ANTES

—¿Cómo va todo? —me preguntó Liza.

—¿Qué quieres decir?

Ella se echó a reír y cruzó las piernas por debajo del cuerpo. Llevaba un mono de color violeta intenso, que le daba el aspecto de un bebé enorme con arrugas, y el pelo recogido en dos trenzas, una de las cuales no paraba de meterse en la boca.

—Es sólo una pregunta de cortesía. Ya sabes, como cuando te encuentras a alguien por la calle y le preguntas: «¿Cómo estás?», y él te contesta: «Bien».

—Sí, ya lo sé.

—Así que ¿cómo va todo?

Yo estaba en su gran sofá de rayas, en el que era imposible sentarse recto. En la pared de enfrente había una foto preciosa, un borrón naranja sobre un fondo azul brillante. Liza era una persona realmente caótica, y no obstante, su piso estaba perfectamente ordenado: todas las baratijas y souvenirs que había traído de los países a los que había viajado estaban cuidadosamente colocados en los estantes; seguro que había dedicado horas a decidir dónde poner cada uno. En los alféizares de las ventanas y la repisa de la chimenea había unas frondosas plantas cuyo verde follaje hacía pensar en una lluvia fina y un bosque fresco. Pensé en el completo desorden y el polvo de mi piso y sentí que me invadía el cansancio ante la tarea que tenía por delante. Maldito Amos.

—¿Quieres una copa de vino?

—Será mejor que no.

—Yo voy a tomar una.

Liza fue a la cocina y volvió con una botella, dos copas y una bolsa grande de pistachos.

—Insisto —dijo.

—Sólo un poco.

Sirvió más que un poco en ambas copas y me tendió una.

—A lo que me refería es a cómo va lo de la música. —Peló con destreza algunos pistachos y se los metió en la boca—. ¿Estáis preparados para la boda?

Le di un sorbo al vino.

—Sólo nos hemos reunido un par de veces. No es hasta mediados de septiembre.

—Eres muy valiente por haber aceptado. No creía que lo hicieras.

—Tengo la mala costumbre de actuar sin pensar —dije—, y para cuando me doy cuenta de que no debería haber hecho algo, es demasiado tarde.

—¿Has reunido a la vieja banda?

—La verdad es que no.

—¿A quién, entonces?

—A Neal. Y a Amos y a Sonia. Y también a un alumno mío. Bueno, un exalumno. Y a su padre. Y a otro tipo.

—Oh, sí, ya he oído hablar de él —comentó Liza.

—Las noticias vuelan. ¿Quién te lo ha contado?

—Amos, de hecho. Un músico de verdad, dice. ¿Cómo se llama?

El hecho de mencionarlo hizo que algo se despertara en mi interior, un recuerdo sensitivo. De pronto podía olerlo, sentir la textura de su piel, su pelo.

—Hayden. Hayden Booth. Creo que sólo se ha apuntado porque tenía tiempo libre.

—Bastante, por lo que parece.

—¿Qué quieres decir?

—Un músico de verdad tocando con un grupo de aficionados. Suena como una receta para crear conflictos.

—No va a haber ningún conflicto aparte de los típicos. —Forcé una sonrisa—. La verdad es que es para volverse un poco loco. Sólo espero que podamos dar el pego sólo por esa noche.

Hubo una pausa. Liza dio un sorbo al vino y se comió unos cuantos pistachos.

—A pesar de lo agradable que resulte, lo cierto es que no quería cotillear sobre músicos. ¿Recuerdas que te dije que me marchaba?

—A la India.

—Casi —dijo Liza—. Bueno, no tanto. A Tailandia y Vietnam. En cualquier caso, eso es irrelevante. Lo que quería decir, o preguntar, es que puesto que, según las pesquisas que he realizado, tú eres la persona que conozco que vive más cerca de aquí, me preguntaba si podías pasarte cada día, o cada dos (aunque cada día sería mucho mejor), para regar las plantas y comprobar que el piso no se ha incendiado. Por favor, por favor, por favor, por favor. A cambio, haré lo que tú quieras.

—Tranquila —contesté—. No hay ningún problema.

—Si conoces a alguien a quien le iría bien quedarse aquí, no hay ningún problema.

—Pensaré en ello.

—Lo habría organizado yo sola, pero al final no lo he hecho. Bueno, es una opción. Tú tendrás las llaves.

—Sólo tienes que enseñarme dónde están las plantas y lo haré.

—Y también podrías amontonar el correo allí.

Hizo un gesto hacia la mesa de pino colocada junto a la pared. Encima había un jarrón de flores y un bote para bolígrafos en forma de tortuga verde.

—Vale.

—También podrías quedarte tú.

—Ya tengo mi piso.

—Podrías quedarte aquí durante las obras.

—Las voy a hacer yo misma.

—A eso me refería.

—Liza, no hay problema. Tus plantas recibirán todo el amor y el cariño que precisan.

DESPUÉS

—Ya es suficiente por hoy —dije.

—¿Lo has cronometrado? —preguntó Amos.

—¿Hay algún problema?

—Creo que aún no nos sale bien.

—A lo mejor no estamos del humor adecuado.

—Sin Hayden no funciona —intervino Joakim—. Esa canción se construye alrededor de su parte.

—¿Dónde demonios está? —dijo Guy—. ¿A ti te ha dicho algo, Bonnie?

No me había preparado como era debido para esto. ¿Cuánto se suponía que tenía que saber? ¿Hasta qué punto se suponía que debía estar enfadada? Yo era la que organizaba los ensayos, la que se aseguraba de que todo el mundo estaba disponible. ¿Debería estar desconcertada? ¿Tenía que actuar como si me sintiera herida?

—No —contesté—. Supongo que le habrá salido algo.

—A lo mejor se ha olvidado —dijo Amos—. No creo que estemos precisamente en el primer lugar en su lista de prioridades.

—Podría ser.

—Si tiene algún otro proyecto —señaló Guy—, valdría la pena saberlo para encontrar a alguien que lo sustituya.

—Nadie puede sustituirle —dijo Joakim.

—Todos somos sustituibles.

—Tendremos que empezar de nuevo.

—No hace falta que nos preocupemos por eso ahora —observé—. Le llamaré a ver qué ha pasado.

—Hazlo ahora —dijo Amos.

—Vale.

—Me refiero a ahora mismo.

Saqué mi móvil, bajé por la pantalla buscando el número que sabía que no estaba operativo y que nunca más lo estaría, y llamé a un móvil cuyos trozos estaban ahora diseminados por varias partes de Londres.

—«Hola» —dijo la voz de Hayden—. «Supongo que estoy haciendo otra cosa. Deja un mensaje».

—Hayden —dije. ¿Me temblaba la voz? Aquello era peor que cualquier otra cosa, casi peor que cuando el cuerpo se había sumergido bajo la superficie del agua—. Hayden, soy Bonnie. ¿Dónde estás? Te hemos echado de menos en el ensayo. Llámame, ¿vale?

Cerré el teléfono con un gesto brusco.

—Bueno, eso no sirve de mucho —comentó Guy.

—Me devolverá la llamada —dije.

—Deberías haberte mostrado más firme —señaló Amos.

Cuando los instrumentos estuvieron recogidos, Sonia y yo cogimos las tazas y las llevamos a la cocina para lavarlas. Abrí el grifo y la miré. Ella no me devolvió la mirada y yo no me atrevía a hablar por miedo a echarme a llorar. Entonces noté una presencia detrás de mí, unos ojos que se clavaban en mi espalda, y me di la vuelta para mirar. Era Neal.

—¿Qué tal? —preguntó en voz baja al tiempo que se inclinaba hacia mí.

Yo di un paso hacia atrás.

—Bien —contesté—. ¿Y tú? ¿Estás bien?

—Un poco cansado —dijo, y realmente lo parecía, como si su piel estuviera más tirante de lo habitual. A pesar de todo, sentí un ramalazo de ternura culpable. Él se encogió levemente de hombros—. No he podido dormir.

—Ah —dije en vano.

—No ha sido el mejor ensayo del mundo, ¿no?

Miré a Sonia, que comentó con valentía:

—Las cosas mejorarán cuando Hayden vuelva.

—Sí. Claro. —Neal me dedicó una intensa mirada—. Pero recuerda que, como dijo Guy, no hay nadie insustituible.

Neal se marchó el primero; lo contemplé mientras avanzaba a grandes zancadas por la calle, con la cabeza gacha. Luego Guy y Joakim se fueron juntos; Joakim con semblante pálido y de un humor sombrío, Guy todavía con aire adusto. Sonia me preguntó si quería ir a tomar algo con Amos y ella, pero, incapaz de enfrentar su mirada, le dije que no podía. Sally me llamó y me dijo que le iría muy bien que me pasara por su casa y me quedara una hora o así para cuidar de Lola, mientras ella hacía un recado. Le dije que no podía, que tenía que hacer algo, y era cierto. Se había instalado en mi mente como un picor a lo largo de la tarde, creciendo más y más hasta volverse incontrolable mientras ensayábamos, así que al final pensé que tenía que buscar una excusa y largarme rápidamente a mi casa.

Me obligué a esperar hasta que todo el mundo se hubo ido y luego cerré con doble vuelta la puerta de entrada y dejé la llave en el buzón. Me dirigí, casi corriendo, hacia el metro, mientras el dolor me recorría el cuerpo con cada paso; luego tuve que esperar doce minutos en el andén, andando arriba y abajo con impaciencia, antes de que el siguiente tren llegara.

Al llegar a Kentish Town traté de comportarme con normalidad, pero no pude evitar la sensación de que la gente me observaba, que había ojos que seguían cada uno de mis movimientos. A lo mejor no me estaba comportando con normalidad. Fui a la farmacia y compré un paquete de guantes de plástico. Habíamos tirado el que habíamos utilizado.

Doblé por el pequeño callejón al tiempo que lanzaba miradas por encima de mi hombro para asegurarme de que no había nadie por ahí a quien conociera. Hoy el garaje estaba abierto y había un coche en el patio subido a una rampa, con un hombre vestido con una camiseta sucia debajo. Me apresuré al pasar por su lado y llegué a la puerta principal. Resultaba imposible dilucidar si el joven del primer piso estaba en casa o no; deslicé la llave en la cerradura y le di la vuelta con cautela, tratando de no hacer ningún ruido mientras empujaba la puerta y entraba en el recibidor comunitario. Silencioso y vacío. El día anterior, a esta hora no había sucedido nada aún, pero doce horas atrás, Sonia y yo habíamos empujado el cuerpo de Hayden hacia las aguas oscuras del pantano y observado cómo éstas se cerraban sobre él. Saqué un par de guantes del paquete y me los puse con un chasquido.

La puerta del apartamento de Liza se abrió con un crujido que me hizo esbozar una mueca; entré y cerré la puerta tras de mí. Por un momento creí que él estaría allí, con los brazos extendidos, la sangre oscura. Pero sólo había un vacío, una gran nada. Él no estaba.

La idea de que me había dejado algo llevaba un buen rato dándome vueltas por la cabeza: ¿había llegado a coger el pañuelo? (Por supuesto que sí: me había cubierto la cabeza con él en el aeropuerto). ¿Había cogido el CD de Hank Williams? (Sabía que sí, pero ¿y si no era así?) ¿Había limpiado a fondo los pomos de las puertas? ¿Qué había olvidado, qué detalle había pasado por alto? Y por encima de todo, ¿dónde estaba mi cartera? ¿Por qué no la había encontrado? A lo mejor, sobrecogida por el terror, no la había buscado como debía. Sin duda era eso. Tenía que encontrarse en alguna parte, debajo de la cama o en el fondo de un armario, y debía encontrarla antes de que alguien lo hiciera. Aun así, recordaba dónde la había dejado, despreocupadamente en el suelo, junto al sofá. Podía verla.

Sonia y yo habíamos borrado nuestras huellas dactilares la tarde anterior. ¿Por qué lo habíamos hecho? Había sido un mero acto de estupidez paranoica. De hecho, si alguna vez lo comprobaban, resultaría muy sospechoso que yo no hubiera dejado huellas por todas partes. Al fin y al cabo, era amiga de Liza, había pasado muchas horas en aquel piso y, además, había regado las plantas y recogido el correo durante los primeros días de sus vacaciones. Así que anduve arriba y abajo por la habitación y puse las manos en las estanterías, en la mesa pequeña y el respaldo de las sillas, consciente de que no estaba mejorando las cosas, pero incapaz de detenerme.

Habíamos recogido los tulipanes caídos y erguido las sillas, pero habíamos dejado el correo caído por la moqueta, así que lo recogí y lo coloqué en un montón ordenado sobre la mesa. La amada guitarra de Hayden seguía sobre el suelo con el cuerpo destrozado. La recogí y la acuné un momento entre mis brazos. Podía ver su cara mientras la tocaba, el modo en que se perdía en la música, su rostro soñador y embelesado. A lo mejor, pensé, aquél había sido su verdadero rostro: no encantador y bullicioso, no enfadado, ni despectivo ni vigilante, sino el rostro de alguien que se olvida pacíficamente de lo que le rodea y se sumerge en un mundo en el que no tiene nada que demostrar ni nada que perder.

Metí la guitarra en su funda, cerré la cremallera y me puse de nuevo a buscar la cartera. Busqué en todos los sitios donde ya había buscado antes. Busqué en sitios en los que sabía que no podía estar: debajo de las sábanas (no pude evitar apoyar la cabeza en la almohada en la que él había estado, aspirar su olor), en el armario del lavabo donde estaba la caldera, debajo del fregadero, donde Liza guardaba los artículos de limpieza… En cualquier caso, ya lo habíamos revisado todo el día antes, mientras borrábamos cualquier prueba. La cartera no estaba en ninguna parte. Me senté en el sofá y apoyé la cabeza, que sentía a punto de estallar, en mis manos sudorosas. ¿Y ahora qué?

Tenía que marcharme y no volver nunca. Mientras pensaba esto oí unos ruidos por encima de mí, las pisadas de alguien en el piso de arriba, y luego vi la luz roja que parpadeaba en el contestador. ¿Qué mensajes habrían dejado? ¿Estaría mi voz, por ejemplo? Era incapaz de pensar, y también de decidir si aquello importaba o no. Me puse en pie poco a poco, como una anciana, y arrastré los pies hacia la puerta. Entonces me detuve: al final resultó que sí que había olvidado alguna cosa. Llené la pequeña regadora en la cocina y fui de planta en planta, dejando pequeños regueros de agua sobre la tierra reseca, hasta que ésta quedó húmeda y esponjosa. Me asaltó el recuerdo —con tanta fuerza que sentí que si me daba la vuelta lo bastante rápido lo encontraría allí— de estar de pie con aquella regadera en la mano; Hayden me la había quitado, la había dejado sobre la superficie de la cocina y me había atraído hacia él por el cinturón, sin sonreír, como siempre, limitándose a mirarme como si estuviera a punto de decir algo muy urgente. Aun así, no habló. La verdad es que no era muy hablador; ninguno de los dos lo éramos. En una ocasión había prometido escribirme una canción, pero nunca lo había hecho.

Vacié el agua que quedaba y dejé la regadora de nuevo en su sitio con un imperceptible clic. Luego eché un último vistazo a mi alrededor: a la cama en la que nos habíamos tumbado juntos, al sofá al que lo había empujado y donde había besado con fuerza su adorable boca, al suelo sobre el que había terminado su cuerpo, y me marché tan silenciosamente como había llegado.

ANTES

Hayden no me llamó, y yo tampoco. Neal, en cambio, llamó varias veces, y yo me inventé excusas. Esperé, inquieta y con un temor que se asentó en mi estómago. Esperé y me odié por esperar. Me puse con poco entusiasmo con el piso; más que nada me dediqué a sacar cosas de los cajones y los estantes que luego no ordené. Cuando un grupo de amigos me invitó a ir con ellos a un festival de música de tres días en los Dales, eché un vistazo a mi piso, con sus paredes con el empapelado a medio quitar y las cajas llenas de platos desportillados, floreros variopintos y artículos que no quería para nada, y no lo dudé.

Envié un SMS a todos los del grupo diciendo que se cancelaba el ensayo de esa semana y que, a la siguiente, me pondría en contacto con todos. A la única persona a la que pareció importarle fue a Sally, a quien por lo visto le encantaba que fuéramos a tocar en su casa. Me di cuenta con una punzada de remordimiento en lo solitaria que se había vuelto su vida, centrada alrededor de Lola. Hice la bolsa con botas y shorts, un saco de dormir y una pequeña tienda de campaña mohosa para dos que había dejado bajo la lluvia, y me encontré con mis amigos en la estación. Mi ánimo se elevó y mi desaliento desapareció.

Durante tres días calurosos, sin dormir y llenos de música, no pensé en Neal ni en Hayden, ni en colores de pintura o futuras bodas. Comí fideos y hamburguesas de tofu y galletitas de queso, y bebí cerveza caliente y café malo, y bailé y me tumbé al sol hasta quemarme los hombros y la nariz. Era verano. Estaba de vacaciones. Iba a pasármelo bien.

Al llegar a casa, me sentía renovada y llena de energía. Tiré casi toda mi ropa a la basura y pinté de blanco el suelo de madera de mi dormitorio, aunque seguían viéndose las vetas y no quedó como yo esperaba. Tiré revistas viejas, bolsas que nunca usaba, zapatos que no me ponía, bolis que no funcionaban, comida que nunca cocinaría, fotos que no quería mirar, cartas que me recordaban a épocas que deseaba olvidar. Fui a comprar varios botes de pintura. No sabía si la energía que me embargaba era fruto de la euforia o de la rabia. Pensé en hacerme un tatuaje, uno pequeño en el hombro, tal vez, pero las agujas me dan miedo. Entonces sonó el teléfono. Era Neal. No me reprochó nada, sólo me pidió por favor, por favor, que fuera a verle. Me imaginé su hermoso rostro: esos ojos separados y el modo en que sonreía al verme.

—De acuerdo —accedí—. Ahora voy.

En el vestíbulo, me besó en el hombro y en la boca. En la sala de estar, me quitó los zapatos, deshaciendo con cuidado los lazos y dejándolos ordenadamente uno al lado del otro. Mientras subíamos las escaleras, colocó una mano cálida sobre mi espalda para guiarme. En el dormitorio, me desabrochó la camisa y entonces, sujetándome la barbilla con la mano para que no pudiera apartar la vista, me dijo:

—¿Por qué durante todos estos años no me había dado cuenta de lo adorable que eres?

Pero mientras me tumbaba en la cama, le solté:

—Neal, hay algo que tengo que decirte.

—¿Qué?

—No te impliques conmigo. —Oí la voz de Hayden mientras hablaba—. De verdad, no lo hagas.

—Lo que tú digas.

Pensó que yo bromeaba, y yo aún no sabía si estaba en lo cierto o no. Bajo la intensidad de su mirada y la calidez de su contacto, mis pensamientos se nublaron. A veces resulta difícil establecer la diferencia entre ser deseada y desear. Cogí su cara en mis manos, le besé y le oí suspirar.

Mientras me despertaba con las primeras luces del día, una claridad densa y dorada que brillaba a través de la ventana abierta, me di la vuelta y lo observé mientras dormía, mientras el aire se escapaba levemente entre sus labios cada vez que respiraba. Puse la mano en su cadera y me dije que me olvidaría de Hayden, igual que él se había olvidado de mí. Lo que había ocurrido era un desliz rocambolesco pero sin sentido, un desvío incorrecto que había corregido enseguida. Nadie tenía por qué saberlo jamás.

DESPUÉS

Me desperté sobresaltada, y por un momento permanecí tendida y rígida debajo de las sábanas, cubierta de sudor y con el corazón latiéndome demasiado rápido. Traté de sacudirme el sueño que acababa de tener, pero en él salía Hayden, su cara que desaparecía debajo del agua, con la herida en la cabeza y los ojos aún abiertos. Me senté y respiré hondo, temblando, sintiendo como el sudor de mi frente se secaba hasta que me quedé fría y húmeda. ¿Qué había hecho? ¿Qué había hecho? Me arrastré fuera de la cama en la oscuridad, conseguí llegar al baño y vomité en la taza. Me lavé la cara y los dientes y luego me tumbé de nuevo, esperando a que amaneciera.

El timbre de la puerta sonó. Me levanté tambaleándome de la cama, me puse un albornoz por encima de la camiseta y las bragas y corrí hacia el recibidor comunitario.

—¿Bonnie Graham?

—¿Sí?

—Entrega especial.

Firmé el formulario que el tipo tenía sobre un sujetapapeles y luego él me tendió un paquete mullido envuelto en papel marrón, con mi nombre escrito en mayúsculas.

Lo dejé sobre la mesa y me hice una taza de té, pero entonces me di cuenta de que no me quedaba leche. Me lo bebí de todos modos y empecé a abrir el paquete, pero a la mitad me detuve: ¿qué era aquello? Me quedé inmóvil, contemplando el paquete, y luego respiré hondo y rasgué el papel que quedaba. Allí estaba.

Mi cartera. La cartera que había estado buscando en el piso de Liza. La que me había dejado allí. Me pasé la lengua por los labios secos y alargué la mano para tocarla. No había duda; lo era. Estaba en casa de Liza; alguien la había encontrado y me la había enviado. ¿Por qué? ¿Quién? ¿Se trataba de un mensaje? ¿Una advertencia? Parecía más gruesa de lo que recordaba, como si alguien la hubiera llenado.

Las hebillas estaban cerradas, aunque yo sabía que las había dejado desabrochadas. Las abrí y vacilé antes de hacer lo propio con la cartera. Entonces pensé: ¿qué podría ser peor que lo que ya había visto?

La abrí y encontré mis pertenencias: el libro que estaba leyendo, algunas facturas sin abrir que había metido allí y luego había olvidado, una revista, mi pequeña agenda, una monedero con un billete de cinco libras y un puñado de monedas, unos cuantos bolígrafos sin tapa y un trozo de partitura. Pero lo más extraño era que mi delantal también estaba allí, enrollado con pulcritud, así como mi libro de recetas, mi camiseta y mis pantalones cortos de franela, y la camisa que él me había arrancado y que yo había dejado en el suelo. La saqué y la apreté contra mi rostro para ver si distinguía su olor. El desodorante, la maquinilla, la loción corporal: todo lo que me había dejado. En el fondo había también una bolsa de terciopelo que, cuando deshice el nudo del cordón que tenía en el borde y la abrí, vi que contenía una fina cadena de plata que no reconocí. La pasé entre mis dedos, sintiendo su tacto suave y frío.

¿Quién podía haber hecho aquello, y con qué propósito? Miré la caligrafía del papel marrón, pero no encontré ninguna pista en las pulcras mayúsculas. Tampoco había dirección en el remite. Arrugué el papel y lo metí en el fondo de la basura, y luego volví a mirar mi cartera, su cuero marrón desgastado y las hebillas deslustradas. Me puse la cadena alrededor del cuello dolorido, cerré los ojos, que me latían con fuerza, y me presioné los párpados con los dedos.

ANTES

Creía que conocía la mayoría de los locales de música en directo del norte de Londres, pero no había oído hablar nunca del Long Fiddler. Hayden me dijo que estaba en Kilburn High Road, pero tuve que mirar en internet para encontrar la dirección exacta. Al llegar, me di cuenta de que no era un local de conciertos, sino un pub con un escenario en el extremo. Hayden ya estaba allí, de pie en la barra, con dos tipos. Cuando me acerqué, me tendió la mano en un saludo informal.

—En un minuto estoy contigo —dijo.

Unos días atrás habíamos hecho el amor y él había llorado entre mis brazos. Ahora se comportaba como si sólo fuéramos conocidos.

Pedí una cerveza y una bolsa de patatas, y me senté a una mesa lo bastante alejada del escenario y apartada a un lado como para no estar en la línea de visión de Hayden. Comprobé los mensajes de mi móvil: había uno de Neal en el que me pedía que le llamara, uno de Joakim preguntándome cuándo era el próximo ensayo y otro de Liza recordándome una vez más lo de sus plantas. Hurgué en mi cartera; estaba llena de trabajos de la escuela, pero no tenía nada para leer, así que no podía evitar mirar al grupo de la barra.

Uno de los hombres llevaba botas de cuero, tejanos, una especie de chaqueta de faena y un sombrero Stetson en la cabeza. También lucía una perilla descuidada y entrecana. Era el atuendo adecuado para echarle un lazo al ganado o bien para tocar en un grupo. El otro vestía tejanos y una chaqueta de ante marrón. Se lo veía más inseguro, levemente cohibido. No distinguía lo que decían, pero estaban alzando la voz. No parecía que las cosas fueran muy bien.

Hayden no hablaba mucho, pero su cara mostraba una expresión dura y sarcástica. En un momento le vi blandir un dedo frente a la cara del Hombre de Ante, pero éste no respondió. Una botella de cerveza descansaba junto a él en la barra y tenía los dedos a su alrededor; la inclinaba a un lado y a otro, como si estuviera realizando un experimento para ver cuánto podía ladearla antes de que se cayera.

Me bebí mi cerveza mientras me preguntaba por qué demonios había ido. Pensé en levantarme y marcharme, escaparme sigilosamente mientras Hayden miraba hacia otro lado. Me había llamado hacía una hora para preguntarme si quería ir y yo le había dicho que no.

—Como quieras —había dicho él, como un adolescente en una de mis clases—. Se me ocurrió que a lo mejor te gustaría escuchar el tipo de música que toco.

Tenía razón. Me apetecía, así que ahí estaba en contra de todos mis instintos, contemplándolo en su mundo, diciéndome a mí misma que me quedaría durante un par de canciones y luego me iría.

Al final, el Hombre de Ante respondió a una llamada de su móvil y Hayden y el tipo de la perilla cruzaron el pub y se sentaron a mi mesa. Hayden me lo presentó como Nat, el bajista; éste apenas reparó en mi presencia y se volvió hacia él.

—Podrías haber sido un poco más educado.

—Lo siento —dijo Hayden—. ¿He estropeado nuestra carrera? ¿He ofendido al coronel Tom Parker? ¿Se ha guardado la chequera en el bolsillo?

El Hombre de Ante seguía hablando por el móvil.

—No sé si es relevante —intervine—, pero es probable que oiga lo que estáis diciendo.

Hayden se encogió de hombros.

—El tipo ha venido a vernos —continuó Nat—. Ha hablado de un contrato.

—Oh, por favor —replicó Hayden—. Es el ayudante del ayudante del ayudante.

—Está aquí, joder, eso es lo que importa.

—Nos están tomando el pelo.

Nat me miró primero a mí y luego a Hayden.

—Están hablando de un disco —insistió—. ¿Sabes?, un anticipo de dinero nos iría bien, sobre todo a ti.

Hayden dio un largo y lento trago a su cerveza.

—Tendrás tu dinero —dijo.

—Lo siento —intervine de nuevo—. ¿Queréis que os deje solos?

—¿Sabes por qué se separan los grupos? —dijo Hayden—. Siempre hablan de diferencias creativas, pero a lo que se refieren de verdad es a discusiones por dinero.

—A lo que se refiere Hayden por discusiones —explicó Nat— es a que alguien coja el dinero que es de todo el grupo y se lo cepille.

—Cuando las parejas rompen, discuten por la custodia de los niños —señaló Hayden—. Con los grupos, es por la custodia del dinero.

Yo pensé en Amos.

—Las parejas también pueden discutir por la custodia del dinero.

—No hay discusión posible sobre quién tiene la custodia del dinero —dijo Nat.

Hayden se rió.

—Tampoco es que hubiera mucho para empezar.

—He venido a veros tocar, chicos —observé.

—Sólo estamos calentando —contestó Hayden—. Nos estamos poniendo a tono.

Pedí una ronda de bebidas, luego Nat pagó otra más y la sala empezó a llenarse, sin peligro de hacerlo del todo. El otro músico, Ralph, llegó con su guitarra. Llevaba una camisa a cuadros, pantalones de lona y zapatillas de deporte sin cordones.

—¿Está aquí? —preguntó mientras se sentaba a la mesa con una caña de cerveza.

Nat señaló con la cabeza al Hombre de Ante, que ahora tecleaba en su BlackBerry.

—Parecía bastante entusiasmado, pero Hayden se ha encargado de arreglarlo.

Ralph pareció resignado a ello y se limitó a darle un trago a la cerveza.

—¿Listos? —preguntó.

Se pusieron los tres de pie y se abrieron paso entre las mesas. La mayor parte del público parecía formado por gente a la que conocían. Un par de hombres se levantaron y los saludaron. Una mujer soltó un grito, echó a correr y rodeó a Hayden con los brazos. Sentí un agudo pinchazo de algo que se parecía bastante a los celos, pero eso era ridículo. ¿Cómo podía estar celosa? Él no la rodeó con los brazos, sólo colocó una mano en la parte baja de su espalda, como si quisiera ayudarla a mantener el equilibrio; por un momento fue como si sus manos estuvieran sobre mí, no sobre ella, y me recorrió una oleada de deseo. Por eso había venido. Porque incluso cuando no pensaba en Hayden, cuando me negaba a tenerlo en cuenta, era consciente de él.

Mi cuerpo conservaba su recuerdo: la noche que había pasado con él me volvía a la mente en destellos repentinos. Podía estar escuchando música o comiendo un bocadillo o esperando el autobús en la parada, y de pronto sentía sus labios contra mi hombro o sus manos sobre mí. Mientras me daba cuenta de ello, llegó otro SMS; por supuesto, era de Neal. Sólo decía: «Pienso en ti». Él pensaba en mí y yo trataba de no pensar en Hayden, y Hayden era… ¿qué? ¿Qué era? Era impenetrable.

Los tres se subieron al escenario sin ninguna presentación. Nat se fue hacia un lado y sacó de la funda no el bajo que yo esperaba sino un contrabajo maltrecho y viejo. Mientras colocaban las sillas, graduaban la altura de los micros y en general se preparaban, observé un cambio en ellos. Mientras estaban en la mesa se los veía tensos, picajosos, cortantes, pero sobre el escenario existía una palpable familiaridad entre ellos. Compartían la intimidad que sólo tienen las personas que han tocado juntas. No tardaron en afinar los instrumentos, Hayden hizo una señal con la cabeza y entonces, sin introducción, se pusieron a tocar.

Esto era lo que yo había estado esperando. Conocía a Hayden. Según el tópico, habíamos «intimado». Había estado desnuda con él, conocía su olor y su sabor, él había estado dentro de mí, yo conocía el sonido que hacía al correrse. Habíamos hablado un poco. Lo había visto tocar. Y aun así, no tenía la sensación de conocerlo de verdad. Él era músico, pero incluso en los ensayos lo había visto incómodo, como una gigantesca ave marina en tierra. Con gente como Amos y Neal, no podía comportarse de otra forma. Lo que deseaba era verlo en el aire, volando.

El cambio fue inmediato. Empezaron con una canción country que no conocía y de repente me di cuenta de que estaba en buenas manos. Se comunicaban con miradas y gestos esporádicos, pero era fácil darse cuenta de que confiaban los unos en los otros, como acróbatas que saben que su pareja estará siempre allí para recogerlos, no les hacía falta mirarse. Nat tenía verdadera presencia al bajo: le daba toquecitos, disfrutaba y le sonreía a Ralph. Sin duda, ellos eran el sostén. Hayden estaba de pie, al frente, en su propio mundo, con los ojos medio cerrados. Pero aun así, era consciente de que los otros estaban tras él, rellenando los huecos. La primera canción se terminó y hubo una oleada de aplausos, vítores y hasta unos cuantos gritos. La cara de Hayden se relajó en una sonrisa. Parecía incluso un poco tímido.

Eché un vistazo al Hombre de Ante, que estaba haciendo algo con su BlackBerry; luego volví a mirar al escenario y mis ojos se cruzaron por un momento con los de Hayden. Me dedicó una pequeña y lenta sonrisa, que hizo que me recorriera una especie de escalofrío adolescente. Que el cantante de un grupo te dirija una sonrisa. Que te escoja.

Cuando la banda se lanzó con el segundo tema, sentí una extraña punzada de deseo cuyo objeto me llevó unos segundos identificar. Me apetecía un cigarrillo. De algún modo me parecía incorrecto estar sentada en un bar, bebiendo cerveza, y no tener uno entre los dedos.

Una canción siguió a otra y entre ellas hubo comentarios graciosos, bromas que parecían privadas entre viejos amigos y que levantaron risas de algunas mesas. También tocaron algunas canciones suyas. Me di cuenta de que Ralph no era tan bueno como los otros dos. Tal vez fuera un sustituto. O a lo mejor era uno de los fundadores del grupo, alguien de quien Hayden era incapaz de desprenderse. Aun así, daba el pego. Podía imaginármelos en un póster.

Principalmente, me limité a disfrutar mirando a Hayden. Cuando se encontraba en una casa era desgarbado y descuidado, pero aquí, encima del escenario, mostraba una extraña y fascinante elegancia; mecía la guitarra como si la abrazara, y sus largos dedos se encorvaban sobre las cuerdas. Mantenía al público en vilo. Pero entonces, poco a poco, empecé a pensar también en otra cosa.

Muchos años atrás, de adolescente, había jugado a tenis. Tenía incluso entrenador: veintitantos años, más de metro ochenta, pelo largo. Por supuesto, estaba colada por él. Daba clases en un club local. Cuando estaba con nosotros, sólo de vez en cuando se permitía un revés en condiciones, y entonces la bola pasaba disparada un milímetro por encima de la red. Era la cosa más poderosa y sexy que yo había visto en mi vida, así que cuando me enteré que participaba en un partido contra otro club, fui a verlo. De pronto ahí estaba, jugando al máximo, sirviendo, corriendo hacia la red, y no ganó. No le humillaron, no perdió los papeles (no lanzó la raqueta ni discutió con el juez de silla, ni se negó a darle la mano al contrario), pero no ganó. Con sólo trece años, de repente me di cuenta de que mi entrenador era bueno, pero no tanto, y que el jugador que le había vencido era mejor, pero tampoco tanto.

Supongo que la música no es exactamente lo mismo, pero aun así, al cabo de siete u ocho canciones tuve una sensación parecida. Hayden era bueno. Era mucho mejor que Neal. Era mucho, mucho mejor que Amos. A lo mejor era incluso muy bueno. Era un guitarrista excepcional y tenía una voz cautivadora, ronca, que sin embargo en ciertos momentos podía sonar extremadamente dulce. Tampoco tenía ningún defecto que se pudiera señalar. Era mejor músico de lo que mi entrenador había sido como tenista, pero aun así, no iba a jugar en Wimbledon. No se trataba de ganar —la música no es como el éxito—, sino de ese elemento impredecible que te golpea en la boca del estómago, o te pone de punta los pelos de la nuca o alcanza ese lugar al que la música llega cuando va más allá de tu cerebro y te ofrece algo que nunca hubieras imaginado que pudiera faltarte. Cuando la música es así de especial, responde a una pregunta que ni siquiera habías pensado o planteado, y Hayden no iba a hacer eso. No estaba a esa altura. ¿Y? Era bueno, ¿no había suficiente con eso?

Tocaron durante una hora y luego, a modo de bis, interpretaron un tema que varias personas del público parecieron reconocer. Mientras lo tocaban, yo busqué con la mirada al Hombre de Ante, pero se había marchado. La canción se acabó, el concierto también, se rompió el hechizo y el escenario dejó de ser un escenario para convertirse en una plataforma cubierta de moqueta. De inmediato, un grupo de personas rodeó a Hayden; le daban golpecitos en la espalda, le abrazaban. Una joven alta le besó en los labios.

Tardó un montón en librarse de ellos, pero al final salimos a Kilburn High Road; aún hacía calor, aunque eran las once pasadas y soplaba una brisa fresca. Llamé un taxi y él pareció dar por hecho que iba a venir a mi casa. ¿Daría también por hecho que íbamos a acostarnos, porque había resultado que al final del día estábamos juntos? Si era así, me dije, se iba a llevar una sorpresa. No pensaba dejar que diera por hecho que yo estaba a su disposición. De todos modos, mi piso quedaba de camino al suyo: le ofrecería una taza de café y lo mandaría a casa. Definitivamente. Luego llamaría a Neal.

Durante el trayecto no mostró muchas ganas de conversar. Conocía esa sensación. A veces, después de actuar, necesitas relajarte y no te apetece verbalizar lo que sientes, pues te parece como una traición a la experiencia.

Al llegar al caos de mi piso, apoyó con cuidado la funda de su guitarra contra el sofá.

—No sé qué hacer conmigo mismo —dijo con una media sonrisa y, aun así, serio—. Estoy vacío por dentro, Bonnie.

De él emanaba una terrible ternura que me engulló y me dejó sin aliento. Dejé caer mi cartera al suelo.

—Ven aquí —le dije.

Le quité la chaqueta. Por debajo de la camisa, su cuerpo estaba cálido y húmedo. Olía a cerveza, levadura y bondad. Me besó en lo alto de la cabeza, al tiempo que me rodeaba con los brazos. Podía sentir el latido de su corazón, y cerré los ojos. Por lo general, un abrazo te hace sentir segura, protegida y reconfortada, pero con Hayden no era así; nunca fue así. Se asemejaba más al vértigo, como si ambos estuviéramos colgando del borde de un precipicio y pudiéramos caer en cualquier momento.

Al final nos separamos. Él suspiró y se frotó los ojos, como si saliera de un sueño.

—¿Qué te ha parecido? Sé sincera.

—Ha estado muy bien —contesté—. Genial. Me ha encantado.

Él frunció el ceño y me dirigió una mirada intensa.

—Vamos, Bonnie.

—Algunas de las canciones eran increíbles —insistí—. Y Nat y tú funcionáis muy bien juntos.

—No te ha gustado.

—Sí, sí que me ha gustado. Creo que eres maravilloso en el escenario.

—No seas cobarde.

—Me ha gustado, Hayden.

Mi voz sonaba débil y poco convincente.

—¿Quién coño te crees que eres?

—¿Qué?

De repente sentí un golpe en la espalda mientras estaba de pie junto a la pared, y al mismo tiempo tuve la sensación de encontrarme en medio de unos fuegos artificiales, con chispas de colores volando en todas direcciones. Me pregunté qué había ocurrido y entonces me di cuenta y casi tuve que afirmármelo a mí misma: «Me han pegado».

Hayden me había pegado.

Durante unos segundos, nos quedamos allí de pie, en un silencio absoluto, él con la mano aún levantada y yo apoyada en la pared. Nos miramos el uno al otro, y fue como si estuviera viendo una parte oculta y profunda de él, incapaz de apartarme o pronunciar una palabra.

Entonces él se derrumbó, como una hoja de papel a la que han prendido fuego y que de repente pierde su forma. Su cara se arrugó, su cuerpo se dobló y él se arrodilló en el suelo, junto a sí mismo.

—No quería… Tu pobre cara…

Me toqué la mejilla con una mueca; la noté carnosa e irritada. Al retirar los dedos, estaban mojados de sangre. Hayden estiró una mano como para coger la mía y yo me aparté a un lado con un movimiento brusco.

—No te atrevas a tocarme.

Él se puso en pie. Apenas reconocía su rostro, con una expresión salvaje de dolor.

—Te lo advertí. Nadie debería implicarse conmigo —dijo—. Nadie. Destruyo aquello a lo que amo. —Repitió las palabras con una especie de aullido que parecía rasgar su garganta—. Destruyo aquello a lo que amo.

—Esto no es una canción de mierda —dije yo—. Me has pegado.

—Tienes derecho a odiarme.

—¿Odiarte? Vete a la mierda. Ahora.

—Por favor.

—Ahora.

Hayden se sentó en el sofá y se sujetó la cabeza con las manos mientras se balaceaba levemente adelante y atrás.

—Para —dije.

Luego me acerqué y me quedé de pie a su lado.

—Por favor por favor por favor por favor —gimoteó.

—Ya es suficiente.

Y coloqué suavemente la mano sobre su cabeza.

Él se quedó de golpe en silencio; luego se inclinó hacia delante, enterró la cara en mi barriga y me rodeó con los brazos mientras seguía gimoteando con energías renovadas. Los sollozos que lo embargaban también me hicieron temblar a mí. Al final se detuvo y alzó la cara. Estaba mojada, brillante, terriblemente hermosa.

—¿Te duele mucho? —susurró.

—No lo sé.

Me tocó la mejilla con dos dedos.

—Dios, Bonnie.

Me llevó al baño. Me estaba saliendo un moratón en la mejilla izquierda; pude ver cómo se oscurecía mientras lo miraba. Me dolía la nariz y noté el sabor de la sangre en la boca. Hayden empapó un algodón con agua caliente y me limpió la herida con mucho cuidado, mordiéndose el labio cuando yo ahogaba un grito por el punzante dolor.

—Ahora tenemos que poner una compresa fría encima —dijo—. Para que no se inflame.

—Puedo hacerlo sola.

Pero dejé que se sentara a mi lado en la pequeña y húmeda cocina y hurgara en el cajón del congelador. Sacó varios cubitos de la cubierta flexible de plástico y los envolvió con un paño de cocina bastante mugriento que me aplicó en la mejilla. Aún tenía los ojos hinchados y la cara manchada de lágrimas.

—Me ha pasado algo horrible —dijo.

—Te has sentido humillado por mí —repliqué—. Eso es lo que te ha pasado. No te he elogiado lo suficiente, no me he comportado como una de tus groupies ni he dicho que eres un genio.

—No puedo recordarlo —dijo—. Sólo hay un horrible vacío rugiente y luego yo estaba ahí de pie mirando tu mejilla amoratada.

—Muy conveniente. En realidad no eras tú.

—No. He sido yo. Algo que hay en mí. Por eso me da miedo.

Si Hayden se hubiera sacado una excusa de la manga o hubiera tratado de justificarse, de convencerme de que había algún tipo de racionalidad en su estallido de violencia e ira, le habría echado del piso y no habría vuelto a verle. O al menos eso es lo que me digo a mí misma, porque no puedo soportar pensar que tal vez no sea cierto. Pero no lo hizo. Se sentó a mi lado sujetando los cubitos envueltos en el paño contra mi piel; se lo veía derrotado, era como si estuviera viendo a alguien que nadie había visto nunca. ¿Puede que fuera ése el momento en que me enamoré de verdad de Hayden, después de que me golpeara y luego se pusiera a llorar?

—Tengo hambre —dije al cabo de un rato.

Era cierto. De repente, me sentía vacía por dentro. Hayden retiró la compresa.

—¿Qué tal si pido algo? ¿Curry? Hay un restaurante indio al final de la calle.

—Vale. —Hubo una pausa mientras él se quedaba de pie junto a mí, con aire vacilante—. Tengo el monedero en la bolsa.

Hice un gesto hacia la cartera, que había quedado junto al sofá.

Más tarde, nos sentamos juntos y comimos vorazmente de los recipientes de aluminio, sin hablar. Luego me di una ducha; me quedé debajo de la alcachofa y dejé que el chorro de agua tibia me corriera por la cara amoratada y el cuerpo cansado. Al regresar a la salita vestida con el albornoz me encontré a Hayden dormido; un leve ronquido escapaba de su boca entreabierta. Se le veía completamente relajado. Lo observé durante un largo rato; no sé lo que pensé o lo que sentí entonces. Era como si me encontrara debajo del agua y avanzara lentamente por un elemento desconocido, mientras el mundo que conocía quedaba muy lejos.

Entré en mi dormitorio, saqué el saco de dormir del armario, desabroché la cremallera y lo cubrí con él mientras dormía, asegurándome de que la cremallera no le rozaba la piel. Luego volví a mi cuarto, cerré la puerta con firmeza y me metí en la cama. Me dolía la cara y me sentía agotada, exhausta. A lo largo de la noche me desperté varias veces pensando en Hayden al otro lado de la pared, dormido como un bebé desamparado. A primera hora de la mañana me acerqué a él y lo cogí en brazos para consolarle por haberme hecho daño.

DESPUÉS

—No llevas la ropa adecuada para esto, Bonnie. No puedes echar abajo una cocina vestida con pijama.

Me había olvidado de que esa mañana Sally iba a venir a ayudarme con el piso. Estaba de pie en el umbral, vestida para la ocasión con unos tejanos viejos y gastados con una raja en las rodillas, y una camiseta con la foto de un oso estampada. Llevaba el pelo recogido con un pañuelo.

—Me vestiré —dije, tratando de ocultar mi consternación por verla—. Después del café. Quieres café, ¿verdad?

—Sí. Estoy tan cansada que podría quedarme dormida de pie.

—¿Lola no te deja dormir?

—No. Y otras cosas. ¿Sabes cuando te estiras en la cama y los pensamientos no dejan de darte vueltas por la cabeza?

—Sí, lo sé —contesté—. ¿Qué es lo que te preocupa?

—Oh, la vida —dijo con vaguedad—. Los típicos miedos que te asaltan de madrugada.

En cualquier otro momento la habría animado a contármelos, pero no ahora, no esa mañana.

—¿Richard está cuidando a Lola?

—Muy bueno —replicó Sally—. Se la he dejado unas horas a mi madre. Así podrá conocer a su abuela. Es la primera vez que pasa tiempo de verdad con ella.

—Deberías salir y divertirte; ir a una exposición, tomar un café. Me refiero a beber café de verdad, en una cafetería, no dedicarte a trabajar así.

—No, estás equivocada, Bonnie. Esto es justo lo que necesito. Puedo pasar una mañana siendo una persona normal, sin tener que darle de comer o intentar que se duerma o, cuando al fin se ha dormido, inclinarme sobre ella para asegurarme de que aún respira. ¿Te he dicho que aún lo hago?

—No.

—Nadie me advirtió nunca sobre la maternidad. Me explicaron lo desagradable que era el parto, pero no lo que significa querer a tu hijo hasta el punto de convertirte en su prisionero. Esto es un gran alivio para mí: ser normal, nada más. Iré a preparar el café mientras tú te vistes.

Mientras escarbaba en una bolsa de basura en busca de algo viejo que ponerme, me sentía ya cansada y frágil. Hacía días que me costaba tragar la comida, en especial desde que había recibido la cartera, y me sentía permanentemente mareada, con las piernas pesadas y débiles. Entré en la cocina, donde Sally estaba haciendo café, y traté de sonreírle mientras en mi interior sentía como si me desangrara.

—Esto me va tan bien… —dijo ella mientras me tendía la taza, y yo me avergoncé de mi impulso de echarla de casa y cerrar la puerta tras ella.

Además, Sally había sido muy hospitalaria con el grupo, así que me dije que debía ser educada, hacer un esfuerzo y decir algo agradable.

No debería haberme preocupado, pues tampoco tuve ocasión de decir mucho. Sally se comportaba como si la hubieran liberado tras años de confinamiento, como solía hacer cuando pasábamos tiempo a solas, lejos de sus rutinas de falta de sueño por culpa de la niña. Así que habló y habló y habló. Habló de las frustraciones de su vida familiar, por supuesto, que parecían haberse acentuado más de lo habitual; no se trataba sólo de la ansiedad propia de ser madre y ama de casa mientras Richard iba a trabajar, y que había desequilibrado su relación de un modo que ella no esperaba, sino de algo más parecido al pánico, incluso una especie de terror, según me pareció. Le pregunté por qué no regresaba al trabajo, por qué no devolvía a su matrimonio la igualdad que tenía antes, pero ella negó con la cabeza en un gesto brusco.

—No se trata de eso —afirmó—. Tú no lo entiendes.

—¿Qué es lo que no entiendo?

—No se trata de que no trabaje. Se trata de… de que no soy yo. En cualquier caso, no quiero separarme de Lola. Sería como arrancarme el corazón.

—¡Pero si te pasas el rato queriendo separarte de ella!

—No, no de esa forma. Sólo quiero… ya sabes, momentos para volar un poco.

—¿Han empeorado las cosas entre Richard y tú? —quise saber. Trataba de comportarme igual que lo habría hecho unas semanas atrás; trataba de recordar cómo ser yo misma, ese yo que parecía haber perdido en medio de la locura y el horror—. Sabes que puedes contármelo.

—Mmmm —contestó.

Por un momento, me dio la sensación que iba a decir algo más, pero se interrumpió y empezó a cotillear por el piso, mientras me preguntaba sobre mis planes para la decoración. Aparte de arrancar los muebles de cocina viejos, cosa que no tenía ni idea de cómo hacer, pintar y colocar algunos estantes, no tenía ningún plan, pero no había problema, porque de repente Sally resultó tener un montón de ideas, la mayoría muy útiles. Deambuló de un lado a otro, señalando las grietas del yeso y los golpes de las paredes. En ese momento, nada de eso me importaba. No tenía ganas de hablar, ni de pensar siquiera, y fue un alivio beber mi café con leche y dejar la mente en blanco mientras a Sally se le ocurrían ideas que yo sería incapaz de llevar a cabo ni en un millón de años. El café con leche sabía a alguna especie de comida infantil, pero estaba caliente, y era probable que tuviera vitaminas y sales minerales que me hacían buena falta.

Cuando Sally anunció en tono eficiente que era mejor que nos pusiéramos manos a la obra, me sentí casi decepcionada.

—¿Así qué? ¿Con qué empezamos? —preguntó.

—Pintando esta pared —contesté—. En realidad es todo lo que tenía en mente para hoy. Una pared me hará sentir mejor.

Sally la miró con aire dubitativo.

—¿No necesitaría una primera capa?

—Mi idea era ir pintando hasta que no se pueda ver el color de debajo.

—Si lo hacemos bien, antes tendrías que rellenar esta grieta —señaló, al tiempo que pasaba el dedo por ella.

—La pintura la rellenará —repliqué—. Un poco. Esto es sólo temporal. Si alguna vez tengo dinero, lo haré como Dios manda. De hecho, si alguna vez tengo dinero, me mudaré.

—Pronto encontrarás a alguien —comentó Sally de improviso; sus palabras se deslizaron por debajo de mi coraza como un cuchillo entre mis costillas—. Lo predigo. Conocerás a alguien y volverás a enamorarte. —Y añadió, con cierta melancolía—: Los hombres te adoran.

Yo la miré, acongojada y sin poder hablar.

—Oh, Bonnie, ¡no me mires así! No lo decía por nada en concreto —dijo ella.

—No pasa nada —logré articular.

—Menuda bocaza tengo.

—Está bien.

—¿Es por Amos?

—No. No.

—Ven aquí. Espera un momento, dame tu taza; se te están cayendo los posos.

Mientras me la quitaba de la mano, me miró de repente, aparentemente sorprendida y confundida a un mismo tiempo. Nuestras miradas se encontraron y ella se puso granate. Regresó a la cocina con las tazas y oí correr el agua del grifo. No se tardaba mucho en lavar dos tazas, pero me dio tiempo para recomponer mis sentimientos. En un intento de ser profesional, extendí una sábana vieja bajo la pared que íbamos a pintar. Tampoco es que la moqueta mereciera mucha protección: habría quedado mejor con manchas de pintura. Saqué la sábana. Al volver, Sally parecía distraída.

—Tengo estas brochas —señalé en tono pretendidamente alegre—. Puedes usar la grande o la pequeña.

Ella no me oyó.

—He dicho…

—Lo siento —se disculpó—. Se que sonará estúpido, pero no he podido evitar fijarme en tu cuello.

Me estremecí. Casi me había olvidado del moratón, que ahora lucía un color amarillo sucio y estaba un poco hinchado.

—No es nada —contesté. No se me ocurría ni una sola razón por la que pudiera tener un morado en el cuello—. Fue un accidente.

—No, no es eso —dijo ella, y parpadeó varias veces—. No me gustaría parecer maleducada, pero ¿te importaría explicarme por qué llevas ese collar?

Me retorcí las manos, incómoda, y lo miré. ¿Por qué demonios me lo había puesto? Se me nubló la mente.

—No lo sé —respondí—. Lo cogí en alguna parte.

—¿Te importa si lo miro más de cerca?

—¿Hay algún problema? —me oí preguntar.

¿Qué ocurría? ¿Había cometido algún error?

—No, no, en absoluto. Sólo me gustaría mirarlo.

—Como quieras —accedí, y me lo desabroché.

Se lo tendí sobre la palma de mi mano y ella lo examinó con atención.

—¿Crees que vale algo? —dije, en un intento poco convincente de bromear.

—Esto es un poco embarazoso —respondió Sally—, pero creo que es mío.

De repente, el aire pareció enfriarse.

—¿De verdad?

—Lo cierto es que estoy segura. Es un regalo de Richard, de cuando estuvimos de vacaciones en Turquía.

Intenté obligarme a pensar, aunque era como poner en marcha una máquina oxidada. El collar era el que estaba dentro de la cartera de casa de Liza. ¿Cómo era posible que fuera de Sally?

—¿Estás segura? —quise saber—. A veces se parecen mucho.

—Es el que llevo siempre —insistió ella, al tiempo que lo sostenía—. Tiene un cierre nuevo; el viejo se había roto e hice que lo cambiaran. No pega mucho.

Hubo un silencio mientras ambas nos mirábamos mutuamente. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Me estaba acusando Sally de robarle el collar? No. Se la veía tan insegura como a mí. Y al hablar, las palabras le salieron del tirón.

—Es fácil que pase —dijo—. Debió de ser en alguno de los ensayos. Seguramente me lo saqué para limpiar o algo así. Ya sabes cómo va. Tú debiste de verlo y te lo pusiste automáticamente, como sueles hacer.

Aquello era una estupidez. Uno no se pone los collares de los demás por error en medio de un ensayo. Estaba inventándose una excusa. Casi como si se disculpara. Y, de todos modos, yo sabía que no lo había cogido en su casa.

—Es la clase de error que cualquiera puede cometer —insistió, casi farfullando—. Cogiste el collar equivocado y te lo pusiste sin darte cuenta. Me preguntaba dónde estaría. A Richard le habría resultado muy extraño si te hubiera visto llevándolo. Habría sido divertido.

Su expresión revelaba que no lo encontraba divertido en absoluto. Ahora lo sabía: Sally se había dejado el collar en casa de Liza. Sally y Hayden. La miré; tenía las mejillas rojas. Ella lo sabía. Y ahora también sabía que yo lo sabía. Tenía que ser así. ¿Qué más sabía sobre mí? ¿Qué sospechaba acerca de Hayden? ¿Qué creía que le había ocurrido?

—Sí —dije lentamente—. Qué cosa más tonta. Debí de cogerlo sin darme cuenta. Tienes que vigilarme o la próxima vez me olvidaré la cabeza. Ja, ja. Menos mal que lo has visto. Bueno, vamos a pintar un poco.

Hice palanca con un destornillador para abrir la tapa del bote de pintura. Parecía blanco, más o menos, pero el color se llamaba «Cáñamo». Empezamos a aplicarla de cualquier manera; a Sally parecía que se le habían quitado las ganas de hablar.

Sally y Hayden. Hayden y Sally. ¿Era posible sentir celos de un hombre muerto, sentirse traicionada en retrospectiva por un hombre de cuyo cuerpo acababa de deshacerme? Al fin y al cabo, tampoco me había hecho ninguna ilusión con él. Si alguien tocaba música, él se apuntaba. Si le ponían comida delante, la comía con un hambre que jamás se satisfacía. Y con las mujeres era lo mismo. Una mujer desesperada, sola, aburrida. La habría hecho sentirse bien, especial de nuevo, viva de nuevo. Le pasaría las manos por el cuerpo y le diría que era hermosa, y ella se volvería hermosa. Intenté no imaginármelos juntos en la cama, sus cuerpos desnudos enredados, su olor, que tan familiar me resultaba. El modo en que sonreía, una sonrisa que empezaba poco a poco y parecía extenderse por todo su rostro, inundándolo con su calidez. Me interrumpí por un momento, con la brocha goteante en la mano, sobrecogida por la sensación de pérdida que experimentaba.

Volví a mi tarea y apliqué la pintura casi blanca sobre la superficie de un beis deprimente. ¿Cuándo habría ocurrido? ¿Dónde estaba yo mientras sucedía? ¿Fue mientras me encontraba en el festival de música? Tenía que ser, sí… pero ¿se había mudado ya al piso de Liz para entonces? No lo recordaba. Tenía la cabeza enfangada. ¿Qué decepciones habían hecho falta? Traté de recordar qué me había dicho Sally, si es que me había dicho algo, sobre Hayden, o Hayden sobre ella. En cualquier caso, aquello estaba mal de un modo estúpido y malévolo: ¿qué derecho tenía yo a sentirme traicionada? ¿Qué derecho, a tantos niveles?

Y ¿qué sabía Sally? ¿Conocía lo nuestro? Debía de ser así, a menos que se estuviera esforzando por no darse cuenta.

Había algo gratificante en la textura glutinosa de la pintura, el sonido chapoteante al meter la brocha dentro y darle vueltas para que no goteara. Me habría gustado meter las manos en el bote y embadurnar las paredes de pintura.

Hayden con Sally y Hayden conmigo. Pero, por supuesto, por detrás de todas aquellas preguntas latía algo más, algo mucho más importante, el océano que habita bajo las rizadas olas. El collar había estado en casa de Liza, seguramente en la mesilla de noche. A lo mejor era como una superstición: antes de cometer adulterio, Sally debía de considerar adecuado sacarse la cadena que su marido le había comprado. Sin duda, su contacto mientras se enrollaba alrededor de Hayden le cortaba el rollo. Así que estaba en la mesita de noche, donde alguien la había visto, había pensado que era mía y me la había enviado. ¿Para qué? ¿Se trataba de una advertencia? ¿Alguna clase de declaración? «Sé que has estado ahí. Sé que te dejaste algo tuyo. No puedes escapar. Nadie puede».

Mientras, Sally y yo pintábamos una al lado de la otra. Resultaba grotesco. Me obligué a romper el silencio.

—¿Cómo va? —pregunté.

—No estoy segura de que vaya a cubrir el color de debajo —contestó ella.

—Quedará bien.

ANTES

Neal llegó con una botella de vino blanco, frío, con pequeñas gotas de condensación en el cristal, y con una sonrisa tan entusiasta y confiada que fue como si me clavaran un cuchillo. Lo miré, de pie en el umbral, el pelo peinado con una pulcritud poco característica. Llevaba una preciosa camisa de lino que debía de haber planchado antes de salir de casa.

—Hola, Neal —le saludé.

Me sentía como una asesina a punto de dar el golpe fatal.

—¿Qué te ha pasado?

Me llevé los dedos a la mejilla hinchada.

—Me caí.

—Parece que hayas estado en un ring de boxeo.

—Tiene mal aspecto, pero no duele tanto —mentí.

—¿Dónde te caíste?

—¿Es importante? —repliqué. No había barruntado una excusa, así que intenté pensar en algo que resultara plausible—. En el baño. Estaba de pie en el borde de la bañera, intentando coger algo de la estantería de arriba; resbalé y, al caer, me di con la cara en el borde.

—Vaya —comentó Neal en tono compasivo—. ¿Cuándo fue?

—Ayer por la tarde.

—Parece bastante reciente. Te estuve llamando, pero no contestabas.

—Seguramente estaba tumbada en la cama, con hielo en la mejilla —respondí. Sólo era una mentira a medias.

—He pensado que podríamos ir de picnic —propuso—. Si te apetece, claro. Hace un día estupendo.

Y me besó en la boca, con mucha delicadeza, como si no quisiera hacerme daño. Sentí cómo sus labios sonreían contra los míos y me aparté.

—Entremos —dije.

En la cocina, me coloqué de modo que la mesa quedara entre ambos.

—¿Té o café? —pregunté, tratando de ganar tiempo.

—Nada —contestó.

Ahora tenía el ceño levemente fruncido y le recorría un débil temblor de ansiedad.

Llené el hervidor y lo encendí, dándole la espalda para no tener que ver su cara.

—He estado pensando —empecé.

—Eso no suena bien —dijo él, tratando de mantener un tono despreocupado.

—En ti y en mí —continué.

—Hacía mucho tiempo que no me sentía así —intervino él, tratando de interrumpir lo que yo estaba a punto de decir—. Lo sabes.

—Te he tratado mal.

Hice una mueca: la frase sonaba como una canción de country cursi, pero era lo que sentía. Le había tratado mal.

—Me encerré en mí mismo para que no me hicieran daño.

—No estoy preparada —dije, desesperada.

—¿Qué significa eso?

—Todo ha ido demasiado rápido, en un momento muy extraño de mi vida.

—No quiero meterte prisa.

—Creo que deberíamos ser sólo amigos.

Me sentí avergonzada, incluso mientras pronunciaba esa excusa barata.

—¿Qué ha pasado? No lo entiendo.

Me volví hacia él y me obligué a mirarle a los ojos.

—No ha pasado nada, Neal. Sólo me lo he pensado mejor.

—Lo he interpretado todo mal. —Se pasó la mano por la cara como si la tuviera cubierta de telarañas—. Creía que sentías lo mismo que yo.

—Ha sido precioso, Neal, pero no soy la clase de persona con la que querrías mantener una relación.

—Pero sí que quiero —insistió él, sin rendirse.

No iba a dejar que me escapara del anzuelo.

—No es buena idea.

—¿Hay otra persona?

—No es eso.

Al mirarme, algo en su expresión había cambiado.

—Sí que la hay —dijo—. Y tu cara… no ha sido un accidente, ¿verdad? Alguien te ha pegado.

—Se acabó —dije yo. Por lo menos me había dado una excusa para enfadarme y echarlo, y la aproveché—. Ahora deberías irte.

Neal rodeó la mesa y se quedó a unos centímetros de mí, alzó la mano y me tocó el moratón de la cara.

—No podrás deshacerte de mí tan fácilmente, Bonnie.

—Tienes que irte.

—No se ha acabado —insistió él.

—No voy a marear la perdiz contigo.

—No puede haberse acabado; no lo permitiré. Esperaré a que cambies de opinión.

Sentí una punzada de incomodidad en la piel.

—No me has escuchado.

—Te he oído, es sólo que no te creo.

Hayden llegó una hora más tarde. Abrí la puerta y tiré de él para hacerlo entrar. No hablamos. Él apoyó los labios en mi morado y luego me desabrochó los botones de la camisa. Yo me arrodillé y le deshice los nudos de los zapatos. Al levantar la vista hacia él, había tanta hambre en su rostro que casi solté un grito. Hicimos el amor de pie, apoyados en la pared justo al lado de la puerta, ambos aún vestidos, y luego nos metimos en el dormitorio. Él me quitó la ropa muy lentamente, me contempló como si yo fuera un milagro y me tocó como si pudiera romperme. Permanecimos estirados en la cama durante horas, a veces abrazándonos y otras sólo mirándonos. Yo tenía la sensación de estar mirando en lo más profundo de él, a un lugar que los demás pocas veces lograban alcanzar.

Cuando la luz del exterior empezó a suavizarse para desvanecerse finalmente, nos levantamos, nos duchamos y fuimos a un bar de tapas que se hallaba a unos minutos del piso. Pedimos croquetas de patata, chile verde suave, habitas con menta, porciones de tortilla y queso salado, y lo regamos todo con una jarra de vino tinto barato. Yo estaba muerta de hambre y comí con las manos mientras daba largos tragos al vino.

Regresamos al piso agarrados el uno al otro. Él me apretaba contra sí. No me importaba lo que ocurriera después. Ya no importaba nada, sólo esto.

DESPUÉS

—Lo que quiero saber es dónde coño está Hayden. —Amos recorría la habitación de un lado a otro con su guitarra. Tenía la cara roja, aunque no estaba segura de si era por el calor o por el enfado—. Esto ya pasa de castaño oscuro.

El calor de última hora de la tarde de ese miércoles resultaba opresivo en la casa de mi sufrido amigo, donde nos habíamos reunido para ensayar. En aquella ocasión se encontraba ahí, pero se había retirado a su dormitorio. Mi intención había sido cancelar el ensayo, pero Joakim me recordó con agresividad que sólo quedaban un par de semanas para el 12 de septiembre y la boda. No cabía duda de que nuestro pequeño grupo dejaba mucho que desear y que no estaba en absoluto preparado para actuar.

—Estoy segura de que aparecerá —comenté—. Sólo llega un poco tarde.

Guy volvió a mirar el reloj.

—Casi media hora. Algo ocurre.

—¿Qué quieres decir? —La voz de Sonia sonó muy calmada, genuinamente interesada en lo que él pudiera decir.

—¿Has sabido algo de él, Bonnie? ¿Te contestó el mensaje?

—No. —Por lo menos, eso era verdad.

—Pues ya podría.

—Ya sabes cómo es —dije—. Lo más probable es que se haya ido con su grupo.

—No está con su grupo. —Nos volvimos hacia Joakim—. Hace un par de días fui a uno de sus conciertos y no estaba allí. Fue una mierda de noche, te lo digo —añadió con placer—. Sin Hayden no son nada.

—No entiendo cómo no estás más preocupada —volvió a intervenir Sonia, a la que miré con incredulidad—. No sé, ¿cuántos días han pasado?

—Sólo una semana —respondí. Entonces, a través de la niebla que cubría mis pensamientos, me di cuenta de lo que estaba haciendo: mi reacción normal y natural debería ser mostrarme preocupada—. De hecho, sí que es bastante tiempo —añadí.

—Sin duda lo es, ¡para la gente que se toma en serio sus responsabilidades! —levantó la voz Amos.

Sonia le puso una mano en el hombro y vi que eso le tranquilizaba. La tensión le abandonó y le dedicó una sonrisa de gratitud; Sonia se la devolvió y yo pensé: «Están liados, y si no, pronto lo estarán». Más que eso, serían buenos el uno para el otro; por lo menos, Sonia sería buena para Amos: calmaría su naturaleza desmedida sin importarle su irritabilidad. Le cuidaría, porque eso era lo que se le daba bien y lo que la satisfacía. Yo no había sido así con Amos, y con Hayden no había habido nada parecido a la racionalidad y la paciencia. Ambos nos habíamos abalanzado juntos contra un muro. Aun así: mi expareja, el hombre con el que una vez había creído que viviría para siempre —o, por lo menos, lo más cercano a «para siempre» que alguien como yo podía imaginar— y mi amiga más cercana. Ahora, más cercana que nunca. Mi cómplice, ligada a mí por la culpabilidad y los secretos. El pensamiento me asaltó de golpe: ¿se lo habría contado? Como si hubiera percibido mi preocupación, Sonia volvió la cabeza y me dirigió una sonrisa rápida y privada.

—Esté donde esté Hayden, deberíamos seguir como si hubiera decidido no venir más —dije—. Podemos hacerlo sin él. Joakim puede tocar la guitarra y el resto llenaremos los huecos.

—No —replicó Joakim, que estaba casi frenético, con su delgada cara sonrojada por la agitación—. No podemos seguir sin él como si no pasara nada.

—Jo… —empezó Guy, como si su hijo fuera un niño pequeño.

Éste se volvió hacia él.

—Estás encantado, ¿no? Te puso en evidencia e hizo que me cuestionara mi vida de un modo que a ti no te gustaba. Tú no quieres que vuelva, ¿verdad?

—No seas infantil.

Pero no había duda que Guy estaba conmocionado, y un silencio terriblemente incómodo se abatió sobre la habitación.

—Vamos a tocar el segundo tema —propuse en tono alegre.

—Joakim tiene razón, deberíamos hacer algo —dijo Guy, realizando un esfuerzo evidente por mantener la calma.

—¿Tú qué crees?

Sonia se volvió hacia Neal, que estaba encorvado en una silla con una mano sobre la cara, como si tuviera dolor de muelas.

—Como ha dicho Bonnie, deberíamos dar por hecho que no va a volver y seguir sin él.

—Y una mierda —dijo Joakim—. Y una puta mierda.

—¡Joakim!

—Se habrá ido a alguna parte —continuó Neal. Hablaba en voz baja y apagada, y tuvimos que esforzarnos por entender lo que decía—. Así es él. Coge a la gente y la deja tirada, la utiliza hasta que se gasta. Dejémoslo claro para poder pasar página. Hayden se ha largado, ¿sí?

—No se te ve muy alegre —señaló Amos en tono picajoso—. ¿Qué ocurre?

—¿Has dicho el segundo tema, Bonnie? —preguntó Sonia.

—Deberíamos ir a mirar en su piso —intervino Joakim.

—Tiene razón —concedió Sonia.

—Estoy de acuerdo —me obligué a decir en contra de todos mis instintos—. Tal vez haya ocurrido algo.

—Pero ¿dónde está? Creía que por el momento se quedaba en casa de amigos.

—Bonnie lo sabe —observó Amos amablemente—. Está en el piso de Liza; ella lo organizó. Hayden se queda allí mientras Liza está de viaje, ¿verdad, Bonnie?

—Sí —contesté—. También he intentado llamarlo allí y nadie contestó.

—Entonces tendremos que ir a echar un vistazo —decidió Joakim. No iba a darse por vencido—. ¿Cuál es la dirección?

—¿Ahora?

—¿Cuándo si no?

—No tenemos la llave —objetó Sonia—. No podemos forzar la entrada.

—No, claro que no —convine.

Yo tenía la llave en mi llavero, que estaba en mi bolsa, a un par de metros de mí. Por un momento creí que iba a empezar a lanzar algún tipo de mensaje luminoso por la habitación.

—¿Por qué no? A lo mejor está enfermo.

—Se me ocurre una idea. —Guy hablaba con su hijo, como si tratara de subsanar algo—. Hagamos esto con sensatez. —Se volvió hacia mí—. Liza te dio una llave, ¿no?

—Y yo se la di a Hayden.

—¿Te dijo ella si había dejado una de reserva a un vecino o a alguien más?

—Mmm, no estoy segura.

—Seguro que sí —intervino Joakim.

—¿Por qué no nos ponemos en contacto con Liza y le preguntamos si alguien tiene una? Le diremos que Hayden se ha ido y tenemos que regar las plantas.

—¿Ponernos en contacto con ella? —repetí como una estúpida.

—Envíale un SMS —propuso Joakim.

—Está en la otra punta del mundo. No quiero que se preocupe por su piso y por unas llaves perdidas.

—Entonces ¿qué vamos a hacer?

Respiré hondo y dije lo que habría dicho si no fuera la mujer que había arrastrado a Hayden fuera del piso envuelto en una alfombra.

—Deberíamos pasarnos por allí a ver si todo va bien.

—¡Perfecto!

Joakim estaba de pie, casi dirigiéndose a la puerta.

—Después del ensayo, Joakim —remarqué, y él se detuvo—. Y ahora vamos a ensayar. Segundo tema.

Sonia tenía una voz preciosa. Nunca había recibido clases y no era de ningún modo una voz perfecta, pero sí intensa, un poco ronca y con un tono plañidero que encajaba con la música. Además, tenía una especie de carisma, la misma cualidad que hacía que sus alumnos de quince años se inclinaran ante las fórmulas químicas. Ahora estaba cantando sobre su enamorado, mientras Neal apenas era capaz de seguir la melodía, Joakim tocaba con pasión y Guy perdía el ritmo. Pero ella conseguía mantener el grupo unido como si sólo estuviera pensando en la música.

—Genial —dije al final—. Es la vez que nos ha salido mejor.

—¿Nos vamos ya, pues? —preguntó Joakim mientras guardaba el violín y cerraba la tapa de la funda de golpe.

—Vale. —Traté de parecer despreocupada—. Es el momento indicado.

ANTES

—He hablado con Liza, puedes quedarte durante dos semanas siempre que riegues las plantas —le dije a Hayden.

—Claro.

—Me refiero a regarlas de verdad. Cada día. Mantenerlas con vida. Está muy unida a ellas; son como un sucedáneo de sus hijos.

—Vale.

—Y no desordenes mucho.

—Pareces una madre.

—Sólo porque tú eres como un niño.

—¿Ah, sí?

—Sí. Aquí está la llave. —Se la metió en el bolsillo—. Dejó una de repuesto en casa del tipo que vive arriba.

—¿Y no podría haber regado él las plantas?

—Liza no confía en él. ¿Quieres quedarte o no?

—Claro que sí. Es genial. Regaré las plantas y pasaré el aspirador, y le compraré un regalo de agradecimiento antes de marcharme.

DESPUÉS

—Qué callejón más curioso —comentó Guy mientras doblábamos por la calle que llevaba al piso de Liza—. Es como un lugar olvidado. Podrían construir algunos pisos aquí.

—Eso es lo que teme Liza —dije yo—. Sólo hay un par de casas, y este garaje. —Estaba desierto, con las contraventanas cerradas y el cartel metálico colgando de las bisagras. Eran casi las nueve y estaba oscureciendo, lo que daba a los matorrales un aire fantasmal y convertía a aquella callejuela más bien lúgubre en algo casi pintoresco—. Es la que está al final, detrás de la vía del tren.

Apenas podía creer que volvía a estar frente a la puerta de entrada. Toqué el timbre y esperé.

—Está claro que no va a responder —dijo Joakim—. Llama al otro timbre.

Eso hice, a regañadientes, rezando porque nadie contestara.

—Creo que no hay nadie —observé al cabo de unos segundos.

—Espera. —Joakim llamó varias veces al timbre, apoyándose en él como si eso fuera a hacer que sonara más fuerte—. Creo que oigo a alguien.

Sin duda, unos pasos se acercaban rápidamente a la puerta.

El joven que la abrió tenía la tez oscura, unas gafas enormes y flequillo. Le había visto antes, pero él no pareció recordarme.

—Hola —le saludé. —Lamento molestarte.

—¿Sí?

—Soy una amiga de Liza.

—Liza no está.

—Lo sé.

—¿Tienes una llave de su piso? —intervino Joakim, con impaciencia.

El joven pasó la mirada de mí a él.

—¿Disculpa?

—Necesitamos urgentemente entrar en el piso. ¿Tienes una llave?

—Si la tuviera, ¿por qué debería dejaros entrar?

—¿La tienes?

—Mi hijo no se está explicando muy bien —terció Guy—. Un amigo nuestro se ha quedado en el piso y estamos preocupados por él. Queremos comprobar que está bien.

—¿Un amigo?

—Hayden —dijo Joakim—. Hayden Booth. Tal vez esté enfermo y necesite nuestra ayuda. No contesta al teléfono ni viene a los ensayos. Tiene que dejarnos entrar.

—¿Tienes la llave? —volvió a preguntar Guy.

—¿Cómo sé que sois quienes decís ser?

—Me llamo Guy Siegel —se presentó Guy, en un tono ridículamente pomposo—. Soy abogado.

—¿Abogado? ¿Qué ha hecho este amigo vuestro?

—No, no; es sólo mi trabajo. Lo único que queremos es asegurarnos de que todo va bien.

—Bonnie es amiga de Liza —señaló Joakim.

—Oh, ¿tú eres Bonnie? ¿Por qué no lo has dicho antes?

—¿Perdona?

—Eres la chica a la que Liza encargó que le regara las plantas. Me habló de ti. Así que ya sabías que tenía la llave.

—¿Ah, sí?

—Me dijo que te lo había dicho.

—Oh. Bueno, se me debió de olvidar.

—Entonces ¿puedes darnos la llave?

Joakim estaba prácticamente saltando de un pie a otro, como si Hayden necesitara que lo salvaran sin demora.

—Claro. Esperad un momento. —Subió corriendo las escaleras y reapareció casi de inmediato—. Aquí está. Cuando acabéis, sólo tenéis que devolvérmela.

Pero Joakim no había terminado.

—¿Has visto a Hayden estos últimos días?

—No lo sé. ¿Se ha ido? Hace unos días estaba aquí, eso sí. Diría que su novia vino a verlo.

—No sabía que tenía novia. ¿Y tú, Bonnie?

—Vamos a echar un vistazo —dije a la vez que me volvía hacia la entrada del piso de Liza para que no pudieran ver cómo me ardían las mejillas.

—¿Cuándo fue eso exactamente? —insistió Joakim sin moverse.

—Veamos… ¿Hace cinco días? ¿Una semana? ¿Más? No lo sé. La verdad es que tampoco me fijé.

Una expresión de preocupación le cruzó el rostro.

—Está bien; gracias por tu ayuda —dije—. Vosotros dos, vamos.

Metí la llave en la cerradura, abrí la puerta y di un paso al interior del piso. Por un momento, igual que la última vez, casi esperé que el cuerpo putrefacto de Hayden estuviera tendido en el suelo, con la sangre encharcada alrededor de la cabeza y el brazo estirado con los dedos encorvados. El ardor que me invadía el pecho hacía que respirar resultara doloroso.

—Hola —dijo Guy, metiéndose en la habitación tras de mí—. ¿Hola? ¿Hayden? ¿Estás aquí?

—¡Hayden! —repitió Joakim—. ¡Hola!

Yo no pude obligarme a gritar su nombre. Después de todo lo que había hecho, tan sólo habría sido un pequeño momento de hipocresía, pero no era capaz. Me limité a esperar, o a fingir que esperaba.

—Aquí no hay nadie —dije.

—Vamos a echar un vistazo —decidió Guy.

—¿Un vistazo a qué? —pregunté, y entonces, justo cuando pronunciaba las palabras, vi efectivamente algo.

—A lo mejor hay alguna pista que nos diga adónde ha ido; así podremos llamarle y echarle la bronca.

—¿Qué? —dije como una estúpida.

Había sido incapaz de prestar atención a lo que decía porque allí, colgado de un modo bastante casual sobre el respaldo de la silla que había junto a la pared, estaba mi jersey de algodón gris claro. Me sobrecogió una especie de locura. Así era como debía de ser la locura, cuando nada parece encajar, cuando no hay una causa y un efecto entre el mundo interior y el exterior. Lo que estaba ocurriendo no tenía ningún sentido. Todas las pertenencias que tenía en ese piso me las habían enviado en un paquete, y ahora ahí estaba esa prenda de ropa para incriminarme. ¿Quién me estaba haciendo esto? ¿Y con qué motivo?

Me llevó unos cuantos y largos segundos más darme cuenta de que era yo quien había dejado la rebeca allí. Me obligué a concentrarme y pude recordar con claridad que me la había sacado antes de ayudar a Sonia a ordenar. Y luego, en caso de que sea posible recordar una ausencia, me acordaba de que no me la había puesto al marcharnos; o más bien no recordaba habérmela puesto, y sin duda no la había llevado durante el resto de esa noche. Aun así, había vuelto al piso después de aquella desagradable noche y había sido incapaz de verla. ¿Acaso estaba pidiendo a gritos que me atraparan?

Guy y Joakim recorrían de arriba abajo lo que en realidad era un decorado teatral que Sonia y yo habíamos creado. Guy miró el correo que había en el suelo, en la parte interior de la puerta, y le echó un vistazo.

—Aquí no hay nada para él —informó.

—No me parece la clase de tío que reciba mucho correo —comentó Joakim.

—Todo el mundo recibe correo —comentó Guy.

Yo quería decir algo, pero no se me ocurría nada normal y que no me comprometiera.

—Yo no —observó Joakim.

—Me refiero a los adultos… aunque a lo mejor Hayden no cuenta como adulto.

Tuve que obligarme a no mirar. En lugar de eso, fingí examinar los objetos que yo había colocado en su sitio.

—La cocina —dije de repente.

—¿Qué? —preguntó Guy.

—¿No crees que vale la pena comprobarla? La gente suele tener listas allí, listas de recados pegadas a la puerta de la nevera con un imán.

Sonaba increíblemente poco convincente y Guy pareció vacilar. Me obligué a hablar en un tono más ligero.

—Así también podrás comprobar qué tiene en la nevera.

El mero hecho de usar el presente me costó un gran esfuerzo. «Tiene», no «tenía». Para Guy y Joakim, Hayden estaba haciendo algo en alguna parte. Tal vez estuviera a punto de aparecer por la puerta. Es probable que se sintieran irritados o perplejos, del modo en que es imposible estarlo cuando sabes que alguien está muerto. Puedes quererlo u odiarlo, puedes llorar su pérdida, pero no puedes estar enfadado u ofendido con él. A Guy se lo veía muy irritado; murmuraba por lo bajo mientras se dirigía, un poco a regañadientes, hacia la cocina. Joakim le siguió, probablemente con un genuino interés por ver lo que Hayden guardaba en la nevera.

Yo crucé la habitación y cogí la chaqueta de la silla, mientras miraba a mi alrededor, desesperada. No llevaba bolsa y mi mente no funcionaba con la suficiente claridad. Era incapaz de decidir si tratar de esconderla constituía un riesgo estúpido. Oí ruidos procedentes de la otra habitación y, puesto que no se me ocurría otra idea, me la puse. Oí voces que aumentaban de volumen. Estaban volviendo. Lo único que importaba eran los dos primeros segundos. Había oído hablar de experimentos en los que se demostraba que si estabas distraído, era sorprendente la cantidad de cosas de las que no te percatabas. Sobre la repisa de la chimenea había un esbelto jarrón negro, elegante, caro y frágil. Lo cogí mientras ellos entraban en el cuarto y lo dejé caer, de modo que se hizo añicos en el hogar.

—Mierda —dije.

Los dos echaron a correr.

—¿Qué demonios ha sido eso? —quiso saber Guy.

—Era un jarrón —contesté—. Dios, qué torpe soy. Me siento fatal.

Guy sonrió a pesar de todo.

—No te preocupes. Si nos deshacemos de los trozos, podemos echarle la culpa a Hayden.

—Eso suena horrible.

Los dos se rieron alegremente de mi ineptitud, encontraron un recogedor y barrieron los añicos. No dijeron una palabra sobre la chaqueta. La distracción había funcionado. También se debía a que eran hombres, por supuesto. Si Sally hubiera estado conmigo, un centenar de jarrones rotos no le habrían impedido preguntar de dónde había salido la chaqueta.

—Bueno, ¿hemos terminado? —pregunté cuando los fragmentos de lo que con toda probabilidad era una reliquia familiar de Liza estuvieron metidos en una vieja bolsa de la compra.

—Supongo que sí —respondió Joakim desconsolado mientras miraba a su padre.

Guy seguía observando a su alrededor con gesto de descontento. Al pensar en lo que había hecho y en lo que casi había dejado que ocurriera, me sentí físicamente enferma. Sonia y yo habíamos ordenado el piso, colocado los muebles en su sitio, ocultado todas las pruebas y luego yo había dejado mi chaqueta en el respaldo de una silla para que cualquiera la encontrara. Si había sido capaz de eso, ¿qué más habría olvidado? El hecho es que había tantas cosas que ordenar, preparar, disimular, sobre las que había que mentir, sólo hacía falta que me equivocara con una. Era un problema de concentración, pero ¿de qué modo tenía que actuar para encontrar las cosas que había olvidado u omitido? Todo quedaría igual durante el resto de mi vida a menos que las cosas se torcieran y todo se descubriera. La perspectiva me pareció de repente casi relajante.

—¿No habéis encontrado nada en la cocina? —pregunté, tratando de controlar la tensión de mi voz.

—¿Sabes qué es lo más curioso? —dijo Guy.

—No. ¿El qué?

—El caso es que Hayden es un músico anárquico, espontáneo, ¿no? De repente no aparece en un ensayo y no se toma la molestia de informarnos, y se supone que hemos de pensar que se ha marchado de la ciudad, que se ha lanzado a la carretera, que le ha salido algún concierto que no podía rechazar.

—No lo sé.

—¿De verdad vivía aquí?

—¿Qué quieres decir?

—Claro que vivía aquí. En la esquina del dormitorio hay una maleta que sin duda es suya, y he visto algunas camisas colgadas en el armario, entre la ropa de Liza. También había un par de cervezas en la nevera, pero no parece el tipo de lugar que un músico como él acabara de abandonar. No hay leche agriada en la nevera, ni camisas tiradas en una esquina, ni periódicos viejos.

Me contuve para no contestar y me concentré en que la respiración no se me acelerara. ¿Adónde quería ir a parar?

—¿Sabes lo que pienso?

Negué con la cabeza; no me fiaba de mí si abría la boca.

—No creo en absoluto que fuera repentino; creo que tenía planeado marcharse. El hecho de que no nos lo contara era sólo una forma de decirnos a todos: «Que os jodan».

—Papá —empezó Joakim, en tono de enfado y protesta.

—Pensaba que éramos una panda de aficionados y quería asegurarse de que lo supiéramos. ¿No os parece típico de él?

Reparé en la expresión de dolor y traición de Joakim.

—Tal vez —dijo.

—Sólo hay una manera de descubrirlo —señaló Guy.

—¿Cuál?

No contestó, pero empezó a revolver los cajones de la pequeña mesa.

—¿Qué haces?

—Buscar —respondió con aire misterioso.

—¿El qué?

—Bueno, por ejemplo, su pasaporte.

—¿Para qué quieres su pasaporte?

—No lo quiero. Pero quiero ver si está aquí, porque si no, eso significa que se lo ha llevado, y si se lo ha llevado, quiere decir que se ha ido a alguna parte. Fin de la historia. ¿En qué otra parte lo habría guardado?

Miré mientras Guy abría los cajones, hurgaba entre los papeles e incluso metía la mano en los pantalones y las chaquetas de Hayden.

—El pasaporte no está —le anunció a Joakim en tono triunfal—. No hay pasaporte, no hay cartera, no hay teléfono. Acéptalo, se ha marchado.

—Él no haría eso.

—Y tampoco hay cepillo de dientes —continuó Guy al tiempo que entraba en el baño—, ni maquinilla de afeitar. Se ha marchado, hijo. —La expresión de su cara se suavizó al percatarse de lo afligido que estaba Joakim—. Lo siento —añadió.

—No lo sientes; te alegras. Pensabas que era una mala influencia para mí.

—Teníamos nuestras diferencias, pero siento que haya terminado así —replicó Guy—. Sé lo que sentías por él.

Le puso una mano a Joakim en el hombro, pero éste se soltó y regresó casi corriendo a la sala.

—Deberíamos irnos —observé mientras le seguía—. Hayden no va a volver.

—Ha dejado su guitarra —dijo Joakim, señalando la funda que estaba apoyada en el sofá.

—¿Es la suya? —pregunté como una tonta.

—Nunca la habría dejado aquí. La quería.

Joakim se arrodilló, abrió la funda y la sacó. Contempló el cuerpo astillado y las cuerdas rotas, y las tocó con suavidad, como si fueran un ser vivo que él pudiera curar. —Está destrozada —dijo al final—. ¿Quién ha hecho esto?

—Él, por supuesto —contestó Guy—. ¿Quién más podría ser?

—No. Tú no lo entiendes. Para él sería como golpear a alguien a quien quisiera.

—¿Ah, sí? La gente lo hace todo el tiempo.

—Tenemos que irnos —insistí.

Tenía los pelos de punta. Sentía que no podía quedarme ni un minuto más en aquel lugar, que si no nos íbamos enseguida diría o haría algo terrible.

Cerré la puerta tras nosotros y subí el tramo de escaleras para devolver la llave.

—¿Habéis tenido suerte? —preguntó el vecino.

—Por lo que parece, se ha mudado.

—Seguramente no sea relevante, pero oí unos ruidos extraños procedentes del piso.

—¡Ah!

—Aunque no sé cuándo fue. Pensé que eran su novia y él.

—Seguro que fue eso.

ANTES

Por una parte estaba el día, cuando me dedicaba a rascar el papel de las paredes, quedaba con amigos, me sentaba en el parque con los cascos enchufados o iba de compras. Y por otra estaba la noche, cuando me tumbaba con Hayden en la oscuridad, mientras los faros de los coches se reflejaban en el techo del dormitorio, donde nos aferrábamos el uno al otro y nos infligíamos placer. Se trataba de dos mundos diferentes, sin conexión alguna entre ellos. Me sentía irreal, como un cristal; me miraba en el espejo y apenas me reconocía. A veces tenía miedo, pero no lo bastante como para detenerlo.

—Casi salí con Neal.

Estaba sentada en el coche de Sonia, que conducía a casa de su hermana en un pueblo de Hertfordshire, donde íbamos a almorzar y a recoger fresas en una granja donde podías servirte tú mismo.

Había sido idea de Sonia; no era el tipo de plan que a mí se me hubiera ocurrido. Decía que ese año iba a hacer mermelada para todos sus amigos.

—Lo sé —me contestó.

—¿Lo sabes?

—Me lo imaginaba.

—¿Tan obvio era?

—Sí. Bueno, al menos para mí. La forma en que te mira, cómo te sigue con los ojos. ¿Por qué no llegaste a salir con él?

—No me pareció correcto —respondí.

Quería hablar con Sonia, pero sin mencionar a Hayden; deseaba contárselo sin contárselo; quería sus consejos sin que supiera sobre qué me estaba aconsejando.

—Es majo.

—Demasiado, creo. Demasiado ansioso. Es la clase de tío al que llamas cuando quieres que te reparen algo.

—¿Y eso es tan malo?

—Ya sabes a lo que me refiero.

—¿Te refieres a que hay algo en ti que se siente atraído por hombres que no son agradables, sensibles, respetuosos y amables como Neal?

—No es algo que elija. —Era más fácil mantener esa conversación en el coche, mientras ambas fijábamos la vista en la carretera—. ¿Por qué es tan difícil hablar de esto?

—¿Ha sido sólo Neal el que ha provocado la situación?

—Más o menos. —Contemplé los setos, los campos, las vacas que se mantenían tranquilamente en grupos junto a la valla—. Mi padre pegaba a mi madre. ¿Te lo había contado alguna vez?

Sabía que no era así; no se lo contaba nunca a nadie. El mero hecho de decir las palabras en voz alta me hacía sentir mareada.

Sonia me dirigió una mirada rápida. Sentía un dolor en el moratón, que ya se estaba desvaneciendo, y me puse roja.

—No —contestó con delicadeza—. Pero me alegro de que lo hayas hecho.

—A ti te cuento cosas que creía que nunca sería capaz de contarle a nadie.

—Gracias.

Su voz era grave, reconfortante.

—No se lo contarás a nadie, ¿verdad?

—No hace falta ni que lo preguntes.

—¿Ni siquiera a Amos?

—Ni siquiera a Amos. Es tu secreto, no el mío.

—Sí.

—Así que tienes miedo de repetir el patrón.

—Supongo que sí.

—¿Y lo haces?

—Quizá. —Pensé en su puño sobre mi cara—. No quiero hacerlo.

—Pues no me pareces del tipo sumiso —comentó ella—. De hecho, diría que por lo general eres tú quien lleva los pantalones.

Era mi turno de mirarla a ella.

—¿Has estado hablando con Amos de mí?

—No.

—¿Sonia?

—Está claro que te ha mencionado. Estuvisteis mucho tiempo juntos. Tú eres su historia; es imposible que no hable de ti. Estoy segura de que lo entiendes. Aunque entiendo que es raro.

—Amos y tú… —Hice una pausa, esperando que ella dijera algo, pero al ver que no lo hacía, añadí—: ¿Ya sois pareja?

—¿Te molesta?

—¿Por qué iba a molestarme?

—No hace falta que nos andemos con jueguecitos. Amos y yo…

—Si Amos y tú estáis juntos, me alegro mucho por vosotros.

¿Era así? No es que quisiera a Amos para mí, pero resultaba un poco extraño que una de mis mejores amigas saliera con mi expareja, con la que tanto tiempo había estado. Resultaba casi incestuoso.

—¿Y lo dices de verdad?

—De verdad —afirmé, enfrentándome a su mirada de escepticismo—. Me alegro. Pero no habléis sobre mí, eso es todo. Bueno, hacedlo; claro que lo haréis. Pero no me lo cuentes, ¿vale?

Me detuve al final de la calle de Sally.

—Yo iré delante. Tú espera un par de minutos.

—¿Por qué?

—Para que nadie lo sepa.

—¿Saber el qué?

Sonreí y le besé en los labios.

—Nada.

Estaban todos ahí, esperando.

—¿Dónde estabas? —preguntó Amos—. Se supone que eres la líder del grupo.

—Suena como si fuéramos los Brownies.

—¿Dónde está Hayden? —quiso saber Joakim.

—Deja de hablar de Hayden —dijo Guy, volviéndose hacia él.

El cuello se le había puesto morado.

—Pero ¿qué…?

—Cállate.

Sally salió de la cocina con un pastel. Se había hecho algo en el pelo y llevaba pintalabios. Al acercarse a mí, distinguí un perfume.

—¿Dónde está Hayden? —preguntó.

—Aquí estoy —dijo él, entrando en la habitación—. Hola a todo el mundo. ¿Me estabais esperando? Sally, hoy estás muy guapa. Oh, ¡hola, Bonnie! —Dio un exagerado respingo de sorpresa—. ¿Cómo estás hoy?

Su lenta sonrisa me desnudó delante de todos.

—Pongámonos a ello —dije mientras me apartaba de él.

Neal miró primero a Hayden y luego a mí. Fue como distinguir cómo la certeza de lo que ocurría se introducía en él igual que un veneno. Lo sabía. Y, cuando nuestras miradas se encontraron, vi que él se había dado cuenta de que yo me había percatado.

—¿Quién quiere pastel? —preguntó Sally en tono alegre—. Es de café y nueces. ¿Bonnie?

—Ahora no.

—Yo tomaré un poco —dijo Hayden, que cogió un trozo grande, se metió la mitad en la boca, lo masticó y lo tragó mientras todo el mundo le miraba. Luego se chupó los dedos.

—¿Neal?

—No —habló en voz baja y cansada.

Me di la vuelta para no tener que ver su cara, pero noté sus ojos sobre mí.

—¿Qué le ha pasado a tu cara? —me preguntó Amos.

—No es nada —contesté en tono despreocupado.

—Deberías ver al otro tío —intervino Neal.

Se suponía que era un chiste, pero le salió demasiado cortante y en un tono demasiado alto. Se hizo el silencio.

—Me caí en la bañera —expliqué—. Ya casi no me duele.

—Está amarillo.

—Gracias.

—¿Empezamos?

Joakim estaba afinando su violín, cuyas cristalinas notas resonaban en la habitación.

—¿Preparada, Sonia? —pregunté.

Ella asintió y dejó caer los brazos a ambos lados, con las palmas vueltas levemente hacia fuera, en su postura para cantar.

—Sonia va a enseñarnos cómo debe cantarse It Had To Be You.

—Su voz es como humo y terciopelo —comentó Hayden.

—Vaya, muy amable por tu parte, Hayden —dijo Sonia con ironía.

—Y muy sexy.

Me di cuenta de que Amos estaba rabiando en la esquina. En la habitación hacía bochorno. Por la ventana, vi a Richard y a Lola en el jardín. Él cortaba las rosas y ella estaba agachada en el suelo, mirando la tierra con atención. Fuera todo se veía limpio y fresco, muy lejos del aire espeso y cálido del interior. Tenía las manos húmedas y unas pequeñas gotas de sudor me bajaban por el pecho. Hubiera deseado estar muy lejos, en algún sitio verde y tranquilo y sin gente con rencillas.

—A la de tres —dije—. Vamos a invocar a Billie Holiday.

DESPUÉS

El teléfono sonó a todo volumen y me sacó de un sueño abarrotado de gente. Aún medio dormida, estiré una mano, encontré el aparato y me lo llevé a la oreja.

—¿Sí? —contesté.

—Bonnie, soy yo. Sally.

—¿Qué hora es?

—Casi las siete.

—¿Qué ocurre? ¿Le ha pasado algo a Lola?

—He llamado a la policía.

—¿Por qué?

—Les he dicho que quería denunciar la desaparición de Hayden.

—¿Por qué?

—Porque ha desaparecido.

Intenté pensar con claridad y me obligué a reaccionar como haría una persona cualquiera.

—No ha desaparecido como para tener que llamar a la policía, Sally. Comprobamos el piso. Lo más probable es que se haya mudado.

—Ahora ya lo he hecho y no puedo tirarme atrás. ¿Vendrás conmigo?

No se me ocurrió ninguna excusa convincente para zafarme. A lo mejor resultaría útil acudir y escuchar lo que Sally tuviera que decir. Después de colgar, traté de pensar. Mi cerebro era como una rueda que rodaba inútilmente y se hundía cada vez más en el barro. Sally había acudido a la policía. ¿Qué significaba eso? ¿Se pondrían a investigar la desaparición de Hayden o se limitarían a desechar su preocupación como las sospechas histéricas de una mujer encaprichada? ¿Querrían hablar con alguien? ¿Con nosotros? ¿Conmigo? ¿Y qué diría yo? ¿Irían al piso en busca de pistas? Si me las había apañado para dejar allí mi chaqueta, colgada en el respaldo de la silla, ¿qué más me habría dejado, pasado por alto u olvidado, en qué me habría equivocado? ¿Estarían mis huellas dactilares por todas partes? ¿Le habría hablado él de nosotros a alguien? Yo creía haberlo ocultado todo, pero de pronto me di cuenta de que me estaba engañando absurdamente. Saldrían a la superficie pistas que yo ni siquiera podía imaginar. Un solo pelo podría ser suficiente para condenar a alguien. Mi pelo estaría en la almohada, mi sudor en las toallas, en las sábanas, mis huellas en las tazas y los vasos, mi imagen grabada por alguna cámara de seguridad. A lo mejor las lentes nos habían enfocado mientras deslizábamos el cuerpo de Hayden en las aguas oscuras del pantano. Es imposible pasar inadvertido. Me colocarían en una rueda de reconocimiento, y alguien a quien nunca había visto me señalaría con el dedo y diría: «Ella. Es ella. Sí, sin ninguna duda».

Me obligué a tranquilizarme. ¿Qué podían descubrir? Mientras Sonia no dijera nada, no había nada que pudiera incriminarme. Aunque ¿podía confiar en ella? Sin duda, sí. Era mi amiga y, en cualquier caso, si se lo contaba a alguien se incriminaría tanto a ella como a mí. Pero había alguien más que sabía algo. Tenía que ser así, de otro modo, ¿por qué me habían devuelto la cartera? Mi cartera con todo lo que me había dejado en el piso y con el collar de Sally. ¿Qué significaba eso? Algo estaba pasando y no sabía el qué. Había algo que aguardaba para tenderme una emboscada, desagradables sorpresas que acechaban tras las esquinas y las puertas.

Me puse unos shorts tejanos y una camiseta a rayas. Tenía un aspecto andrógino, como un chico justo antes de alcanzar la edad de tener espinillas, o una de esas muñecas de trapo con el pelo rubio y las piernas fofas. Me examiné en el espejo. ¿Qué había visto Hayden cuando me miró con tanta intensidad? ¿A quién había visto? ¿Por qué me había deseado con tanta urgencia?

Me bebí dos tazas de café negro y me serví un cuenco de cereales antes de descubrir que la leche se había acabado. Me asaltó un hambre repentina y violenta, pero no había nada más para comer, excepto una lata de maíz tierno en el armario. La abrí y me tomé un par de cucharadas, aunque no fue un desayuno demasiado satisfactorio y, de todos modos, con el hambre que tenía, me sentó mal.

Sally llegó; iba vestida como si fuera a una entrevista de trabajo: pantalones negros demasiado apretados para ella, una chaqueta negra entallada y una camisa blanca. Llevaba el pelo recogido y unos pequeños pendientes de oro.

—Estás muy elegante.

Ella hizo una mueca.

—Debes de pensar que soy idiota.

—En absoluto. Pasa. Puedo ofrecerte café sin leche o té, también sin leche.

—Café, por favor.

Nos sentamos a mi pequeña mesa y empezó a parlotear sobre la mala noche que había pasado hasta que se detuvo bruscamente, con los ojos llenos de lágrimas.

—Esto es una farsa. Lo sabes, ¿verdad?

—¿Saber el qué?

Por supuesto que lo sabía, pero saberlo no era lo mismo que oírlo en voz alta.

—Lo de Hayden.

—Cuéntamelo —le pedí, esforzándome por no alterar la voz.

Sentí que las facciones se me endurecían en una parodia de una expresión normal.

—Por eso llamé a la policía. Es imposible que haya desaparecido. No me lo creo; él no haría algo así. Me habría dicho algo, lo sé. —Pero hizo que la afirmación pareciera una pregunta y luego soltó una tenue y llorosa risa—. No estoy siendo muy coherente, ¿verdad? Lo siento. Es sólo que… estoy dispersa. ¿Tienes un pañuelo?

Fui al baño y volví con un rollo de papel de váter que le tendí.

—Quería habértelo contado antes. Sabía que tú no me juzgarías. Pero me siento… avergonzada. Y muy feliz también. Viva, por primera vez en mucho tiempo. Él me hacía sentir viva.

—¿Hayden?

—Sí. Lo siento. Estábamos… liados. A lo mejor ya lo sabías… en ese momento, quiero decir. Me daba la sensación de que era obvio.

«No hasta lo del collar».

—El caso es que era muy amable conmigo. Qué palabra más tonta. «Amable» no sirve para describir a alguien como él. Desde la primera vez que lo vi, me hizo sentir especial, como si me viera de verdad; no a Sally la ama de casa, ni a Sally la madre, sino a mí. Decía que yo era preciosa. ¿Sabes cuánto hacía que nadie me decía eso? Cuando tienes un hijo es como si desaparecieras. Richard se va a trabajar por la mañana y vuelve por la noche; él está cansado, yo estoy cansada y en realidad no hablamos de nada que no sean asuntos prácticos; no puedo recordar siquiera la última vez que hicimos el amor. Y todas mis amigas, incluso tú, Bonnie, y no es culpa tuya, estáis en el mundo de ahí fuera, os enamoráis, os divertís y ganáis dinero, y es como si todo eso hubiera terminado para mí. Llevo mucho tiempo deprimida, con el pelo grasiento, jerséis sucios y ojeras, y de repente aparece este hombre y me hace sentir deseada de nuevo. ¿Sabes lo que quiero decir?

—Sí.

Pero no quería pensar en ello ni imaginármelos juntos. Me habría vuelto loca si hubiera pensado en eso.

—Quiero a Lola y no podría estar sin ella. Y también quiero a Richard, a mi manera. Pero es como si ya no nos viéramos. Y entonces apareció Hayden. Ya sabes cómo es.

Yo emití un ruido indefinido y le di un trago al café, aunque ya estaba de los nervios por culpa de la cafeína.

—Comía mis pasteles y bebía mi té, y me decía que era hermosa. Se reía de lo que yo decía y me quitaba a Lola de las manos, y me preguntaba cosas sobre mí como si de verdad quisiera conocer la respuesta, y era como volver a ser adolescente de nuevo; ya sabes, las mariposas en el estómago. Antes de que apareciera, lo único que quería era pasarme el día durmiendo. Estaba tan cansada que me daba la sensación de que podía dormir durante días y seguir cansada. Y de repente me sentí llena de energía, efervescente.

—Así que tuvisteis una aventura.

Mi voz sonaba seca como las hojas muertas.

—Yo no lo llamaría así. —A Sally le tembló la voz—. Hace que parezca algo importante. Sólo ocurrió dos veces. Y ni siquiera terminó: no pasó nada, él siguió sonriéndome y me tocaba la mano y se comportaba como si yo fuera especial, pero no hizo nada más.

—¿Cuándo sucedió todo esto?

Quería saber si habíamos coincidido en el tiempo.

Pero Sally no contestó. En lugar de eso, afirmó como si le saliera del corazón:

—Creo que es una persona herida. Algo debió de hacerle daño en algún momento y ahora… Bueno, no le culpo. Creo que lo que pasó significó algo para él. Estoy segura de ello. A lo mejor lo interrumpió porque no quería cargarse mi matrimonio. —Soltó un pequeño hipido y volvió a frotarse los ojos—. Creí que podría ayudarle, darle amor y hacerle sentirse mejor consigo mismo. No te rías.

—No me estaba riendo. ¿Y Richard?

—¿Te refieres a si lo sabe? Me daba pánico que se enterara. Pensé que alguien podía sumar dos más dos y contárselo, y lo más raro fue que yo misma me delaté. Un día se lo dije. Las cosas entre nosotros se habían vuelto muy distantes y él sabía que algo pasaba y, de todos modos, siempre era desagradable con Hayden; le llamaba… bueno, no importa. No cabía duda de que sospechaba algo. Por eso se negó a dejaros tocar más en casa, aunque lo que no sospechaba era que yo le hubiera sido infiel. Ya no piensa en mí en un sentido sexual, así que supongo que era incapaz de imaginar que alguien pudiera hacerlo. A lo mejor yo quería hacerle daño, sacarlo de su maldita autocomplacencia, o a lo mejor creía que al contárselo conseguiría que me mirara como Dios manda por una vez. —Soltó una risa cortante—. Sin duda ha sido así.

—¿Cómo se lo tomó?

La recorrió un pequeño escalofrío.

—Digamos que no se lo tomó con calma. No paraba de decir que no entendía cómo podía haberle hecho algo así a Lola. Oh, Dios. Yo no le hice nada a Lola. La quiero y nunca le haría daño, y si creyera… Pero el caso es que Richard no está ciego del todo. Él sabe, aunque sea a medias, que no fue sólo culpa mía. Si las cosas nos hubieran ido mejor, no habría pasado. Me sentía tan sola, Bonnie.

Cubrí sus manos con las mías.

—Deberías habérmelo contado antes.

—Tú siempre pareces tenerlo todo bajo control. Tú no tendrías un marido que te tratara como si tu función fuera mantener la casa limpia y servir la comida en la mesa. Nadie se te follaría un par de veces al conocerte y luego te dejaría sin siquiera molestarse en decirte que se iba.

—Es sólo apariencia —repliqué—. Desde dentro no es lo mismo.

—Lo que ocurrió con Hayden… fue muy importante para mí, y también para Richard. Quizá haya acabado incluso con nuestro matrimonio, aunque creo que ninguno de los dos lo desea. Pero ahora pienso que a lo mejor para Hayden no significó nada. Sólo un rollo más. Me olvidará enseguida; a lo mejor ya lo ha hecho.

Yo reconocía todo lo que me había contado. De algún modo, su historia había sido mi historia, con la diferencia de que ahora ella intentaba recuperar a su marido, deshacer sus pasos hasta el lugar donde estaba antes de conocer a Hayden. Yo, en cambio, había cruzado la línea y me encontraba en otro país, en un lugar del que no había vuelta atrás. Mi antigua vida, tal como había sido antes de que Hayden me cogiera entre sus brazos y me besara, parecía muy lejana, segura e iluminada por el dulce encanto de algo que has perdido irremediablemente. No sólo había perdido mi antigua vida, sino también a mi antiguo yo. Pensé que nunca podría volver a ser la mujer que había sido. Había hecho algo que no admitía confesión ni perdón.

—Deberíamos hablar de esto como es debido —dije—, y también de lo que va a pasar contigo y con Richard. Pero ahora estás a punto de ir a la comisaría, así que explícame por qué has denunciado su desaparición.

—Me asusté.

—¿Te asustaste?

—Sí, suena estúpido. Sé que él sólo ha pasado página. No creo que sea una persona estable en el sentido en que lo somos tú o yo. Para él hay una cosa y luego otra, y nada tiene sentido. De hecho, creo que incluso mientras estaba conmigo había alguien más, aunque él nunca me lo dijo. Sólo me dio esa sensación. Diría que ésa es la razón por la que no volvió después de la segunda vez. Pero le he dado vueltas… le he dado vueltas a lo que me dijo en una ocasión.

—¿El qué?

—Que era despreciable. Que no debía implicarme con alguien como él.

—¿Él dijo eso?

Eran las mismas palabras que había utilizado conmigo, y que yo le había repetido a Neal.

—Sí.

—Crees que a lo mejor se ha suicidado.

—¡No! Sí… No lo sé. No pienso de verdad que lo haya hecho, pero en cuanto empecé a pensar en ello ya no pude parar. Me di una vuelta por allí; ya sabes, le llamé al móvil y al fijo, y luego fui a la casa donde estaba viviendo y llamé al timbre. Tuve la certeza de que estaba allí, que sabía que era yo y no quería verme. Fue horrible.

«Pero era yo —pensé—, Sonia y yo con el cadáver de Hayden, escuchándote, deseando que te marcharas». Al recordarlo, sentí un escozor en la piel.

—¿Y entonces? —la incité.

—Ayer le dije a Richard que iba a ir a la policía a denunciarlo, e incluso a él le pareció sensato. —Me miró con los ojos enrojecidos—. ¿Hice lo correcto, Bonnie?

—Hiciste lo que tenías que hacer.

—Me he dado cuenta de que no sé nada sobre él. No sé dónde se crió, quiénes son sus padres, sus amigos, nada.

Yo tampoco sabía mucho, sólo escasos fragmentos que se le habían escapado. Una vez había dicho que le encantaban los elefantes porque nunca hacían ruido al andar, que eran silenciosos y delicados y, cuando alguien de su familia moría, guardaban luto por él. Al preguntarle cómo lo sabía, me explicó que durante una época había vivido en África. La idea de Hayden en una reserva natural mirando los elefantes y los leones a través de unos prismáticos era tan ridícula que me hizo reír. También había mencionado a algunas mujeres, por supuesto —el humor de una, la locura de otra—, pero nunca por su nombre ni tampoco con detalle. Hablaba de ellas como si fueran fantasías, sueños o mitos. Había hablado de grupos, festivales, extraños conciertos en pubs perdidos, pero siempre sin fecha ni localización. Yo sabía que se había criado en el suroeste de Inglaterra, que su padre era un hombre desesperado y su madre, una mujer triste, y que odiaba la escuela, dondequiera que hubiera estado. Me pregunté si era por eso que las mujeres le adoraban tanto. Parecía haber salido de la nada, llevando un halo de misterio y dolor con él. Deseábamos salvarlo, curarlo. Por un minuto, vi su cara arrebatada por la rabia y su puño levantándose. Estúpida, estúpida, estúpida.

—Me alegro mucho de que lo sepas —estaba diciendo Sally.

—Yo también me alegro. —Pero ¿sabía ella algo? ¿Lo sospechaba? Sin duda, sin duda debía de hacerlo. Y ¿por qué no me había preguntado cómo había acabado el collar en mi poder?—. Iré contigo a la comisaría.

No podía hacer otra cosa. Era Sally: mi rival secreta, mi chivata involuntaria y mi más vieja amiga.

ANTES

—Sally ha llamado y me ha dicho que no podemos tocar más en su casa —grité desde la puerta del lavabo.

—Qué pena.

Hayden estaba en el baño. Llevaba allí casi una hora. De vez en cuando sacaba el tapón para dejar salir un poco de agua, luego volvía a ponerlo y abría un poco el grifo de agua caliente. Apenas se le veía a través del vaho.

—Parecía muy disgustada. Creo que Richard se ha puesto firme.

Él levantó el dedo gordo del pie y abrió el grifo.

—Ya encontraremos otro sitio.

DESPUÉS

La comisaría no tenía el aspecto que yo me esperaba. La parte de ella a la que se nos permitió el acceso, justo al lado de la calle, era más parecida a un banco de segunda clase, con el agente de policía sentado al otro lado de una rejilla de plástico. Resultaba fácil imaginarse a gente extraña que oía voces, blandía armas y acudía pidiendo justicia o revancha, o algo que ni siquiera ellos entendían. Incluso la policía necesitaba protección.

El agente parecía absorto rellenando un formulario y apenas alzó la vista cuando Sally empezó a hablar. Tenía el ceño fruncido por la concentración y la calva le brillaba por el esfuerzo. Sally dijo que estaba allí para denunciar la desaparición de una persona y él levantó de golpe la cabeza, pero mientras ella daba su vaga explicación sobre lo que había pasado y por qué era tan importante, su interés disminuyó visiblemente.

—¿Tenemos que hacer algún tipo de declaración? —quiso saber Sally.

—¿Cuándo fue la última vez que le vio? —preguntó el agente.

—Hace nueve días —respondió Sally, que se volvió hacia mí—. ¿Cuándo le vimos, Bonnie?

—El día dieciocho, creo. Más o menos.

—¿De este mes? —dijo el agente.

—Eso es —confirmó Sally—. Hace diez días. Casi. Se ha desvanecido sin decir nada. Algo le ha ocurrido. Estoy segura.

El oficial dio varios golpecitos con el bolígrafo sobre la mesa, pero no escribió nada.

—No vamos a irnos —insistió Sally—. Alguien tiene que investigarlo.

El oficial se volvió hacia mí y yo adopté una expresión que esperaba que mostrara un vago apoyo a Sally sin ser demasiado persuasiva.

—Por favor, siéntense allí —dijo al fin—. Mandaré a alguien a hablar con ustedes.

Nos sentamos en un banco de madera frente a unos carteles que nos informaban de nuestros derechos y nos exhortaban a cerrar con llave nuestras puertas y marcar nuestras pertenencias. Fueron llegando varias personas que realizaban sus reclamaciones por actos de vandalismo, delitos menores y otras quejas casi incomprensibles. Era como si tuvieran que contar su historia, pero no quedaba claro si lo que necesitaban era un policía, un cura o simplemente alguien que les escuchara. A veces el agente anotaba algo en un formulario, pero la mayor parte del tiempo se limitaba a asentir con paciencia y murmuraba algo que no podíamos oír desde nuestro lado de la sala de espera.

Al final se oyó un zumbido, la puerta reforzada se abrió y una mujer con uniforme salió y se sentó a nuestro lado. Se presentó como la agente Horton («pero llamadme Becky») y comenzó diciendo que, por lo visto, estábamos algo preocupadas.

—¿Algo preocupadas? —repitió Sally, enfadada, y empezó de nuevo con la historia, pero se interrumpió—. ¿No va a escribir nada?

La policía se inclinó hacia delante y le puso una mano en el brazo.

—Primero hábleme de lo que le preocupa.

Sally parecía desconfiar.

—¿Está aquí como una especie de terapeuta? ¿Su trabajo es tranquilizarme o va a encontrar a Hayden Booth?

—Primero tenemos que aclarar lo que ha ocurrido —indicó Becky. Tenía más aspecto de Becky que de PC Horton. Se comportaba como si fuera nuestra amiga, ésa parecía ser su función—. Luego decidiremos qué hacer.

Así que Sally le contó la historia, tal como ella la veía, sobre la aparición y la desaparición de Hayden, y cómo estaba segura de que algo serio tenía que haber pasado.

—¿No lo ve? —dijo, a la vez que me miraba, como si buscara confirmación—. Estaba ensayando para un concierto y entonces, sin una palabra, se va y nadie sabe dónde está o qué le ha pasado.

—¿Ha intentado encontrarle?

—Claro. Ella, Bonnie, y un par de personas más fueron a su piso para comprobar si estaba allí.

—¿Y qué encontraron? —me preguntó Becky.

Me sentí un poco como un actor al que hubieran empujado de repente al escenario. No era sólo que no me supiera bien mi texto, sino que tampoco había decidido qué papel debía interpretar. Era crucial que me mostrara leal a Sally, que la apoyara. Pero era aún más crucial no resultar tan convincente como para convencer a la policía de que debían organizar una búsqueda meticulosa de Hayden. Debería haber pensado en todo esto, pero no había habido tiempo.

—No apareció en uno de los ensayos y no pudimos ponernos en contacto con él, así que fuimos a su piso por si había dejado algo que nos diera una pista de adónde había ido. —Entonces se me ocurrió una idea—. Al decir su piso, no me refiero a que sea suyo. No era… —Me corregí—: No es el dueño. Ni siquiera lo ha alquilado. Una amiga mía está de viaje y él se había instalado allí por un tiempo.

—¿Qué encontraron?

—En realidad, nada. No pudimos encontrar su pasaporte, ni su móvil ni su cartera ni nada parecido, así que dimos por hecho que se los había llevado.

—Encontraron su guitarra rota —intervino Sally—. ¿No le parece sospechoso? Él es músico, su única guitarra está rota y él ha desaparecido.

—No es exactamente su única guitarra —señalé yo.

—Su favorita, entonces.

—¿Se han puesto en contacto con su jefe?

Yo no contesté y dejé a Sally la tarea de perjudicar su propia argumentación.

—No tiene jefe —dijo ella—. Es músico.

Becky pareció desconcertada.

—¿Qué clase de músico? ¿Tiene un grupo o un local donde actúe de forma regular?

—No lo sé —contestó Sally—. Creo que no.

—¿Cuánto tiempo llevaba viviendo…, bueno, en el sitio en el que estaba ahora?

—No lo sé. Varias semanas —dijo Sally.

—¿Y dónde vivía antes?

Sally se había puesto roja. Estaba nerviosa.

—No lo sé. ¿Y tú, Bonnie?

—No —contesté—. Antes de trasladarse al piso de Liza, dormía en el suelo de la casa de otra gente.

—¿En el suelo?

—O en el sofá. Antes de eso, tocaba en algún sitio fuera de Londres, creo. No sé dónde.

—A lo mejor ha vuelto allí —señaló Becky.

—Pero no es así —insistió Sally—. No lo ha hecho, lo sé. No se habría marchado sin más, habría dicho algo. Mire, no lo entiendo: si viene alguien y denuncia una desaparición, ¿su trabajo no es salir a buscarlo? Eso es lo que se ve en la tele: gente que peina los bosques y draga lagos.

Cuando Sally dijo eso sentí una punzada, como si alguien me hubiera pinchado con algo por dentro.

Becky respondió en un tono amable, como una madre que tranquilizara a su hijo histérico.

—La palabra «desaparecido» puede significar distintas cosas. Si un niño desaparece durante media hora, es una emergencia. Si se trata de un adulto, resulta más problemático. Los adultos tienen derecho a marcharse, si quieren. Puede ser muy angustiante para sus seres queridos. Aquí oímos historias terribles de maridos que abandonan a sus familias. Pero a menos que tengamos alguna razón para pensar que se ha cometido un crimen, no hay mucho que podamos hacer.

—Pero es que en este caso hay razones para creerlo —objetó Sally—. ¿No ha oído lo que le he contado?

—Este hombre es, digamos, una especie de músico de rock, ¿verdad?

—Más o menos.

—No sé mucho sobre estas cosas, pero diría que ese tipo de gente tiene un estilo de vida bastante anárquico. Se van de gira, de repente consiguen un trabajo, van y vienen.

—Él no se ha ido —dijo Sally—. Se ha desvanecido de la faz de la tierra.

Becky cambió de expresión y adoptó una de leve sospecha.

—¿Estaba relacionada de alguna forma con este hombre?

Me di cuenta de que los ojos de Sally parpadeaban de angustia. ¿Qué iba a decidir arriesgar?

—Éramos amigos —respondió.

Hubo una larga pausa. Vi que Becky sopesaba la información y se planteaba si tenía que pedirnos que nos marcháramos.

—Si me da su dirección, un compañero o yo iremos y hablaremos de nuevo con usted, para ver si hay base para una investigación.

—Gracias —dijo Sally—. Era todo lo que pedía.

—Y recuerde —continuó Becky— que puede que no sea nada. Lo más probable es que le esté esperando cuando vuelva a casa.

ANTES

A veces todo va mal y no hay nada que se pueda hacer por evitarlo. No tenía tiempo para conseguir un lugar remotamente aceptable, así que hicimos el siguiente ensayo en mi casa. En realidad no había espacio para todos en la sala y tuve que explicarles que íbamos a tener que tocar tan bajo como pudiéramos, porque no podía arriesgarme a enemistarme con mis nuevos vecinos.

Guy no apareció, lo que no era tan malo en realidad. No había espacio para él y su batería, y el ruido habría sido catastrófico. Yo era plenamente consciente de Hayden. Habíamos estado en la cama hasta justo antes de que empezara el ensayo y, aunque me había duchado y limpiado, tenía la sensación de que podrían notar su olor sobre mí. Y él adoptaba una actitud tan posesiva: miraba entre mis cosas, cogía mis libros, dejaba prendas de ropa por todos lados. Claro que él era así en todas partes. Siempre parecía apropiarse del espacio que ocupaba, aunque su presencia parecía impregnar todo mi piso. Todo el mundo tenía que darse cuenta.

Pensé en decirle que se fuera y volviera, pero la idea le habría dejado perplejo o bien la habría convertido en una broma improvisada a mi costa. Entonces sonó el timbre y llegó Joakim. Le rodeaba una especie de halo. Era probable que una parte se debiera a la emoción prohibida de ver el lugar donde vive tu profesora. Siempre que Hayden estaba presente, Joakim se ponía un poco nervioso, pero no más de lo que lo estaba yo en aquel momento.

No me gustaba especialmente tener a Amos en mi piso. Echó un vistazo a los libros, para ver si eran suyos.

—Tenemos que acabar de repartir las cosas —comentó.

—Ahora no es el momento —contesté.

Él sacó una agenda y empezó a proponer fechas hasta que le solté un exabrupto. Entonces se puso de mal humor. Lo peor de todo fue cómo tocamos, no estoy segura de por qué. A lo mejor era lo reducido del espacio o el extraño estado de nerviosismo y agitación que Hayden me provocaba. A veces ocurre como con el tiempo, el modo en que se te dispara la adrenalina cuando sabes que se acerca una tormenta y sólo deseas que pase ya. No era el mejor día de Sonia; tenía alergia y la voz se le había quedado ronca. No de un modo sexy, como Nina Simone, sino de pito y desafinada. Al final se fue a la cocina a prepararse una bebida caliente.

Yo intenté ensayar con el resto una canción nueva, Honky Tonky, que pensaba que haría que la gente se pusiera a bailar en la boda, pero la cosa no funcionaba. Neal estaba de un humor de perros. Tenía que tocar una especie de arpegio con el bajo —era el ritmo sobre el que descansaba el resto de la canción—, pero no le salía. Empezó la canción tres veces seguidas, hasta que la línea del bajo se venía abajo y, con ella, todo el tema. La gente se miraba, incómoda.

—No te preocupes —dije yo—. A lo mejor tendríamos que seguir con otra cosa.

—No —replicó Neal en un tono demasiado alto—. Lo tengo. Ayer por la noche estuve ensayando y me salía perfecto. Vamos. Uno, dos, tres…

Empezamos con el tema y enseguida volvimos a parar, como un accidente de coche a cámara lenta. Casi resultaba divertido, si no fuera porque no lo era en absoluto. Pude oír cómo Neal se maldecía a sí mismo por lo bajo y luego en voz alta. Empezó a tocar solo una y otra vez, pero seguía sin conseguirlo.

—Se me está yendo. En lugar de mejorar, cada vez lo hago peor.

—Espera —dijo Hayden.

Dejó su guitarra en el suelo y le cogió el bajo a Neal, que estaba demasiado sorprendido para hablar o reaccionar.

—Escucha —le pidió Hayden.

Tocó la línea del bajo, que de inmediato fluyó y osciló y me dibujó una sonrisa en el rostro, que borré enseguida. Esperaba que Neal no la hubiera visto. Hayden siguió tocando, aparentemente ajeno a todos nosotros, los ojos cerrados, una sonrisa en la cara; fue variándola de forma gradual y consiguió que sonara aún mejor. De pronto pareció recordar dónde estaba, se interrumpió y le pasó el bajo a Neal.

—Algo así —dijo.

A Neal le brillaban los ojos de rabia.

—¿Por qué no lo tocas tú? —dijo.

—Lo haría, pero entonces ¿qué tocarías tú? —replicó Hayden.

Aquello era imperdonable. En el rostro de Neal se dibujó una expresión casi de incredulidad. De incredulidad y enfado.

—Suena peor de lo que se supone que tendría que sonar —observó Hayden—. Podría echarle un vistazo a la parte del bajo, si quieres. Simplificarla un poco.

Me pregunté si Neal le pegaría o si sólo sufriría una combustión espontánea, como los personajes de las novelas victorianas.

—Claro —dijo con la voz ahogada—. Eso estaría bien.

DESPUÉS

Esa noche dormí profundamente y me desperté tarde, agitada por los últimos vestigios de un sueño que era incapaz de recordar. Me quedé un buen rato tumbada debajo de las sábanas, mirando el techo con manchas y recordándome dónde estaba. Era un día caluroso y tranquilo, el cielo estaba de un azul eléctrico y monótono, y el sol brillaba como una antorcha. Las hojas de los árboles frente a mi piso eran de un verde oscuro y sucio, y la hierba de la pequeña plaza del final de la calle estaba quemada. Con ese calor, era difícil no estar apática. Finales de agosto, los últimos días del verano.

Cuando me levanté para mirar afuera, vi el perro del vecino tendido en el pequeño jardín y, en la casa del otro lado, a un niño pequeño desnudo pegado a la ventana del piso de arriba, como si el cristal refrescara su cuerpo rosado y acalorado. Me dije que debía pintar el baño o rascar más papel de las paredes de mi habitación, que ya parecían despellejadas. Pero hacía demasiado calor.

No debería haber estado ahí, en aquel piso diminuto, mientras el corazón me daba un salto y se me encogía el estómago ante el menor ruido. Debería haberme marchado de vacaciones, a las islas griegas. Por un momento me imaginé sentada en la cubierta de un barco, con la brisa marina en el rostro, metiendo los pies en las claras aguas turquesas, con un pueblo encalado de imposible belleza detrás de mí. Bebiendo ouzo, bailando, nadando, caminando sobre la arena blanca, libre; cualquier cosa antes que estar aquí, atrapada por lo que había hecho y avanzando a paso de tortuga junto con las mentiras, las medias verdades y los miedos.

Cuando un agente de policía llamó por teléfono y dijo que querían venir a verme, a punto estuve de derrumbarme sobre el teléfono y confesar. Habría supuesto un alivio. En vez de eso, quedé con ellos a las dos en mi piso. El agente me dijo que no me robarían mucho tiempo.

Llamé a Sonia de inmediato. Desde aquella terrible noche no habíamos hablado como es debido. Habíamos intercambiado miradas, habíamos puesto la mano en el hombro de la otra en un gesto reconfortante, nos habíamos dedicado sonrisas tranquilizadoras o de advertencia, pero no habíamos dicho una palabra de lo que habíamos hecho. Era como una profunda grieta que se abría entre nosotras. Le dije que teníamos que vernos.

—Ahora no —dijo ella—. He quedado con Amos.

Le conté lo de Sally y la policía.

—Ya lo sé —me dijo—. Me han llamado, y a Amos también. Sally les dio varios nombres. Pero sólo será una formalidad.

—Tenemos que asegurarnos de que nuestras historias coinciden.

—Bonnie. —Adoptó un tono severo—. No tenemos una historia. Limítate a no liarte y que sea corto.

—¿No crees que deberíamos vernos?

—No hay necesidad.

Anduve arriba y abajo por el piso. Arranqué unas cuantas tiras más de papel. Saqué la puerta de uno de los armarios que estaba fijado a la pared y que tenía intención de descolgar una vez que hubiera comprado las herramientas adecuadas. Había decidido que no quería más armarios, sólo estantes abiertos y barras colgadas. Bebí café tibio; encontré unas barras baratas en internet y compré tres, que eran más de las que necesitaba. No tenía sitio para colocarlas. Revolví la ropa de mi armario para decidir qué me ponía para la entrevista con la policía. Nada parecía adecuado. ¿Qué sería adecuado, de todos modos? Practiqué mentalmente las respuestas. «No, en realidad no sabía mucho sobre él…». «Sí, le encontré un lugar para vivir, como un favor a un amigo…». «No, nunca dijo nada sobre marcharse…». «¿Cuándo fue la última vez que le vi? Déjeme pensar… Debió de ser en el último ensayo. ¿Necesitan la fecha exacta?». «Creo que lo único que ha sucedido es que ha pasado página. Él era así…». Tenía que mostrarme servicial, compungida, no muy preocupada.

El timbre del teléfono interrumpió mis reflexiones y me sobresaltó. Era Neal.

—Hola —dije, con la piel erizada por el miedo—. ¿Va todo bien?

Hubo un silencio al otro lado de la línea.

—¿Quieres hablar? —me preguntó al final.

—No. No, no quiero.

—Pensaba que a lo mejor te apetecía.

—No creo que sirviera de nada. Pero si tienes que decir algo, dilo. Aunque cuando uno dice algo, ya no puede retirarlo.

—Qué cara tienes, Bonnie Graham.

—¿Es por lo de las entrevistas que quiere hacernos la policía?

—Claro que es por la policía. ¿Qué te pensabas?

Pensé en el consejo de Sonia.

—No te líes. Irá bien.

—¿Ah, sí? ¿Hay algo que quieras que les cuente… o que no les cuente?

Suspiré.

—No, Neal —dije lentamente—. No hay nada que quiera que les digas.

—¿Estás segura?

—Sí.

—Si me necesitas…

—Gracias. Pero estoy bien.

Después de colgar, las piernas apenas me sostenían y las manos me temblaban tanto que al principio no fui capaz de abrir el grifo. Me mojé la cara y el cuello y me bebí dos vasos de agua. Luego me senté a la mesa de la cocina, apoyé la cabeza en las manos y esperé.

Becky Horton vino con otro agente. Desde el primer momento quedó claro que él se aburría y sólo quería acabar rápido. Eso me hizo sentir mejor. Rehusaron un café.

—No le robaremos mucho tiempo —aseguró Becky, en tono tranquilizador.

—Estoy segura de que no hay razón para preocuparse —señalé yo—. Aparecerá en Newcastle o Cardiff o en cualquier otra parte, tocando en algún antro.

Tuve que cerrar la boca o, en un minuto, les estaría contando todo sólo para rellenar el silencio.

—¿Por qué Newcastle? —quiso saber el oficial, que de pronto parecía interesado.

——Lo he dicho al azar —contesté.

—¿Al azar?

—También he dicho Cardiff.

Al final sólo les conté lo que le había dicho a Sally el día antes: que había visto a Hayden por última vez hacía unos nueve días, que había ido a su piso dos días atrás y había encontrado indicios de su desaparición, que no tenía ni idea de dónde podía estar pero que en realidad no estaba preocupada.

—¿Hasta qué punto conocía al señor Booth? —preguntó Becky.

—No demasiado; le conocí por casualidad y tocaba en nuestro grupo.

—¿No quedaba nunca con él?

Me tomé un momento para contestar. No quería que me pillaran mintiendo.

—Sólo del modo en que lo haces cuando tocas en el mismo grupo —respondí.

Aquello abarcaba lo suficiente.

—¿Conocía a alguno de sus amigos?

—No.

ANTES

No estaba lo bastante borracha o bien ellos estaban demasiado borrachos, o ambas cosas a la vez. Las historias que a ellos les parecían cómicas a mí no me hacían ninguna gracia, sobre todo cuando empezaron a recordar todos los sitios que habían destrozado cuando iban de gira. Estaban Nat y Ralph —los dos que había conocido la noche en el Long Fiddler—, así como un par de personas más con las que Hayden había tocado.

—¿Te acuerdas de cuando le prendiste fuego a la papelera? —dijo Jan.

Creo que se llamaba Jan; era alto y delgado y andrógino, con el pelo rubio despeinado y los ojos azul claro. Llevaba unas botas con barro incrustado que tenía apoyadas sobre la bonita mesa de Liza, entre los recipientes de aluminio en los que guardaba el curry.

—Y luego intentaste apagarlo con una botella de whisky.

Ése era Mick, que lucía una cicatriz que le fruncía el labio y tenía el cabello pelirrojo oscuro.

Se echaron a reír a carcajadas. Jan alargó la mano para coger otra lata de cerveza, falló y la lanzó por los aires hacia el suelo, donde derramó su pálido contenido sobre la alfombra mientras él se limitaba a coger otra.

—¿Te acuerdas de aquel piso en Dublín? —preguntó Ralph, provocando otra oleada de hilaridad en la habitación.

—¿O las cucarachas que nos cayeron en la cara mientras dormíamos?

Yo recogí la lata y aparté los pies de Jan de la mesa. Él apenas se dio cuenta. Entré en la cocina para coger un trapo. Estaba saturada de historias de vomitonas, cristales rotos, drogas y mujeres bonitas, y me quedé allí con el ceño fruncido, sintiéndome como una esposa gruñona, preocupada por las manchas de la alfombra, las marcas en la mesa, el frágil jarrón negro de la repisa de la chimenea y todas las preciadas chucherías de Liza.

Al regresar a la sala, Hayden se estaba riendo como un adolescente, con lágrimas en los ojos y sacudiendo los hombros. Jamás había conocido un hombre con una risa tan intensa y contagiosa. Había bebido mucho whisky y cerveza, y su cuerpo se veía liviano.

—Creo que voy a marcharme —comenté, al tiempo que su regocijo remitía.

Me agarró por la muñeca.

—No te vayas.

—No, en serio.

—Por favor. No puedes irte. Éstos se largarán enseguida.

—¿Ah, sí? —preguntó Nat.

—¿Bonnie?

—Nos invitas y luego nos echas cuando encuentras algo mejor que hacer. —Aquél era Jan.

Le miró por un momento pero no parecía molesto.

—Ahora sí que me marcho —dije con frialdad.

—No les hagas caso, son unos zopencos —dijo Hayden, que se puso en pie con cierta dificultad y me rodeó con el brazo al tiempo que se apoyaba en mí.

Yo sentí el peso y la calidez de su cuerpo, su respiración sobre mi mejilla. Todos se burlaron.

—Que os jodan —dijo Hayden.

Trató de besarme en la mandíbula pero yo me aparté. El ambiente en la habitación podía cortarse.

—¿Os acordáis de aquella vez, con Hayden y el gato atigrado?

Mick intentaba que el grupo retomara los recuerdos nostálgicos de borrachos.

—¿Y lo de Hayden y el dinero que desapareció misteriosamente? —terció Jan—. Eso fue divertido.

Hayden me cogió de la mano y le dio vueltas lentamente al anillo en mi pulgar. No miró a Jan, ni siquiera pareció escucharlo.

—Ahora no, colega —señaló Mick en voz baja.

—Claro, tú puedes decirlo. No fuiste tú quien perdió dinero. No eres tú quien tiene una maldita deuda que pagar.

Hayden siguió jugando con mi anillo.

—¿No vas a decir nada?

En ese momento Hayden le miró. Ya no parecía en absoluto borracho. Su voz sonó despectiva.

—¿Qué quieres que diga? Si quieres seguridad, estudia para ser contable. Eres músico. Más o menos.

—Allá vamos —dijo Mick.

—Tu autocompasión me da ganas de vomitar.

El tono de Hayden era ominosamente amable.

Colocó mi mano en su cara y la sujetó allí. El rostro de Jan se tiñó de ira.

—Cogiste el anticipo, nuestro anticipo, y te lo gastaste. Yo diría que eso es robar.

—¿Has oído hablar alguna vez de los gastos?

—Querrás decir que lo malgastaste.

Hayden se encogió de hombros.

—Hice lo mejor para el grupo —respondió—. Supéralo.

—¿El qué? ¿Que me robaras el dinero y la novia? Ése es tu consejo, ¿no?

—A mí me funcionó.

Me daba la sensación de que Hayden estaba pidiendo a gritos que le pegaran. Se quedó quieto cuando Jan se lanzó sobre él desde el otro lado de la habitación y, al recibir el primer puñetazo en el estómago, se limitó a soltar un gruñido de aprobación. Yo sujeté a Jan por el brazo, pero él se deshizo de mí y golpeó a Hayden dos veces más, una en la cabeza y luego, torpemente, en el cuello, antes de que Mick y Nat lo apartaran a rastras. Hayden se sentó y me sonrió, una sonrisa muy dulce, que me asustó. Había lágrimas en sus ojos.

—Largaos —les dije a los cuatro, y todos se fueron arrastrando los pies y dejando el piso como si hubiera habido una demolición. Me volví hacia Hayden—. Eres un imbécil.

—Sí.

—¿Robaste el dinero?

—Claro que no.

—Pero ¿te lo gastaste?

—Se fue. Como siempre lo hace. —Se frotó la cara y, al apartar la mano, la sonrisa había desaparecido, sólo se le veía cansado—. Si me estás diciendo que soy un caso perdido, ya lo sabía. Te dije al principio que no te implicaras conmigo.

—Y yo te contesté que no estaba implicada.

—¿No?

—No. Esto es mi paréntesis veraniego.

Él soltó una débil risa.

—¿Eso crees?

DESPUÉS

Me desperté sobresaltada. ¿Qué pasaba? ¿Había alguien en el piso? Escuché durante unos segundos y oí pasar un coche. También oí voces, pero lejanas, procedentes de algún lugar de la calle. No, no era eso. Era algo de mi sueño, pero no se trataba sólo de un sueño, era algo importante. De repente surgió ante mí de la oscuridad. La llave del coche de Hayden. ¿Por qué me la había quedado? Era increíblemente estúpido y el hecho de que estuviera guardada en un sitio ingenioso lo hacía más estúpido aún. Si la policía registraba mi casa y la encontraba por ahí encima, podría fingir que durante nuestra aventura Hayden me dejó una llave del coche. Pero si la encontraban al fondo de un bote de azúcar, resultaría imposible encontrar una explicación inocente. Y lo más probable era que la encontraran. Se trataba de un escondrijo de aficionada que se deja llevar por el pánico, y ellos eran profesionales. Sabían la clase de sitio en que los imbéciles como yo las escondíamos, y aunque no lo supieran la encontrarían de todos modos, porque cuando de verdad querían encontrar algo, lo hacían todo jirones.

Y tampoco era un escondite especialmente brillante. ¿Y si alguien venía al piso y de repente preparaba algo que necesitaba un montón de azúcar, como limonada o un pastel, vaciaba el bote y encontraba la llave? Sonaba estúpido, pero ¿qué iba a decir yo?

Me levanté, corrí a la cocina y metí la mano en el tarro. De pronto pensé: «¿Y si no está aquí?». Pero por supuesto, estaba. La dejé en la mesa, me senté y la contemplé. Era como un talismán que representaba mi contacto con Hayden, mi culpa. Casi parecía desprender energía, así que no me atrevía a tocarla. En lugar de eso, pensé en ella con tanta intensidad que casi me mareé. Lo que tenía que hacer era tirarla, junto con la llave del piso que aún conservaba, en algún lugar donde nunca las encontraran. ¿Por qué demonios no lo había hecho de entrada? ¿Por qué? Traté de interpretar las motivaciones de aquella persona, mi yo anterior, que había abandonado el coche. Debía de haber una razón, aunque en ese momento no me la hubiera expresado a mí misma.

Me obligué a pensar en ello, a pesar de que se trataba del pasado y que lo único que deseaba era dejarlo atrás. Sí, había una razón para haber guardado la llave. Si me hubiera deshecho de ella, habría perdido mi última oportunidad de hacer cualquier cosa con el coche. Si recordaba haber cometido algún error, haberme dejado algo, no podría hacer nada al respecto. Ahora el coche y su ubicación desfilaban por mis pensamientos. ¿Realmente era una buena idea haberlo dejado allí? Si la policía empezaba a buscarlo, ¿no sería el aparcamiento del aeropuerto uno de los primero lugares en los que mirarían? No sería como si tuvieran que comprobar miles de vehículos uno por uno; lo más probable era que les bastara con introducir el número de matrícula en una base de datos para determinar la hora exacta a la que el coche había llegado allí, lo cual les proporcionaría la hora de la desaparición de Hayden. Podrían empezar a pedir coartadas. ¿Era de verdad posible que no hubiéramos dejado ninguna huella en el coche? E incluso aunque así fuera, la imagen en la que aparecíamos entrando en el parking mostraría a una mujer al volante. Había demasiados puntos débiles. Me obligué a pensar y pensar y, con una sacudida mareante, me di cuenta de adónde me llevaban mis pensamientos. Era como una persona con vértigo que se acerca al borde de un abrupto precipicio y se asoma tanto como puede para contemplar el fondo.

Me lavé y me vestí, pero era demasiado pronto para salir. Tenía que esperar hasta que abrieran las tiendas y quería ir al aeropuerto cuando hubiera ya un montón de gente allí. La llave estaba frente a mí, ardiendo, como si fuera a hacer un agujero en la mesa, mientras yo bebía una taza tras otra de café y buscaba por todo el listín telefónico hasta encontrar lo que necesitaba. Arranqué la esquina de una página de papel de periódico y escribí la dirección.

Cuando por fin salí del piso eran las ocho y media. Primero fui a un cajero automático y saqué 300 libras; tenía un saldo negativo de 233. ¿Cómo iba a pagar la hipoteca la semana siguiente o comprar comida? Caminé por la calle principal hasta que encontré una tienda que recordaba con vaguedad, pero a la que no había entrado nunca. Vendía ropa extraña a precios increíblemente bajos. Compré un par de pantalones granates muy horteras por cinco libras, una sudadera horrible con el logo del club deportivo Spalsboro y dos águilas dibujadas por dos libras, y un par de guantes de algodón por dos y media. Regresé al piso, me lo puse todo y me miré en el espejo. Tenía un aspecto raro. Parecía pobre. Pero no importaba. Lo único que me hacía falta era el dinero y la llave.

Fui a Stansted en tren, rodeada de gente con maletas que se marchaba de vacaciones. A través de la ventana contemplé los canales, los enormes proyectos de construcción, los matorrales que al final daban paso a un breve atisbo de campo. Sentí otra repentina punzada de terror. El tique del parking. ¿Qué había hecho con él? Estaba casi segura de que lo había dejado en el coche. Pensé en llamar a Sonia y luego decidí que no. Lo más probable era que tuviera que contarle lo que había hecho, pero lo dejaría para luego. ¿Estaba el tique en el coche? ¿Qué iba a hacer si no era así? Tendría que dejar el coche ahí, retomar el plan A y pasar el resto de mi vida preocupada.

Al llegar al edificio de la terminal, lista para coger la lanzadera hasta el parking de larga estancia, me di cuenta de que necesitaba saber a qué zona iba. Había veintiséis, una para cada letra. Yo había aparcado ahí con anterioridad y siempre las recordaba relacionándolas con algo que conociera: un nombre, un sitio, una mascota. Pero esta vez no lo había hecho. No había pensado que volvería. Recorrí mentalmente el alfabeto; todas las letras parecían iguales: A, B, C, D… eso era. D de Dios. Omnisciente, todopoderoso, inexistente. Al menos, eso era lo que esperaba. Me subí al autobús.

Al llegar al coche encontré el tique en la guantera. Todo iba bien. Tuve que entrar en la oficina para pagar las 80,20 libras, pero la chica de detrás del mostrador apenas me miró y, al pasar por la barrera de salida, no había cámaras. No se preocupan por ti cuando te vas, en tanto hayas pagado.

Al llegar a Londres, me dirigí a Walthamstow, a la dirección que había apuntado. Era perfecto. El servicio de limpieza de coches SupShine, abierto veinticuatro horas, estaba ubicado en lo que con anterioridad debió de ser una gasolinera o un concesionario. Al entrar, vi a un numeroso grupo de chicos con mono de trabajo, ocupados con las mangueras y las esponjas en una fila de coches. Me saqué los guantes, porque me hacían parecer una loca, salí del automóvil y un hombre extremadamente gordo con una tablilla con sujetapapeles se me acercó.

—¿Quiere el lavado estándar y el secado con gamuza? —preguntó.

—¿Qué más hacen?

Señaló un cartel colgado en la pared.

—¿Qué incluye el servicio de limpieza interior?

Se sorbió la nariz.

—Aspirar y enjabonar todas las alfombrillas, incluida la del maletero. Lavar todas las superficies, quitar la basura y limpiar los ceniceros.

Echó una mirada dubitativa al coche, que estaba mugriento.

—¿Qué me dice del exterior? —preguntó.

Eso no importaba tanto, pero no quería que se acordara de mí y era probable que nunca en toda su vida le hubieran pedido que limpiara el interior de un coche y no el exterior.

—Por fuera también, claro —contesté.

El tipo dio un rodeo y miró más de cerca el Rover cutre de Hayden, con los bordes de las ventanillas oxidados y los neumáticos gastados.

—Por lo general los Executive son coches de empresa —observó.

—Me lo han prestado —dije—. Prometí lavarlo antes de devolverlo.

—Serán diecinueve libras —me informó, encogiéndose de hombros.

—Una ganga —contesté, y conté el dinero.

—Tardaremos una media hora —declaró él—. Tenemos una sala de espera.

—Estaré por aquí —dije yo.

Durante la siguiente media hora permanecí de pie bajo el cálido sol matinal en una parte de Londres que nunca había visitado y observé a los hombres hacer lo que deberíamos haber hecho Sonia y yo: restregar todas las superficies, pasar el aspirador y sacar una increíble cantidad de trastos, algunos de los cuales podían ser cosas que hubiéramos dejado caer nosotras —o, más probablemente, yo— por error. Lo mejor fue oír a los hombres hablar entre ellos en un idioma, o varios, que no reconocí. Conocía los sitios como aquél: empleaban a inmigrantes recién llegados con sueldos bajos, no hacían preguntas y había muchos cambios de personal. Nadie se acordaría de mí. Ni siquiera estarían allí en caso de que alguien viniera a hacer preguntas. Nadie recordaría a la mujer del inexistente club deportivo Spalsboro.

Me puse de nuevo los guantes y me alejé, pero sólo conduje unos cientos de metros antes de girar a la izquierda y tomar una calle muy concurrida llena de cafeterías cutres con internet, tiendas que vendían paraguas baratos, fruterías con cajas que contenían frutas cuyos nombres desconocía, un taxidermista sórdido, una barbería, una tienda que vendía canarios, periquitos y hámsters en jaulas que se amontonaban en el escaparate, y una ferretería. Era una zona pobre y poblada, perfecta para mis intenciones. Aparqué detrás de una furgoneta blanca que vendía refrescos con gas, comprobé que no había dejado nada en los asientos que me incriminara, apagué el motor pero dejé la llave en el contacto, salí y me alejé paseando, tratando de parecer despreocupada. Ahora sólo faltaba que alguien lo robara. Seguro que no tardarían mucho.

Había planeado volver directa a casa, pero de repente me sentí muy cansada y mareada, con una sensación que tanto podía ser hambre como miedo, y apenas era capaz de poner un pie delante del otro. Avancé tambaleándome por la calle hasta llegar a un café con dos mesas junto a la ventana y un mostrador lleno de donuts y pastas. Pedí una taza de té y una magdalena de arándanos y me senté a una mesa. El té estaba tibio y tuve que tomármelo a sorbos rápidos; la magdalena había visto días mejores. Era como tener la boca llena de serrín, pero aun así noté cómo el dulzor me proporcionaba energía.

Al otro lado de la ventana, la vida continuaba. Pasaban mujeres con sus hijos pequeños, pandillas de adolescentes, hombres solitarios, algunos que andaban poco a poco y otros con paso rápido y decidido. Había muchos coches que apenas se movían sobre la calzada con el tráfico colapsado. También se veían motos y camiones. Y (parpadeé para asegurarme, pero no había equivocación posible), una grúa con un viejo Rover oxidado encima. El Rover de Hayden. El Rover que yo había dejado con la llave en el contacto para que lo robaran. ¿Cómo había ocurrido? La grúa había tardado menos de media hora en llevárselo. ¿Lo había aparcado en una zona prohibida? Claro que no. Ahora, en lugar de conseguir que un ladrón cambiara la matrícula del coche de Hayden y lo condujera por Londres, la policía de tráfico se lo había llevado. ¿Había estropeado algo? Y entonces pensé: a lo mejor no. A lo mejor había encontrado una buena forma de deshacernos del coche. ¿O se trataba de un desastre? No lo sabía y no había nada que pudiera hacer al respecto. Era demasiado tarde.

Una hora después, estaba de vuelta en casa. Me saqué la pintoresca ropa y me puse la mía, y luego me di un paseo por Camden y dejé los pantalones, la sudadera y los dos guantes en cuatro papeleras distintas. Entonces, muy a mi pesar, llamé a Sonia y le dije que tenía que verla y que sí, que era urgente, y que no, no había nada de lo que preocuparse y que sí, sólo podíamos estar ella y yo, así que me propuso quedar en un pub en la calle donde ella vivía. Nos encontramos allí, yo pedí dos copas de vino y salimos al exterior, en la acera, bajo el sol, y le conté todo lo que había hecho. Al acabar, Sonia permaneció en silencio.

—¿Bien? —pregunté.

—Eres idiota —dijo ella en voz muy alta.

—Sonia —siseé yo.

Había una pareja sentada a una de las mesas de madera del exterior y el hombre nos dirigió una mirada.

—Eres idiota, una estúpida idiota —repitió ella, pero esta vez en un susurro furioso—. ¿A qué coño juegas?

—Me pareció demasiado arriesgado dejar el coche en el aparcamiento —expliqué—. Podíamos haber dejado algún rastro. Deberíamos haberlo limpiado antes para hacer desaparecer cualquier pista. Seguro que nos habíamos dejado algo. Fibras, no lo sé. Y lo habrían encontrado enseguida.

—¿Cómo lo sabes? —inquirió Sonia, a la que parecía producirle dolor el esfuerzo por mantener un tono de voz bajo—. ¿Cómo demonios puedes saberlo?

—Deben de tener algún sistema de comprobación al cabo de un par de semanas —contesté—. Si no, todo el mundo iría a los parkings del aeropuerto a deshacerse de los coches.

—¿Y si hubieras tenido una avería? —dijo—. ¿O un accidente? ¿Y si te hubiera pillado un radar de velocidad? ¿O la policía te hubiera parado?

—Parece una locura…

—Así que le has entregado el coche de Hayden a la policía. ¿Ése era tu plan?

—No era lo que tenía en mente, aunque en realidad no se trata de la policía. La grúa se me ha llevado el coche un par de veces. Lo llevan al depósito.

—¿Sí? —dijo Sonia en tono agrio—. ¿Y luego?

—He estado pensando en eso. Supongo que se quedará allí. Y supongo que mandarán una carta y luego otra, pero como no tenía una dirección estable, ¿quién sabe cuánto tardarán en rastrearlo? Y aunque la policía lo descubriera, ¿qué? ¿Qué hay de sospechoso? Además, ahora no está relacionado con el momento de la desaparición de Hayden.

Sonia dio un sorbo al vino y luego un largo trago.

—Algo irá mal —dijo—. Seguro que te han grabado con una cámara de vigilancia interna o algo.

—Era lo correcto —repliqué.

—Hay cámaras por todas partes. ¿Recuerdas lo de la sociedad de la vigilancia?

—Sí —contesté—. Pero pensé que hacía falta limpiarlo a fondo. Al menos eso lo he hecho.

—Trazamos un plan —observó Sonia—. No lo había dicho antes, pero lo digo ahora: tú me metiste en esto. Yo te ayudé. Teníamos un plan. No puedes despertarte en plena noche, tener una idea brillante, cambiarlo todo y explicármelo después.

—El plan era erróneo.

—No lo era. O si era así, el error no era tan grande como deshacer el plan por completo y elaborar otro equivocado. Si hubieran encontrado el coche, habrían dado por supuesto que se había marchado del país. ¿Qué pensarán ahora?

—No lo sé —respondí, sintiéndome desgraciada—. No importa. Lo más probable es que no piensen nada. ¿Acaso le importa a alguien aparte de nosotras? —Y entonces recordé mi bolsa, que había llegado por correo, y el terror volvió a apoderarse de mí—. A casi nadie.

ANTES

—¡Señorita Graham! ¡Señorita Graham! ¡Lo he conseguido!

Miré el papel y luego la miré a ella. Una sonrisa le surcaba la cara de lado a lado mientras dos gruesas lágrimas le corrían por las mejillas. La rodeé con los brazos y le di un beso.

—Es fantástico, Maud —dije—. Y te lo mereces.

—No puedo creerlo. Soy tan feliz. Tan feliz.

Y se alejó corriendo por la hierba hacia un grupo de chicas que se abrazaban unas a otras, mientras soltaban grititos y se hacían fotos con el móvil. Miré a mi alrededor, a todos los jóvenes que entraban en la escuela con expresiones de tensión por lo que se avecinaba, o que salían con el sobre en la mano, mis exalumnos, en grupos o solos.

Odio los días de entrega de notas. Aunque muchos consiguen las calificaciones que necesitan, siempre hay algunos cuyas esperanzas se van al traste. Lo peor era la recogida del certificado de educación secundaria —que tendría lugar a la semana siguiente—, cuando grandes grupos de estudiantes, que no habían trabajado, a los que conocías desde su primer día en la escuela y que probablemente saldrían de ella con pocas aptitudes, se reunían para ese ritual de humillación pública. Pero incluso hoy, al recoger las notas, la sensación era bastante atroz. Al mirar los grupos diseminados, quedaba claro de inmediato a quiénes les había ido mal: no sólo a Amy, que lloraba sobre el hombro de su mejor amiga, sino también a Steven Lowe, que reía y se encogía de hombros, fingiendo que no le importaba y sin engañar a nadie; un chico tímido llamado Rob, a quien parecía que le hubieran dado un puñetazo en el estómago y tenía problemas para mantenerse erguido, o Lorrie y Frank, que chupaban desesperados un cigarrillo.

Junto con otros nueve profesores, yo llevaba allí desde la ocho y media, y ya eran las diez. Por lo general, el día empeoraba hacia el final: los estudiantes con buenas expectativas solían ser los primeros en aparecer. Los otros venían más tarde, arrastrando los pies, aparentando indiferencia, aplazando el momento de amargura y la verdad que ya anticipaban.

Entonces vi una figura que me resultaba conocida, con los hombros encorvados, actitud despreocupada, las manos en los bolsillos y un cigarrillo colgando del labio inferior. Joakim me vio y me saludó con la mano, pero no se detuvo y yo le contemplé mientras se acercaba a la mesa donde estaba su sobre. Tenía el cuello y los hombros tensos, pero entonces me di cuenta de que se relajaban. Aquélla era su máxima expresión de alivio o alegría. Enrolló el papel y lo metió en un tubo vacío, se paró unos segundos a hablar con un compañero, dejó que una chica con una coleta rubia le cubriera de besos con pintalabios, estrechó la mano de Joe Robbins, el director de la escuela, y se dio la vuelta para marcharse.

—¿Todo bien? —le pregunté al pasar.

—Sí.

Una sonrisa tembló en su boca, al tiempo que me tendía la hoja impresa para que la leyera.

—Genial —le dije, y al ponerle una mano en el hombro vi como sus mejillas brillaban de placer—. Tienes que estar muy orgulloso de ti.

—Gracias.

—Ve a celebrarlo —le sugerí mientras un chico le gritaba que se reuniera con ellos—. Te veré esta noche.

—¿Ah, sí?

—El ensayo general, en la barbacoa. Fuiste tú quien lo organizó.

—Ah, eso.

—¿Estarás ahí?

—Claro. Iba a ir a la fiesta de todos modos. Es una especie de fiesta de celebración, o para ahogar las penas. Nuestra actuación será una pequeña pausa para dejar de beber.

Para cuando empezamos a tocar, amenazaba lluvia. Un viento cálido agitaba las gruesas gotas que caían del cielo. Debía de haber por lo menos ciento cincuenta jóvenes allí, la mayoría de los cuales ya estaban borrachos al llegar y, si no lo estaban, procedieron con rapidez a estarlo, tragando latas de cerveza, fumando porros y comiendo salchichas quemadas o hamburguesas grises. Vi a un chico que había sido alumno mío unos años atrás vomitar entre los arbustos, mientras gemía y lloraba. La verdad es que nadie prestaba mucha atención a la música, excepto para animar y abuchear a Joakim. Muchos de ellos nos conocían a Sonia y a mí, al menos de vista, y algunos reaccionaron de un modo bastante cómico al vernos allí. Pero enseguida se olvidaron de nosotras y de todas las antiguas jerarquías. El exdelegado de la escuela se llevó a una chica detrás del cobertizo, donde debió de pensar que resultarían invisibles. El jefe del consejo escolar le lanzó una piedra a un gato. El grupo siguió tocando.

—¿Te has enterado de las notas de Joakim? —preguntó Guy en el descanso, con una expresión de satisfacción apenas reprimida—. ¿Te lo ha dicho?

—Lo sé. Es fantástico.

—Es un crack —añadió Sonia.

—Más que cualquier otra cosa, es un alivio.

Hayden se había acercado a un grupo de adolescentes, entre los cuales estaba Joakim, que se había reunido en un extremo del jardín. Sus risas llegaban en oleadas hasta donde nos encontrábamos. Se estaban pasando un porro enorme y vi como Guy los miraba y luego apartaba la vista.

—Se va a Edimburgo, ¿verdad? —pregunté para distraerle.

—Sí. En menos de seis semanas. Su madre lo va a echar de menos.

—¿Y tú?

—¿Yo?

—¿No lo echarás de menos?

—Para un padre es distinto —contestó Guy. Yo abrí la boca para rebatirlo, pero volví a cerrarla—. De todos modos, últimamente hemos discutido tanto que a los dos nos irá bien algo de distancia. Él se muere de ganas de irse de casa. Decía —alzó la voz para que le oyeran su hijo y Hayden, que se acercaban a nosotros por el jardín— que te mueres de ganas de irte de casa.

—Yo no diría eso.

Joakim le dirigió una mirada de súplica a Hayden.

—No te culpo —replicó Guy—. A lo mejor he sido un poco duro contigo en los últimos tiempos.

—Bah.

Joakim avanzó arrastrando los pies.

—Les estaba diciendo a Bonnie y a Sonia que tu madre te echará de menos. Pero yo también.

—Oh, pero no hace falta que te despidas todavía —observó Hayden en tono alegre.

—Seis semanas.

—Seis semanas, seis meses —dijo Hayden—. ¿Quién sabe en este mundo de locos?

—¿Qué?

—Habla de Edimburgo, papá.

—¿Qué pasa con Edimburgo?

—He pensado que al final podría tomarme un año sabático.

—¿Para qué?

—Creo que deberíamos reanudar el concierto —nos interrumpió Amos.

Guy le ignoró.

—¿Cuándo lo has decidido?

—Llevo un montón de tiempo pensando en ello.

—Pero tú sabes lo que quieres hacer. Ir a la universidad.

—¿Y qué hay de la universidad de la vida? —intervino Hayden.

—¿Esto tiene que ver contigo? —quiso saber Guy.

—Hemos hablado de ello —contestó Hayden, con una sonrisa que se dibujó lentamente en su rostro, como si estuviera disfrutando con el efecto que todo aquello provocaba en Guy.

—¿Te has molestado en preguntar a los de Edimburgo si van a posponer tu admisión? —preguntó Sonia.

—Acabo de decidirlo —explicó Joakim.

—¿Decidirlo? —preguntó Guy alzando la voz.

—Deberíais hablar de esto después —sugerí—. En privado.

—A lo mejor lo consigo y no tendré que ir a ninguna parte —dijo Joakim, dirigiéndose a su padre—. No sé nada. Voy a empezar de cero.

—¿Conseguirlo? —La voz de Guy era un graznido—. ¿A qué te refieres con «conseguirlo»?

—Hayden ha dicho que me ayudará.

Éste alzó las manos en un gesto de modestia.

—Haré lo que pueda. Joakim tiene potencial.

—No te metas en esto —le dijo Guy—. No lo hagas, Jo. Por favor. No lo tires todo por la borda.

—Es mi vida —replicó Joakim.

—¿Es eso lo que quieres? ¿Convertirte en un fracasado entrado en años que duerme en el suelo de las casas de otra gente y vive a costa de amigos de amigos, mientras espera «conseguirlo»?

—Ya es suficiente —zanjó Sonia—. Ahora vamos a tocar.

—No me apetece —murmuró Joakim.

Yo me incliné hacia él.

—¿Quieres ser músico, Joakim? Lo primero que debes hacer es aprender a ser un poco profesional. Ahora toca, luego hablaremos.

—Estoy preparado.

Hayden cogió su guitarra.

—Tienes muchas cosas que explicar —dijo Guy.

—No tengo que explicar nada. —La sonrisa desapareció y la cara de Hayden se endureció con una expresión de desagrado—. Porque soy libre. Eso es lo que no puedes soportar, ¿verdad?

El gato al que el chico había lanzado una piedra se frotó contra las piernas de Guy y éste le dio una patada tan violenta que el animal salió corriendo con un maullido de dolor.

—¡Papá!

—Y uno, y dos, y tres —dije, y la música llenó el jardín y la lluvia empezó a caer.

Más tarde, Hayden comentó en tono alegre:

—No ha estado mal. Ahora, vamos a celebrarlo.

—¿Te refieres a beber algo?

—No, eso es para los críos. Vayamos a algún sitio para adultos.

Tuve un presentimiento: tenía las pupilas dilatadas y arrastraba un poco las palabras.

—Yo me voy a casa —dijo Guy con una voz llena de hostilidad—. Mi mujer estará esperando y hay cosas de las que tenemos que hablar.

Por alguna razón, siempre se refería a Celia como «mi mujer» cuando Hayden estaba presente, como si necesitara recordarse su propia e incuestionable estabilidad.

Hayden se encogió de hombros.

—Como quieras. Pero un colega mío da una fiesta. Podríamos dejarnos caer y ver qué tal es; no está lejos de aquí. Unos diez minutos andando.

—¿Qué clase de fiesta? —quiso saber Amos.

—Una fiesta para adultos. —Hayden le dedicó una sonrisita—. Pareces un poco nervioso.

—¿Por qué debería estarlo?

—No lo sé, dímelo tú.

—No lo estoy.

—Entonces ¿te vienes?

—Sí —aceptó Amos.

—Creía que íbamos a comer algo juntos —intervino Sonia, y me di cuenta de que intentaba proporcionarle una salida airosa.

—No tengo hambre —replicó Amos—. Además, me he tomado una hamburguesa.

—Tú también puedes venir, Sonia —comentó Hayden en tono jovial—. Así podrás vigilarle y asegurarte de que no pierde la chaveta.

Sonia le dedicó una mirada gélida. Era la única de nosotros que parecía capaz de hacer callar a Hayden, pero no esa noche. Él le dio un golpecito en el hombro y le dijo:

—¿Esa mirada es tu forma de decir que sí?

—Iré si tú quieres —le dijo Sonia a Amos, al tiempo que le daba la espalda a Hayden.

—Genial. ¿Neal?

—No —contestó éste.

—¿No?

—No estoy de humor.

—Vale. Entonces vamos nosotros cuatro.

—Has calculado mal —dije yo.

—Tú, Sonia, Amos y yo: me imagino que Joakim se queda con sus colegas.

—A mí no me has preguntado. Lo has dado por hecho.

—Te gustará. —Me tocó el dorso de la mano—. Eres una fiestera.

—Una fiestera cansada y cabreada.

—Por favor. —Se inclinó y me susurró al oído—: Necesito estar contigo esta noche.

Menos mal que la luz era tan tenue que nadie pudo ver cómo me ponía roja.

—Vale, sólo un rato.

—Bueno. —Neal trató de hablar en un tono casual y no lo consiguió—. Si os vais todos, también podría venir con vosotros.

Hayden le dirigió una amplia sonrisa.

—Por supuesto —dijo—. ¿Por qué no? Cuantos más, mejor.

Era una gran fiesta en una casa minúscula. Todas las habitaciones estaban repletas de gente, que se diseminaba por las escaleras y el estrecho jardín. La música estaba alta; noté cómo vibraban las paredes y el suelo. Por lo que se veía en la penumbra llena de humo, se trataba de un grupo variopinto: algunos eran jóvenes, incluso de la edad de Joakim, y otros mucho mayores, hombres con el pelo entrecano recogido en una coleta, mujeres con tatuajes en los hombros y olor almizclado. Era como estar en el festival de Glastonbury, sólo que aquí la cerveza era gratis, estaba fría y abundaba.

Hayden fue engullido por la multitud; la mayoría parecía conocerle. Vi a una mujer con una hermosa melena pelirroja que se le abalanzaba al cuello. Sonia y Amos se fueron juntos al jardín; más tarde los vi sentados en el césped sin cortar, bajo un pequeño árbol muerto, compartiendo un vaso de vino y hablando con una mujer muy embarazada. Neal se pegó a mí mientras yo pasaba de una habitación a otra buscando algo para beber y un lugar donde poder sentarme y observar a la gente. De adolescente, odiaba las fiestas en las que no conocía a nadie, esa angustiosa conciencia de una misma al encontrarte en una habitación llena de desconocidos que hablan animadamente, se abrazan y se besan. ¿Qué se suponía que tienes que hacer? ¿Componer una expresión de «no me importa»? ¿Pasar mucho rato en el lavabo, mientras la gente que de verdad necesita entrar sacude el pomo de la puerta? ¿Caminar con determinación de un lado a otro como si estuvieras buscando a un amigo que sabes que no está allí? No soy capaz de recordar cuándo dejé de sentirme incómoda y aprendí a sentarme en un rincón y ver qué pasaba.

—¿Adónde vamos? —preguntó Neal.

—Creo que me sentaré en las escaleras.

Encontramos un escalón en lo alto y le di un trago a la lata de cerveza que había encontrado en la bañera, que estaba llena de cubitos de hielo. Desde ahí podía ver a Hayden. Si él hubiera mirado hacia arriba, podría haberme visto también, pero no lo hizo. Estaba concentrado en quienquiera que estuviera con él; en ese momento en particular, eran dos mujeres y un hombre, y todos se estaban riendo. Me di cuenta de que Hayden y yo no tardaríamos mucho en cortar. Entre nosotros había una especie de vértigo. Era como estar en un columpio, nos balanceábamos con fuerza, pero pronto llegaríamos a lo más alto y volveríamos a descender. Entonces, todo habría terminado.

—¿Está libre este escalón? —preguntó una mujer con una hermosa cara y el pelo prematuramente gris.

Le dirigí una sonrisa, ella se sentó justo debajo de Neal y de mí y echó la cabeza atrás hasta apoyarla en mis rodillas, como si fuéramos viejas amigas.

—Me llamo Bonnie —me presenté—, y él es Neal. Y no conocemos a nadie.

—Yo soy Sarah. Si no conocéis a nadie, ¿cómo es que estáis aquí?

—Hemos venido con Hayden.

—¿Hayden?

—Eso es.

—No sabía que estaba aquí.

—Está ahí abajo.

Señalé con la cabeza en su dirección. Había sacado de alguna parte una botella de whisky y lo estaba sirviendo en su vaso y en el de la mujer con la que hablaba.

—Ya lo veo. Camelándose a otra pobre tonta.

—¿Conoces a mucha gente aquí? —quiso saber Neal.

Tenía la voz pastosa; parecía haberse emborrachado misteriosamente sin haber bebido siquiera.

—No tanta como creía, teniendo en cuenta que es mi fiesta.

—¡Oh! Entonces ¿vives aquí?

—Sí. Estoy muerta de cansancio, pero hay alguien en mi cama. Dos personas, de hecho. Hola, Hayden.

Éste estaba abriéndose paso por las escaleras, con la botella de whisky aún en la mano. La mujer con la que hablaba le seguía, con unos grandes ojos delineados con khol y un cigarrillo entre los labios.

—Ésta es Miriam Sylvester —la presentó Hayden—. También es profesora.

—Hola.

La saludé con la mano.

Ella me dirigió una mirada de curiosidad.

—Tú eres amiga de Sonia.

—Haces que suene como algo malo —dije con una risa—. Creía que no conocería a nadie, pero todo el mundo parece conocer a Hayden y ahora me encuentro a una vieja amiga de Sonia.

—Bueno, trabajábamos juntas en Sheffield.

—Tienes que contarme algo embarazoso sobre ella —le pedí—. Algo que pueda usar en su contra algún día.

Miriam le dio una profunda calada al cigarrillo. La columna de ceniza aumentó, se desprendió con delicadeza y cayó a sus pies.

—También Sarah —comentó Hayden—. Sarah conoce a una exnovia de Amos.

La miré con renovado interés.

—¿Te refieres a Jude? —pregunté.

—Íbamos juntas al colegio —explicó Sarah—. Veo que la conoces.

—Bonnie fue la siguiente novia —señaló Hayden.

—Esto es una locura —dije—. ¿Podéis presentarme a alguien que no conozca a todos cuantos conozco?

Miriam se encendió otro cigarrillo.

—Así que conoces a Sonia, ¿no? —preguntó con el irritante destello en la mirada que tiene la gente cuando sabe algo sobre ti—. Yo sé algo sobre ti.

—¿Sobre mí?

—Banjo —dijo ella en tono triunfal.

—No me avergüenzo de ello —repliqué.

Vi que Amos y Sonia entraban desde el jardín y levanté la mano para llamar su atención. Sonia alzó la vista e hizo una mueca. Yo le hice gestos pero ella vaciló, negó con la cabeza, cogió de la mano a Amos y lo llevó hacia la puerta. Me imaginé lo que sentía. Por una parte era divertido conocer gente que conocía a amigos míos, pero por otra resultaba claustrofóbico. Qué suerte tenía Liza, pensé de repente, de irse de viaje muy lejos, donde nadie la conocía. Claro que, con mi suerte, seguro que si escalaba el Everest me encontraría a una exnovia de Hayden en la cumbre.

Existía otra razón para evitarnos. Por la postura de Amos, me di cuenta de que estaba muy borracho. Recordé las fases por las que pasaba Amos cuando bebía: al principio le entraban ganas de discutir, sólo un punto o dos por encima de su habitual talante polemista; luego se pondría emotivo y adoptaría un tono confesional, y a lo mejor le diría a Sonia que debían casarse y tener hijos, montones de hijos con el pelo y los ojos de ella; después entraría en la fase depresiva y al final se quedaría dormido con la ropa puesta.

Miriam tenía ahora la cabeza en el regazo de Hayden y él apoyaba la mano sobre su pelo, como si fuera una niña pequeña. Ella mantenía los ojos cerrados. Él me sonrió y se encogió de hombros sin poder hacer nada, al tiempo que articulaba con la boca una palabra que no logré entender. Yo no le devolví la sonrisa y la suya se desvaneció gradualmente; nos quedamos mirándonos el uno al otro. Junto a mí, Neal soltó un leve ronquido; sentí su cabeza apoyada en mi hombro. Me quedé sentada en las escaleras con Hayden, rodeados de gente dormida, y esperé.

DESPUÉS

A las siete y veinte de la mañana del lunes, el teléfono me despertó. Era Danielle. Parecía estar sin aliento, como si acabara de llegar de correr. Debió de quedarle claro que me había despertado.

—Si es por lo del grupo —dije—, no tienes de qué preocuparte. Está controlado.

—Bueno, de alguna forma está relacionado con el grupo.

—¿Al final no quieres que toquemos? No hay problema.

De hecho, sería maravilloso.

—No, no, no. Tengo muchas ganas de que toquéis. Sobre todo ahora. —Sonaba excitada—. Aunque a lo mejor tú no quieres.

—¿De qué estás hablando?

—Hayden Booth —dijo—. Tocaba con vosotros, ¿no?

—Ah, ¿te has enterado? No te preocupes. Nos las apañaremos sin él.

—Eres un poco insensible, Bonnie.

De inmediato, me senté en la cama y me pasé el teléfono a la otra oreja.

—¿Qué quieres decir?

—¿No te has enterado?

Oí que mi voz preguntaba:

—¿Enterarme de qué?

Danielle me contó que la noche anterior habían encontrado el cuerpo de un hombre en el pantano de Langley y que lo habían identificado como Hayden Booth. Hacía unos minutos lo había escuchado en la radio.

¿Qué habría dicho alguien que no supiera nada?

—¡Oh, Dios…!

—¿No es terrible?

—Terrible. Sí. Lo es. Terrible. Dios santo.

Al mismo tiempo pensaba: «Llama a Sonia».

¿Y Neal? ¿Lo sabría ya Joakim? ¿Guy? Y Sally. ¿Lo sabía la pobre Sally?

—Lo sé. Ya sé que no llegué a conocerlo, pero es que me parece tan sorprendente. ¿No era uno de los mejores músicos que tenías?

—La verdad es que jugaba en otra liga.

—Entonces ¿todavía podréis… ya sabes?

—Ya te diré algo. Pero no habrá problema.

—Sólo quedan unos días.

—Estaremos ahí —dije, alzando un poco el tono.

—Yo sólo soy el mensajero, Bonnie.

ANTES

Estaba flotando en el agua boca arriba, con los brazos extendidos. Mi día libre, mi pequeña parcela de vacaciones veraniegas. Su cuerpo se movía perezosamente mientras las pequeñas olas pasaban por debajo de él, rompiendo al alcanzar la orilla. Nadé hacia él. Tenía los ojos cerrados por el sol, pero alargó un brazo y tiró de mí, de modo que ambos acabamos bajo el agua, jadeando. Sentí como sus miembros se entrelazaban con los míos, saqué las manos y le toqué el largo pelo mojado, el cuello frío; alcé la cabeza para ver como se reía… una risa que se convirtió en una expresión seria mientras me atraía hacia él y nos abrazábamos, intentando flotar en vertical; la sal nos picaba en la piel y el fresco chapoteo de las olas rozaba nuestra carne, mientras la luz se reflejaba en el agua en flechas deslumbrantes. Sus labios sobre mi hombro, mis párpados, mi boca, al tiempo que nos hundíamos y salíamos otra vez a la superficie y llegábamos por fin a la orilla, donde no se veía a nadie y nadie nos veía. Nos tendimos en la arena, entre los chillidos de las gaviotas y el murmullo de las olas, sintiendo cómo se nos clavaban fragmentos de conchas. Luego nos metimos otra vez en el agua y nos lavamos mutuamente. Él me secó con su camisa y me sacó la arena de entre los dedos de los pies.

Hayden insistió en comprar una docena de ostras en un chiringuito de la costa. Nos sentamos fuera, a una mesa de madera recién fregada, y echamos zumo de limón sobre la temblorosa pulpa. Él se comió once, y yo, una. Estaban demasiado vivas y eran demasiado viscosas y saladas para mi gusto.

Ese día Hayden parecía feliz, dulce y alegre. Supongo que él también estaba de vacaciones.

DESPUÉS

Intenté llamar a Sonia, pero fue en vano. Seguro que todos se estaban llamando unos a otros con esa alegre excitación que siente la gente cuando ocurre algo verdaderamente terrible; el mayor placer de la vida: ser el portador de malas noticias. ¿Te has enterado? ¿Te has enterado? Le envié un SMS: «Llámame». Encendí el contestador, me senté, aturdida, y escuché un mensaje tras otro. Dos de ellos eran de Joakim; en el primero sonaba traspuesto y en el segundo gritaba de dolor. Luego oí el bip, una vacilación y la voz de Sonia. Eché a correr y descolgué el teléfono.

—Sonia, soy yo. Estoy aquí.

—He recibido tu mensaje.

—¿Sí? ¿Y?

—Me he enterado.

Sabía que tenía que hablar con ella, pero en realidad no había pensado en lo que debía decir.

—No sé —dije—. Esto no formaba parte del plan. —Hubo un silencio al otro lado de la línea—. ¿Sigues ahí?

—Sí.

No podría decir si estaba asustada o enfadada o sorprendida, o si sólo estaba siendo Sonia.

—Ahora habrá una investigación.

—Claro que habrá una investigación —dijo ella—. Han encontrado un cuerpo en el pantano. Sale en los periódicos. Habrá una investigación por asesinato.

Respiré hondo.

—Sonia, siento tanto haberte metido en esto. Si quieres ir a la policía…

—Es demasiado tarde para algo así.

—Seguramente tienes razón.

—Limítate a no intentar hacerte la lista.

—Eso no será muy difícil.

—Lo digo en serio, Bonnie. Ninguna más de tus brillantes improvisaciones. Simplemente no hacemos nada y decimos lo menos posible.

—Estoy asustada.

—Claro que lo estás. Pero ten paciencia.

Colgué el teléfono y, antes de poder encender el contestador, volvió a sonar.

—Soy Nat, el amigo de Hayden. El bajista.

Tenía la voz tomada, aunque no sabía si era por la bebida o por el dolor.

—Ya sé quién eres.

—¿Te has enterado?

—Sí.

—Es una jodida mierda. Tenemos que hablar.

—Estamos hablando.

—Quiero decir cara a cara. Estaré en Camden Lock dentro de media hora.

Accedí a regañadientes y él me dio instrucciones detalladas para encontrarlo, las cuales incluían localizar una parada de falafels y una tejedora de cestos. Luego volví a encender el contestador y apagué el móvil. Comprobé el ordenador. Había treinta y cuatro mensajes, y la mayoría no trataba de venderme nada. Mientras los miraba, llegaron el treinta y cinco, el treinta y seis y el treinta y siete. Los repasé. Cuatro eran de Sally. Oh, Dios, Sally. Apagué el ordenador y me sujeté la cabeza con las manos, tratando de aislarme del mundo.

Todo estaba apagado, la puerta estaba cerrada con llave. Pero aun así, tenía la misma sensación que los días que iba a tocar en un concierto. Hacía cosas que parecían normales, pero había una parte de mí que todo el rato era consciente de que pronto estaría frente al público, que me encontraría en una situación en la que las cosas podían ir bien o mal y no habría mucho que yo pudiera hacer al respecto. Me preparé una taza de café y me puse unos tejanos, una camisa y un jersey informal, pero no harapiento. Sentía la piel pegajosa por el calor, así que me quité el jersey y me puse otra camisa. Aunque no tenía hambre, me tomé un trozo de tostada caliente con mantequilla. Luego me maquillé un poco, lo justo para no revelar lo tensa que me sentía. Estaba a punto de salir cuando sonó el timbre; abrí la puerta y me encontré a dos personas, un hombre y una mujer, ambos vestidos como hombres de negocios. Podrían haber sido agentes de seguros, pero antes incluso de que dijeran nada supe que eran detectives. Sacaron sus placas identificativas y me las mostraron.

—Soy la inspectora Joy Wallis —se presentó la mujer—, y éste es mi colega, el inspector Wade. Tenemos que darle una mala noticia.

—Ya me he enterado —contesté—. Alguien me ha llamado.

¿Eso era todo?, me pregunté. ¿Habían venido sólo a darme la noticia? No lo creía. Yo no era su mujer.

—Estaba a punto de salir.

—Esperábamos que pudiera dedicarnos un momento —señaló la mujer.

Los dejé pasar. Yo me senté en la única silla y ellos se sentaron en el único sofá. El desorden que reinaba en el piso no me hacía parecer una persona muy cabal. La inspectora Wallis llevaba un expediente bajo el brazo y lo dejó sobre la mesa, frente a ella. Sentí la tentación de empezar a farfullar lo espantoso que era, como haría una persona normal, pero me acordé de lo que había dicho Sonia y me obligué a permanecer en silencio.

—Debe de haberse llevado una gran impresión —dijo el inspector Wade.

—Sí —convine—. Es terrible.

Ella se inclinó hacia delante y, con un dedo, abrió el expediente.

—Usted habló con una colega nuestra —observó—. La semana pasada. Expresó su preocupación por el señor Booth. De hecho, denunciaron su desaparición.

—No fue así exactamente —contesté—. Fui con mi amiga, Sally Corday, y nos mandaron a casa. Nos dijeron que no nos preocupáramos.

—¿Por qué estaban preocupadas?

—Dentro de poco tenemos un concierto; el doce de septiembre. Hayden tocaba con nosotros y, de repente, no apareció en los ensayos. Sally era la que estaba más preocupada. Yo pensé que simplemente se había marchado.

—¿Qué le hizo pensar eso?

—Él es músico. Me parecía la clase de persona que decidiría cambiar de aires si aparecía algo mejor.

—En vez de eso, alguien lo mató.

—¿Están seguros? —pregunté.

Los dos detectives se miraron.

—¿Disculpe? —dijo Wallis.

—¿No podría haber sido un accidente?

—Aún es demasiado pronto —contestó—, pero cuando encuentran a alguien en el fondo de un pantano lastrado con piedras y hay pruebas de que ha recibido un serio golpe en la cabeza, ponemos en marcha una investigación por asesinato.

Era incapaz de detenerme. Tenía que saber.

—¿Cómo encontraron el cuerpo —pregunté—, si estaba en el fondo del pantano?

—No estaba muy hondo, a pesar de encontrarse en el centro. Por lo que sé, a un pescador se le enredó el sedal.

Pensé en mi infancia, en las vacaciones en las que había ido a pescar con mi padre en Escocia y el sedal se había enganchado con algo y ambos nos habíamos olvidado de él.

—Qué suerte.

—Un colega ha hablado ya con su amiga, la señora Corday, y nos ha dicho que sería bueno que habláramos con usted de la gente que conocía a Hayden Booth.

—Conozco a algunos —confirmé—. No muchos.

La inspectora Wallis hizo una pausa y pasó con suavidad el dedo por el borde del expediente.

—¿Era usted amiga íntima?

Aquel momento había llegado demasiado pronto. ¿Cuánto sabían los demás sobre Hayden y yo? ¿Qué le contarían a la policía? Mientras, el teléfono estaba sonando y oímos una y otra vez el mensaje de mi contestador.

—Las noticias vuelan —comenté—. Lo siento. Ha sido una sorpresa espantosa. En realidad sólo lo conocía desde hace dos semanas. Accedí a tocar en la boda de una amiga y necesitaba músicos. Lo conocí a través de un amigo. No puedo creer que haya ocurrido esto.

—Lo lamento mucho —dijo el inspector Wade—. Esto debe de ser difícil para usted, pero podría ser de gran ayuda para que atrapemos a quienquiera que lo hizo.

—Por supuesto —dije—. ¿Puedo hacerles un poco de café o de té?

Ambos aceptaron y así pude afanarme por la cocina mientras ponía mis pensamientos en orden. Regresé con una bandeja con café y galletas. Cogí mi agenda, el móvil y el portátil y les di algunos números de teléfono, direcciones y direcciones de e-mail de personas que conocían o que podían conocer a Hayden o a alguien que le conociera. El inspector Wade las copió laboriosamente a mano en dos hojas de papel. Nada de alta tecnología.

—Hábleme de él —me pidió la inspectora Wallis, tras completar la lista.

—¿Qué quiere que le cuente?

—Cualquier cosa que desee.

Le di una versión abreviada y recortada de cómo había conocido a Hayden, cómo se había incorporado al grupo y cómo me había presentado a algunos de sus amigos. Ella pasó página tras página del expediente, tan lenta y trabajosamente que casi me dieron ganas de ayudarla, hasta que pareció encontrar lo que buscaba.

—Mi colega habló con usted —señaló.

—Sí, Becky algo.

—La agente Horton. Y usted le contó que en realidad no conocía a sus amigos. —Alzó la vista hacia mí—. ¿Es correcto?

Sentí que me ardía la cara. ¿Me estaba poniendo roja? Seguro que los agentes de policía se dan cuenta de cuando tienes algo que ocultar.

—Conocí a algunas personas con las que él había tocado. No sé si eran exactamente sus amigos.

—¿Puede hablarnos de su vida personal? —preguntó Wade.

—No sé a qué se refiere —respondí—. No era la clase de persona que divide su vida en compartimentos. Tocaba música, salía por ahí… Eso era todo, básicamente.

—Lo que quería decir es si salía con alguien.

—No creo que fuera alguien que mantuviera relaciones estables y permanentes, si eso es lo que quiere decir.

—Así que no tenía novia.

—Que yo supiera, no —contesté, lo cual era cierto, o no exactamente una mentira.

Yo no me habría descrito a mí misma como su novia.

—¿Se le ocurre quién podría haber hecho esto? —inquirió Wade.

—Cuando hablen con la gente, descubrirán que Hayden tenía un don para caer mal. Podía ser encantador y podía ser… bueno, difícil.

—¿A usted le parecía difícil?

—Creo que le pasaba a todo el mundo. No era malintencionado, pero tomaba lo que quería de la gente y luego la dejaba tirada. Más de uno se cabreó con él. Como ya se darán cuenta.

—En este caso no se trata sólo de cabrear a alguien —señaló Wade—. Alguien lo golpeó hasta matarle y se tomó muchas molestias para deshacerse del cuerpo.

—He estado pensando en ello —comenté—, y no le veo el sentido.

—¿Tenía problemas de dinero? —quiso saber Wallis.

—Por supuesto. Era músico. En esencia, todos los músicos están arruinados. Excepto Sting y Phil Collins.

—¿Era eso una fuente de conflictos?

—Un par de los nombres que les he dado son de personas con las que tocaba antes. Por lo que sé, tuvieron una bronca por algo relacionado con el dinero. Ellos se lo contarán.

—¿Una bronca seria?

—Es lo que pasa en todos los grupos. El problema siempre es el dinero: o bien no llega, o bien se lo queda la persona equivocada o bien se malgasta. Pero no eran más que los típicos asuntos desagradables dentro de un grupo. No era la mafia. No valía la pena matarle por eso.

—Le sorprenderían las razones por las que la gente mata —observó el inspector Wade—. Por lo general, no parece que valga la pena.

—Qué desperdicio —comenté en la pausa que siguió.

La inspectora Wallis hojeó sus notas como si buscara algo y luego alzó la vista hacia mí.

—¿Le gustaba?

—¿Gustar?

—Sí. ¿Le gustaba?

Aquella pregunta me dejó anonadada.

—No parece la palabra adecuada para referirse a Hayden —contesté—. Suena demasiado normal.

Sentí que había hablado demasiado. Había estado demasiado cerca de contar la verdad.

Al final llamé a Sally; me daba pavor enfrentarme a la conversación, pero contestó Richard y me dijo que Lola y ella se habían ido a casa de su madre una temporada. Al preguntarle cuándo volvería, me contestó que no lo sabía. Parecía apesadumbrado. El mero hecho de escucharle me hizo sentir mal. Yo sabía por qué se había marchado Sally y suponía que él sabía que yo lo sabía, pero ninguno de los dos dijo nada.

Llamé a Sally al móvil pero me saltó el buzón de voz. Le dejé un mensaje diciendo que si quería hablar conmigo, allí estaba. Era lo menos que podía hacer.

ANTES

Esa noche, al volver de la costa, nos tumbamos en la cama de Liza con la piel quemada por el sol. Medio dormidos, nos besamos e hicimos el amor y nos quedamos allí, enredados el uno con el otro; yo me quedé adormilada y al despertarme me lo encontré mirándome. A lo mejor no importaba cuánto durara aquello. Estábamos en verano. Lo que ocurre en verano es como un sueño, aislado del pasado y del futuro, y sigue sus propias reglas imposibles. Podía perderme en esto hasta septiembre, cuando el trabajo y la vida real comenzaban de nuevo.

DESPUÉS

Me abrí paso por el mercado de Camden Town, entre punks que, como dibujos animados, lucían sus peinados de mohicanos, y entre góticos y turistas. Las instrucciones de Nat no resultaron muy precisas y me llevó un rato hallar el punto en el que habíamos quedado. Cuando llegué, al principio no lo vi, aunque al final lo distinguí a cierta distancia. Estaba apoyado en un noray cerca del canal. Al acercarme me di cuenta de que Jan estaba con él, un poco encorvado, como sucede a menudo con la gente alta, como si hubieran pasado demasiado tiempo evitando los techos bajos.

—¿Dónde estabas? —preguntó Nat.

—Lo siento. Justo antes de salir tuve visita. La policía.

—Dios.

—¿Para qué querías verme? ¿Hay alguna razón?

—Acaban de sacar a un amigo nuestro de un embalse —observó Nat—. Yo diría que eso es una razón.

—No me refería a eso.

Nat se metió la mano en la chaqueta y sacó un paquete de cigarrillos y un mechero. Me alargó el paquete.

—Lo he dejado —dije.

—Joder, pues es hora de volver a empezar.

Le tendió el paquete a Jan y ambos se encendieron uno. Sentía una necesidad sobrecogedora de fumarme uno pero, en lugar de eso, me metí las manos en los bolsillos como si fuera una forma de evitar estirarlas y cogerlo.

—¿Entonces? —dije—. Has dicho que tenías que verme.

Él miró a Jan y luego a mí.

—¿Hola? —dijo alzando el tono de voz—. Coño, Hayden está muerto. Alguien lo ha lanzado a un pantano.

—Ha sido un auténtico shock —señalé.

—Así es —convino Jan con voz extraña y ahogada.

Era la primera vez que hablaba.

—¿Cómo has conseguido mi número de teléfono? —quise saber.

—Hayden me lo dio una vez —explicó Nat—. En mi libreta tengo literalmente treinta números distintos que me dio en diferentes ocasiones para que pudiera ponerme en contacto con él, la mayoría de ellos tachados. Supongo que ahora puedo tacharlos todos. ¿Quieres dar un paseo? Estoy cogiendo frío aquí parado.

—Hace una mañana cálida y soleada —observé.

—Cuando estoy de pie me coge frío.

Así pues, nos movimos y avanzamos lentamente entre la multitud.

—¿Qué pasa con estos punks? —preguntó Jan en tono malhumorado—. Cuando estalló el punk yo era un crío, y la gente no tenía ese aspecto. Los punks de verdad no parecían punks.

—¿A qué te refieres con que no parecían punks? —preguntó Nat.

—Mira fotos antiguas de los Sex Pistols. No parecen punks. El uniforme llegó después.

—Todos llevamos uniformes —señaló Nat, y se volvió hacia mí—. Menos tú. ¿Alguna vez has formado parte de una tribu?

—Creo que no —contesté—. Para mí lo único importante ha sido siempre la música.

—Está claro porque os juntasteis Hayden y tú.

—En realidad no estábamos juntos… —empecé a decir.

—Yo soy como esos punks —siguió Nat—. Lo que tocamos… ¿debería decir tocábamos?… es una especie de country alternativo, así que me visto como si hubiera nacido en Texas. Me crié en Norfolk, por el amor de Dios. Hayden nunca fue así. No le habría encontrado el sentido. —Se detuvo—. Tenemos que brindar por él.

Me miré el reloj.

—Son las doce y diez.

—Tenemos que brindar por él.

Jan me miró y se encogió de hombros, y ambos seguimos a Nat hasta un pub junto al canal. Nos sentamos fuera en una mesa y Nat entró a pedir. Salió con una bandeja con tres vasos pequeños llenos de un líquido oscuro y tres bolsas de patatas, se sentó y lo repartió.

—Bourbon —explicó. Luego cogió el vaso y lo contempló—. Bonnie, ¿quieres decir unas palabras?

Hubo una larga pausa porque no tenía ningunas, ningunas ganas de decir nada. No quería estar bebiendo bourbon a mediodía con dos músicos a los que apenas conocía.

—No sé qué decir —contesté—. No conocía a Hayden como vosotros dos.

—Eso es cierto —convino Jan, en un tono que me dio ganas de devolver.

—Hayden era un gran músico —dije—. Supongo que de alguna forma eso nunca fue suficiente para él. No debería haber terminado así.

—Claro que no debería haber terminado así, joder —dijo Nat—. Eso no es un gran homenaje, que digamos.

Miré a Jan.

—¿Tú puedes hacerlo mejor?

Jan metió un dedo en el bourbon y se lo llevó a la lengua. Luego levantó el vaso.

—En memoria de Hayden Booth. Se llevó mi dinero. Me jodió la carrera. Una vez me robó a mi chica. Pero lo bueno de Hayden es que te hacía algo horrible pero, una vez lo había hecho, pasaba página. No guardaba rencor a nadie. Por Hayden, y por los recuerdos que no duran.

—Eso tampoco es un gran homenaje —se lamentó Nat.

—La última vez que os vi juntos, hubo una pelea —comenté.

Nat soltó un gruñido.

—Como dijo alguien, es sólo rock’n’roll. Yo puedo hacerlo mejor. Por Hayden, que recorrió el camino.

—Qué coño, él no recorrió el camino —intervino Jan—. Dijo lo que tenía que decir, pero no recorrió el camino.

—¿Vamos a bebernos esto o no? —preguntó Nat.

—Es sólo que no voy a decir gilipolleces sobre el tío.

—Vale, vale. ¿Qué te parece esto? Por Hayden. Murió joven. O bastante joven. Murió joven y dejó un bonito cadáver. ¿Qué te parece eso, Bonnie? ¿Estarías de acuerdo? ¿Dejó un bonito cadáver?

Hasta ese momento todo había transcurrido con una extraña indiferencia. Constituía un alivio estar con personas a las que no conocía y que no me importaban, pero de repente la palabra «cadáver» me golpeó y vi su cuerpo tendido en el suelo, la sangre y la postura antinatural, e incluso percibí un olor concreto que había olvidado por completo. Me obligué a asentir.

—Sí —contesté, en un tono que era apenas un susurro—. Supongo que sí.

—Muy bien —dijo Nat—. Por Hayden.

Levanté el vaso y sentí el líquido en mis labios, pero al abrirlos y notar como el ardor me aguijoneaba la lengua, me lo bebí de un trago. Antes incluso de que me diera verdadera cuenta de lo que ocurría, Jan se había ido y había vuelto, y frente a mí había otro vaso de bourbon. Algo desesperada, abrí una bolsa de patatas y me metí unas cuantas en la boca. El sabor salado y las especias dulces eran repulsivas, y tuve que obligarme a tragar.

—¿Por qué a mí? —pregunté—. ¿Por qué me habéis llamado a mí? ¿Y por qué estáis los dos aquí?

—¿Qué te ha preguntado la policía? —quiso saber Jan.

—Cuando me has llamado, aún no habían venido.

—Pero estaba claro, ¿no? Hayden estaba contigo. Eres la primera persona con la que iban a hablar.

—Yo no estaba con él.

—Estabas jugando con él —observó Nat—. Le encontraste un sitio para vivir.

—Sólo se lo sugerí —repliqué—. Y era un sitio en el que quedarse una temporada.

—Os vi juntos —insistió Nat—. Vi cómo él te miraba. Contaba contigo.

—Te adoraba.

—La policía no ha preguntado nada especial. Han abierto una investigación por asesinato; sólo han preguntado lo típico.

Jan cogió su vaso y volvió a dejarlo suavemente sobre la mesa, sin beber.

—¿Qué es lo típico?

—Si tenía enemigos, alguna amiga especial, problemas de dinero… esa clase de cosas.

—¿Les hablaste de nosotros?

—¿No debería haberlo hecho?

—¿Eso significa que lo hiciste?

—Si de verdad quieres saberlo, les dije que conocía muy poco de su vida, pero mencioné a los músicos con los que tocaba, lo que quiere decir vosotros. ¿Hay algún problema?

—No —replicó Nat—. Ningún problema. Entonces supongo que se pondrán en contacto.

—No les di vuestro número, si te refieres a eso, pero supongo que os localizarán. Quiero decir que eso es lo que hacen. También les dije que encontrarían una larga lista de personas a las que Hayden había cabreado. Me preguntaron quién podría estar enfadado con él.

—Sólo la gente que le conocía —dijo Jan.

—Eso es más o menos lo que les dije.

Hubo una pausa y yo me quedé mirando mi bebida. Definitivamente, no podía beber más. En la mesa de al lado había un grupo de gente que formaba una extraña mezcla de tatuajes y pelo rosa, botas de caña alta hasta el muslo, y estampados de piel de tigre. ¿Qué hacía aquella gente durante la semana? ¿Trabajaban en bancos y en escuelas de primaria?

—¿Qué decía Hayden de nosotros? —preguntó Nat.

—Nada —contesté—. O nada que recuerde. ¿Por qué?

—Las veces que nos vimos, supongo que te diste cuenta de que no teníamos la mejor de las relaciones. Sólo queríamos decirte que no deberías sacar la conclusión equivocada.

En otras circunstancias, me habría costado reprimir una sonrisa. Pero ese día no. Ese día no sentí la menor tentación de sonreír.

—¿Por eso me has llamado? ¿Me habéis traído aquí y me habéis hecho beber para decirme que no os llevabais mal con Hayden?

—No —dijo Jan—. Nos llevábamos mal con él. O bastante mal, como viste. Pero eso no era nada nuevo. Las cosas con Hayden eran siempre así. Con todos nosotros.

—Vale —dije—. Os creo.

Nat parecía suspicaz.

—¿Y no le preguntaste a Hayden qué había pasado entre nosotros?

—Sé lo que pasó entre vosotros. Por lo menos, sé todo cuanto quiero saber. Lo que supongo que ocurrió es que Hayden se gastó el dinero que vosotros fuisteis lo bastante estúpidos como para confiarle. Y sin duda hubo otras cosas. Me imagino que si en algún momento el éxito pareció al alcance de la mano, es probable que él no fuera de mucha ayuda.

—Eso siendo generoso —señaló Nat—. ¿Y por qué crees que era así?

—¿Te refieres a por qué es…? —Me interrumpí—. ¿Por qué era así Hayden? ¿Quieres que diga que de niño abusaron de él? ¿Que tenía algún trauma oculto que le hacía creer que no merecía el éxito?

—Yo no diría eso —replicó Jan—. Yo diría que no había éxito que fuera suficiente para él.

—Yo no era su psiquiatra —observé.

Jan sonrió.

—No —convino—. No lo eras.

Estaba harta de aquello; sólo deseaba marcharme, pero entonces los miré, dos músicos de mediana edad sin mucho éxito, y me sorprendí sintiendo una punzada de compasión por ellos.

—Esto va a ser grande —dije.

—¿A qué te refieres? —preguntó Nat.

—La investigación policial —expliqué—. Hoy ha sido sólo el comienzo. No va a ser agradable para nadie que conociera a Hayden.

—Sobre todo para los músicos de los bajos fondos con los que tocaba —dijo Jan—. Me refiero a nosotros. No a ti.

—Pero eso está bien, ¿no? —intervino Nat—. Porque todos queremos que cojan a la persona que lo hizo.

—Eso está claro —dije.

—Cuando me enteré, pensé que había sido un atracador —siguió Nat—. Un robo que había salido mal. Pero luego me dijeron lo del pantano. Un atracador no te coloca piedras a modo de peso y te lanza a un pantano.

—No sé mucho de atracadores —comenté.

—Sólo una cosa —dijo Jan.

—¿Sí?

—Has dicho que Hayden se gastó todo nuestro dinero.

—Era por decir. Yo no sé nada.

—Pero ¿a ti no te dio dinero? ¿Para que lo guardaras, o como regalo?

—¿A mí?

—No somos sólo nosotros —explicó Jan—. Hayden le debía dinero a un montón de gente. Un montón de gente enfadada.

—No sé dónde fue a parar ese dinero —dije—. Pero no recuerdo que Hayden gastara nada. Sin duda no gastaba dinero conmigo.

Me puse en pie para marcharme.

—No te has terminado la bebida —observó Nat.

—Toda vuestra —dije—. Podéis volver a brindar por Hayden. Lo siento, eso ha sonado mal.

—Entonces ¿crees que la policía querrá hablar con nosotros?

—Creo que querrán hablar con todo el mundo.

—No tenemos mucho que contarles.

—Entonces será rápido.

—¿Sabes cómo ponerte en contacto conmigo? —preguntó Nat.

—¿Me va a hacer falta ponerme en contacto contigo?

Anotó su número en un posavasos de cartón y me lo tendió.

—Podrías mantenernos al corriente de lo que ocurre —dijo—. Si hay algo que tengamos que saber.

Mientras regresaba andando a casa, repasé lo que le había dicho a la policía. Qué estúpida. Creía que había sido discreta respecto a Hayden y yo, que había resultado casi invisible, pero la gente se había dado cuenta, a lo mejor todo el mundo. La policía no tardaría en enterarse y querrían saber por qué no les había contado la verdad. Tendría que pensar cómo iba a explicarlo.

ANTES

Llamé con fuerza a la puerta del que había sido mi piso y adopté una expresión despreocupada.

—¡Bonnie!

—Hola. Siento llegar tarde.

—¿Tarde?

—¿Te has olvidado?

—No… ¿De qué?

—He venido a recoger mis cosas. Quedamos en el último ensayo.

—¿Era hoy?

—El domingo por la mañana, cuando estarías aquí seguro.

Di un paso y me quedé en el umbral.

—No me he preparado, lo siento. Tal vez podríamos hacerlo otro día. En realidad no hay ninguna prisa, ¿no?

—Para ti es fácil decirlo. —Hice una mueca ante el tono cortante de mi voz—. El caso es que le he pedido el coche a Sally. Tampoco hay tantas cosas, y me dijiste que ya lo habías metido todo en cajas.

Di unos pasos más y Amos retrocedió. Parecía recién levantado de la cama; llevaba unos pantalones cortos anchos y manchados y una camiseta harapienta, e iba sin afeitar y con el pelo de punta.

—Entonces será mejor que entres —dijo mientras se frotaba la cara con el dorso de las manos y subía las escaleras que llevaban al piso.

Recordé la primera vez que lo habíamos visto juntos. El agente inmobiliario había abierto la puerta que ahora empujaba Amos y ambos habíamos entrado en la habitación principal, llena de muebles, fresca y bañada por la luz de sol que entraba por dos grandes ventanas y se derramaba por la moqueta gris en rectángulos sesgados. Me había enamorado a primera vista, me había imaginado allí sentada, escuchando música, llenando poco a poco el espacio con recuerdos y objetos. Ahora volvía a ser una extraña que había venido a llevarse los objetos. El sofá estaba colocado en un sitio distinto; había una mesita baja que antes no estaba allí y, encima, varias tazas que habían llegado después de mi marcha.

—¿Café? —me ofreció Amos, que parecía incómodo, como si no supiera cómo tratarme.

¿Era una invitada? ¿Una intrusa?

—Eso estaría bien.

—¿Con o sin leche? —Se puso rojo—. Quiero decir que sé cómo lo tomabas antes, pero a lo mejor has cambiado.

—No pasa nada. No he cambiado. Al menos en lo que respecta al café.

En el silencio se oyó el ruido de la cadena del váter y luego el agua que salía del grifo.

—Yo… esto, debería haber avisado.

Se oyeron pasos amortiguados y la puerta se abrió.

—Hola, Bonnie.

Sonia estaba de pie en la puerta, vestida con bóxers y una camiseta negra con la leyenda «Disléxicos amóninos» escrita en la parte de delante. Iba descalza, con las uñas pintadas de un rojo intenso.

—Esa camiseta es mía —señalé.

—La lavaré y te la devolveré. —Me dirigió una sonrisa amigable. Por alguna razón, sentía que aquellos dos me habían cogido a contrapié; me notaba terriblemente violenta en aquel sitio que había sido mi hogar hasta hacía muy poco—. ¿Cómo estás?

—Bien. Genial. He venido a recoger mis cosas, luego me iré.

—No hay prisa. Vamos a tomarnos un café, ya te pondrás luego.

—Voy a prepararlo —dijo Amos, y fue a toda prisa hacia la cocina contigua a la sala de estar; casi se tropezó en su deseo por desaparecer.

—No sabía que estarías aquí.

—Yo tampoco sabía que ibas a venir. Pero no hay problema, ¿no?

—Es raro.

—Lo sé.

—Y Amos y tú… —me interrumpí.

—¿Sí?

—Eso también es raro.

—Me dijiste que no pasaba nada.

—No pasa nada, pero es raro.

—Vale.

—Tengo ganas de echar a correr.

—Me doy cuenta de que es extraño, el hecho de que yo esté con Amos y tú vengas sola.

—No es eso —dije, aunque claro que lo era.

Me sentía en peligrosa desventaja.

—Enseguida conocerás a alguien.

—¿Cómo?

La puerta se abrió y Amos entró con tres tazas de café.

—Conocerás a alguien —repitió Sonia.

Había hablado en voz baja, pero la suya era una voz clara y que se oía a distancia. Sonia era una de esas personas a la que podías oír en medio de una habitación abarrotada.

Me ardían las mejillas. Le dirigí una mirada para que se callara, pero no pareció entenderlo. Amos colocó con cuidado las tazas en la mesita antes de dedicarme una mirada compasiva.

—Es verdad —corroboró.

—No quiero conocer a alguien. Estoy bastante contenta de no conocer a nadie, gracias. Es muy amable por tu parte preocuparte, Amos, pero estoy mucho más feliz sola, recuperando la sensación de libertad. —Por lo visto no era capaz de cerrar la boca—. Me lo estoy pasando de miedo. Un gran verano. Sólo quiero llevarme mis cosas.

—Cuando me acabe esto saldré a comprar algo de comida, ¿vale? —le dijo Sonia a Amos.

—Sí, será lo mejor.

—Quédate si quieres. Puedes ser nuestro árbitro.

—Eso es precisamente lo que no quiero, Bonnie. —Sonia sonrió.

—Me doy cuenta de que puede ser difícil. Eso es mío, por cierto —dije al tiempo que señalaba la pequeña foto en blanco y negro de unos cisnes en el río.

—Diría que no —replicó Amos—. La compramos juntos, lo recuerdo con claridad.

—La compramos juntos con mi dinero.

—Yo no lo recuerdo así.

—Y no creo que te gustara nunca.

—Tal vez no, pero ésa no es la cuestión. En cualquier caso, he cambiado de opinión.

Sonia suspiró y se puso en pie.

—Esto no es una competición, Amos —dijo sin alterar la voz. Él se puso rojo como un tomate—. No se trata de ganar o perder. A ti no te gusta, así que déjalo estar. —Descolgó la foto de la pared, sacó el polvo del cristal con el borde de su camiseta (de mi camiseta) y me la puso en las manos. Era una especie de ofrenda—. Ahora me pondré algo de ropa y me iré. Nos vemos, Bonnie.

Se inclinó hacia donde yo estaba sentada en el borde del sofá, puso las manos en mis hombros tensos y me besó, primero en una mejilla y luego en la otra. Aspiré el olor a jabón y a limpio y sentí la suavidad de su grueso pelo sobre mi mejilla.

—Lo siento —se disculpó.

—No pasa nada.

—No. —Su voz era firme, como una orden—. No pasa nada.

Las cosas mejoraron tras su marcha; ahora podíamos comportarnos como dos niños mezquinos sin avergonzarnos de nosotros mismos ante su mirada adulta y considerada. Yo me quedé el jarrón de cristal y él, el wok que ninguno de los dos había usado nunca; yo me quedé cuatro copas de champán, un regalo de un amigo al mudarnos, y él, los vasos de chupito. Le cambié la colcha de patchwork por las toallas del baño. Discutimos por los libros y casi llegamos a las manos por un CD de Crosby, Stills and Nash. Es increíble la cantidad de cosas que uno llega a acumular. Siempre había pensado en mí misma como una persona que viajaba ligera de equipaje, pero una hora y media más tarde el coche de Sally estaba atestado de cartuchos de tinta para impresora, DVD, un par de altavoces, ejemplares viejos de revistas de música, unas botas de montaña llenas de rozaduras, sábanas y fundas de almohada, un puf, un taburete, varios cojines, un espejo de pie, una cafetera de émbolo y una tetera desportillada, un móvil, pósters, pantallas de lámpara, macetas con plantas, platos, tazas, un martillo grande, una pequeña sierra oxidada, una bolsa llena de botones, el calendario de pared del año anterior, la base de un árbol de Navidad y una caja de luces navideñas defectuosas. Los desechos de toda una vida: cargadores de móvil, adaptadores, bolis, calcetines, rollos de algodón, maquillaje… Mientras estaban fuera de mi alcance me habían parecido de lo más atractivo y el hecho de pensar que estaban en manos de Amos me había llenado de rabia y de una sensación de agravio; ahora, en la parte de atrás del coche, volvían a ser inútiles, superfluos. Me paré junto a un contenedor y tiré varias bolsas, sin comprobar apenas lo que había dentro. Luego le compré a la florista de Camden un gran ramo de flores para meterlas en el jarrón por el que me había peleado y conduje hasta casa.