablar y, cuando lo hice, mi voz sonaba desconocida, baja y ronca.
—¿Y si fue así? ¿Y si perdí la cabeza por él? ¿Y si le amaba? ¿Si le quería y no podía estar lejos de él? ¿Y si siento que voy a volverme loca por lo mucho que le echo de menos? Ése no es el tema; lo importante aquí no son mis sentimientos, ni si Hayden era o no un buen hombre, o si se comportó mal. No, hablamos de una vida que ha sido robada. Una vida, Sonia. Una vida entera.
Me detuve. A mi alrededor, el aire vibraba.
—¿Vas a contarme lo que pasó? —pregunté en un tono más bajo—. ¿Lo que te dijo Hayden?
—No pasó nada.
—Vale. Entonces te contaré yo todo lo que sé. Ahora está bastante claro. Miriam le habló a Hayden de ti y él debió de decírtelo. Estoy segura de que no se trataba de un chantaje; a Hayden no podía molestarle algo así. Pero te lo mencionó para bajarte un poco los humos. No le gustaban los hipócritas.
—¡Ya es suficiente! —Por fin se le había roto la voz.
—Eso ya era bastante malo para ti, pero sabías que iría a peor. Él sería incapaz de resistirse a hablar sobre ello. Lo más probable es que, para empezar, me lo hubiera contado a mí, ¿verdad? Y entonces adiós a la subdirección de la escuela, adiós a la superioridad moral, a Amos, por no hablar de que no podrías salir nunca de este cuchitril. Así que ¿qué hiciste? A lo mejor fuiste a verle para decirle que no era verdad y que no debía contárselo a nadie.
—Eso es una fantasía.
—Si lo hiciste, él debió de reírse. La engreída de Sonia intentando cubrir sus huellas. Lo habría encontrado divertido. O a lo mejor sabías desde el principio que ibas a matarlo. Eso es lo que yo creo. Cuanto más pienso en ello, más segura estoy de que sabías de antemano que ibas a matarlo. Él representaba una amenaza para ti y tus maravillosos planes. Cuando viniste al ensayo ya lo sabías, ¿verdad? Fuiste eficiente y amable; ordenaste el piso por mí; cantaste Leaving On Your Mind más maravillosamente que nunca; lo hiciste todo de forma impecable. Y durante todo el rato, sabías lo que ibas a hacer. Luego te marchaste antes que nadie, fuiste a su piso y cogiste el jarrón y le golpeaste en la cabeza con él. Nada de homicidio. Asesinato. Asesinato a sangre fría. Eres una asesina.
El rostro de Sonia estaba pálido como el de un muerto, excepto por las manchas rojas de sus mejillas.
—Si yo fuera tú, pararía ahora mismo.
—¿O qué?
—O iré a la policía y les contaré que fui tu cómplice para deshacerte del cuerpo de Hayden.
—No hay problema —contesté—. Por mí no hay problema alguno. No me importa. De hecho, sería un alivio para mi conciencia; ya sabes, esa extraña vocecilla de la cabeza que te atormenta cuando has hecho algo mal. Tú les cuentas lo que yo hice y yo les contaré lo que hiciste tú.
—No te creerán. Son todo conjeturas.
—Pruébalo y veremos.
—Incluso aunque tuvieras razón, Neal, tú y yo destruimos las pruebas.
Me apoyé en el respaldo de la silla y crucé los brazos sobre el pecho. Me sentía impotente y desconsolada.
—Tienes razón —convine—. Pero aún está Miriam Sylvester y el documento que firmaste.
—Entonces ¿a qué viene todo esto?
—Vas a dejar la escuela. Vas a abandonar la enseñanza y nunca la vas a retomar. Y vas a dejar a Amos.
Hubo un silencio profundo.
—Eso es dejar muchas cosas —dijo ella al final.
Casi me hizo sonreír. Era como estar contemplando a un gran actor indomable e inquebrantable.
—Todavía no lo entiendes, ¿no? ¿Has oído hablar alguna vez del arrepentimiento o la culpa? Has matado a alguien. Lo planeaste y luego fuiste y lo hiciste. El hecho de que yo le conociera y me preocupara por él no es relevante. No le mataste para protegerme o en defensa propia o por accidente. Lo planeaste y lo ejecutaste porque no querías que se descubriera tu sucio y desagradable secreto. Pusiste eso por encima de una vida. Así que no, no es dejar muchas cosas, Sonia.
—¿Tienes algo más que decir?
Tenía la cara blanca y su boca estaba apretada en una mueca salvaje, pero mantenía el control. ¿Había algo que pudiera hacerla derrumbarse?
—Sí. Sí que hay algo. En primer lugar, si alguna vez la policía está a punto de inculpar a otra persona, se lo contaré todo, sin dudarlo un momento. Y segundo, te estaré observando, no pienses lo contrario. Si no te ciñes a mis condiciones, lo sabré. No lo dejaré pasar.
—De acuerdo. Ahora creo que puedes encontrar la salida tú sola.
—Antes de que me vaya tienes que decir que aceptas mis condiciones.
Vi como tensaba y destensaba la mandíbula mientras se le abrían las narinas. Luego dijo en un tono glacial:
—De acuerdo. Las acepto.
—Perfecto. —Me levanté de la silla—. Entonces, adiós.
—Adiós —y añadió—: Sólo hice lo que deberías haber hecho tú. Lo que no te atreviste a hacer.
Por un momento, entendí lo que sería matar a alguien fruto de una ira abrasadora e inútil. Sentí que la presión crecía en mi interior como una tormenta hasta que empezó a latir por detrás de mis ojos y me llenó la garganta y me hizo apretar los puños.
—Me das asco —dije—. Hayden valía cien veces más que tú. Mil veces.
Me di media vuelta y salí de la cocina de Sonia. Al cerrar la puerta tras de mí, oí un violento grito y luego un terrible estruendo de cristal roto, o de objetos que golpeaban contra todo. El grito se prolongó, como el de un animal atrapado en una trampa. Me quedé allí de pie un momento, escuchando a la mujer que una vez había sido mi mejor amiga aullando como una criatura agonizante. Luego me marché.
Me tomé mi tiempo mientras caminaba lentamente por la calle hacia el piso de Liza, como si estuviera en un sueño. La gente pasaba a mi lado y parecía pertenecer a un mundo distinto, un mundo lleno de propósitos y certezas, de normas que seguir y sitios a los que ir. El sol se había hundido en el horizonte y hacía frío en la misteriosa penumbra. Yo temblaba debajo de mi fina chaqueta. El verano se estaba desvaneciendo; pronto llegaría el otoño.
¿Cuánto puede cambiar una persona? ¿Cuánto puedes confiar en que cambie? ¿Hasta dónde debe uno guiarse por la cabeza y hasta dónde por el corazón? Si necesitas tanto, tanto, tanto sentir como te rodean los brazos de alguien, su aliento en el pelo, oír su voz susurrando tu nombre, ¿está mal ceder a eso?
Cada paso que daba hacia Hayden me acercaba a una decisión. Me detuve un momento y me quedé de pie, debajo de un platanero nudoso. Amar y ser amado, desear y ser deseado, pero ser débil frente al poder de otro, ser herida, traicionada, abandonada otra vez.
Obviamente, los músicos no asistimos a la ceremonia de la boda. Gracias a Dios. Mientras Danielle y Jed pronunciaban sus votos sagrados en una iglesia de la calle Strand, frente a sus seres más queridos, nosotros transportamos el equipo al sótano de un hotel de Holborn, mientras otras personas arrastraban mesas, llevaban pilas de platos y preparaban jarrones con flores.
No éramos el más alegre de los grupos. Un par de días antes, por la noche, había oído un sonido en la puerta que apenas era un golpe. Parecía más como si alguien rascara y arañara la madera, desesperado. La abrí y me encontré a Amos con el rostro bañado en lágrimas.
—Sonia me ha dejado —dijo.
Le dejé entrar, lo senté en el sofá y le puse un vaso de whisky entre las manos temblorosas. Se lo bebió como si se estuviera muriendo de sed y se puso a hablar entre sollozos.
—Me ha dejado, así, sin más —me explicó.
—Lo siento.
—Se va —continuó—. Literalmente. Se va de la ciudad, deja su trabajo. Va a conseguir un trabajo en otra parte. Ni siquiera quiere decirme dónde. —Se frotó los ojos con las manos—. ¿No vas a decir nada?
—No sé qué decir —contesté con una extraña sinceridad.
—¿Tú lo sabías? —preguntó—. ¿Sabías que iba a tirarlo todo por la borda, a abandonarlo todo?
En realidad era una pregunta retórica, porque durante una hora o más Amos habló y lloró y siguió hablando. Yo quería decirle que parara. Quería decirle que yo no era la persona a quien debía contarle estas cosas. Podría haberle preguntado por qué estaba tan ansioso por demostrarme la intensidad de sus sentimientos hacia otra mujer pero, si servía de algo, ya conocía la respuesta. A Amos le gustaba tener el control, y aquello había ocurrido sin más; no formaba parte de su plan. No se me ocurría ninguna pregunta adecuada, y tampoco me importaba mucho. No había nada que Amos pudiera decirme, así que al final resultaba más sencillo limitarme a sentarme y mostrarme comprensiva, llenarle el vaso de whisky y dejarle hablar.
Al final, cuando se puso de pie, un poco inestable, para irse, dijo:
—Sabes lo que significa esto, ¿no?
—¿Qué?
—Ahora no podemos tocar.
Le dije con firmeza que lo habíamos prometido. Yo iba a hacerlo y él también. Cuando el resto del grupo se enteró de lo de Sonia, reaccionó con más calma. Guy empezó a decir algo sarcástico y cortante, pero todo cuanto había pasado, tantos conflictos, habían acabado con su belicosidad y se limitó a murmurar que se esforzaría y no me fallaría. Joakim apenas se encogió de hombros.
—Supongo que no es asunto mío por qué lo ha hecho —dijo.
—De hecho —observé—, sin Sonia, tú y yo vamos a tener que cantar casi todos los temas.
Así que los dos nos reunimos y resolvimos las voces en una sesión rápida. Joakim tenía una voz aguda, de grupo de indie, pero era probable que eso llamara la atención de las adolescentes de la boda. Yo no estaba segura de la mía. No era exactamente Bessie Smith, a quien me hubiera encantado parecerme ni que fuera un poco, pero era capaz de aguantar una nota, y estaba acostumbrada a cantar frente a una clase para enseñar cómo debían ir las cosas.
Cuando se lo conté a Neal, al principio pareció preocupado y luego, suspicaz.
—¿Se le ha ido la olla? —preguntó—. ¿Va a ir a confesar de repente para limpiar su conciencia?
—Definitivamente no —le contesté—. Ella no es así.
Neal se quedó pensativo.
—¿Hay algo que deba saber? —preguntó.
—No —dije, otra vez con sinceridad. Había cosas que él no sabía y nada que debiera saber, pero tenía la sensación de que no podía dejarlo así—. Supongo que era inevitable. No creo que pudiéramos seguir juntos con algo así pendiendo sobre nuestras cabezas. Es probable que su decisión de mudarse sea lo mejor; estará con gente nueva en un trabajo nuevo.
—Pero ha dejado a Amos —observó Neal.
—Probablemente sea una suerte para los dos.
—Eso es un poco duro.
—Déjame ser un poco resentida.
Un miembro del personal del hotel nos llevó a un escenario improvisado al final del hall. Mientras lo montábamos todo, me sentí como si fuéramos un grupo de personas que volvían de una noche en la que se habían emborrachado a base de bien y se habían contado demasiadas cosas; algunas no las recordábamos muy bien, de otras, nos avergonzábamos. Y ahora, después de que todo hubiera pasado, teníamos algo de resaca o íbamos aún un poco bebidos, y éramos incapaces de mirarnos a los ojos. Oh, y por supuesto estábamos nerviosos porque teníamos que actuar delante de un grupo de desconocidos.
Poco a poco la gente empezó a llegar de la ceremonia y se puso a buscar su sitio en las mesas. Yo creía que sentirían curiosidad por nosotros, pero apenas repararon en nuestra presencia. Entendí lo que significaba ser una de esas personas invisibles, las que te cogen el abrigo o te traen la comida o recogen cuando tú te vas. Al final, Danielle y Jed entraron como si fueran una pareja famosa a la que no reconoces del todo, y les recibieron con gritos y clics de las cámaras de los móviles. Ellos desfilaron de mesa en mesa, abrazando a la gente y dando besos en las mejillas. Entonces Danielle nos vio, soltó un grito y, con el enorme vestido crema ondeando tras ella, corrió hacia nosotros con el novio a rastras.
—¡Odiosmío, odiosmío! —dijo, antes de abrazarme—. Es el día más increíble de mi vida. Estaba tan nerviosa… Creía que se me iba a olvidar mi nombre. Ni siquiera puedo recordar si lo he pronunciado bien. No recuerdo ni una sola de las palabras que he dicho. Es probable que aún no estemos casados. Éste es Jed. Jed, Bonnie. Bonnie, Jed. ¿No está fantástico?
Jed era alto y lucía una mata de pelo rubio. Llevaba un chaqué gris con un chaleco muy historiado. Nos inspeccionó con una expresión de leve incredulidad.
—Eres genial, Bonnie —dijo Danielle—; venir aquí después de todo lo que te ha pasado. Ha sido horrible. No puedo imaginar lo que habrá sido para ti. Aquí todos hablan de ello. —Yo era incapaz de decir nada, así que me limité a asentir—. Cuando volvamos de… bueno, se supone que no debo decir adónde vamos; cuando vuelva, tenemos que quedar y hablar como es debido. Quiero que tengamos una buena conversación. —Se interrumpió y nos miró a todos—. ¿Esto es lo que vais a llevar?
Íbamos vestidos con ropa de country alternativo, que era casi igual que la que llevábamos normalmente: tejanos y camisas. Yo me había puesto también unas botas vaqueras que había encontrado en el fondo de una de mis cajas del traslado.
—Es lo que le pega a la música —le dije.
—Genial. ¿Ha llegado ya la cantante?
—Sonia no podrá venir —le expliqué.
—¡Odiosmío! —exclamó ella—. ¿Ha pasado algo?
—Se ha retrasado y no podrá llegar a tiempo —expliqué—, pero veremos qué podemos hacer.
—Bien, bien —dijo Danielle, como si acabara de tener el primer presentimiento de que algo podía ir mal en su día perfecto—. He pedido que os preparen algo para comer. Si hablas con Sergio, ese hombre tan dulce con la chaqueta morada, os lo servirá. Después del banquete habrá algunos discursos y ya podréis empezar a tocar. ¡Tengo tantas ganas de oírte y bailar un poco!
Sergio nos acompañó fuera de la sala principal y nos hizo entrar en una especie de zona que quedaba a un lado, con cajas de cartón y una mesa de picnic sobre la que había algunos trozos de pollo, una botella de vino y un cartón de zumo de frutas. Joakim y Neal comieron con ganas mientras los demás sorbíamos las bebidas sin hablar. Guy bebía zumo de naranja, pero yo me decidí por el vino. Si iba a cantar delante de toda aquella gente, lo necesitaría.
Los discursos eran perfectos. El mejor amigo de Jed contó historias que fueron un completo desastre, sobre borracheras y anteriores novias. En el exterior se oía el soplido del viento y el canto de los grillos. Luego el padre de Danielle leyó un discurso demasiado largo y del que resultó que había perdido una página, lo cual le quitó bastante sentido al resto. Para cuando brindó con los novios, habría sido difícil no mejorarlo. Danielle cogió el micrófono y dijo a los invitados que iban a asistir a una gran sorpresa, que una de sus más viejas amigas era músico, que llevaban todo el verano ensayando y habían superado un montón de obstáculos y finalmente pidió que todos aplaudieran a Bonnie Graham y su grupo.
Subimos al escenario un poco avergonzados, excepto Guy. Le vi tomar asiento detrás de la batería y tuve la sensación de que, en su imaginación, estaba en 1972, convertido en John Bonham y saliendo a golpear sus bombos con Led Zeppelin. Yo habría preferido llevar gafas de sol, como Roy Orbison, pero ya era demasiado tarde. Me senté ante el teclado, le di unos golpecitos al micrófono y felicité en un murmullo a Danielle y… Primero hubo una pequeña pausa, porque había olvidado el nombre de Jed y luego, justo antes de decirlo al fin, una de las guitarras se acopló y los invitados hicieron una mueca y se llevaron las manos a los oídos. Neal me dirigió una mirada de disculpa.
—Un poco de rock’n’roll —susurró.
—Les pido disculpas —le dije al público—. Esto va por Danielle y Jed.
Y empezamos a tocar It Had To Be You. Fue como una experiencia extrasensorial. Vi como Danielle y Jed avanzaban indecisos hacia el espacio abierto, se rodeaban con los brazos y comenzaban a bailar. Yo me estaba escuchando a mí misma. Mi voz sonaba frágil, aunque eso estaba bien: se trataba de una canción frágil. Joakim lo hacía bien, por supuesto. Guy también. Neal no mucho, y Amos era un completo desastre: no hacía más que introducir notas equivocadas por todos lados. Tenía los ojos vidriosos, como si estuviera a punto de desvanecerse. La canción llegó al final y hubo bastantes aplausos.
Joakim se acercó al micrófono.
—Esta canción tal vez no sea muy adecuada para una boda —dijo—. De hecho, es absolutamente inadecuada. Pero nos gusta.
Mientras yo cantaba la primera frase, en la que a grandes rasgos informaba al hombre de que, puesto que está claro que quería irse, podía hacerlo ya mismo, vi que la incredulidad recorría al público como una ola mexicana. En algunas caras se distinguía una mirada de gran preocupación, quizá incluso de horror. Otros sonreían. No había nada que hacer. No podía parar y probar con otra, así que me concentré en cantar y, mientras lo hacía, ocurrió algo del todo inesperado. De repente sentí la canción de una forma en que no la había sentido durante todas las semanas de ensayos. Todo el dolor que reflejaba la música por las despedidas, por obligarte a ti misma a decir adiós, por reconocer el espacio que existe entre tú y otra persona que una vez estuvo muy cerca de ti, me llegó al corazón. No la canté con un sollozo en la voz, como hace Patsy Cline, pero noté que me emocionaba. Estaba convirtiendo una canción triste en algo más triste todavía. Al terminar, apenas hubo un atisbo de aplauso y sí más bien un silencio atónito, aunque no quise saber si se debía a que la gente estaba conmovida, horrorizada o incómoda.
Me puse de pie y me sujeté el banjo con la correa, Joakim cogió su violín y yo le indiqué al público que era hora de empezar a bailar. Empezamos a tocar Nashville Blues, la primera canción que habíamos tocado como grupo; de inmediato noté un murmullo de alivio en la sala y todos se apresuraron hacia la pista de baile, aunque sólo fuera un intento masivo para fingir que los cinco minutos previos no habían existido. Se trata de una canción que se basa en pasarse la melodía entre el banjo, la guitarra y el violín, en una especie de competición amistosa, y una vez vimos cómo respondía la gente, la alargamos como si fuéramos jugadores de bádminton que mantienen el volante en el aire. Incluso a Amos se le veía un poco más animado. Por un momento tuve la sensación que se suponía que debía tener, lo que la música buena de verdad puede hacer por ti, las heridas que sana, los indicios que puede darte de que existe algo mejor. Sabía que no estábamos tocando música buena de verdad —o, por lo menos, no estábamos tocando tan bien—, pero no lo hacíamos mal y lo hacíamos juntos.
La unidad que nos proporcionaba la música era una ilusión. Yo le había mentido a Amos. Y hasta cierto punto también a Neal. Guy creía que yo había llevado a su hijo por el mal camino. ¿Y Joakim? ¿Lo había llevado por el mal camino? Y luego estaban las personas que no se encontraban allí. Los vacíos y las ausencias, las caras que nunca volvería a ver.
Pero al público no parecía importarle, y cuando, de forma caótica, pusimos fin a la canción, no sólo hubo aplausos, sino también vítores, silbidos y gritos. Nos lanzamos con otro tema instrumental todavía más bullicioso y el baile alcanzó proporciones de tumulto. Entonces tocamos una canción de Hank Williams, extrañamente alegre y bailable, y acabamos con otro tema de Patsy Cline, esta vez optimista. Aunque ése no fue el final. Al terminar y dar las gracias al público, Jed saltó al escenario, agarró el micrófono y preguntó a voz en grito si querían más. Resultó que sí. No teníamos ninguna otra canción, así que volvimos a tocar Nashville Blues pero la alargamos más rato y parte del público hizo incluso un amago de coreografía bluegrass. Al terminar hubo un rugido de aclamación. Acabábamos de descubrir uno de los secretos de la vida, que es hacer creer a la gente que eres mejor de lo que en realidad eres.
Mientras me bajaba del escenario, Danielle apareció frente a mí y me lanzó los brazos al cuello. Su pelo olía a rosas.
—Has hecho algo maravilloso por mí —dijo—. Gracias.
¿Qué habría dado por retroceder en el tiempo y que no me lo hubiera pedido? ¿O para que me lo hubiera pedido y yo le hubiera dicho que no? Cualquier cosa. Todo.
—De nada —contesté.
Me dirigí al bar. Estaba temblando y necesitaba beber algo más para calmarme. Me hubiera apetecido un vodka o un whisky, pero sólo había champán. Picaba tanto y tenía tanto gas que me resultaba difícil bebérmelo tan rápido como me hacía falta. Me costó varios tragos acabarme la copa.
—Ha estado muy bien —dijo una voz a mi lado.
Me di la vuelta para mirar y la cara fue tan inesperada y estaba tan fuera de contexto que al principio no la reconocí. Luego sí. Era Joy Wallis. La detective.
—¿Qué hace usted aquí?
—Quería hablar con usted —contestó— y, aunque es poco ortodoxo, lo sé, me pareció divertido verla trabajando. Y lo ha sido.
—Gracias.
—¿Qué es exactamente una jambalaya? —quiso saber.
—No estoy segura; yo sólo he tocado la canción. Es algo que se hace en los pantanos del Sur.
—¿Es algo de comer? —preguntó Joy—. ¿O un ritmo para bailar?
—Yo creía que era algo a lo que asistías. Como una fiesta.
Joy miró a su alrededor.
—¿Esto es una especie de jambalaya?
—Lo siento —dije—. ¿Qué quería preguntarme?
—Preguntarle no —respondió ella—. Contarle. Me sentía un poco culpable. Me temo que fuimos un poco duros con usted.
—Siento mucho no haber podido ser de más ayuda —dije—. ¿Cómo va?
—En realidad no va. Voy a dedicarme a otra investigación.
—Me he dado cuenta de que la atención de los medios se ha apagado. Qué rápido pierden relevancia las historias. ¿Van a cerrar el caso?
—Las investigaciones por asesinato nunca se cierran —señaló Joy—. Sólo se reduce la escala. Creo que el jefe empieza a pensar que se trata de un asunto de drogas que se torció en algún momento. El coche que dejaron en el aeropuerto, la misteriosa mujer que lo condujo hasta allí… Su amigo conocía a unas cuantas personas desagradables. Y era un poco descuidado con el dinero.
—Eso es verdad. —Estaba a punto de decirle adiós cuando noté una mano sobre mi hombro y me di la vuelta. Era Liza, con un vestido corto muy, muy rojo y pintalabios a juego—. Has vuelto —dije—. No lo sabía.
Me dio un abrazo.
—Ya tenía previsto volver —explicó—. He llegado a tiempo: no quería perderme tu actuación; ha sido fantástico. No puedo creer que hayas conseguido montarlo todo. Me he enterado de lo que le pasó a tu músico. Es horrible.
—Sí —dije, deseando que se callara.
—Tienes que explicármelo.
—En otro momento.
—Claro.
—Ésta es mi amiga Liza —la presenté—. Liza, ésta es la inspectora Wallis.
Liza ahogó un grito con gesto teatral.
—¿He interrumpido algo importante?
—No pasa nada. —Me volví hacia Joy—. Liza estaba presente cuando Danielle me lió para que hiciera esto. ¿Cómo ha ido en el extranjero, Liza?
—Ha sido alucinante —respondió—. Me ha cambiado la vida. Voy a invitarte a casa y te lo contaré todo en detalle. Y el piso está estupendo. Las plantas tienen mejor aspecto que cuando me fui.
—Bien —dije.
Liza miró a Joy.
—Lo siento —se disculpó—. Seguro que tenéis cosas importantes de las que hablar. —Se quedó a la expectativa pero, al ver que yo no la contradecía, añadió—: Vale, voy a ir pasando. —Empezó a alejarse, pero luego se detuvo y se volvió—. Oh, una cosa, Bonnie. Seguro que es una tontería, pero ¿tienes idea de lo que le ha pasado a mi alfombra?
Vi a Neal al otro lado de la calle. Caminaba rápidamente hacia la estación de metro, con los brazos alrededor de una especie de bolsa. Tenía la cara crispada y por un momento sentí un ramalazo de ternura y arrepentimiento, aunque de todos modos me encogí detrás del árbol para que no me viera. Contemplé cómo se empequeñecía en la distancia antes de volver a salir.
Doblé en la curva cerrada que llevaba al callejón; el ruido de los coches y los camiones se desvaneció. Estaba oscuro y repentinamente silencioso. Seguí por el camino curvo y pasé junto al pequeño garaje que ahora estaba cerrado; sólo se veía el cartel que anunciaba la revisión de la ITV y las reparaciones de chapa ondeando en el viento. Al final llegué. Una luz brillaba en la ventana de la sala.
Iba a decírselo. Iba a decírselo de verdad. ¿Verdad? Aunque mi piel anhelara su contacto y mi corazón, su sonrisa. Sólo quería verlo una vez más, estar entre sus brazos y sentir su aliento en mi pelo, oírle murmurar mi nombre. Mi amor.
La puerta estaba abierta. Entré.