Me di la vuelta y comprobé la puerta del piso. Estaba cerrada, pero eso no era suficiente. ¿Y si alguien llegaba de pronto? ¿Y si tenía llaves? Me cubrí la mano con la manga para no tocarlo directamente y, con torpeza, pasé el pestillo procurando hacer el menor ruido posible. Todas las luces estaban encendidas y las cortinas, a medio correr. Me deslicé pegada a la pared hasta llegar a la ventana y, antes de apagar las luces, miré afuera para asegurarme de que no había nadie en la oscuridad de la calle.
Empecé por la puerta y recorrí con mirada desapasionada la habitación, como una cámara, pasando la atención de un objeto a otro. En la pared había colgada una foto enmarcada. Nunca antes me había parado a mirarla, y ahora me daba cuenta de que se trataba de un enjambre borroso de mariposas naranjas. En la mesita había un teléfono (¿y si sonaba?), y un cuenco con un puñado de llaves dentro. ¿De quién eran? Probablemente de él. Era algo en lo que tenía que pensar. La funda de la guitarra estaba apoyada en una cómoda silla de terciopelo marrón; la guitarra se hallaba al lado, en el suelo, partida por la mitad, las cuerdas colgando de la madera astillada. Miré al televisor que nunca había encendido, al otro extremo de la sala, y al gran sofá de rayas donde habíamos… No, no lo hagas. No recuerdes. Mi pañuelo estaba doblado sobre uno de los brazos, en el mismo lugar en el que yo lo había dejado un par de días atrás.
Lo cogí y me lo envolví alrededor del cuello, donde el moratón violeta palpitaba como un desagradable recuerdo. Había una estantería. Los libros, algunos de los cuales estaban desperdigados por el suelo, eran todos de Liza; los había sobre arte, diseño y alguno que otro de viajes. Liza se encontraba a mil kilómetros de allí. En algunos de los estantes descansaban objetos, curiosas estatuillas y piezas de cerámica. Un Buda metálico en miniatura, una botella verde con un tapón plateado. Liza solía traerlos de sus viajes. En la pared más alejada había un aparador bajo, con una minicadena encima y un portacedés metálico medio vacío. Los cedés también eran de Liza…
Todos menos uno. Atravesé la habitación y, con cuidado, usando los dedos como pinzas, cogí el de Hank Williams, que había traído yo la semana anterior. Abrí la caja; estaba vacía. Volví a cubrirme la mano con la manga, pulsé el botón del reproductor y la bandeja se abrió. Ahí estaba. Metí el dedo meñique en el agujero, lo saqué y lo devolví a la caja, que dejé encima de la cadena. Tenía que encontrar una bolsa de plástico.
En la pared de la izquierda había una mesa de pino que Liza utilizaba para trabajar. El correo que había recibido durante las semanas que llevaba ausente ya no estaba amontonado, sino desparramado por el tablero; algunos sobres habían caído en la alfombra. En la mesa había además un portátil plateado con la tapa cerrada y el cable de alimentación cuidadosamente enrollado encima, una divertida tortuguita de plástico verde para guardar los bolis y una caja metálica con clips y gomas elásticas. La silla que solía estar al lado había caído al suelo, junto con un jarrón con tulipanes rojos; el agua había empapado la moqueta, que había pasado del color de la cebada pálida a la tonalidad del pis.
Al lado estaba el cuerpo, tendido bocabajo sobre la alfombra, con los brazos despatarrados. Era este gesto el que hacía evidente que estaba muerto, más incluso que la mancha oscura que se extendía debajo de su cabeza; muy oscura, más negra que roja. Pensé en sus ojos abiertos que contemplaban la áspera alfombra, la amplia boca deformada contra la lana. Contemplé las manos abiertas, estiradas, como si quisieran coger algo.
Esas manos. La primera vez que las sentí sobre mi rostro, acariciando la piel de mi nuca, entre mi pelo, resultaron ser más suaves de lo que había esperado. Más amables. Me sentí casi como si él fuera un ciego que estuviera descubriendo mi cuerpo a través del tacto. Pasó los dedos por mi columna vertebral desnuda, como si tocara un instrumento musical; extrajo de mí unos sonidos graves desconocidos mientras presionaba las teclas de mis vértebras, proporcionándome un placer muy próximo al dolor.
No pude evitarlo. Me arrodillé a su lado, coloqué un dedo sobre su mano ligeramente torcida, aún caliente y suave al tacto, y lo dejé allí un momento. A pesar de todo, durante un tiempo había sido mío. Me había mirado como si yo fuera la mujer más hermosa del mundo, la más preciada para él, y yo le había consolado. Lo cual no está tan lejos del amor.
Volví a ponerme en pie y me desplacé por la estancia, comprobándolo todo sin estar muy segura de qué debía comprobar. Abrí el cajón del escritorio, me agaché y miré debajo del sofá, levanté el cojín de la butaca. Mi cartera azul de cuero marrón desgastado, la que llevaba cuando era estudiante y que había vuelto a utilizar ahora que había regresado a la escuela como profesora, tenía que estar ahí. Sabía que la había dejado en el brazo del sillón, con las correas desabrochadas.
Entré en la cocina, pisando las baldosas con cautela, primero el talón y luego la punta, para no hacer ruido. El desorden era el habitual: tazas y platos sin lavar, migas sobre la mesa, café derramado en los fogones, un paquete abierto de galletas… Permanecí allí de pie unos instantes. Algo estaba mal; algo no tenía sentido. Abrí los armarios y miré en el interior de cada uno. Luego tiré de los cajones e hice una mueca mientras chirriaban y tintineaban los cubiertos del interior. ¿Dónde estaba mi delantal, el que había traído cuando cociné para los dos unos días antes, porque por una vez llevaba un vestido que no quería manchar? ¿Dónde estaba mi libro de recetas favorito —el único que tenía—, con mi nombre escrito en la portadilla? «Para Bonnie, con amor, de mamá». Por un momento me quedé inmóvil, perpleja, mientras un dolor desagradable se extendía por mi pecho. El grifo goteaba levemente. En el exterior, oía pequeñas ráfagas de viento que agitaban el árbol del jardín trasero y, en la distancia, los coches que traqueteaban por la carretera principal; noté en los pies la vibración de un camión.
Entré de puntillas en el dormitorio. Las cortinas estaban descorridas y la cama, sin hacer. Casi podía distinguir la forma de su cuerpo, de nuestros cuerpos. La ropa por lavar estaba amontonada a un lado de la puerta. No vi mi camisa, la que él había desgarrado y lanzado a un lado, aunque sabía dónde había quedado tirada. Recordaba el modo en que él me había mirado en ese momento, una mirada que me hizo sentir deseos de cubrir mi desnudez. Tampoco vi mi vieja camiseta ni mis pantalones de franela, los que llevo de noche cuando refresca. Abrí los cajones de la cómoda uno por uno. Había algunas prendas de Liza, las que no había querido llevarse, y algunas de él, pero ninguna mía, y tampoco encontré la cartera azul. Me senté en la cama, cerré los ojos unos segundos y, en la oscuridad, me pareció sentirlo junto a mí. ¿Tendría que vivir siempre con eso o se desvanecería y desaparecería con el tiempo?
En el baño había un solo cepillo de dientes. Era mío. El suyo había desaparecido. Lo cogí. Mi desodorante no estaba, pero el suyo sí. Mi maquinilla de afeitar no estaba, pero sí la suya. Tampoco encontré mi pequeño tarro de loción corporal. Me miré en el pequeño espejo que había sobre el lavamanos. Ojos oscuros en una cara pálida y pequeña. Labios secos. El moratón floreciendo en mi cuello, medio escondido por la camisa.
Regresé a la sala de estar. Él parecía más grande que un momento antes, como si estuviera más muerto. ¿Cuánto tarda un cuerpo en enfriarse? ¿Cuánto tarda la sangre roja en volverse pegajosa? Si lo tocaba de nuevo, ¿estaría duro como un cadáver, no como un hombre? Por el rabillo del ojo me pareció ver que su mano se movía; tuve que mirar para convencerme de que era imposible.
Mi pie pisó algo; bajé la vista y me di cuenta de que se trataba de la invitación de boda. La recogí, la doblé por la mitad y luego por la mitad de nuevo y me la metí, junto con el cepillo de dientes que seguía sujetando, en el bolsillo de los tejanos.
—Salud. —Levanté mi copa de vino blanco y brindé con ellas—. Por las vacaciones.
—Recuerda que Liza y yo no estamos de vacaciones —señaló Danielle—. Sólo los profesores disfrutan de seis semanas enteras de fiesta.
—Sólo los profesores merecen seis semanas de fiesta. Bueno, pues entonces, por el verano.
Di un sorbo y me eché hacia atrás voluptuosamente. Aunque no faltaba mucho para que oscureciera, el aire era suave y cálido. Necesitaba el verano, levantarme tarde, los días calurosos y llenos de luz, alejarme de las clases de adolescentes que hacían chirriar y silbar los violines y las flautas, de la sala de profesores en la que ya no se nos permitía fumar y donde, a cambio, bebíamos demasiados cafés, de las tardes corrigiendo deberes e intentando poner en orden mi vida, papel a papel, factura a factura.
—¿Qué vas a hacer con todo ese tiempo?
—Dormir. Ver pelis. Comer chocolate. Ponerme en forma. Nadar. Ver a los amigos. Decorar por fin mi piso.
Unos meses atrás me había mudado de mi adorado piso de dos habitaciones a uno más pequeño, más oscuro y más deprimente en Camden Town, con una sola habitación, paredes finas, marcos de ventana descascarillados, una nevera que perdía agua y un radiador que resoplaba y sólo funcionaba cuando le daba la gana. Mi plan era reformarlo. Tenía la romántica idea de recoger bonitos muebles de los contenedores y empuñar un cepillo para obrar milagros con la cal, pero antes tenía que retirar capas de pintura y papel, arrancar la moqueta estampada e intentar convencer a algunos amigos cargados de trabajo para que echaran un vistazo a la instalación eléctrica y a la sospechosa mancha marrón que se extendía por el techo.
—Así que este año me quedo en casa —dije al tiempo que me volvía hacia Danielle—. Supongo que tú te marcharás después de la boda.
—Luna de miel en Italia —respondió, y esbozó una sonrisilla triunfante.
Sentí una punzada de irritación. Danielle parecía creer que su inminente matrimonio le proporcionaba un ascendente moral sobre Liza y yo. Las tres habíamos ido juntas a la universidad, habíamos sido unas más en medio del desorden y nos habían partido el corazón como a la gran mayoría de los estudiantes, pero ahora Danielle se comportaba como si se hubiera adelantado a nosotras en una carrera en la que ni siquiera sabíamos que participábamos, y nos miraba por encima del hombro con una mezcla de superioridad y lástima: Liza, la fiestera de voz ronca, y yo, la chica plana, profesora de colegio, con el pelo teñido y una ristra de relaciones desafortunadas a la espalda. Incluso empezaba a cambiar de aspecto. Su pelo rubio oscuro había sido escalado y peinado por manos expertas; llevaba las uñas pintadas de rosa nacarado, para que el solitario de diamante destacara aún más; vestía un ligero vestido veraniego y se la veía bonita y nada amenazadora, como si intentara rebajar su sexualidad para convertirse en una novia dulce y cándida. Casi esperaba que en cualquier momento me apretara la mano y me dijera que no me preocupase, que mi momento también llegaría.
—El 12 de septiembre, ¿no? —Liza se sirvió otra copa grande de vino y dio un trago, relamiéndose los labios con placer. Yo la miré con cariño: se le había desabrochado uno de los botones de su ceñida camisa y la mata de pelo caoba le caía desordenada sobre la cara sonrojada—. Tendremos que pensar en qué regalo de bodas te hacemos. Algo diferente.
—Sólo hay una cosa que quiera de vosotras —respondió Danielle al tiempo que se inclinaba hacia delante, de modo que pude distinguir las gotas de sudor encima del labio superior. Por un momento pensé que había preparado una lista de bodas y que yo me vería obligada a comprarle una tetera eléctrica o medio juego de té de plata—. Quiero que toquéis en la fiesta.
—¿Qué? —preguntamos Liza y yo a la vez, con el mismo tono de incredulidad y consternación.
—Me moría de ganas de pedíroslo. Significaría mucho para mí, de verdad. Y para Jed.
—¿Te refieres a tocar música? —pregunté, como si fuera estúpida.
—No he olvidado nunca la noche que tocasteis en la gala benéfica de la universidad. Fue precioso; me hizo llorar. Fue una de las noches más felices de mi vida.
—No de la mía —repliqué, lo cual era quedarse corto—. En cualquier caso, Danielle, no hemos tocado juntos desde… bueno, probablemente desde esa noche.
—Sin duda desde esa noche —confirmó Liza con un resoplido. Ella había sido la cantante y ya entonces, una década atrás, tenía la voz ronca de fumar. No me imaginaba cómo sería ahora: algo parecido a un grajo con ramillas en la boca—. No sé dónde habrá acabado la mitad de ellos.
—Y no quieres saberlo —añadí.
—Ray está en Australia.
—Podéis volver a reuniros —dijo Danielle—. Sólo por esta vez. Sería divertido. Nostálgico.
—No sé lo que es eso.
—¿Y por mí? —insistió mimosa. No parecía entender que no teníamos intención alguna de tocar en su boda—. Una sólo se casa una vez.
—Es imposible —replicó Liza alegremente, al tiempo que hacía gestos exuberantes con las manos—. Estoy en mi año sabático y voy a poner pies en polvorosa. Me voy cuatro semanas a Tailandia y Vietnam, y volveré un par de días antes de tu boda. Incluso aunque convenciéramos a los demás, cosa que dudo, no estaría aquí para ensayar, igual que la mayoría de ellos. Al fin y al cabo, estamos en verano.
—¡Oh! —exclamó Danielle. Daba la impresión de que iba a echarse a llorar al ver como se torcían sus felices planes. Pero de inmediato se animó de nuevo, apoyó su pequeña barbilla en la mano y se dirigió a mí—. Pero tú sí estás aquí, Bonnie. Todo el verano. Arreglando tu piso.
No sé cómo, pero accedí cuando en realidad quería decir no, no, no. Bajo ningún concepto. No sé cómo permití que alguien profanara mis seis maravillosas semanas de inactividad con intervalos de decoración. Pero fui una estúpida, y lo hice.
No sabía qué hacer a continuación y, aunque entendía que cada segundo podía ser precioso, que el tiempo se acababa, me limité a permanecer de pie en el salón, sin mirar hacia donde él estaba tendido, bocabajo en el charco de su propia sangre. Traté de pensar, pero había un vacío en mi cerebro allí donde deberían haber estado los pensamientos. En un momento dado coloqué la mano sobre el pomo, dispuesta a marcharme, a salir corriendo hacia la calle y respirar el aire de la noche, pero me detuve. Pasé la manga por el pomo para limpiarlo; froté la mancha al tiempo que imaginaba como desaparecían las espirales de mis huellas dactilares. No podía irme. Tenía cosas que hacer. Tareas. Tragué saliva y respiré tan hondo como pude. Era difícil. El aire se me atragantó en la tráquea y por un momento pensé que me ahogaba. Imaginé mi cuerpo cayendo, acabando en el suelo junto al de él mientras mis ojos contemplaban los mechones de pelo de la alfombra y mi mano descansaba sobre la suya.
Cogí una bolsa de plástico del armario de debajo del fregadero de la cocina y metí dentro mi CD, el cepillo de dientes y la invitación de boda. Empecé por el dormitorio, donde estaba la mayoría de sus cosas. Tenía que hacerlo bien. Sólo disponía de una oportunidad. Encontré su pasaporte en la mesilla de noche, junto con un paquete de condones, y metí ambas cosas en la bolsa. ¿Qué más? Entré en el baño y cogí su maquinilla, su desodorante y su neceser vacío. Su chaqueta estaba colgada en el respaldo de una silla del salón. Metí la mano en el bolsillo, donde encontré su cartera y la abrí. Había una tarjeta de crédito y una de débito, un permiso de conducir arrugado, un billete de veinte libras (que yo le había dejado), una pequeña fotografía de una mujer a la que no reconocí, una fotografía tamaño pasaporte de él. Sus ojos brillantes, su repentina sonrisa, sus manos sobre mi cuerpo. Incluso entonces, con su cuerpo muerto sobre el suelo, sentí un hormigueo en la piel al recordarlo. Dejé caer la cartera en la bolsa de plástico. ¿Qué más? Tenía tan pocas posesiones…
—A ti —le oí decir con tanta claridad como si estuviera a mi lado—. Te poseo a ti, Bonnie.
El bochorno y el frío me invadieron al mismo tiempo. Piel de gallina y sudor en la frente, como si me estuviera poniendo enferma. Me presioné las sienes con los dedos para detener los fuertes latidos.
Sonó el teléfono; no era el fijo, ni tampoco mi móvil, que había apagado. Así que eso era lo que se me había olvidado: su móvil. Sabía dónde estaría y el sonido ahogado del timbre lo confirmó. Esperé a que se detuviera y luego me obligué a regresar junto al cuerpo y me agaché a su lado. Con los ojos entrecerrados, metí la mano por debajo y tanteé en busca de la forma rectangular; metí los dedos en el bolsillo y saqué el móvil, aunque no lo metí en la bolsa. Lo apagué sin mirar quién había llamado y lo deslicé en mi bolsillo.
Mantener bajo control una clase de adolescentes es un poco como dirigir una orquesta, con la particularidad de que ésta la componen una especie de bestias salvajes y caníbales. Son como esos animales capaces de oler tu miedo; pueden verlo en tus ojos, notarlo en tu aliento entrecortado, en el latido acelerado de tu corazón. Y luego van por ti, pero no te matan enseguida. Son como un cocodrilo o un tiburón que te agarra y juega un rato contigo. Había profesores que llegaban con su titulación, llenos de confianza y poco propensos a ofenderse, pero al primer problema te los encontrabas llorando en el lavabo. Y cuando las cosas se salían de madre, sólo se podía hacer una cosa: ir a buscar a la señorita Hurst.
La señorita Hurst era Sonia, que se había convertido en mi mejor amiga en la escuela y quizá también fuera de ella. No hacía mucho que nos conocíamos, pero congeniamos desde que nos vimos en los lavabos de profesores el primer día del trimestre. Ella no tenía una naturaleza sociable ni extrovertida —algunos de los profesores la consideraban distante— y su sincera amistad era como un regalo que me hubiera concedido. Tenía el pelo largo y oscuro y era de constitución más corpulenta que yo, más alta e imponente, supongo, pero, por lo que había visto, su autoridad no provenía de su presencia física. Yo no la había visto en acción porque en mi clase los chicos no armaban follón; de hecho, no contaban con la posibilidad de hacerlo: gritar, cantar, bailar y moverse era precisamente lo que había que hacer en mis clases. El control que Sonia poseía no tenía mucho que ver con la disciplina y nada con las amenazas de castigo, aunque sus miradas de desprecio, que podían ser fulminantes, eran una especie de soplete para el ego. Era tan claramente competente. Enseñaba química y uno podía confiar en ella para mezclar dos elementos químicos sin volar la escuela, pero también dabas por hecho que sabría cómo reparar un coche, sacar una astilla o hacer el nudo de la corbata. Además, sabía cómo tratar con el más extraño de los organismos: una clase llena de adolescentes con las hormonas desatadas. Justo antes de finalizar el trimestre, había presentado su candidatura a subdirectora y, a pesar de su juventud, yo no albergaba ninguna duda de su éxito: si tenías a Sonia cerca, te sentías seguro.
Así que parecía natural que, ante la tesitura de avisar a alguien, la eligieras a ella. Antes tocaba el violín en la orquesta de la escuela, bastante mal por cierto, pero se le daba muy bien cantar. Tenía buen oído y el tipo adecuado de voz ronca. No era bonita en un sentido convencional, sino algo mejor. Tenía presencia: cuando estaba en la habitación, sentías deseos de mirarla, y si estaba en un grupo, deseabas complacerla. Sabía mantener la compostura, era segura sin mostrarse irritantemente arrogante e, igual que podía manejar una clase, también era capaz de cantar temas country en una boda.
La invité con una excusa falsa a mi piso, donde le serví tostaditas y vino blanco y le pedí consejo sobre el color de las paredes y sobre accesorios. Sus opiniones eran contundentes, por supuesto, mucho más que las mías. Como quien no quiere la cosa, le pregunté si iba a marcharse a algún sitio de vacaciones ese verano y me contestó que no, que no tenía dinero. Respiré hondo.
—No —dijo—. Ni de coña.
Yo le llené la copa.
—Pero te sientes tentada, ¿a que sí?
—Me parece una idea completamente ridícula.
—¿No te imaginas allí de pie delante de los músicos, como Nina Simone o Patsy Cline?
—¿Qué músicos?
«Sí —pensé—. Lo hará».
—Por el momento sólo yo —contesté—. Me refiero a los que están confirmados. —Y me sentí obligada a añadir—: Las dos primeras personas a las que les he preguntado lo rechazaron de pleno.
—¿Quién más había en el grupo? ¿Alguien que yo conozca?
—Amos, por supuesto. Fue entonces cuando nos conocimos.
—¿Amos? —¿Me lo estaba imaginando, o Sonia se había puesto roja? Aparté la mirada; no quería verlo, no quería confirmar la sospecha que llevaba alimentando varias semanas: que ella estaba interesada en él. ¿Por qué me ponía tan nerviosa? Al fin y al cabo los dos eran libres, así que no habría supuesto ninguna traición, nadie se habría comportado de forma poco honorable. Me desagradaba pensar que quería estar separada de Amos y, a la vez, que él siguiera deseándome. Cuando Sonia volvió a hablar, empleó un tono intencionadamente despreocupado—. ¿Él va a participar en esto?
Yo vacilé.
—No se lo he preguntado. Todavía.
—¿Y no será incómodo?
—¿Por qué tendría que serlo? Al fin y al cabo rompimos de forma cordial.
Sonia me sonrió; el momento de incomodidad había pasado.
—Las rupturas nunca son cordiales —contestó—. O son una catástrofe, o bien resultan amistosas para uno, pero no para el otro. Si son cordiales es sólo porque desde un principio ninguno de los dos estaba comprometido.
Bebí un sorbo, más de uno, de vino y noté como me escocían las encías. Cada vez que pensaba en Amos me despertaba un malestar en el pecho; no era dolor, sino el recuerdo del dolor, que se instala en tus huesos y se convierte en parte de ti.
—Bueno —dije en tono despreocupado—, hemos logrado seguir siendo amigos, más o menos, signifique eso lo que signifique sobre cómo fue nuestra relación.
Todas esas esperanzas y todos esos optimistas planes para el futuro que no habían estallado en forma de ruptura, sino que se habían desvanecido y muerto gradualmente, dejando tras de sí un desánimo, una decepción que se alargaba en ambos, en mí misma… Todos esos meses en los que ambos lo sabíamos, pero éramos incapaces de aceptar que el viaje que habíamos emprendido juntos iba perdiendo intensidad y que pronto llegaría el día en que nuestros caminos se separarían. En algunos aspectos habría preferido la catástrofe de la que hablaba Sonia antes que la oxidación y corrosión graduales que ambos habíamos experimentado con una sensación de pesar e impotencia.
—¿Quién fue el que rompió?
—Las cosas no fueron así.
—Alguien debió de decir las palabras.
—Probablemente fui yo. Pero sólo porque a él le faltaba valor.
—¿Se molestó mucho?
—No lo sé. Yo estaba… Pero tú ya lo sabes. De hecho fuiste testigo de algunas cosas.
—Sí —dijo Sonia—. Tristeza, noches bañadas en alcohol.
Nos sonreímos con pesar. Parecía que hubiera pasado mucho tiempo, lo bastante como para que ella se planteara ocupar mi lugar. Me recorrió un escalofrío.
—Tú me ayudaste a superarlo. Tú y Sally.
—Y el whisky.
Sonia siempre rechazaba el sentimentalismo.
—Y el whisky, es cierto. El whisky, la cerveza, el café, la música. Y hablando de música…
—¿Amos querrá tocar en un grupo contigo?
—No se lo he preguntado. No lo sé.
Sonia me dirigió una mirada intensa y luego asintió.
—Has esperado hasta la tercera copa de vino para preguntarme, ¿verdad?
—A la segunda, creo.
—Definitivamente ha sido la tercera —replicó Sonia al tiempo que daba un sorbo para confirmarlo—. Pero sólo me has oído cantar en el coro.
—Y en el karaoke, aquella noche el año pasado.
—¿Seguro que era yo?
—Una de las mejores versiones de I Will Survive que he oído nunca.
—Además, no conozco a nadie del público. ¿No importa si uno hace el ridículo enfrente de gente que no conoce?
—Sería como un árbol que se desploma en una selva.
Saqué mi móvil del bolso, lo encendí y marqué los tres primeros dígitos del número. Entonces cambié de opinión, volví a apagarlo y lo metí de nuevo en el bolso, como si fuera a quemarme los dedos. Había leído en algún artículo del periódico que los expertos pueden determinar no sólo a quién llamas con el móvil, sino desde dónde se ha realizado la llamada. A la gente la pillaban por cosas así, echaban por tierra sus coartadas.
No podía utilizar el fijo ni tampoco el móvil de él, que estaba metido en mi bolsillo. Por un instante pensé en dejarlo correr, llamar al 999 y llorarle a la voz impersonal que me respondiera. Los pensamientos silbaban en mi cabeza y traté de separarlos, para concentrarme en cada uno por separado. Cogí las llaves del cuenco y las revisé para asegurarme de que la del piso estaba entre ellas. Entonces, cubriéndome otra vez la mano con la manga, descorrí el pestillo de la puerta y la abrí; dirigí un último vistazo al cuerpo antes de salir al descansillo y cerrar la puerta tras de mí. Un agónico clic sonó mientras tiraba para cerrarla. ¿Y si alguien me veía? Sabía que la familia que vivía al lado estaba de vacaciones, porque habíamos estado regando sus plantas; mejor dicho, las había regado yo. El joven que vivía en el piso de arriba estaba por ahí, aunque por lo general pasaba el día fuera y no llegaba hasta tarde; además, era viernes y comenzaba el fin de semana. Pero a lo mejor se encontraba mal y estaba tendido en la cama justo encima de mí. O quizá en ese momento se dirigía a su casa. Podría estar doblando por Kentish Town Road en ese preciso instante, recorriendo la curva del callejón con la mano ya en el bolsillo para buscar las llaves. Tal vez me lo encontrara al abrir la puerta principal. Era incapaz de moverme. Me quedé de pie en el rellano, aguzando el oído en busca de cualquier sonido. Respiré hondo y avancé con determinación hacia la entrada, intentando no echar a correr.
Ahora estaba en la calle sin iluminar y allí no había nadie. Aunque el dolor de las costillas me recorría el cuerpo, empecé a correr y pasé junto al pequeño garaje de enfrente, que estaba cerrado; el cartel de la ITV y de reparaciones de chapa ondeaba ociosamente al viento. Giré en la curva; seguía todo oscuro y vacío, y al final llegué a la calle principal, al bendito alivio de camiones y coches y motos que pasaban atronando, gente a la que no conocía por la acera, sola o en grupos que se reían, caminando sin prisas porque era verano y el aire nocturno era suave y cálido. No sabía adónde dirigirme para buscar una cabina, porque nunca antes me había hecho falta una. A lo mejor estarían todas cegadas con tablones y fuera de servicio, con el auricular muerto colgando del cable. Giré a la izquierda, pasé por debajo del puente del tren y avancé a grandes zancadas hasta que vi una cabina roja. Dentro olía a meado. Había grafitis en el cristal y un solitario adhesivo que anunciaba los servicios de Mischa, especializada en masajes. Necesitaba suelto y revolví el bolso con dedos torpes en busca de una moneda. Marqué el número. Que esté en casa. Que esté en casa… Estaba.
—¿Bonnie? ¿Estás bien?
—Necesito que me ayudes. Ahora mismo. Es algo gordo.
—Cuéntamelo.
El hecho de oír su voz me tranquilizó.
—Por teléfono no puedo. Tienes que venir.
No me hizo ninguna pregunta innecesaria; se limitó a decir:
—De acuerdo. ¿Estás en casa?
Pensé en pedirle que fuera a casa de Liza, pero entonces recordé que no sabría dónde estaba. Además, me di cuenta de que sería mejor que la llevara allí, en lugar de hacerla aparecer como una persona normal. Así que quedamos en la cabina y ella me dijo que vendría enseguida. No estaba muy lejos.
Me quedé al lado y me dediqué a mirar a la gente, los árboles desnudos, las farolas naranjas, la mancha color carbón del horizonte. Todo parecía irreal, como si estuviera contemplando una foto ligeramente borrosa. Encendí el móvil para comprobar la hora y luego volví a apagarlo. Anduve arriba y abajo, veinte pasos hacia un lado y veinte hacia el otro. No quería que llegara y no me encontrara, pese a que sabía que tardaría por lo menos diez minutos, aunque hubiera salido corriendo de casa justo después de colgar. Llevaba varios años sin fumar, pero me metí en la tienda veinticuatro horas de la esquina y me compré un paquete de Silk Cut y una caja de cerillas. Me encendí un cigarrillo, aspiré hondo, sentí que el mareo y las náuseas me invadían y expulsé el humo. Al menos me proporcionaba algo que hacer mientras esperaba.
Me preguntaba si estaba mal haberle pedido ayuda, pedir ayuda a alguien. En realidad no me lo preguntaba. Por supuesto que estaba mal. Todo estaba mal. Pero ¿qué alternativa tenía? Y ¿a quién más podía pedírsela? ¿En quién más podía confiar para que me dijera qué hacer? Me fumé un segundo cigarrillo, esta vez con más éxito, y pisé la colilla con el tacón durante un rato innecesariamente largo.
Al final llegó, con una chaqueta de punto gris y la melena recogida hacia atrás.
—Gracias a Dios —dije.
Sonia me cogió del brazo.
—Estás temblando. ¿Qué ha ocurrido?
—Tienes que venir conmigo.
Mientras la guiaba por el callejón ninguna de las dos dijo nada. Ella caminaba más lenta que yo y tuve que detenerme para meterle prisa. Seguía esperando a que apareciera alguien, aunque el piso de Liza se hallaba al final de la calle, justo enfrente de la vía del tren, y la gente casi nunca bajaba hasta allí. En ocasiones había un grupo de adolescentes que tramaban algo alejados de la calle principal, pero ahora no había nadie. Abrí con llave la puerta de la calle, pero al llegar a la del piso me detuve.
—¿Bonnie?
—No sabía a quién acudir —dije—. Por favor, no hagas ni un ruido.
Abrí la puerta y Sonia y yo entramos. Luego la cerré detrás de nosotras y pasé el pestillo.
De algún modo, Sonia se las apañó para mantenerse en silencio. Ni siquiera la oí tomar aire. Se limitó a quedarse allí de pie, con el cuerpo espatarrado frente a ella, y lo miró. Los brazos le colgaban sin fuerza a ambos lados del cuerpo, la barbilla le sobresalía levemente y tenía los pies plantados en el suelo y un poco separados, como si tuviera miedo de perder el equilibrio, y la cara inexpresiva. Era como si alguien le hubiera pasado un paño húmedo y hubiera borrado todo rastro de emoción y pensamiento. Yo tampoco hablé ni me moví. Esperé. Todo lo que oía era el sonido de mi respiración.
Al final cambió ligeramente de posición y habló en un susurro:
—Es…
—Sí.
—Está muerto.
—Sí.
Recorrió la habitación con la mirada, como si esperase que hubiera alguien más allí de pie. Pude ver cómo asimilaba cada objeto por separado: la guitarra partida, el jarrón en el suelo y el ramo de tulipanes, la silla caída de lado. Su mirada regresó al cuerpo. Aún no me había mirado; sus ojos se dirigían a todas partes menos a mí.
—No lo entiendo.
—Lo siento mucho.
—¿Lo sientes?
—Haberte llamado a ti.
Por fin se volvió hacia mí y parpadeó. Su mirada pasó de mi rostro al moratón del cuello.
—¿Estabais…?
—¿Liados? —terminé—. Más o menos.
Soltó un largo y profundo suspiro, como si hubiera estado conteniendo la respiración desde que había cruzado el umbral.
—¿Por qué estoy aquí? —preguntó con un suave gemido.
—No sé, Bonnie.
—¿Eso quiere decir que a lo mejor lo harás?
—Ya no toco casi nunca la guitarra.
—¿Qué importa eso?
—¿Vas a decirme que es como montar en bicicleta?
—¿Eso te convencería?
Neal me dedicó una sonrisa, con la que se pareció más al hombre que yo recordaba de la universidad. Llevábamos casi diez años sin vernos e incluso entonces tampoco lo conocía mucho. Era amigo de Andy y le habíamos reclutado para que tocara el bajo de una forma razonablemente competente. De hecho, así era como solía yo pensar en él, como alguien competente, práctico. Tenía el pelo más oscuro de lo que había pensado, pero no largo, como cuando le caía por los hombros. Había engordado; ya no era el chico esmirriado que gustaba a todos los del grupo porque siempre estaba dispuesto a ayudar, a reparar las cosas que se rompían y transportar lo que fuera necesario. Liza se había encaprichado un poco de él en aquella época; tal vez incluso hubiera hecho alguna tentativa en plena borrachera. Pero al final todo había quedado en nada y, después de la universidad, Neal había desaparecido de nuestras vidas. Desde entonces no había vuelto a pensar en él.
Estábamos sentados en el pequeño jardín de su casita en Stoke Newington. Tras encontrar su número en el listín telefónico y llamarle, le había dicho que podíamos encontrarnos a la salida de su oficina, pero por lo visto trabajaba en casa, vendiendo cobertizos a gente que no quería mudarse pero necesitaba más espacio. Uno de ellos estaba frente a mí, al fondo de su jardín. Lo había levantado él mismo y por lo visto lo utilizaba como despacho y como muestra para que los clientes interesados vieran lo que podían obtener con su dinero. En realidad se trataba sólo de una habitación extra o una versión ampliada de una casa de juguete para niños, con un tejado inclinado, dos ventanas, una puerta y suficiente espacio en el interior para un sofá, un escritorio y una estantería.
La mañana estaba avanzada y ambos bebíamos café bajo la cálida luz del sol. Las clemátides trepaban por uno de los muros y los parterres estaban a rebosar de plantas. Una abeja zumbaba por encima de mi cabeza. Di un sorbo al café, me eché hacia atrás en la silla y suspiré.
—Qué bien se está aquí —dije—. No me extraña que trabajes desde casa.
—No siempre es así.
—Yo tengo un piso que es más o menos tan grande como tu cobertizo, pero ni la mitad de bonito. A lo mejor debería agenciarme uno para vivir en él.
Él se rió y vi una leve cicatriz en el rabillo de su ojo izquierdo. Tenía las cejas gruesas y oscuras. Me descubrí preguntándome si vivía con alguien en su pequeña casa, alguien que le ayudara a regar las flores y hacer las cuentas.
—De acuerdo —aceptó Neal.
—¿Cómo?
—Lo haré.
—¿Sí?
—Este año no me marcho hasta septiembre. Servirá para animarme el verano.
Ambos nos miramos con una sonrisa.
Las dos hablábamos en susurros roncos y frenéticos.
—No sabía qué hacer.
—Oh, mierda.
—Te llamé porque confío en ti.
—¿Para qué?
Los ojos de Sonia se dirigieron de nuevo hacia el cuerpo, apartándose de mí. Luego volvió a mirarme y a apartar la vista, como si no fuera capaz de mantener los ojos sobre mí. Me di cuenta de que apretaba y aflojaba los puños.
—No lo sé. No se me ha ocurrido otra cosa. Sonia, necesito ayuda. No puedo… —Me interrumpí y tragué saliva—. Oh, Dios, Dios. Necesitaba que hubiera alguien más.
Hablaba farfullando y no estaba segura de que Sonia me hubiese entendido.
Ella seguía sin mirarme a los ojos. Su cara mostraba una especie de mueca amarga, con la boca levemente abierta, y se frotaba la frente con el dorso de la mano.
—Antes de que digas nada más, Bonnie, voy a decir esto sólo una vez. Deberías llamar a la policía. Lo que sea que haya pasado aquí…
—No lo entiendes.
—Coño, claro que no. Vaya si no.
Sonia dice palabrotas en muy raras ocasiones. Incluso entonces sonó raro, como si un desconocido hablara a través de ella.
—No puedo explicarlo —añadí.
Intentaba concentrarme en su cara, pero la veía borrosa, como si estuviera muy cansada o borracha.
—Esto es una pesadilla. Jesús.
—Lo sé.
—¿Por qué estoy aquí?
—No sabía qué hacer —insistí, sintiéndome mal—. Y no podía estar sola con… —Ambas miramos hacia el cuerpo y luego apartamos la vista—. Con él.
Sonia se llevó la mano a la boca como si quisiera evitar emitir algún sonido y murmuró algo entre dientes. Tenía la cara pálida y distinguí unas gotas de sudor en su frente.
—¿Erais amantes?
—¿Qué? —Ni siquiera ahora era capaz de decirlo.
—He dicho: «¿Erais amantes?».
La sangre me latía en la cabeza. Noté cómo me acaloraba y me ponía roja; sentía tanta vergüenza que me dio la sensación de que me abrasaría en ella.
—Nada de eso importa ya.
—¡Eres imbécil, imbécil, imbécil! ¡Oh, Bonnie! ¿Por qué?
Hizo un gesto hacia el cuerpo sin mirarlo.
—No hay nada que pueda decir.
—Esto es tan, tan… —Su voz se desvaneció y volvió a cubrirse la boca con la mano, como si quisiera evitar decir algo que no deseaba—. Estamos aquí hablando tranquilamente —añadió—, y mientras tanto… esto.
Hizo un gesto con la mano y su cara se crispó por un momento.
—Lo sé. Lo sé. —Mis palabras parecieron llenar la habitación. Me di cuenta de que estaba gritando y reduje mi voz a un susurro—. Lo sé.
—¿Sabes qué? ¿Qué es lo que sabes?
Me cogió el brazo y me apretó la carne hasta hacerme daño.
—No lo hagas.
—¿Por qué me has enseñado esto? ¿Qué estás haciendo?
—No sabía…
—¡No vuelvas a decir que no sabías qué hacer!
—Lo siento.
—Está muerto. Muerto. Y él y tú… Por Dios, Bonnie, ¿qué has hecho?
—No lo sé.
—¿Qué te hace pensar que no me limitaré a llamar a la policía?
Me encogí de hombros. De pronto me sobrecogió un cansancio tan intenso que casi me tendí debajo de su masa gris y cerré los ojos.
—Podrías hacerlo —respondí—, y sé que tienes razón. Es probable que sea la única cosa lógica que puede hacerse.
Por fin Sonia me miró de frente, con una mirada intensa, casi salvaje. Tenía las mejillas sonrosadas y los ojos brillantes. Parecía casi irreal.
—Tengo que pensar —dijo.
—No debería haberte llamado. Ha sido una mala idea. Todo está mal. Oh, Dios, todo está muy mal. ¿Cómo ha podido terminar todo así?
—No digas nada más.
De pronto sentí que no era capaz de seguir manteniéndome en pie. Me senté en el suelo, de espaldas al cuerpo, me abracé las piernas y hundí la cabeza en las rodillas, presionándome las cuencas de los ojos. Traté de hacerme tan pequeña como pude. Así doblada, podía oír el latido de mi corazón. Esperé. Me vibraba el cuello, me latían las costillas y, a mi alrededor, la habitación también parecía vibrar. Por fin, levanté la cabeza sobre el tembloroso tallo de mi cuello. Sonia se acercó a la ventana y se quedó de pie junto a la diminuta rendija de luz que se colaba por las cortinas, mientras miraba hacia el pequeño y degradado callejón. Tenía el ceño fruncido y los ojos entrecerrados, como si estuviera muy concentrada: se mordía el labio inferior y yo podía ver como su pecho se alzaba y se relajaba al respirar. Al final se dio la vuelta y bajó la vista hacia el cuerpo. Algo en su aspecto parecía haber cambiado. Estaba más erguida y, al hablar, su voz sonó más clara. Era como si se hubiera levantado la niebla.
—Vale —dijo, como si hubiera tomado una difícil decisión—. Has acudido a mí en busca de ayuda.
—Sí —susurré yo desde el suelo.
—¿Y no vas a llamar a la policía?
—No puedo.
—Dices que confías en mí. Vamos a empezar a partir de ahí. De la confianza. —Hablaba poco a poco y con claridad, pronunciando las palabras con exagerada precisión, como si estuviera hablándole a un niño o a un extranjero con nociones básicas de inglés, pero yo sabía que en realidad hablaba consigo misma, intentando poner en orden el revoltijo de sus pensamientos—. Yo también confío en ti; eres mi amiga. No voy a preguntarte qué ha ocurrido aquí, aunque parece obvio. Si quieres hablarme de ello, guárdatelo para luego.
Yo asentí. Nunca, jamás querría contárselo a nadie.
—Tengo la desagradable sensación de que me voy a arrepentir de esto, pero no iré a la policía. Eso lo primero.
—Gracias.
—No haré nada que tú no quieras, pero lo que no entiendo es qué se supone que debo hacer. ¿Bonnie?
—Es… No sé cómo decirlo.
—Seguro que no querías que viniera sólo a darte un abrazo, ¿no?
—No.
—¿Por qué no te has largado sin más?
—Pensaba… —Me interrumpí.
La verdad era que no podía recordar lo que había pensado.
—Bonnie —dijo Sonia con un tono de voz brusco, para que le prestara atención—. ¿Por qué estoy aquí? ¿Qué quieres que haga?
Era mi turno para hacer una larga pausa.
—Te he dicho que te había llamado porque no sabía qué hacer y creía que de algún modo tú podrías orientarme. Pero eso no es del todo cierto. Sí sé lo que hacer o, al menos, sé una cosa que podría hacer. Sentía que eras la única persona a la que podía acudir, pero creo que al hacerlo te he puesto en una situación terrible. Así que quiero dejar esto claro: sólo tienes que decirlo y podrás irte de aquí; esperaré hasta que estés lejos y a salvo y llamaré a la policía. Tendré que hacerlo, porque necesito a alguien para llevar a cabo lo que había pensado. No puedo hacerlo sola.
Sonia miró al cuerpo tendido tras de mí y esta vez no apartó la vista. Era como alguien que mirara hacia un precipicio desde el borde, incapaz de sustraerse del horror.
—Entonces ¿qué quieres de mí?
—Quiero… —Respiré hondo y luego las palabras me salieron del tirón, aunque sonaban más absurdas e imposibles de lo que había imaginado—. Necesito que me ayudes a deshacerme del cuerpo.
Sonia ahogó un grito y dio un paso hacia atrás, hasta quedar casi pegada a la puerta.
—¿Deshacerte del cuerpo? —repitió, bajando la voz. Me di cuenta de que había dicho «del cuerpo» y no «de él», como si tratara de olvidar que se trataba de un hombre al que había conocido, con el que no hacía mucho había hablado, discutido y reído—. ¿Hablas en serio?
—Si nos deshacemos de él, a lo mejor nadie investigará. Al menos durante una buena temporada.
—¿Lo dices en serio? ¿Crees que tú y yo…? No, Bonnie. No. No sabes lo que estás diciendo.
—No podía hacerlo sola —respondí—. Intenté encontrar la forma, pero no he sido capaz.
—Esto es una locura. Mírale. Es muy grande. No podemos… Quiero decir que, ¿cómo vamos a hacerlo? —Soltó una risita aguda que se interrumpió de forma tan brusca como había empezado, aunque el sonido discordante pareció seguir resonando en la habitación—. Has visto demasiadas películas.
—Es lo único que se me ocurre.
—Es una locura… y sería horrible. Me pongo enferma sólo de imaginarlo. ¿Te has permitido pensar cómo sería? Está muerto. No tardará en ponerse rígido o algo así.
—¡Oh, no! No hagas eso.
—¿Qué? ¿Que no hable de ello? Si ni siquiera te atreves a hablar de ello, ¿cómo vas a hacerlo siquiera? Eso es lo que ocurre, ¿verdad? Todo empieza a cambiar.
—Oh, Dios.
—Ni siquiera quieres tocarlo. Los muertos no son como los vivos.
—Tengo que hacerlo, Sonia.
—No te olvides de que es un crimen. A lo mejor eso no significa mucho para ti, pero para mí… —Se interrumpió y tragó saliva—. Encubrirlo, obstaculizar la investigación. Podrían encerrarnos durante mucho, mucho tiempo. A mí, quiero decir. ¿Has pensado en eso?
Se quedó de pie frente a mí, con expresión indignada, y yo volví a hundir la cabeza entre las rodillas.
—Tienes razón, y esto ha sido imperdonable —murmuré—. Márchate enseguida, y siento mucho haberte llamado. Lo digo de verdad. Vete.
—Levántate, Bonnie.
—¿Qué?
—Levántate. No puedo hablar contigo mientras estás agazapada sobre el suelo.
Me puse en pie tambaleándome. La habitación parecía dar vueltas a mi alrededor.
—Me siento como si estuviera borracha —dije—. O como si tuviera la gripe.
—¿De verdad pensabas que podríamos deshacernos de él así como así?
—No —respondí—. Tienes razón y deberías irte.
—¿Cómo? Quiero decir que ¿cómo demonios podríamos sacar su cuerpo del piso sin que nos vieran? Y luego ¿qué?
—No lo sé.
—¿Cuándo vuelve Liza?
—En septiembre. Pero no podemos dejar el cuerpo aquí para que ella lo encuentre.
Por un breve instante me permití pensar en la descomposición, en su cuerpo empapando la alfombra mientras se iba reduciendo a nada. El estómago me dio un vuelco y solté un gemido.
—¿Entonces?
—No lo sé —dije—. Sólo he pensado en deshacerme de él. Lograr que desaparezca.
—Sí, eso —dijo Sonia en tono grave mientras volvía a abrir la boca; casi parecía que estuviera riendo, pero no era así.
—Por eso necesitaba a alguien. A ti. Te necesitaba a ti.
—¿Has pensado en cómo ibas (íbamos) a hacerlo?
—Pensé que podíamos dejarlo en algún sitio donde nadie lo encontrara jamás.
—Brillante. ¿Como dónde?
—En lo más profundo de un bosque, donde no vaya nunca nadie.
—Por el amor de Dios, Bonnie, estamos en Inglaterra —replicó Sonia—. No hay bosques frondosos a los que no vaya nadie. Y si lo hubiera, ¿cómo llegarías, cómo llegaríamos allí? Ten por seguro que, lo dejes donde lo dejes, alguien que salga a pasear al perro lo encontrará. Cuando lees en los periódicos que alguien ha encontrado un cuerpo, eso es lo que ocurre. Un hombre paseando a su perro.
—¿No podríamos enterrarlo?
—¿Dónde? Está el problema de encontrar un lugar para depositar el cuerpo sin ser vistas y, cuando lo encuentras, tienes que cavar un agujero enorme, lo bastante profundo como para que los carroñeros no lo desentierren. Las tumbas están a dos metros bajo tierra por alguna razón. Y lo hagas donde lo hagas, se nota durante mucho tiempo. No se trata sólo de ir a Hampstead Heath después de medianoche.
—¿Y quemarlo? —pregunté, un poco al azar.
—No es un periódico viejo. —Hizo una mueca de asco—. Es difícil quemar un cuerpo humano.
—En los crematorios lo hacen.
—Sí —dijo Sonia—. Con hornos industriales que alcanzan los quinientos grados. E incluso así, no todo se destruye. No es algo que puedas hacer en el jardín trasero de casa.
Me vino a la memoria un recuerdo terrible de mi infancia, cuando quemamos mi conejillo de Indias, y el olor que había llenado el jardín. Me cubrí la cara con las manos, mareada.
—Entonces ¿qué? —pregunté—. ¿Qué podemos hacer? No podemos esconderlo, ni enterrarlo ni quemarlo. No vas a sugerir que lo despedacemos, ¿verdad? No puedo, Sonia. Preferiría morirme antes que hacer eso.
De hecho, en ese momento la idea de morirme resultaba atractiva; cerrar los ojos y no tener que enfrentarme a aquello.
—No, no iba a hacerlo —respondió Sonia—. He diseccionado animales antes y no tengo ninguna intención de hacer lo mismo.
—Pero la gente también se pierde —señalé—. Hay cuerpos que no se encuentran nunca.
—No muy a menudo, excepto en las películas. A menos que seas de la mafia y puedas enterrar un cuerpo con cemento y construir una autopista encima. No es algo que resulte sencillo.
La cabeza no me funcionaba bien. Todo parecía enfocarse y desenfocarse. El cuerpo, tendido en el suelo, ocupaba todo mi campo de visión. Allí donde mirara lo veía.
—Tienes razón —convine—. No puedo hacer esto. No sé cómo se me ha ocurrido que sería capaz. Oh, Dios. Larguémonos de aquí tan rápido como sea posible.
La agarré del brazo como si quisiera arrastrarla fuera de la habitación.
Sonia me apartó.
—Espera —dijo.
—Vámonos —insistí yo—. Será como si nunca hubiera estado aquí.
Se volvió hacia mí con una expresión tranquila en el rostro, casi tierna. Me di cuenta de que se estaba haciendo cargo de la situación y de que yo la dejaba hacer… Al fin y al cabo, ¿no era por eso que había acudido a ella? ¿Para que alguien arreglara aquel espantoso lío?
—No podemos enterrarlo —dijo—. No podemos quemarlo ni lanzarlo en cualquier parte. ¿Qué queda?
—El agua. ¿No se hunde a la gente en el mar? Sale en las pelis de guerra. Los envuelven en una vela y les ponen lastre.
—Tienes un barco, ¿verdad?
—No.
—¿Conoces a alguien que lo tenga?
Lo pensé un momento.
—Es probable —contesté—. Algún amigo de un amigo. Aunque no creo que ninguno me lo dejara para que saliera a navegar. Además, no sé mucho de puertos deportivos, pero me imagino que estarán bastante llenos de gente.
—No tiene por qué ser en el mar.
—Entonces ¿dónde?
—No lo sé.
—Eso no sirve.
—Todavía no lo sé. Hasta ahora es la mejor idea. Agua. Un lago, un embalse o un río. Antes tenemos que poner las cosas en orden. —Se dirigió al cuerpo y lo miró casi desapasionadamente—. ¿Por qué resulta tan distinto de alguien que sólo duerme?
Yo lo había visto dormido y lo había visto muerto, y estaba tratando de no pensar en la diferencia.
—Hay sangre por toda la alfombra —señaló Sonia—, así que no creo que tengamos que limpiar mucho.
Pareció tomar una decisión y salió de la estancia. Oí como se abrían y cerraban las puertas de los armarios de la cocina. Al volver, llevaba puestos unos guantes rosas para lavar los platos. Me lanzó un paquete y yo lo cogí; era otro par de guantes, éstos amarillos.
Abrí el envoltorio y me los puse. Sonia cogió una figurilla de encima de la mesa y la contempló. Estaba hecha de un metal gris pálido, con un diseño vagamente abstracto de una figura más grande y otra más pequeña unidas. Debía de simbolizar algo como la amistad o la paternidad.
—Al coger esto y moverlo —dijo Sonia—, estoy interfiriendo en la escena de un crimen. No sé cuáles serían los cargos exactos: obstaculizar una investigación, conspiración para distorsionar el curso de la justicia, algo así. Si se descubre, iremos a la cárcel durante años, lo perderemos todo. ¿Estás preparada para ello?
—¿Y tú? Soy yo la que te he metido en esto.
Sonia cruzó la habitación y puso la figura en un estante, como si fuera una meticulosa ama de casa.
—¿Lo dices de verdad?
—No te emociones demasiado, Joakim —dije con sequedad—. No te vas a hacer rico y famoso.
—Una banda profesional.
—Yo no diría tanto.
—Por fin un concierto en condiciones, no un baile de instituto de segunda categoría lleno de niñas de catorce años con demasiado maquillaje. —Su voz sonaba tan desdeñosa como sólo podía hacerlo la de alguien que acabara de cumplir los dieciocho.
—Sólo es una boda. Ni siquiera sé cuántos invitados habrá. Y no es tu tipo de música, Joakim; más bien country y bluegrass.
—Me encanta el country —replicó—. Es auténtico. Lucinda Williams. Steve Earle. Teddy Thompson. ¿Quién más hay en el grupo?
—Hasta ahora, tú al violín, un hombre llamado Neal Fenton que estuvo un tiempo en la banda original (es el bajista) y Sonia Hurst como cantante. Bueno, a ella ya la conoces.
—¿Sonia Hurst?
—Sí.
—¿La profesora de química?
—Exacto.
—¿Cantando en tu grupo?
—Sí.
—Qué raro —dijo Joakim—. Yo tocando con la señorita Hurst y la señorita Graham.
—Ahora ya no estás en la escuela. Puedes llamarnos Bonnie y Sonia.
—¿Qué tocarás tú? ¿El piano?
—Probablemente sólo rellenaré los huecos. Depende de a quién más consigamos.
Hasta junio, cuando sacó un sobresaliente en música, Joakim había sido alumno mío. Lo había conocido cuando tenía quince años; era pequeño para su edad, con el pelo cortado al rape y la postura agresiva de alguien que quiere ser más mayor, más alto y más guay. En el verano entre la secundaria y el bachillerato había crecido quince centímetros y apareció pálido, con aspecto malnutrido y desgarbado, unas raquíticas matas de pelo en la barba y granos en la frente. Pero al cabo de seis meses ganó peso y se dejó largo el pelo rubio oscuro, comenzó a fumar tabaco de liar y a llevar tejanos negros. De pronto era ya un chico joven, lánguido e intencionadamente apático, que ocultaba su intensidad natural bajo unos modales despreocupados; su estilo era una mezcla de romanticismo y hastío. Yo había presenciado sus sucesivas encarnaciones y me resultaba fácil distinguir al joven Joakim, ansioso por integrarse, tan gallito e inseguro. También había sido testigo de su evolución como músico. Me parecía, tal vez porque así era para mí, que cuando tocaba era cuando menos consciente de sí y más a gusto consigo mismo se sentía. Yo paso mucho tiempo en medio de una cacofonía de sonidos, dando pitidos, soplidos y golpecitos, pero Joakim sabía tocar de verdad; la flauta, bien; la guitarra eléctrica, con intensidad; el violín, con una entonación y un sentimiento excepcionales.
Fue eso lo que me llevó a pedirle que se uniera al grupo, eso y que sabía que aquel verano no tenía nada que hacer: sólo le quedaba esperar al resultado de los exámenes y a que empezara la siguiente etapa de su vida, haciendo ver que no le importaba mientras se mordía las uñas. Supongo que me enternecía, y quería que estuviera bien.
Aún quedaban semanas para la boda, era un bonito día de verano y yo estaba de vacaciones. Sabía que tenía que empezar a ocuparme de mi piso, que, incluso en un día como aquél, se veía oscuro, casi subterráneo, pero no sería ese día. En lugar de eso, llamé a Sally y le pregunté si le apetecía ir de picnic.
—Sería absolutamente fantástico —contestó ella con un fervor que me pilló por sorpresa—. Lola me está volviendo loca.
Sally era mi más vieja amiga. Nos conocíamos desde que teníamos siete años y a veces me sorprendía que hubiéramos conseguido mantener el contacto a lo largo de tanto tiempo. Éramos casi como hermanas. Nos peleábamos y discutíamos, a veces dábamos por hecho que la otra iba a estar ahí y muy de vez en cuando acumulábamos resentimiento mutuo (yo, porque ella estuviera tan asentada; ella, porque yo fuera tan libre), pero el vínculo que nos unía era inextricable. Lola era su hija de dieciocho meses, una niña diminuta, rellenita y tremenda, con hoyuelos en las rodillas, el pelo como algodón de azúcar pegajoso, la voz como un taladro eléctrico y una voluntad de acero que a menudo reducía a su madre a lágrimas de impotencia y frustración. Me había dado cuenta de que Sally ya no decía que Richard y ella querían cuatro hijos en rápida sucesión.
—Trae a Lola y algo de pan para los patos. Yo compraré todo lo demás. Podemos encontrarnos en Regent’s Park.
Nos sentamos en la hierba, que estaba ya seca, y comimos rollitos de queso mientras Lola corría a nuestro alrededor, tropezaba, gritaba a voz en grito en tono poco convincente, con la boca tan abierta que parecía ocuparle toda la cara, y perseguía a una ardilla al tiempo que la conminaba a pararse y comerse su pan. Al final cayó en el regazo de Sally y se quedó dormida con el pulgar metido en la boca y los otros cuatros dedos extendidos sobre su cara manchada. Sally soltó un suspiro de alivio y se tendió a su vez en la hierba con Lola encima.
—Sólo ha pasado una hora y ya estoy agotada —dije yo—. No sé cómo te las arreglas.
—«Arreglar» no es la palabra adecuada —replicó ella—. Suena a limpieza y organización. Mírame: ¿tengo aspecto limpio y organizado?
—Tienes un aspecto estupendo.
—Estoy cansada, de los nervios, gorda, necesito un corte de pelo, depilarme las cejas y pintarme las uñas.
—Lees demasiadas revistas de moda —señalé—. Ésas que te dicen que tres días después de dar a luz tienes que usar una talla treinta y seis.
—¿Sabes?, en uno de los libros que leí antes de tener a Lola había un capítulo en el que te explicaban qué llevarte al hospital: cosas como un flotador de plástico por si te ponen puntos o una botella con espray para que tu pareja te salpique la cara con agua durante el parto, aunque si Richard me hubiera hecho eso le habría dado un puñetazo. Y uno de los artículos imprescindibles era tu bolsa de maquillaje, para que tuvieras un aspecto fresco y atractivo para tu marido.
—Eso es espantoso.
—No, lo espantoso es que lo hice. Me llevé el maquillaje e incluso me puse una maldita mascarilla antes de que vinieran las visitas. ¿Te lo imaginas? Acabas de traer al mundo a una nueva vida, un milagro, y tienes que preocuparte de tu aspecto. Aunque tú no lo harías.
—Sólo porque tampoco suelo llevar maquillaje.
—Ahí lo tienes.
—¿Dónde?
—La verdad, no lo sé.
Bostezó y pude ver toda su garganta rosa. Parecía un gato, un gato grande, cansado y un poco desharrapado.
—Deberíamos ir a pasar un fin de semana por ahí —sugerí.
—Genial. Pero ¿qué haría con Lola?
—Nos la llevamos.
—No, no nos la llevamos. Si nos vamos por ahí, quiero beber y quiero dormir. Dos cosas que no puedo permitirme cuando ella está cerca.
—Entonces déjala con Richard.
Sally resopló.
—Muy bueno. Anda, cuéntame algo del mundo exterior.
—Estoy reuniendo una banda.
—¿Qué?
Dio un respingo y Lola se movió en su regazo.
—Espera, tampoco es como si nunca hubiera tocado un instrumento.
—¿Y cómo es que yo no sabía nada?
—Bueno, hace sólo un par de días; no te he visto.
—Deberías habérmelo contado.
—Te lo estoy contando ahora.
—Es verdad, lo siento. Supongo que de algún modo confío en ti para que me proporciones algo de emoción indirecta. ¿Qué tipo de banda es?
—Un tipo campechano, acústico, ecléctico, de aficionados y no muy bueno. Es para tocar en la boda de una amiga a mediados de septiembre, y luego ya no seremos una banda.
—Seréis una banda en desbandada.
—Eso es.
—A lo mejor alguien te ve y te ofrece un contrato para grabar un disco.
—Lo dudo. Nos reuniremos un par de veces a la semana para ensayar, tocaremos tres o cuatro temas a los que nadie prestará atención y eso será todo.
—A lo mejor podría apuntarme —sugirió con un tono de voz melancólico.
—¿Sabes tocar algún instrumento?
Sabía que no era así; habíamos estado juntas en una clase de flauta a los once años, pero ahí quedaba todo.
—Podría tocar la pandereta.
—No habrá panderetas, ni triángulos ni maracas.
—¿Quién hay en el grupo?
—Yo, Sonia, un alumno… un exalumno llamado Joakim, y un tío que estaba en nuestro grupo de la universidad.
—¿Quién?
—Se llama Neal. No estoy segura de que llegaras a conocerlo. Pelo oscuro, bastante guapo, un poco tímido.
—Suena bien.
—Y me preguntaba si debería proponérselo a Amos.
—¡Amos!
—¿Crees que sería mejor que no lo hiciera?
—Bueno, no sé, ¿por qué ibas a pedírselo?
—No sé, se ofendería si no lo hiciera.
—¿Y qué? Que Amos se ofenda ya no es problema tuyo, ¿no?
—Supongo que no. Y de todos modos, a lo mejor es demasiado pronto. Sé que fue algo mutuo, más o menos, pero estuvimos juntos mucho tiempo.
Sally cambió de postura sobre la hierba y soltó un gran bostezo.
—Lo siento. Me interesa de verdad. Es sólo que a esta hora me viene el cansancio.
—Amos cree que deberíamos seguir siendo buenos amigos, pero no es tan sencillo. No puedes pasar de ser amantes que creen que estarán siempre juntos a mantener una relación civilizada. O al menos yo no puedo; diría que para él es distinto. Tal vez Sonia tenga razón y eso es porque para él no significaba tanto, aunque yo creo que sí. O a lo mejor es sólo lo que quiero pensar. Todo este tiempo tiene que haber significado algo. —Hice una pausa—. ¿Sally?
Un leve ronquido emergió de sus labios. Se había dormido. La miré, tumbada en la hierba con un brazo sobre la cara y el otro sobre el cuerpo acurrucado de Lola. Su cabello color avellana necesitaba un buen lavado; tenía manchas en el vestido y ojeras oscuras. Metí los restos del picnic en la bolsa y me levanté para tirarlos a la basura.
Sonia se arrodilló junto al cuerpo, vaciló un momento y luego lo enderezó con las manos enguantadas en rosa. Le cogió primero un brazo y después el otro y los colocó pegados a lado y lado del cuerpo. Su cara volvía a estar desprovista de toda expresión; lo único que me decía que estaba angustiada era su boca ligeramente apretada y su constante parpadeo, como si quisiera aclararse la vista.
—Tienes que ayudarme, Bonnie.
—¿Qué hago?
Para mostrar mis ganas de cooperar me saqué la fina chaqueta y la colgué en el respaldo de la silla. Me temblaban las rodillas y casi tropecé al volverme hacia ella. Mi cuerpo parecía tener vida propia: las manos se movían nerviosamente, las piernas temblaban y un ligero zumbido me atenazaba los oídos.
—Le daremos la vuelta sobre la alfombra.
Tenía ganas de decir que no era capaz de hacerlo. Era incapaz de arrodillarme y tocarlo, manipular sus miembros fríos y empaquetarlo como si fuera basura. Sencillamente, no podía. Yo había estado tendida junto a este cuerpo, lo había abrazado, besado, y no era capaz.
—Tendremos que llevarlo a un extremo de la alfombra y luego enrollarlo —estaba diciendo Sonia—. ¿Bonnie? Mira, si vamos a hacer este… esto… —Se le quebró la voz—. O lo hacemos ahora o no lo hacemos.
—Tienes razón.
—Cógelo por los hombros.
Me obligué a arrodillarme junto al cuerpo. A unos centímetros de mi rodilla, la sangre encharcada estaba oscura, casi negra.
—Cuando te diga, intenta levantarlo.
—Vale.
Un cuerpo muerto pesa mucho y cuesta moverlo. Su suave pelo. Yo solía pasar los dedos por él. Podía oír sus murmullos de placer, el modo en que pronunciaba mi nombre, como un gemido. Pero ahora estaba apelmazado con sangre.
—Tendremos que hacerlo rodar —decidió Sonia—. Muévelo así.
Vería su rostro, su hermoso rostro. ¿Tendría los ojos abiertos; me mirarían?
—Sí —dije—. Sí.
—¿Lista?
—Lista.
Ahí estaba. Tenía los ojos abiertos y su mirada se dirigía hacia el techo. Su cara estaba pálida, casi gris, como una masilla. No pude evitarlo. Me saqué un guante y alargué la mano para tocarlo por última vez, para cerrar esos ojos que ya no veían.
—No. —La voz de Sonia me detuvo—. No lo hagas, Bonnie. Está muerto. Todo ha terminado. Ahora es un cadáver y vamos a deshacernos de él. Si empiezas a permitirte sentirlo todo, no lo conseguiremos. Acuérdate después, siente lo que tengas que sentir, pero después. Ahora no.
Alcé la vista hacia ella; su rostro era adusto y atractivo.
—Tienes razón —convine—. ¿Qué hacemos ahora?
—Cuando hayamos acabado tenemos que sacarlo de aquí y meterlo en su coche. ¿Dónde están las llaves? Las tienes, ¿verdad?
—En el bolsillo, junto con las del piso.
Nos agachamos cada una a un extremo del cuerpo y lo cubrimos con el borde la alfombra. Ahora ya no podía ver su cara. Con esfuerzo, enrollamos con la alfombra el cuerpo, que se elevaba y descendía con un sonido amortiguado. Me dolían las costillas y los pinchazos de dolor me recorrían el cuerpo. De repente me asaltó un recuerdo de la adolescencia; yo enrollaba una tienda de campaña intentando que quedara apretada y uniforme. Un cuerpo es algo poco manejable. Podía sentir su forma a través del tejido. El bulto de sus hombros. No sientas. No recuerdes. Ni siquiera pienses. Limítate a actuar.
El teléfono sonó justo cuando un amigo que había venido a casa me estaba diciendo que lo mejor era echar abajo el tabique entre la cocina y la salita para conseguir una habitación que no fuera tan pequeña. Era Joakim, todavía incómodo por mi transformación de profesora a ser humano. Me preguntó si había encontrado un batería y le contesté que a lo mejor teníamos que apañárnoslas sin. Él soltó una tosecilla violenta.
—Yo conozco a alguien.
—¿Sí?
—Mi padre. Es muy entusiasta. —Una pausa—. No es bueno, pero sí muy entusiasta.
El cuerpo estaba ahora oculto a la vista, lo cual no hacía más que empeorarlo todo. Antes había sido un desastre horrible. Tal vez una tragedia, incluso. Ahora parecía lo que era: un crimen.
—¿Y ahora qué? —pregunté.
—Lo llevamos al coche.
—¿No pesará mucho?
—Tenemos que hacerlo.
—¿No podríamos dejarlo tirado en alguna calle? Tal vez daría la sensación de que lo han asaltado.
Sonia suspiró, como si yo no consiguiera estar a la altura de sus expectativas.
—Tenemos que hacer lo que hemos dicho que haríamos —contestó—. La mejor opción es que parezca que se ha marchado. Si lo encuentran muerto esta noche, pondrán en marcha una enorme investigación y no habrá servido de nada.
En ese momento se oyó un sonido tan inesperado que durante unos segundos no pude descifrar qué era. Era como si mi cerebro se negara a aceptarlo. Tuve que concentrarme y entonces me di cuenta. Era un timbre. El timbre del piso. Volvió a sonar y ambas nos miramos. Sin duda las dos teníamos la misma pregunta en mente. ¿Quién era? ¿Habría oído algo? Y por encima de todo: ¿tendría la llave? Mi cerebro iba muy lento; no podía encontrarle el sentido. Primero pensé: «No, no pueden tener una llave; ¿por qué iban a llamar si no?». Pero luego reflexioné: «Hay gente que deja una llave en algún sitio, debajo de una maceta o algo así. Yo misma lo he hecho en alguna ocasión». ¿Era posible que Liza también lo hubiera hecho y no me lo hubiera contado?
Había otra pregunta que me esforcé en no plantearme. ¿Y si esa persona tenía una llave y entraba? ¿Qué pasaría entonces? Era incapaz de dar una respuesta a esa cuestión. Bajé la vista al bulto que yacía en el suelo y luego la levanté para mirar a Sonia, que se limitó a encogerse de hombros. ¿Para tranquilizarme? ¿Por impotencia? Empecé a sisear algo en un susurro frenético, pero ella negó con la cabeza y se llevó un dedo a los labios.
Hubo un silencio y esperamos mientras nos manteníamos inmóviles. Traté de oír pasos en el exterior, pero no fui capaz de distinguir nada. Sólo oía mi corazón, la sangre que corría y me latía por el cuerpo y, a mi lado, la respiración de Sonia: pequeños jadeos superficiales que me hicieron darme cuenta de que estaba tan asustada como yo. El teléfono sonó; tenía que tratarse de la persona que estaba fuera. A lo mejor habían quedado. ¿Había contestador? No había pensado en eso. El teléfono sonó y sonó. Era como si alguien me estuviera golpeando en un moratón una y otra vez. Al final se detuvo. Esperamos y esperamos, mucho más de lo necesario. Yo no me atrevía a hablar y fue Sonia la que rompió el silencio. Al hablar, lo hizo en un tono poco más alto que un susurro.
—Creo que se ha ido.
—Pero ¿volverá?
Me dolía el pecho, como si hubiera recorrido una larga distancia corriendo.
—¿Cómo voy a saberlo?
—Me encuentro un poco mal.
—¿Vas a vomitar?
—No lo sé. Tal vez.
—Intenta respirar hondo.
—No deberíamos hacer nada hasta que la noche esté bien avanzada. Me refiero a sacarlo de aquí.
Sonia me dirigió una mirada de exasperación, como si yo fuera uno más de sus estúpidos alumnos.
—¿Alguien más tiene la llave del piso?
—Creo que no —contesté—. Pero ya sabes cómo va: se pueden hacer copias. A lo mejor también se la dio a alguien más.
—Todo irá bien.
—Ya, es sólo que si alguien entrara…
—Al menos sería sencillo.
—¿Sencillo? ¿Qué íbamos a decir?
—No lo sé —contestó ella—. Aunque la verdad es que no importaría mucho.
Hubo otro silencio.
—Hemos decidido llevarlo al embalse al que fuiste en una ocasión —señalé.
—El de la presa de Langley.
—Eso. Abriremos las ventanas, sacaremos el freno de mano y empujaremos el coche desde el borde. Y entonces ¿qué?
—Entonces nos iremos a casa.
—Pero ¿cómo? No tendremos el coche.
—Iremos andando.
—Es probable que esté a kilómetros de la estación más cercana.
—¿Tienes una idea mejor?
—No.
—En cualquier caso, ése es el menor de nuestros problemas por el momento. Hagamos lo que tenemos que hacer y ya pensaremos en ello luego.
—Vale. Tienes razón.
—Podremos marcharnos dentro de media hora.
Aunque Guy Siegel era abogado en un gran y respetable despacho, cuando me abrió la puerta de su casa me lo encontré vestido con tejanos y una sudadera cara pero hecha polvo. Mientras me pasaba una botella de cerveza, me dio la sensación de que él era el músico y no yo. Ni siquiera me dio un vaso; todo muy rockero.
—No te lo vas a creer —me dijo—, pero en los dos últimos años de instituto toqué en un grupo punk. Bueno, en realidad éramos una banda pospunk. Lo más probable es que a ti te suene a historia antigua.
—Es un poco anterior a mi época, sí.
—Pasa, pasa —me invitó—. Historia antigua. Nos llamábamos Sick Joe. Yo solía fantasear con que firmaríamos un contrato e iríamos de gira y… Bueno, será mejor que no te cuente exactamente en qué consistía mi fantasía. Pero uno no puede conseguir una casa como ésta tocando en un grupo de pospunk.
Miré a mi alrededor, las alfombras y los inmensos sofás, los cuadros abstractos y de buen gusto en las paredes.
—Supongo que no —convine.
—Joakim es como yo —prosiguió—. Su sueño es convertirse en músico.
—Es bueno —dije—. Pero ya te lo conté en la reunión de padres. Si eres la mitad de bueno que él, ya nos irá bien.
Guy le dio un trago a la cerveza.
—Soy más bien la mitad de bueno que él, calculo. ¿Necesitáis un batería?
—Sí, así es.
—¿No os importa tener a un padre y a un hijo en el grupo?
—Si a vosotros os parece bien…
—¿No quieres hacerme una prueba?
—Confío en Joakim. Y en ti también, claro.
—Tengo mi propia batería.
—Mucho mejor.
Dio otro trago a la botella y me dirigió una mirada apreciativa.
—Como te he dicho, Joakim sueña con ser músico, igual que me pasaba a mí. Claro que es una ridiculez.
Yo no contesté.
—¿No estás de acuerdo?
—Soy profesora de música —observé—, así que creo que no soy la persona más indicada para decir que ser músico es un sueño.
—No creo que Joakim tenga ningún interés en ser profesor —comentó Guy, como si eso fuera aún peor que ser músico—. Quiere tocar en vivo. ¿A ti qué te parece?
—¿Qué quieres que te diga? Es bueno. Uno de los mejores alumnos que he tenido.
—Él te admira y te respeta. Esto de tocar este verano es un buen entretenimiento, ahora que ha terminado los exámenes, pero te estaría muy agradecido si le hablaras de lo que supone en realidad ser músico.
—Es sólo una actuación en la boda de una amiga. No nos vamos de gira por América.
—Pero si te pregunta…
—La verdad es que no doy consejos sobre la carrera de nadie. Aun así, somos un grupo bastante variopinto. No creo que Joakim se sienta seducido por nuestro estilo de vida glamuroso y roquero. En cualquier caso, tú también estarás allí y podrás echarle un ojo. ¿Es por eso por lo que quieres apuntarte?
—En absoluto —respondió Guy—. Llevo demasiado tiempo tocando con los temas de Led Zeppelin de fondo. Será agradable tocar con gente de verdad.
Me escabullí sigilosamente por la puerta y salí al callejón. Había oscurecido; sólo se veía unas cuantas estrellas que titilaban por encima de mí y el pálido brillo anaranjado de Londres a mi alrededor. Las luces del piso de arriba estaban apagadas, pero la persona que vivía allí podía volver en cualquier momento. El mero hecho de pensar en ello hizo que me diera un vuelco el corazón. Las sombras de la calle parecían personas encorvadas que me estuvieran observando. Abrí el coche y el maletero y regresé al piso.
—Todo despejado —informé a Sonia.
Sin decir nada más, ambas nos arrodillamos junto a él. Yo lo cogí por los pies y Sonia por los hombros.
—Uno, dos, tres y… —susurró ella.
Las dos tiramos y conseguimos alzarlo unos centímetros. Su cuerpo se combó entre nosotras. Un brazo se desprendió de la alfombra y no pude contener un chillido.
—Pesa mucho —señalé.
—Arrástralo. Hasta que lleguemos a la puerta.
Tiramos de él dando tumbos por el suelo; a veces reuníamos suficiente fuerza para dar un tirón que lo hacía avanzar unos centímetros. La alfombra en que estaba envuelto se pegaba a la moqueta, pero se deslizó con más facilidad al alcanzar el entarimado. Pinchazos de dolor castigaban mis costillas. Sentía la cabeza a punto de estallar, me latía el cuello y el sudor se escurría por mi cuerpo. A mi lado, Sonia resoplaba y jadeaba.
Al final llegamos a la puerta de la calle. La abrí y di un paso fuera. El callejón estaba vacío y silencioso. El cartel del garaje se balanceaba ligeramente con la brisa. Le hice a Sonia una señal de asentimiento.
Elevamos a medias el cuerpo. La alfombra volvió a soltarse y la mano cayó y se arrastró por el suelo. Aquellas manos, fuertes y cálidas; una vez habían acariciado mi cara, agarrado mi barbilla. Intenté dejar de pensar en ello. Trastabillé y perdí agarre, y el cuerpo cayó con un golpe sobre el asfalto. Solté un grito, como si le hubiera hecho daño.
—Lo siento —gimoteé.
—Sólo quedan un par de metros.
Encorvadas, con las rodillas dobladas, arrastramos los pies esos últimos centímetros hasta el coche. Nos echamos el bulto al hombro, sin hablar y jadeando por el esfuerzo. La alfombra resbaló aún más y pude ver su pelo. Suave. Pero el maletero era demasiado pequeño y él, demasiado grande. No cabía. Tuvimos que presionarlo: al cadáver, al cuerpo, a él, al hombre que yo había… yo había ¿qué? No amado, a menos que el amor pueda ser violento, desesperado y oscuro, con el final escrito desde el principio. Tuvimos que empujar y girar el cuerpo para que cupiera en el espacio, como si fuera una cosa; pero es que era una cosa. Estaba muerto. No quedaba nada más que recuerdos y pérdida. Oí su cabeza golpear contra el metal. La camiseta se me pegaba a la espalda, respirar me dolía. Sonia estaba erguida, su rostro pálido en la oscuridad, y cerró el maletero.
Condujimos en silencio, yo al volante y Sonia estudiando el mapa de carreteras que habíamos encontrado en el coche, al tiempo que me daba lacónicas indicaciones. Los coches patrulla salían a mi encuentro desde los callejones y aparcaban en ángulos muertos; las luces azules emitían destellos y las sirenas aullaban en la noche. En el retrovisor, veía ojos que me observaban. Me erguí en el asiento y centré la mirada en la carretera frente a mí. No me podía sacar nuestra pesada carga de la cabeza. El coche era un ataúd, un pequeño ataúd metálico. Londres se iba haciendo pequeño y al final los faros iluminaron setos, campos y árboles y, para terminar, un camino asfaltado. Las verjas estaban cerradas con llave y por un momento casi nos rendimos; yo casi me rendí, apoyé la cabeza en el volante y repetí una y otra vez:
—No importa, todo ha terminado.
Sonia mantuvo la calma. Examinó el mapa y me dio indicaciones para alcanzar el otro lado, donde había otra entrada. Las luces se reflejaron en las oscuras aguas del pantano, en cuya orilla se alineaban las embarcaciones, que repiqueteaban y tintineaban con las leves ráfagas de aire.
—No sé si es una buena idea —le dije a Amos.
Estábamos sentados en el exterior de uno de esos pubs londinenses que se habían reconvertido de antros de mala muerte, llenos de humo y olor a cerveza agria, a locales gastronómicos en los que se servían cosas como vieiras asadas sobre un lecho de lentejas, que era lo que yo estaba comiendo en aquel instante. Amos había pedido un bocadillo de carne. El sol brillaba en un cielo azul y límpido. Tantas veces habíamos hecho lo mismo: sentarnos fuera de un pub para hablar y hacer planes.
—¿Por qué no?
—Porque no.
Realicé un gesto vago con las manos. Si él no lo sabía, no iba a ser yo quien se lo explicara.
—¿Lo dices porque antes salíamos juntos y ahora hemos roto?
—No salíamos juntos. Vivimos juntos. Durante años.
Él me miró y no fui capaz de descifrar su expresión; parecía escrutarme a la vez que suplicaba.
—Fue divertido, ¿no?
—¿Divertido? ¿Te refieres a vivir juntos?
—Nos lo pasamos bien.
—A veces —repliqué.
Diversión, peleas, lágrimas, remordimientos y un lento y deprimente final. Le miré: delgado, con ojos oscuros e intensos, una nariz aguileña y una mata de pelo castaño oscuro. Yo solía decirle que se parecía a Bob Dylan en 1966. Eso era cuando aún le quería.
—Somos amigos, ¿verdad? —Sonaba como un niño pequeño.
—No es tan sencillo.
—Eso depende de nosotros. —Me cogió la mano y yo la aparté—. ¿Quién más toca en el grupo?
—Neal, ¿te acuerdas de él? También un chico de la escuela y su padre rico. No pongas esa cara. Oh, y Sonia —añadí, como si se me hubiera ocurrido en el último momento.
—¿Sonia?
—Sí, será la cantante.
—Me imagino su voz. Aterciopelada.
—Mmm. No entiendo muy bien por qué tienes tantas ganas de tocar en esta banda, Amos.
Él se encogió de hombros.
—Será divertido. Y no tengo nada que hacer.
—¿No tienes planes para las vacaciones?
—Estoy demasiado ocupado pagando mi hipoteca para tomarme vacaciones este año —respondió—. Y el que viene.
Diez meses atrás, Amos y yo habíamos comprado un piso al lado de Finchley Road. Era encantador, con techos altos, grandes ventanas y paredes blancas, y un balcón para poner plantas. Cuando nos mudamos, un glorioso día de finales de septiembre, nos tumbamos juntos sobre la moqueta, en la habitación vacía y con eco, y nos cogimos de la mano, miramos el techo recién pintado y reímos de felicidad y sorpresa por ser ya tan mayores, por estar tan unidos como pareja, porque al fin y al cabo, cuando nos habíamos conocido no éramos adultos, sino estudiantes sin ataduras y sin un penique. Cuando le dejé, o él me dejó, en realidad cuando nos dejamos, él tuvo que comprar mi parte, dinero que yo había utilizado como entrada para mi deprimente agujero en Camden.
—Siempre puedes venderlo —comenté con indiferencia—. Está bien, Amos: ven y toca tu guitarra.
—Será como en los viejos tiempos.
—No será como en los viejos tiempos.
En ese momento, un tipo bajo y fornido se acercó a nosotros.
—¿Bonnie?
Traté de ubicarlo.
—Soy Frank. Estudiamos música juntos hace años.
—Lo siento. Me costaba situarte.
Tomó asiento con nosotros.
—Te habría reconocido en cualquier parte —dijo—. Tienes el mismo aspecto que a los doce.
—Gracias.
—¿Cómo te va la vida?
—Ahora soy profesora de música en una escuela que está cerca de aquí.
Arrugó la nariz en un gesto compasivo.
—¿Profesora?
—Sí.
Le miré con desagrado, deseando que se marchara.
—Pero tiene una banda —intervino Amos.
—¡No es cierto!
—¿Tienes un grupo? ¿De qué clase? ¿Cómo se llama?
—No tengo una banda y no tiene ningún nombre. Estoy reuniendo a un grupo para un solo bolo, en la boda de una amiga.
—Yo seré el guitarrista —señaló Amos.
—Se trata de algo amateur, entonces —dijo Frank despectivamente—. Creía que te referías a algo serio.
—¿Qué tiene de bueno ser serio? —dijo una voz detrás de mí.
Me di la vuelta en la silla y miré a quien hablaba: un hombre alto con el pelo castaño sobre la frente, ojos grises con patas de gallo alrededor, una amplia sonrisa blanca y una camiseta arrugada.
—Éste es Hayden —lo presentó Frank, y añadió, como si no pudiera evitarlo—: Toca en un grupo de verdad.
Hayden estudió a Frank por un momento. Su sonrisa desapareció y su rostro pareció más delgado, más viejo, más frío.
—Eres un poco capullo, ¿no? —dijo en un tono suave—. Me dedico a tocar música, eso es todo.
El rostro de Frank se cubrió de un rubor profundo y poco favorecedor, que se le filtraba por la línea del pelo. Hasta las orejas se le pusieron rojas, y casi sentí lástima por él. Murmuró algo sobre ir a pedir algo de beber y se marchó. Hayden se quedó con nosotros.
—¿Qué instrumento tocas? —me preguntó.
—Oh, depende. El piano, el violín…
—Toca de todo —terció Amos en tono de orgullo. Se estaba comportando como si yo volviera a ser su novia—. Sólo tiene que coger un instrumento y ya sabe tocarlo.
Hayden lo ignoró y se concentró en mí.
—¿Cómo te llamas?
—Bonnie.
—Hola, Bonnie.
Me tendió la mano y yo se la estreché.
—Hola —dije, y añadí—: Él es Amos.
Hayden le hizo un gesto con la cabeza.
—Lamento lo de Frank —se disculpó—. ¿Puedo invitaros a algo?
—No —contestó Amos.
—Sí —dije yo—. Un zumo de tomate picante, por favor.
—Marchando un zumo de tomate picante… Oh, pero creo que no tengo suelto.
Me reí y me puse en pie.
—Yo iré a pedirlo —dije—. ¿Qué quieres tú?
—Creo que una cerveza. Voy contigo.
Dejamos a Amos en la mesa con el ceño fruncido y nos dirigimos a la barra. Varias personas lo reconocieron y la saludaron a gritos. Había algo relajante en él, una familiaridad que te hacía sentir cómodo.
—¿Qué clase de música vais a tocar con ese grupo?
—Aún no estoy segura: a lo mejor algo de bluegrass, country y folk.
—¿Algo tipo Patsy Cline o Hank Williams?
—¡Sí! Exacto.
—Me encanta. Música con alma, que te pone la piel de gallina.
—A mí también.
Nos sirvieron las bebidas y las llevamos a la mesa. Amos parecía malhumorado.
—Veo que no habéis traído una para mí —comentó.
—Has dicho que no querías nada.
—Creí que íbamos a estar solos —murmuró, y Hayden arqueó las cejas.
—Lo siento, ¿he interrumpido algo?
—No —dije yo.
—¿Hay un puesto libre? —preguntó Hayden.
—¿Un puesto libre?
Amos se inclinó hacia delante en actitud beligerante.
—En tu grupo, Bonnie. Me gustaría apuntarme… si te hace falta.
—No necesitamos a nadie más —replicó Amos—. Estamos completos.
Hayden le ignoró.
—¿Bonnie?
—Es probable que tú juegues en otra liga.
—No sé qué significa eso —dijo, y me miró como si yo fuera un rompecabezas que intentaba resolver—. ¿Qué me dices?
—¿Hablas en serio? Ni siquiera me conoces.
—No, pero así te conoceré.
Ese mismo día, más tarde, fui con Neal a un mercadillo callejero en Stoke Newington, cerca de su casa. Habían colocado las paradas debajo de unos toldos a rayas y vendían miel local, verduras orgánicas, hamburguesas y salchichas con panecillos blancos y ligeros, así como cojines bordados, barritas de incienso, abalorios de cuentas: artículos cuyo encanto desaparece en cuanto te los llevas a casa. Era otro cálido atardecer y había golondrinas entre los plataneros.
Cuando Neal me había llamado se le notaba incómodo —me había soltado la invitación de golpe— y ahora se mostraba tímido. Nos paseamos entre las paradas; yo compré una copa para cada uno de un vino procedente de un viñedo inglés, pálido y afrutado, y él compró una ensalada de judías negras que ambos compartimos.
—¿Sabes? —empezó mientras mirábamos a un hombre que pasaba con unos zancos imposiblemente altos—. Antes me dabas un poco de miedo.
—¿Yo? ¿Por qué?
—Tenías ese novio… ¿cómo se llamaba?
—¿Eliot?
—Ése; con la cabeza afeitada.
—Sí.
—Se os veía a los dos tan seguros y auténticos. —Yo me reí—. No, de verdad. Yo os miraba, vestidos con esa ropa tan rara, y pensaba que erais una pareja muy enrollada.
—¿Y cuándo descubriste la verdad y dejaste de tenerme miedo?
—No lo hice. Me daba pavor llamarte.
Yo sonreí y cogí mi brazo del suyo.
—Bueno, pues me alegro mucho de que lo hicieras. ¿Sabes lo que quiero ahora?
—¿Qué?
—Uno de esos enormes brownies de chocolate.
—Esto está mal —dijo Sonia.
—¿Mal? ¿A qué te refieres?
—No es como lo recordaba.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Mira.
Hizo un gesto por la ventana hacia la orilla de gravilla plana, donde las embarcaciones reposaban bocabajo, cubiertas por sus lonas en una larga fila.
—¿Qué?
—Bonnie. —Hablaba con una paciencia severa—. ¿Cómo vamos a meter el coche ahí? Creía que había un sitio que descendía abruptamente, así que podríamos limitarnos a quitar el freno de mano y dejarlo caer.
—¿Qué vamos a hacer?
Pude percibir la rudeza en mi tono de voz.
—Espera.
Salió del coche y yo hice lo mismo. Nuestros pies hicieron crujir la arena hasta que llegamos allí y nos quedamos de pie, mirando cómo las pequeñas olas cubrían las piedras.
—Eso era lo que recordaba.
Sonia señaló hacia la izquierda, donde pude distinguir las empinadas paredes de cemento del muro del pantano.
—No podemos llevar el coche hasta allí.
—Así es.
—Así que no sirve de nada.
—Tenemos que pensar en otra cosa.
—¿Qué?
—Dame un momento.
—Podríamos llevar el coche a otra parte. Dejarlo caer por un precipicio.
—¿Qué precipicio?
—No lo sé. ¿En Cornwall? En Cornwall hay acantilados, ¿no?
—¿Quieres que vayamos en coche hasta Cornwall?
—Bueno, es una idea.
—Se habrá hecho de día para cuando lleguemos.
—Podríamos ir hasta allí, encontrar un sitio, esperar a que anochezca y hacerlo entonces.
—No me parece una buena idea.
—Entonces ¿qué?
—Tenemos que hacerlo ahora, Bonnie. Y aquí.
—No podemos; acabas de decirlo. Si lo intentamos, se quedará atascado con el agua a la altura de la ventana, y ¿dónde nos deja eso?
—No podemos bajar el coche hasta ahí. En cualquier caso, a lo mejor sería más arriesgado.
—¿Más arriesgado que qué?
—Que limitarnos a hundirlo en el agua.
—¿Te refieres al cuerpo?
Sonia se puso en cuclillas, levantó la lona de una de las embarcaciones y estiró el cuello para mirar debajo.
—Hay un par de remos.
—Esto no me gusta.
—Podríamos meterlo en el barco, remar un poco y lanzarlo.
—¿Tú crees?
—Primero tendremos que lastrarlo. —Miró a su alrededor—. Aquí hay piedras y algunos escombros.
Me senté en la orilla. El agua negra como la tinta brillaba mientras chocaba contra la gravilla y una brisa cortante me aguijoneaba las mejillas. Apoyé la cabeza en las rodillas y me rodeé las piernas con los brazos. Si podía hacerme muy, muy pequeña, a lo mejor lograba desaparecer.
—No estoy segura de que pueda hacerlo.
—Es demasiado tarde para eso, Bonnie —dijo Sonia con una urgencia siseante—. Si no eres capaz de hacerlo por ti, tendrás que hacerlo por mí. Tú me has metido en esto.
—Tienes razón. —Volví a ponerme en pie—. Lo siento. Dime qué tengo que hacer.
Recorrí la orilla recogiendo escombros y piedras grandes, y luego volví junto a Sonia, que le había dado la vuelta a una pequeña barca.
—Ayúdame a arrastrarla hasta la orilla —me pidió.
Tiramos juntas de ella por encima de los guijarros hasta que la proa quedó al borde del agua.
—Ahora, el cuerpo.
Sacarlo del maletero fue más difícil incluso que meterlo. Tuvimos que agarrarlo por los brazos. La alfombra resbaló y ya no hubo manera de rehuirlo: la cabeza colgando que golpeaba el suelo, las piernas separadas, el peso. Mantuve los ojos entornados, a veces cerrados del todo, mientras tiraba a ciegas. Al final el cuerpo salió y quedó tendido a nuestros pies. Sin decir nada, Sonia y yo lo cogimos cada una de un brazo y lo arrastramos por la grava.
—¿Cómo vamos a meterlo allí?
—Si inclinamos el barco hacia un lado, creo que podremos hacerlo rodar.
Eso hicimos, y luego nos colocamos sobre el borde para mantenerlo estable y manipulamos el cuerpo hasta que quedó colgado a medias sobre la borda, con la cabeza en el fondo y las piernas en la orilla. El cuerpo se deslizó y luego cayó dentro. Ahora estaba bocabajo. Ya no podía ver sus ojos, sólo el costado de su cabeza y su pelo apelmazado por la sangre, sus labios entreabiertos. La bilis me subió por la garganta y me di la vuelta.
—Las piedras —dijo Sonia.
Le tendí un escombro y alargué el brazo para coger otro y otro y otro. Intenté no mirarla. Al final, se puso de pie.
—Eso debería bastar —dijo.
Metí los remos en los escálamos; luego nos sacamos los zapatos, nos arremangamos los pantalones y empujamos la barca hacia el agua. Al principio resultó difícil, pues ahora pesaba más y el fondo rascaba contra la gravilla. Andamos hacia atrás, hasta que el agua nos lamió la pantorrilla, tratando de forzarlo. Mis tejanos se habían mojado y el agua me salpicaba la camisa. Entonces noté que la embarcación flotaba y las dos nos subimos a ella por la popa, haciéndola balancearse peligrosamente.
—Cada una un remo —indicó Sonia.
Nos sentamos una al lado de otra, con el bulto muerto entre ambas, sus brazos extendidos, las piernas cruzadas, y remamos torpe y desesperadamente, sin la menor sincronización. El barco no parecía avanzar apenas. Cabeceaba y se bamboleaba a lo largo de la orilla y sólo poco a poco conseguimos avanzar hacia aguas abiertas. Todo estaba muy silencioso: el único sonido que se escuchaba era nuestra trabajosa respiración y el chapoteo de los remos. La media luna estaba baja en el cielo y proyectaba un desordenado reflejo en la superficie del agua. Pero estaba lo bastante oscuro como para que no se nos viera desde la orilla.
—Aquí está bien —decidió Sonia al fin—. Debería ser lo bastante profundo.
—¿Cómo lo hacemos?
—Lo empujamos por el borde. La cabeza primero, quizá.
La miré a la luz de la luna. Algunos mechones de pelo se habían desprendido y le cubrían la cara, que estaba pálida y mostraba una expresión de determinación, y supe que tenía que hacerlo. Asentí.
—Dale la vuelta —dijo Sonia—. Yo intentaré mantener la barca estable.
Se sentó en el otro extremo del bote y puso los pies contra el cuerpo para empujarlo. Yo lo cogí por los hombros y tiré. La barca se balanceó con violencia. Apreté los dientes y le di otro tirón. El bote se escoró, el agua entró por la borda y Sonia soltó un grito de alarma sin querer, mientras yo me inclinaba hacia el centro para que no cayéramos al agua. Caí encima del cuerpo y por un momento mi cabeza reposó sobre su hombro.
—Vas a hacer que nos caigamos —jadeó ella.
—Esto no funciona, no puedo levantarlo lo suficiente.
—Ponlo boca arriba.
Juntas, estiramos hasta que los brazos quedaron colgando por encima de la popa. Un poco más y su cabeza golpeada asomó también. El bote no paraba de balancearse de lado a lado. ¿Y si volcaba? Al subir los hombros, se oyó un golpe espantoso. La parte trasera del barco estaba peligrosamente baja sobre el agua mientras la proa se elevaba. Sin una palabra, tiramos un poco más del cuerpo. Noté su suave barriga bajo mis dedos, la dureza de la cinturilla de sus tejanos en mis nudillos. Ahora su cabeza estaba en el agua y su pelo flotaba como un alga en la superficie. Un tirón más y empezó a deslizarse, descendiendo como un buceador en busca de un tesoro, como un hombre ahogado; su ropa atrapaba pequeñas burbujas de aire, sus brazos se curvaron hacia el cuerpo, las piernas se deslizaron a través de la superficie oscura y encrespada. Y de repente el bote quedó de nuevo en equilibrio sobre el agua. Su pesada carga había desaparecido. Él se había ido. No había nada que reflejara que en algún momento había estado allí. Me incliné por encima de la borda, mareada, y vomité todo el contenido de mi estómago. Después me eché agua por la cara.
Volví a sentarme frente a mi remo y ambas remamos de vuelta. Sin él, era mucho más sencillo. Al llegar nos encaramamos por la borda para salir, arrastramos la embarcación desde la orilla, sacamos los remos de los escálamos, volvimos a ponerla bocabajo, metimos los remos debajo y recolocamos la pesada lona. Sonia encontró nuestros zapatos; nos los pusimos y nos quedamos de pie a la pálida luz de la luna, mientras las olas chapoteaban levemente tras nosotras.
Sonia me puso una mano en el hombro.
—Volvamos —dijo.
—¿Volver?
—A casa.
—Sí —dije—. A casa.
—Tenemos que deshacernos de la alfombra. He visto algunos contenedores grandes en el camino; podemos meterla en uno.
Colocó la mano en la parte baja de mi espalda y me empujó hacia el camino.
—¿Qué hay de su coche?
—¿A qué te refieres?
—¿Qué hacemos con él?
—Tienes razón. No lo había pensado.
—Dejémoslo en alguna parte del centro de Londres y tiremos las llaves.
—Si lo abandonamos, alguien dará parte. Llamarán a la policía para que se lo lleve. Es lo que hacen siempre.
—No tenemos opción.
Regresamos lentamente al coche. La media luna estaba ahora alta en el cielo y se reflejaba en el agua. Pensé en él allí, en el fondo, a merced de los mordiscos de los peces.
—Lo sé —dijo Sonia—. Conduciremos hasta Stansted.
—¿El aeropuerto? ¿Por qué?
—Podemos dejarlo en el parking de larga estancia. En la mayoría de los sitios la grúa se lleva los coches al cabo de unos días, pero allí la gente los deja aparcados durante semanas. Incluso meses.
—¿Tú crees? —pregunté con un tono de voz dubitativo.
No estaba segura de si se trataba de una idea brillante o de una locura.
—No se me ocurre nada más. ¿Y a ti?
—Yo soy incapaz de pensar en nada.
Me subí al coche y metí la llave en el contacto. Miré a Sonia, sentada a mi lado, muy erguida, mientras se abrochaba el cinturón de seguridad y se apartaba los mechones de la cara poniéndoselos detrás de las orejas.
—¿Quieres saber lo que ocurrió? —pregunté.
—¿Quieres contármelo?
—Todavía no.
—Entonces espera.
—Sonia.
—¿Sí?
—No puedes contarle a nadie nada sobre esto, nunca.
—Lo sé.
—Absolutamente a nadie.
Ella sabía a quién me refería.
En realidad, yo nunca había tenido secretos. Cuando estaba en la escuela, tenía amigas que vivían con sus propias familias como si fueran espías. Llevaban una doble vida: ocultaban su actividad sexual, sus turbios amigos, los cigarrillos, las drogas, la desidia, la delincuencia y, en algunos casos, la delincuencia declarada. A mí me parecía que eso costaba demasiado. Había tanto que recordar, tanto que esconder. Y sólo hacía falta una palabra en el momento equivocado, algo que se dejaba a la vista, una mentira que no encajaba, para que todo quedara al descubierto.
No le veía el sentido. No es que yo les restregara por las narices a mis padres mi comportamiento como adolescente, pero si me preguntaban algo, les contestaba la verdad, aunque no necesariamente toda. No tenía vidas secretas, ni amigos secretos ni admiradores secretos. Nunca escribí un diario secreto ni, de hecho, ningún diario de ninguna clase. Nunca bebí ni fumé a escondidas.
Pero sí tenía un secreto que, tal vez, si lo pensaba bien, era la razón por la que había aceptado la ridícula e irritante propuesta de Danielle. Era un amor secreto, una pasión secreta, una obsesión secreta que guardaba en una funda en el armario de la cocina y sólo sacaba cuando no había nadie: un banjo Deering Senator de cinco cuerdas.
La mayoría de recuerdos del concierto al que había asistido Danielle tenían que ver con lo que no había salido bien. Habíamos ensayado poco. Uno de los músicos principales nos había dejado colgados en el último momento. Todos sabíamos que era el final de nuestra vida universitaria y que muchas de las personas que había allí no volverían a verse en mucho tiempo, si es que volvían a hacerlo. Pero, para mí, la ocasión no había estado a la altura de tanta emoción: Danielle sólo había proyectado en nuestra actuación emociones que estaban ausentes. Por encima de todo, nos faltaba un banjo. ¿Cómo se puede tocar bluegrass sin un banjo? No se puede.
No fue hasta muchos años después, mientras me encontraba en Denmark Street comprando partituras, cuando eché un vistazo al escaparate de las guitarras y los bajos eléctricos y allí estaba, acurrucado en un rincón, mirándome como una pequeña y patética mascota que me suplicara que la comprara. Costaba más dinero del que en esos momentos tenía en el banco, así que entré en la tienda y regateé hasta alcanzar un precio que suponía todo el dinero del que disponía, y me alejé en tal estado de shock que me olvidé de comprar las partituras que había ido a buscar. Me lo llevé a casa como si fuera un niño abandonado al que hubiera adoptado, para que se reuniera con la familia de instrumentos que ya poseía: el teclado, el violín, la guitarra, la flauta que sólo tocaba en la escuela y que no había tocado en años.
Sospechaba que para la mayoría de la gente, el banjo parecía un instrumento gracioso, el tipo de cosa que tocaría un hombre vestido con una chaqueta a rayas rojas y blancas y un canotier de paja, y que cantara melodías levemente novedosas y recientes. Era probable que para la gente normal resultara incluso cómico, con su cuerpo redondeado como el dibujo infantil de una guitarra y su tono metálico y crispado, al que le faltaba la calidez y el color del de una guitarra. Para mí, no era así en absoluto. No sé expresarlo en palabras, la verdad es que no. La música siempre ha constituido un refugio para mí. Es probable que lo que por vez primera me hizo decantar por ella fue que teníamos un piano en la habitación de invitados, uno viejo, destartalado y desafinado. Cuando mis padres empezaron a gritarse entre sí, yo iba a esa habitación trasera y tocaba horas y horas, perdiéndome en los extraños cancioneros y los montones de partituras que habíamos heredado de alguna vieja tía junto con el piano. Eso era lo que la música había significado siempre para mí: un lugar al que escapar, donde no había palabras, donde no hacía falta que fueras inteligente.
Tal vez ése fuera el problema entre Amos y yo: sin duda, él encajaba en la categoría «inteligente», aunque estaba claro que no respetaba mi propia inteligencia. Supongo que yo tampoco lo respetaba como músico. Amos amaba la música. Le encantaba escucharla. A su manera, sabía tocar (cuando estaba en la escuela había tomado clases y todo eso), pero para él nunca fue algo natural. Para él, tocar música siempre constituía una frustración. Era incapaz de traducir en notas lo que oía en su cabeza. Cuando tocaba, adoptaba una característica expresión tensa, que al principio me hacía reír pero luego dejó de hacerlo. Yo traté de enseñarle al principio de nuestra relación: le colocaba los brazos y el cuello mientras él se inclinaba sobre el teclado, e intentaba sin éxito hacer que se soltara. Pero luego lo dejé. Amos tenía un sentido de la dignidad muy desarrollado.
Sería incapaz de confesárselo a nadie, pero, para mí, cada instrumento habla con su propio tipo de voz. A otras personas el banjo les parecerá superficial y estúpido, pero a mí me recordaba a algo antiguo, melancólico, abandonado. Poco a poco, durante las semanas después de haberlo comprado, lo fui sacando de su funda y traté de que hablara con un mínimo de fluidez. Pero nunca lo había tocado delante de nadie, ni siquiera una vez. Cuando Danielle me propuso lo de tocar, en lo más hondo de mí lo interpreté como un reto.
No se me ocurría dónde podíamos ensayar. Mi piso era demasiado pequeño y sus paredes, peligrosamente finas. Le comenté el problema a Sally y me dijo que podíamos ir a su casa. Protesté sin convicción, mencionándole a su hija, a los vecinos, los problemas y el ruido, a su marido, pero ella insistió.
—Me haréis un favor —aseguró—. Cada vez tengo más la sensación de estar desconectada del mundo. Me encantará que haya gente por aquí.
Me preocupaba un poco el hecho de que alguien me suplicara que un grupo de música ensayara en su casa, pero el alivio era demasiado grande como para seguir insistiendo. Acordamos que iríamos el domingo por la tarde y luego llamé a todo el mundo para comunicárselo. Parecía casi demasiado sencillo.
Llegué a casa de Sally en Stoke Newington diez minutos antes de la hora, pero aun así no fui la primera.
—Hayden ya está aquí —me informó Sally cuando me abrió la puerta.
—Oh, lo siento.
—No pasa nada —me tranquilizó—. Está jugando con Lola.
Eso no era completamente exacto. Él estaba tendido en el sofá de la sala y Lola trepaba por su cuerpo larguirucho, como si fuera una estación de un parque de aventuras. Sus pequeños pies, enfundados en unos calcetines verdes y sucios, estaban asentados en su cuello, mientras apoyaba la mano en su estómago. Él parecía dormido, pero cuando la niña perdió el equilibrio hacia un lado, como si fuera a caerse sobre el entarimado de pino con la cabeza por delante, él extendió un brazo y la rescató, mientras ella soltaba grititos y reía.
—Lola, déjalo tranquilo —dijo Sally en tono alegre—. Bonnie está aquí, Hayden.
—Lo sé —respondió él—. Ya me perdonarás si no me pongo de pie. —Dejó escapar un gemido—. Ten cuidado con dónde pones la rodilla, jovencita.
Lola me dirigió una mirada rápida y después siguió aguijoneando a Hayden.
—¿Quieres algo? —preguntó Sally—. Hayden ha tomado café, pastel y galletas. Ahora estaba preparándole té.
—Vale —contesté—. Perfecto.
Salí de la habitación y realicé algunos viajes entre la casa y el coche para entrar el teclado, mi guitarra y el banjo. Hayden no se ofreció a ayudarme ni dijo nada. Se quedó sentado, balanceando a Lola sobre una rodilla mientras se bebía la taza de té que Sally le había dado; sus ojos grises me miraban por encima del borde, lo cual me hizo tomar conciencia de mí misma.
—He traído un teclado —dije—. Pero no estoy segura de que vayamos a necesitarlo, y la verdad es que preferiría que no. Esto es sólo una primera toma de contacto informal.
Él no dijo nada, se limitó a mirarme mientras una sonrisa enigmática bailaba en sus labios. Tuve la sensación de que, de alguna forma curiosa, estaba tomando alguna decisión sobre mí, cosa que por supuesto me hizo hablar más.
—De verdad —dije—. Deberías tomártelo como si estuviéramos haciendo una audición. Tal vez decidas que no vale la pena implicarse y si es así, no hay ningún problema en que…
En ese momento, gracias a Dios, el timbre sonó por fin. Hice un gesto desesperado y fui a abrir. Eran Joakim y Guy, que se peleaba con su equipo.
—No he traído todo el kit de la batería —dijo—. No sabía lo que querías.
Pasó penosamente junto a mí seguido de Joakim, que encogió los hombros en un gesto de desesperación. Yo me volví para cerrar la puerta y casi la estampé en la cara de Amos, a quien no pareció hacerle mucha gracia.
—Supongo que tocaré la guitarra —dijo.
—Va a ser todo muy informal —respondí.
—No importa que sea informal, aun así habrá que tocar algún instrumento.
Neal llegó con su bajo y el amplificador, y luego Sonia, y de repente fue como si estuviéramos en una fiesta. Sally corría de un lado a otro escuchando los pedidos y luego traía tazas de té y bandejas de galletas, pastel y bocadillos.
—¿Dónde está Richard? —le pregunté.
—Los domingos juega al fútbol —respondió.
—¿Sabe algo de esto? —quise saber, preocupada de repente.
—Claro que sí. ¿Por qué no iba a saberlo?
Acababa de recordar una ocasión, cuando yo tenía quince años, en que el padre de alguien había vuelto de forma imprevista y había descubierto algo que no debería haber estado sucediendo. Mientras, la fiesta no mostraba signos de convertirse en un ensayo. Lola corría por todas partes chillando con lo que parecía alegría, pero que en cualquier momento podía convertirse en una rabieta en toda regla. Hayden aún no se había levantado del sofá, pero no parecía preocuparle en absoluto no conocer a nadie. Era como un planeta: de vez en cuando alguien gravitaba hacia él y le decía algo que yo no podía oír. Me daba la impresión de que todos eran muy conscientes de su presencia, incluso cuando le daban la espalda y hablaban con otra persona.
—¿Quién es? —me preguntó Joakim al oído.
—Me lo presentó un amigo.
—¿Qué toca?
—Ha traído la guitarra, así que supongo que…
—¿Lo hace bien? —intervino Amos.
—No lo sé.
Amos miró a su alrededor con suspicacia.
—Por lo visto hay demasiados guitarristas.
—Mi idea era reunirnos y tocar un poco. Es todo muy informal.
—No paras de decirlo —replicó Amos—, pero vamos a tocar en público. No queremos quedar en ridículo.
—Sólo estarán los amigos y la familia de Danielle. No podemos quedar en ridículo.
—¿No piensas empezar? Tengo que irme a las cinco.
—No habrá problema.
—Se supone que tú estás al mando —insistió—. Tienes que imponerte desde el principio. ¡Venga, todo el mundo! —Dio unas palmadas de un modo que hizo que me alegrara de haber roto con él y que me sintiera irritada por haberle dejado entrar en el grupo. Sin duda había demasiadas guitarras; en eso tenía razón—. Silencio —continuó—. Bonnie tiene que decir algo.
Se hizo un silencio de mal agüero y yo tosí. Aquello era ridículo. Estaba acostumbrada a tratar con un grupo de treinta adolescentes con las hormonas disparadas. Podía manejar esto.
—Os agradezco a todos que hayáis venido —dije—, y a Sally que nos haya dejado tocar aquí. —Miré a mi alrededor, pero Sally había desaparecido. La última vez que la había visto salía de la habitación persiguiendo a Lola—. Más que nada se trataba de reunirnos e irnos conociendo. He pensado que podríamos empezar probando con algo sencillo.
—¿Tienes algo de música? —preguntó Amos.
—Tenemos que hablar de lo que queremos tocar. A lo mejor alguien tiene alguna sugerencia, aunque mi idea era probar con una melodía. Quiero decir una melodía básica; yo puedo tocar y luego os podéis ir añadiendo con vuestro propio instrumento. Si funciona, sería divertido bailar al ritmo y continuar de forma más o menos indefinida.
Hubo un gran barullo mientras todos sacaban los instrumentos de sus fundas y los afinaban. A Guy se le cayó uno de los platillos. Neal encendió el amplificador y el acoplamiento resultante retumbó por toda la casa. Miré a Hayden, que no había sacado aún la guitarra de la funda. De hecho, no parecía haberse movido. ¿Sentí desdén? ¿Diversión? ¿Aburrimiento? ¿Por fin se había dado cuenta de dónde se había metido? Bueno, yo ya le había avisado.
Con algo de temor, saqué mi banjo. Era una tontería, pero no me habría sentido menos nerviosa si me hubiera quitado la camiseta y el sujetador. Su presencia fue recibida con un murmullo de sorpresa.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó Amos.
—¿De verdad vas a tocarlo? —añadió Neal con una sonrisilla.
Hayden se levantó al fin y se me acercó. Me cogió el banjo de las manos y lo acunó como si fuera un recién nacido. Luego pasó las manos por las cuerdas y produjo un sonido agudo y delicado. Me sonrió.
—Bien —dijo, y volvió al sofá.
—Tocaré una melodía llamada Nashville Blues. Lo siento, Sonia, en ésta no hay letra.
—Qué alivio —respondió ella, provocando risas generalizadas.
—Guy —continué—, tú sígueme; sólo necesitarás las escobillas. Tú también me sigues, Neal. No creo que tengáis ningún problema. Cuando acabemos, alguien puede continuar con la melodía y veremos qué sale. —Cogí la púa y jugueteé un poco con la melodía; luego miré a Neal y a Guy—. Escuchad algunos acordes y luego os añadís, ¿vale?
Una de las cosas que adoro del banjo es que las primeras notas siempre suenan indecisas y, cuando te metes a fondo, suena como si un mecanismo de relojería se hubiera puesto en marcha y dos personas tocaran a la vez. A medida que avanzaba vi como a Sonia se le dibujaba una sonrisa en la cara al tiempo que cabeceaba al ritmo de la melodía. Al llegar al final, empecé a improvisar y miré a mi alrededor.
—¿Alguien se apunta?
Antes de que nadie pudiera hacer nada, Amos dio un paso adelante con su guitarra y empezó a tocar. Sonaba fatal, tan mal que al cabo de unos acordes a todos les resultó literalmente imposible seguirlo y todos nos interrumpimos en medio de una confusión tal que no pudimos por menos que echarnos a reír. Amos se puso rojo como la grana.
—Bueno, eso ha sido interesante —dije—. Y valiente. Vamos a empezar de nuevo. —Miré alrededor—. Joakim. Inténtalo.
Volví a ponerme con la melodía, le miré y le hice un gesto con la cabeza. Él empezó a tocar con el ceño fruncido por la concentración, sin dejar de mirarme. No estaba mal, lo hacía bastante bien, pero entonces hizo una mueca, se detuvo y negó con la cabeza.
—Lo siento. No puedo.
—Eso ha sido bueno —comentó Hayden desde el otro extremo de la habitación. Se acercó a Joakim y le cogió el violín y el arco, que parecían diminutos entre sus manos—. Has hecho esto, ¿verdad?
Tocó las primeras notas igual que lo había hecho Joakim, me dirigió una mirada y asintió. Yo volví a tocar la melodía mientras le miraba. Él sonrió y tocó las notas de Joakim de nuevo… y entonces sucedió algo disparatado. Por un momento ya no estábamos en una sala de una casa de Stoke Newington sino en el Sur profundo, en el porche trasero de J. J. Cale, con Ry Cooder y Earl Scruggs y Dios sabe quién más. Mientras él tocaba, Neal y Guy se sumaron, como dos jinetes caídos con los pies cogidos del estribo. Él me dirigió el tipo de mirada que uno se intercambia cuando toca con alguien, manteniendo el ritmo, señalando los pequeños cambios con los ojos. Cuando se detuvo hubieron más risas, pero éstas eran distintas.
—Ha sido increíble —balbuceó Joakim, con las mejillas encendidas.
—Lo has hecho tú —dijo Hayden al tiempo que le devolvía el violín—. Sólo te hace falta soltarte.
Amos también sonreía. Pero no con los ojos.
Condujimos hacia Standsted en silencio. Eran las tres de la madrugada y las carreteras estaban prácticamente desiertas. Cada vez que unos faros se reflejaban en el retrovisor se me secaba la boca y el corazón se me aceleraba al pensar que podía ser la policía. «Eso es lo que debe de sentirse al ser un criminal», pensé. Pero, por supuesto, ahora yo era una criminal. En las últimas horas había cruzado una línea para internarme en un mundo completamente distinto.
En un momento dado, Sonia me dijo que me detuviera frente a una hilera de casas con jardín. Salió del coche y tiró la bolsa de plástico llena de todo lo que yo había recogido en el piso en un cubo de basura que había en el asfalto. Lo empujó bien abajo y se secó las manos en los pantalones antes de meterse de nuevo en el coche. Yo seguí conduciendo; más adelante, nos detuvimos frente a otro contenedor y nos deshicimos de la alfombra.
—Para —me indicó Sonia de repente, al llegar a las señales que indicaban el aparcamiento de larga estancia.
Aparqué.
—¿Qué pasa?
—Hay cámaras en las barreras. Al sacar el tique para entrar, tienes una enfrente.
—Entonces no podemos entrar.
—Sí que podemos. —Abrió la guantera y sacó un par de gafas de sol—. Póntelas.
—Pero…
—Y ahora el pañuelo; póntelo en la cabeza. Oh, déjame a mí. —Me lo envolvió con fuerza y casi me ahogó con el nudo—. Ahora nadie te reconocería.
—¿Y tú?
—Yo me estiraré en el suelo. Vamos.
Se tendió en la parte de atrás del coche y yo entré en el parking. Cogí el tique, la barrera se levantó y seguí las señales hasta la zona D.
—¡Un momento! —dijo Sonia desde el suelo—. ¡Espera!
—¿Qué?
—Detente. Esto es una estupidez. No sólo hay cámaras en la entrada: están por todos lados. No hemos reflexionado bien sobre esto. No sé en qué estaría pensando.
—¿Qué quieres hacer?
—Y en el tren también. No podemos volver en tren a Londres. No deberíamos haber venido aquí.
—Pero lo hemos hecho. ¿Quieres que dé media vuelta y nos marchemos?
—No lo sé. —Por primera vez, parecía confundida—. ¿Tú qué crees?
—¿Qué creo yo?
—Sí. Venga.
—¿Dónde están las cámaras?
—¡Por todos lados! En el autobús del aeropuerto, diría. No estoy segura, pero creo que sí. Y en el aeropuerto mismo. Y en la estación. Y en el tren. Allí donde vayamos, habrá una fotografía de nosotras.
—Oh —dije. Mi cerebro funcionaba muy lentamente. Agarré con fuerza el volante y contemplé las innumerables filas de relucientes coches vacíos que se extendían en todas direcciones—. ¿Y si te bajas del coche y sigues sola? Yo lo dejaré en la zona D y luego… —me interrumpí.
—¿Sí? —siseó Sonia desde el suelo—. ¿Luego qué?
—Luego podemos encontrarnos en la parada de taxis.
—¿Taxis?
—Si yo dejo el coche aquí, con las gafas de sol y el pañuelo puesto, y tú te subes a la lanzadera y esperas en la parada; me reuniré contigo poco después y podemos coger un taxi juntas. De ese modo, nadie nos relacionará con el coche.
Se hizo el silencio.
—¿Sonia?
—Estoy pensando.
—No podemos quedarnos aquí sentadas.
—¿Así que nos separamos y luego volvemos a reunirnos?
—Sí.
—De acuerdo.
—Esperaré en la parada del exterior del aeropuerto.
—Vale.
—Espera: no llevo dinero encima.
—Tendremos que pedirle al taxista que me deje en casa para que pueda coger mi tarjeta, y que luego nos acompañe a un cajero para sacar el dinero.
—Bien.
—Si tengo suficiente en la cuenta.
—¿Y si no?
—Seguro que sí que tengo —afirmé, sin mucha convicción.
En cuanto llegamos a la zona D, Sonia pasó al asiento del acompañante, abrió la puerta y se deslizó fuera. A través del espejo vi cómo se alejaba con rapidez hacia la parada de la lanzadera. El aparcamiento estaba lleno y tuve que recorrerlo de arriba abajo entre las hileras de coches antes de encontrar un sitio. Me sentía muy extraña haciendo aquello sola. Notaba mi cuerpo sin huesos, ajeno a mí; mi corazón, enorme y pulposo. Respiraba de forma entrecortada. Puse marcha atrás y empecé a temblar tanto que tuve que detenerme y obligarme a respirar lentamente. ¿Y si tocaba otro coche y disparaba la alarma?
Muy poco a poco, entré en el sitio marcha atrás, puse el freno de mano, apagué las luces, hice girar la llave en el contacto y salí. Casi había amanecido. En el horizonte se distinguía una franja más pálida y las siluetas de los árboles empezaban a emerger. De repente me eché a temblar de frío. Me saqué las gafas de sol y las dejé en el asiento del acompañante; luego hice lo propio con el pañuelo y me rodeé el cuello con él, por encima del moratón. Me apoyé en el coche y esperé a que la primera lanzadera llegase y se marchara, llevándose a Sonia. Hasta que no llegó el siguiente autobús no salí del aparcamiento y me dirigí a la parada.
Subí al vehículo por la parte más alejada del conductor, de modo que no me pudiera ver bien. Al principio sólo estábamos y un hombre de mediana edad vestido con traje y con la cara hinchada de cansancio y yo. Unos minutos después, el autobús se detuvo y se nos unió una familia de cinco miembros que arrastraba unas enormes maletas con ruedecillas mientras discutían entre ellos. Yo era muy consciente de que no tenía el aspecto de alguien que está a punto de irse de vacaciones o de viaje de negocios. No llevaba equipaje, mis ropas eran ligeras y ni siquiera tenía una chaqueta. Sin duda llamaba la atención y resultaba escandalosamente sospechosa. Me metí las manos en los bolsillos, dirigí la vista al frente y traté de aparentar despreocupación. Ojalá mi pelo no hubiera sido tan corto y de punta; ojalá me hubiera sacado el pendiente de la nariz y no llevara unos tejanos rotos, con el dobladillo empapado, y una camiseta húmeda.
Al llegar a la terminal, dejé que todos bajaran del autobús antes que yo. Estaba cansada y abrumada y, al sumergirme en la multitud que se apartaba a empujones, me sentí como si me hallara bajo el agua. Todo aquello le estaba ocurriendo a otra persona, alguien que no era yo, que no había hecho las cosas que yo acababa de hacer.
Esperé un par de minutos y luego me puse en la cola de los taxis. Aún no había mucha gente (los vuelos nocturnos apenas empezaban a llegar) y Sonia era la tercera de la fila. Me acerqué a ella, me coloqué a su lado y ella asintió brevemente con la cabeza.
—Al centro de Londres —le pedí al conductor cuando nos subimos al taxi, y le di la dirección de Sonia.
—Podemos dejarte ahí y luego ir a mi casa. —Me incliné hacia delante y pregunté a través de la mampara—: ¿Hay algún problema si, al llegar a mi piso, espera un momento mientras subo a coger a mi tarjeta y luego me acompaña a sacar dinero?
Él se encogió de hombros.
—Mientras me pague… —contestó.
—Claro —dije yo mientras miraba el taxímetro, cuyos números corrían cada pocos segundos.
Ya le debía cinco libras con sesenta, y ni siquiera habíamos salido del aeropuerto.
—¿Cómo es que se han ido de vacaciones sin tarjeta de crédito?
—No estábamos de vacaciones —contesté—. Teníamos que encontrarnos con alguien.
Mi intención era contestar de la forma más vaga posible. Y poco interesante. No deseaba que nos recordara. Me acomodé en el asiento. Sonia tenía las manos cogidas en el regazo y los ojos cerrados, pero me di cuenta de que no estaba dormida. Abrí la boca para decirle algo, pero la volví a cerrar. Al fin y al cabo, ¿qué podía decir? La noche había quedado atrás. Así que cerré también los ojos y me dejé mecer por el traqueteo del trayecto. Al abrirlos otra vez, estábamos girando por la calle de Sonia.
Cuarenta y cinco minutos después, le había pagado al conductor cien libras y me encontraba en mi pequeño y asqueroso piso, muerta de cansancio y ardiendo de ansiedad.
Brindamos con las copas. El brazo de Neal casi tocaba el mío sobre la mesa y podía sentir su calidez junto a mí. Si colocaba mi mano en la parte de atrás de su cabeza, enrollaba sus oscuros rizos entre mis dedos, lo acercaba a mí y le besaba, sabía que me devolvería el beso. Me miraría con su sonrisa de ojos fruncidos, pronunciaría mi nombre como si lo estuviera aprendiendo. A lo mejor iríamos al dormitorio y él me bajaría la cremallera del cortísimo vestido verde (tres libras en la tienda local de Oxfam) y me lo sacaría por los hombros, y llegaríamos tarde al ensayo y todo el mundo sabría por qué, y Neal se sentiría avergonzado pero sería feliz, muy feliz. Lo sabía. Me recorrió un pequeño escalofrío de aprensión.
—Salud —dije.
—Salud.
No sonrió, pero se movió imperceptiblemente en la silla, de modo que nuestros brazos se tocaron. Durante un segundo todo colgó en el aire, pero entonces sonó mi móvil. Era Sally, que sonaba ocupada y emocionada y también un poco mandona; me pidió que comprara algo de limonada de camino porque había decidido hacernos unos Pimm’s ligeritos. Era un encantador anochecer de verano y por una vez Lola estaba con su abuela, así que tenía ganas de celebrarlo.
—Deberíamos irnos —le dije a Neal, y tendí la mano para ayudarle a levantarse.
Por un momento nos quedamos ahí de pie, cogidos de la mano, sonriéndonos el uno al otro. Luego él se llevó mi mano a los labios y me besó el dorso, y cuando me soltó yo le toqué la cara con suavidad con las yemas de los dedos. Podíamos esperar. Tenía todo el verano frente a mí.
Mientras andábamos hacia casa de Sally, él dijo:
—Durante mucho tiempo hubo otra persona.
—¿Ah, sí?
—Vivimos juntos casi tres años.
No me miraba a mí al hablar, sino al frente.
—¿En tu casa?
—Sí.
—Había pensado que daba la sensación de que allí vivía una mujer.
—Se le daban bien ese tipo de cosas.
—¿Y qué ocurrió? —Sabía que esto era una especie de confesión, algo que él tenía la necesidad de contarme antes de que siguiéramos avanzando. Su solemnidad me hizo sentir una pizca de aprensión—. ¿Por qué terminó?
—Ella murió.
—¡Oh! —Aquello resultaba tan inesperado, no otra historia de un ruptura difícil, sino algo mucho más descorazonador, que por un momento me quedé sin palabras—. Dios, Neal —logré articular—. Lo siento muchísimo. ¿Qué pasó? ¿Estaba enferma?
—Un accidente de coche.
—Eso… eso es terrible. ¿Cuándo ocurrió?
—Hace dos años. Algo más. Era febrero; las carreteras estaban heladas. No fue culpa de nadie.
—Qué cosa más triste —dije.
No sabía qué palabras utilizar. Me pregunté si debía detenerme y abrazarle, pero él siguió andando con la vista al frente.
—Ahora estoy bien —respondió, y añadió—: Desde entonces no he estado con nadie. —Soltó una risa extraña—. No sabía cómo hacerlo.
—Ya veo.
Y la verdad es que lo veía. Era como si me estuviera metiendo en la piel de una mujer muerta. Aquello no iba ser una despreocupada aventura veraniega con Neal, sino una empresa complicada. Mientras caminábamos, sentí que una pesadez se asentaba sobre mí, como una advertencia.
A lo mejor los Pimm’s no habían sido tan buena idea al fin y al cabo. Y no cabía duda de que de ligeros tenían poco. Hayden bebió bastante, lo cual no pareció hacerle efecto, pero también se dedicó a llenar el vaso de Joakim, que éste vaciaba con avidez mientras Guy lo observaba. Cuando Richard llegó a casa del trabajo se encontró a seis extraños (y a mí) haciendo un ruido terrible en la sala de estar que, a pesar de ser bastante grande, sin duda no lo era lo suficiente para una multitudinaria banda de bluegrass. Sally estaba tendida en el sofá con los brazos colgando y las mejillas sonrosadas.
—¿Qué está pasando? —le susurró en tono de enfado. Ella soltó una risita tonta y levantó los ojos al cielo mientras me miraba—. ¿Hay algo para comer? —le preguntó.
—¿Por qué no vas a echar un vistazo?
—Ya nos vamos —le dije a Richard—. Lo siento. Deberíamos habernos marchado antes. No ha ido muy bien.
—No ha estado tan mal —intervino Amos con lo que me pareció cierta agresividad.
—No ha estado tan bien —replicó Hayden mientras Richard abandonaba la habitación y empezaba a revolver cacharros y sartenes en la cocina.
Estaba sentado en el suelo con las rodillas dobladas. Casi no había tocado su guitarra en toda la tarde. Parecía cansado, tal vez un poco abatido.
—Al menos algunos de nosotros nos hemos esforzado.
—Deberías tratar de seguir el ritmo —replicó Hayden con amabilidad—. Joakim lo ha enfocado bien. Mira a ver si puedes copiarle un poco.
A Amos se le tensó el cuerpo entero. Sonia dio un paso adelante y le puso una mano en el brazo.
—A mí me ha parecido que lo hacías bien —le dijo en voz baja.
—Ha estado bien para ser un primer intento —intervino Neal, que estaba de pie a mi lado.
Mis dedos rozaron los suyos.
Hayden se encogió de hombros.
—Sí, bueno, tampoco es que tú estés en el grupo para hacer música, ¿no? No estamos todos ciegos.
—Hayden —intervino Sally desde el sofá—, cállate y sírvete otra bebida.
—A veces beber no te emborracha —contestó él—. Será mejor que me vaya.
Cuando se hubo ido, se hizo un pequeño silencio. Amos me miró.
—¿Vas a decírselo tú o lo hago yo?
—¿Decirle el qué?
—Que está fuera del grupo.
—Vamos, Amos, ¡es el mejor músico que tenemos!
—Y él lo sabe —señaló Sonia—. A lo mejor es demasiado bueno para nosotros.
—¿Cómo se puede ser demasiado bueno?
Sally se sentó de forma vacilante en el sofá, con el pelo revuelto.
Me costaba creer que se implicara en una discusión sobre quién debía estar en la banda y quién no. Sentí deseos de decirle que se callara, pero estando en su casa no habría sido adecuado.
—Somos afortunados de tenerlo —aseguré—. Cuando él no está, el grupo parece distinto.
—Es genial. —La voz de Joakim sonaba vehemente y un poco pastosa debido a los Pimm’s—. Toca muy bien. Si él se va, nosotros también, ¿verdad, papá?
—No seas estúpido —replicó Guy.
Me di cuenta de que estaba a punto de desencadenarse una discusión y alcé las manos.
—Iré a buscarlo y hablaré con él. No creo que sea muy consciente del efecto que tiene en la gente.
—Lo es —dijo Amos—. Estoy harto de él, me hace tocar fatal. Cuando noto que me mira es como si todos mis dedos fueran pulgares. Y lo hace adrede.
—Bonnie tiene razón —terció Neal—. Sólo dice lo primero que se le pasa por la cabeza.
—Igual que un niño —comentó Sonia, en un tono un poco despectivo.
Me puse la chaqueta y cogí mi banjo. Ya había tenido suficiente.
—Se lo explicaré. A lo mejor se limita a largarse y así nos resuelve el problema.
Me volví y les dirigí una última mirada mientras me marchaba: Neal parecía compungido, Amos echaba humo mientras Sonia ejercía en él su habitual efecto calmante, Joakim estaba rojo de excitación y enfado, Guy tenía un gesto severo y Sally parecía definitivamente borracha. Fue un alivio salir de allí.
Eran casi las siete de la mañana. El cielo estaba de un turquesa pálido y sólo unas delgadas capas de nubes amenazaban el horizonte. Era sábado 22 de agosto. En unas horas tenía que acudir a un ensayo. Permanecí de pie en la cocina y cerré los ojos. No pienses, no sientas, no recuerdes. Me bebí un vaso de agua fría y luego otro. El dolor de mis costillas y el del cuello parecían estar conectados, y sentía latir todo el cuerpo. Las llaves del coche y las del piso descansaban sobre la encimera de la cocina; las miré un momento. ¿Qué debía hacer con ellas? Con dedos torpes las separé, metí la del piso en mi llavero y jugueteé con la del coche entre mis dedos. Abrí la tapa de la papelera, pero cambié de opinión. ¿En una de las tazas? No, cualquiera podría encontrarla allí. ¿En la panera, en la caja vacía de galletas, el bote de porcelana que usaba para las flores, el armarito lleno de folletos? Al final, la dejé en el fondo del bote de azúcar. Me dirigí al lavabo y me quité la ropa. Me habría quitado también la piel de haber podido. Me di una ducha con agua que al principio me quemó pero que poco a poco se volvió tibia, y me froté todo el cuerpo, aunque evité el cuello. Me lavé dos veces el pelo. Cuando froté el espejo empañado vi que el moratón estaba aumentando de tamaño, como una mancha.
Me di cuenta de que me moría de hambre, pero la idea de comer me daba arcadas, así que me metí en la cama, aún envuelta con la toalla. Las tiras de papel que colgaban de la pared parecían piel. Me cubrí la cabeza con el edredón para no tener que verlas. Las imágenes cruzaban por mi mente sin que yo pudiera detenerlas. Sus ojos, su boca, su mano tendida hacia mí, su cuerpo despatarrado en el bote como un pez embarrancado, sus ojos muertos e inmóviles y su cuerpo sumergiéndose bajo el agua. El teléfono sonó y oí una voz que dejaba un mensaje. Sally. Tenía que llamarla en cuanto pudiera. Luego mi madre. Luego Sonia. El móvil vibró y oí el pitido a medida que llegaban los mensajes. Pasaron horas. A lo mejor me dormí. A lo mejor soñé que nada de aquello había ocurrido, pero entonces me desperté y supe que era cierto.
Él mantuvo la puerta abierta. No parecía en absoluto sorprendido de verme. Pasé por encima de un montón de cartas sin abrir y entré en una sala con cocina americana cubierta de ropa, libros, partituras, botellas vacías y marcas de tazas. Sobre la pequeña mesa había un cazo con arroz quemado. Él lo cogió como si no supiera qué era o cómo había acabado allí.
—No te preocupes por el desorden —dijo Hayden, dejándolo en una silla.
—No estaba preocupada. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—Una semana o así. Es de un amigo. O al menos creo que un amigo lo tiene alquilado. Estoy buscando algo más permanente. ¿Una cerveza?
—Vale.
Abrió una lata y esperó a que la espuma se introdujera de nuevo por la abertura antes de tendérmela. Le di un trago. Ya estaba un poco mareada por el vino que había tomado con Neal y por los Pimm’s de Sally. Hayden, en cambio, parecía completamente sobrio a pesar de todo lo que lo había visto beber. Se cogió una lata para él, se hundió en un sillón, se sacó los zapatos y los calcetines, y luego retorció los pies con gusto.
—Así está mejor. —Le dio la vuelta a la lata mientras yo lo observaba—. Si quieres hago algo para comer… —dijo—. O mejor, podrías hacerlo tú. Alguna fritanga, si Leo ha dejado algo en la nevera.
—No cocino —contesté, y me senté en el borde del sofá, frente a él.
—¿De verdad?
—De verdad.
—¿Por qué?
—¿Tú cocinas?
—No mucho.
—Pues ya lo tienes.
—Pero se me da bien comer lo que cocinan los demás.
Eso era cierto. Se comía cualquier cosa que le ofrecieran, como si siempre tuviera hambre y nunca acabara de llenarse.
—He venido a preguntarte algo.
—Déjame que lo adivine. Quieres que sea más amable con ese tío, ¿cómo se llama?
—Amos.
Yo sabía que lo recordaba.
—Sí, él.
—Le estás ofendiendo.
—Creo que es él quien se ofende a sí mismo, Bonnie. ¿Tú y él…?
—No estamos hablando de eso.
—Todavía está medio enamorado de ti, o sin duda no quiere que nadie más lo esté, y se esfuerza mucho por impresionarte, a ti y también a Sonia. No parece una situación muy cómoda, es como un funambulista que se bamboleara sobre una cuerda. Pobre tipo.
—En serio, no estamos hablando de eso.
—Una de las lecciones que te da la vida es que cuanto más te esfuerzas, peor impresión causas.
—Qué cruel.
—Cruel pero cierto.
—No lo creo.
Me miró un momento.
—A ti no te importa mucho lo que la gente piense de ti, ¿verdad? Y mira el resultado.
—Me preocupa tanto como a cualquiera.
—Y luego está Neal, por supuesto —continuó, como si yo no hubiera hablado.
—He venido para hablar del grupo.
—Si no vamos a comer una fritura, al menos tomemos unas patatas fritas. Creo que hay algunas en el armario.
Antes de darme cuenta de lo que hacía, me puse en pie y busqué obedientemente entre el revoltijo. Luego le lancé la bolsa.
—¿Tú no quieres?
—Soy vegetariana.
—El sabor a beicon ahumado no quiere decir que tengan beicon.
—Estás sembrando la discordia.
—Eso suena muy bíblico.
Abrió la bolsa, pero no se puso a comer.
—¿Qué sentido tiene humillar a la gente?
—No es mi intención. —Una expresión de perplejidad atravesó su rostro—. Pero el ruido que estaban haciendo allí era terrible, y a Amos la música no le importa lo más mínimo. Su única preocupación es su aspecto, causar una buena impresión. De pronto se me quitaron las ganas. ¿Quieres un cigarrillo?
—No fumo.
—No fumas, no comes carne. ¿Qué haces?
—Por favor, ¿te importaría tener más tacto?
—El chico lo hace bien.
—Joakim. Lo sé.
—Y tú, por supuesto.
Me sentí absurdamente halagada y de inmediato me molestó haberme sentido así. Por alguna razón, me levanté del sofá y me quedé de pie frente a él para hablar. Me sentí estúpida al hacerlo, mientras él se echaba atrás en el sillón y me sonreía como si yo fuera una actriz cómica a la que disfrutara mirando.
—Quiero saber si me ayudarás —dije en tono formal—. Ya sé que es una tontería. Sé que no somos muy buenos. Sé que no es importante, ni glamuroso ni un reto, y no hay razón alguna para que te impliques.
—Si no fuera —dijo él— porque sí hay una razón.
—Si no puedes sumarte y compartir el esfuerzo, será mejor que lo dejes. No hay problema, lo entendería. Pero no voy a dejar que molestes a todo el mundo sólo para divertirte.
—No puedo dejarlo.
—¿Qué quieres decir?
De repente me resultaba difícil hablar.
—Tú sabes lo que quiero decir.
Él seguía sin moverse y yo, también. Nos miramos el uno al otro. El corazón me latía dolorosamente en el pecho; sentía flojera en el cuerpo, y calor. No podía apartar la vista, pero no sabía cuánto tiempo podría permanecer de pie frente a él.
—No —conseguí articular al fin. Pensé en Neal. Fijé su imagen en mi mente. Recordé su sonrisa—. No lo sé.
Él alargó una mano y cogió la mía. Yo le dejé. Le dejé que tirara de mí.
—Mírate —dijo—. La quisquillosa Bonnie Graham.
—No lo soy.
—Única en tu especie.
Podría decir que no quería que ocurriese. Podría decir que me olvidé de mí misma, aunque ¿qué quiere decir eso, olvidarse de una misma, soltarse? Me sentía perdida, a la deriva en una oleada de deseo que me tomó tan por sorpresa como si me hubieran dado un puñetazo en el estómago. Me quedé sin aire y caí de rodillas junto al sofá con lo que sonó como un sollozo. Podría decir que no era mi intención, que no era yo, que sucedió y punto, pero fui yo quien cogió su cara, la cara de un extraño, entre mis manos y la sujeté durante lo que parecieron años, mientras era consciente del paso del tiempo, de los coches en el exterior, de las voces de la gente. Y al final él me besó, y yo a él. Sabía que esto era lo que había venido a buscar y sabía que él me estaba esperando.
—No —protesté mientras él me cogía y me tendía en el sofá.
Pero no lo decía de corazón. Sé que no lo decía de corazón, porque cuando él dijo: «¿Bonnie?», yo contesté:
—Sí, sí.
Me quedé tendida en la cama y contemplé la luz que brillaba detrás de la cortina y que proyectaba franjas sobre la alfombra. ¿Cuál era el plan? No había exactamente un plan. No había nada más que hacer. Nada excepto repasarlo todo una y otra vez, descubrir dónde habíamos cometido un error, porque siempre hay un error. ¿Estábamos seguras de que no nos había visto nadie? ¿Estábamos seguras de no haber dejado ningún rastro? ¿Habíamos elegido el sitio adecuado para dejar un cuerpo? ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que encontraran el coche? Ninguna de las dos tenía ni idea de cuáles eran los procedimientos del parking. La gente se va de vacaciones durante dos semanas, tal vez tres o cuatro. El aparcamiento se vacía y se vuelve a llenar igual que la marea que sube y baja. ¿Qué procedimientos siguen para detectar un coche abandonado? ¿Era posible que hubiéramos olvidado algo dentro? ¿Sería mejor volver al coche al cabo de una o dos semanas y cambiarlo de zona? Así podría comprobar si nos habíamos dejado algo. ¿O sería una estupidez?
Siempre se habla de cómo los criminales regresan al escenario del crimen; es casi como un proverbio. ¿Se trata de una fascinación que tira de ti como la gravedad? O quizá sea sólo la persistente sensación que te obliga a volver a casa para comprobar que no te has dejado el gas o la ventana abiertos. Era consciente de que se trataba de una forma de locura, porque estaba intentando recordar las cosas que había olvidado. ¿Cuáles eran las lagunas? ¿Qué objetos quedaban fuera de mi campo de visión? Y ¿qué había de mis cosas? ¿Adónde había ido a parar mi cartera?
Podía estar segura de que aquello sería lo mejor que podía pasar: que no ocurriera nada más, que no se descubriera nada. Tendría el resto de mi vida para tratar de pensar en los errores que había cometido, y no en las terribles cosas que había hecho.
Me sentía débil y temblorosa, como si hubiera pasado un día sin comer. Las baldosas parecían balancearse bajo mis pies desnudos mientras me dirigía al baño. De la alcachofa de la ducha apenas caía un hilillo de agua. Todo parecía levemente torcido y extraño, igual que cuando llegas a una ciudad extranjera y percibes la vida de un modo en el que no lo haces cuando estás en casa. Dirigí el agua a mi rostro, tratando de no mojarme demasiado el pelo; al final desistí, encontré algo de champú en el extremo de la bañera y me lo lavé. Tenía el cuerpo sensible y magullado, pero ¿cómo me sentía? ¿Qué sentía en mi cabeza? ¿Qué sentía en mi corazón? Me apreté el pecho con la mano y cerré los ojos. ¿Qué había hecho?
Había visto a Hayden en casa de Sally y me había dado cuenta de que, con su largo cuerpo y su aire de aceptación total, había ocupado el espacio. Si había comida, la comía, si había un sofá, se sentaba en él; se sentaba en él de una forma tan concluyente y definitiva que no quedaba espacio para nadie más. Parecía vivir en un perpetuo presente. El pasado resultaba algo olvidado o negado, el futuro, era inimaginable e ignorado; las causas y los efectos resultaban irrelevantes para él. Lo que había ocurrido entre nosotros existía en ese mundo de momentos desconectados, sin contexto ni significado. ¿Era así como debía tomármelo? ¿Recoger mi ropa y marcharme mientras amanecía y los árboles empezaban a cantar, fingir que éramos desconocidos la próxima vez que nos viéramos?
Con Amos, el sexo había constituido una parte natural de nuestra vida, cosida al tejido de las cosas. Pasábamos tiempo juntos: íbamos al cine, a conciertos, a pubs y discotecas, quedábamos con amigos, comíamos por ahí o en casa, íbamos de paseo, nos abrazábamos, nos cogíamos de la mano, hacíamos el amor. Pero esto… esto no sabía lo que era. Era como si yo fuera un pedazo de comida, una extraña y encantadora delicatessen que Hayden había encontrado, deseado, cogido y comido con gran cuidado y un placer exigente; algo íntimo y aun así impersonal.
Encontré una toalla y me senté en el borde de la bañera; me sequé con cuidado, incluso la planta de los pies, y traté de pensar en lo que sentía y sentir lo que pensaba. No estaba segura de la diferencia. Con Amos había estado claro: a veces bien, a veces no tanto, a veces tierno, a veces más apasionado, a veces algo que no acababa de funcionar y sobre lo que podíamos hablar. Pero ¿y esto? ¿Cómo había sido para mí? No podía explicarlo. Ni siquiera sabía si deseaba que no hubiera ocurrido, o si me alegraba. Me había resultado nuevo, como algo que nunca antes hubiera hecho. De algún modo, la red de seguridad había desaparecido.
Al regresar a la habitación envuelta en la toalla, Hayden tenía la cabeza vuelta hacia mí, pero aún estaba demasiado oscuro para distinguir si tenía los ojos abiertos. No habló ni se movió.
Tuve que arrodillarme en el suelo y buscar mi ropa debajo de una silla y del sofá. Resultó difícil encontrarla en medio de aquel desorden. Mis medias estaban hechas una bola con las bragas dentro. El sujetador y el vestido estaban en el otro extremo de la cama. Mis zapatos habían salido despedidos en diferentes direcciones. Lo junté todo en un montón y luego, lentamente, me lo fui poniendo con mi cuerpo encarado hacia Hayden. Ahora apoyaba la cabeza en las manos y yo podía sentir que me estaba observando. Me lo imaginé sin parpadear, inexpresivo; en la oscuridad, me sentí más expuesta de lo que me había sentido nunca. Mientras me ponía la ropa, me imaginé que él me la quitaba con una atención deliberada, como si yo fuera algo precioso y pudiera romperme.
Cuando hube terminado, pasé junto al sofá y me senté a su lado.
—Me voy —dije.
—Aún no es de día.
—Es un paseo corto.
—Quédate mientras tanto. Nadie debería estar solo de madrugada.
—¿Es eso cierto?
—Desnudo en la oscuridad y sin lugar donde esconderse. —Se hizo a un lado—. Por favor, túmbate un rato a mi lado.
Así que volví a tenderme en el sofá y abracé su cuerpo desnudo contra mi cuerpo vestido; pasé mis manos por su espalda y mis dedos por su pelo y sobre su cara. Tenía las mejillas húmedas.
—No te preocupes —dije ridículamente, al tiempo que lo acercaba más a mí—. No estés disgustado. Va a ir bien. Todo va a ir bien.
—No lo hagas —dijo él.
—¿Que no haga el qué?
—No te impliques conmigo. No soy bueno para nadie. Te fallaré.
—¿Quién se ha implicado?
Deseaba más que nada un poco de luz.
—Te estoy avisando, Bonnie. No deberías, de verdad que no.
Nos quedamos allí hasta que la luz se coló entre las cortinas. Su respiración se hizo más profunda mientras se quedaba dormido, pero yo estaba desvelada y le contemplé durante mucho rato: el modo en que sus ojos se movían en sueños y su rostro se suavizaba y se relajaba. Luego le desperté, o le desperté a medias, porque apenas abrió los ojos, aunque sonreía, y volví su cuerpo hacia el mío. Me desabroché la camisa y los dos nos sumergimos juntos en las aguas oscuras, adormilados y llenos de un deseo lento e intenso. Después me levanté en silencio y me marché, cerrando con firmeza la puerta tras de mí.
¿Qué hora era? Me senté y miré el despertador digital, cuyos números verdes brillaban débilmente bajo la luz que se filtraba por las finas cortinas. Ojalá hubiera estado oscuro, la habitación fresca y llena de sombras, pero eran las dos de la tarde y el calor oprimía las ventanas. Estaba sudada; necesitaba otra ducha. El teléfono volvió a sonar y oí la voz de Sonia. Algo acerca del ensayo. Me recorrió un escalofrío: al cabo de una hora teníamos ensayo. Estaríamos todos allí, menos él. Pero su ausencia sería como un agujero negro en el centro de la habitación que lo absorbería todo. Todo el mundo lo sabría; todo el mundo me miraría. Tendría que fingir que no sabía dónde estaba. No intercambiar miradas con Sonia. Aparentar perplejidad, resignación, irritación. Una habitación llena de mentiras, tanta gente involucrada en esta terrible farsa. Enfrentarme a sus ojos. Encogerme de hombros. Sonreír. Tocar el banjo. Tapar el silencio donde debería haber estado su música.
Salí de la cama, me puse un viejo par de pantalones a rayas de algodón, lo bastante sueltos como para no rozar mi piel irritada, y una blusa larga y blanca, parecida a un camisón, con un cuello alto que me abotoné hasta arriba para esconder el cuello y manga larga. Quería taparme y aquel conjunto, que me daba un aspecto a medio camino entre una camarera y un preso, fue lo mejor que se me ocurrió. Me humedecí el pelo y me lo cepillé hasta que me quedó liso. Ahora me parecía un poco a un adolescente después de una juerga.
Hoy el ensayo era en otra casa: un amigo que había accedido a regañadientes a que invadieran su tarde del sábado. Me eché un último vistazo en el espejo para asegurarme de que no quedaba ningún misterioso rastro de culpa sobre mí, cogí el banjo en su funda y me marché.
Escuché la voz de Neal en el buzón de voz de mi móvil mientras recorría a primera hora de la mañana el par de kilómetros de regreso a casa; las estrellas se desvanecían en el cielo despejado y la luna colgaba justo por encima de los tejados.
—«Si no vuelves muy tarde de arreglar las cosas con Hayden, a lo mejor podríamos quedar. Podría llevarte a cenar por ahí. Dime algo».
Su tono era cálido, impaciente. Teníamos un acuerdo.
—«Bonnie. —La voz de Neal en el contestador de casa—. Llámame cuando oigas esto. Tengo muchas ganas de verte. No te preocupes por la hora». —Había una pausa, y luego su voz se trababa—: «De todas formas no puedo dormir. Estoy pensando en ti».
Neal era educado, servicial y algo tímido. La mujer a la que amaba había muerto en un accidente de coche. Le resultaba difícil mostrar sus sentimientos. Ahora, sin embargo, me los estaba mostrando a mí. Se sentía feliz por lo que sabía que estaba a punto de ocurrir entre nosotros. Y esa noche yo lo había abandonado, había ido a casa de Hayden y me había acostado con él.
¿Seguía queriendo que pasara algo con Neal? ¿Quería que pasara algo más con Hayden? Me senté en el borde la cama, me saqué los zapatos y me froté los pies doloridos. ¿Qué había hecho, y por qué? No lo sabía. No sabía nada. El cuerpo me dolía y me resultaba extraño, como si lo que había sucedido con Hayden lo hubiera cambiado de alguna forma. El mero hecho de pensar en él hacía que me recorriera un temblor de deseo.
Llamaría a Neal al día siguiente, aunque hacía rato que hoy se había convertido en mañana. Le diría… ¿qué? Que estaba enferma, que tenía la gripe. Eso es lo que haría. Durante un día o dos lo aplazaría todo, me escondería de él y de mí misma.
Sola en casa de mi amigo, dejé la botella de vino que le había llevado en la mesa de la cocina y fui a esperar a la sala. Me senté en el sillón, luego me puse de pie y eché a andar, examinando los libros de los estantes, las fotos que había sobre la repisa de la chimenea. Eran las tres y cinco. A aquellas horas ya debería de haber llegado alguien. ¿Habría entendido mal la hora?
A las tres y diez sonó el timbre; era Sonia. Llevaba una falda negra larga hasta el suelo, una camiseta amarillo pálido y el pelo recogido. Se la veía fresca y limpia, fuerte, cómoda. Yo no tenía ni idea de qué hacer, qué decir, cómo comportarme. Quería deshacerme en llanto y que ella me abrazara y a la vez deseaba que actuara como si nada hubiera ocurrido, para que así la noche pasada pudiera convertirse en un sueño que se marchitara a la luz del día.
Ella me echó una mirada valorativa y asintió levemente con la cabeza.
—Bien —dijo—. Tenía miedo de que no aparecieras.
—Casi no lo hago.
—¿Ha llegado alguien?
Nos quedamos de pie en la habitación, como anfitrionas esperando a que empezara una fiesta. Ninguna conversación hubiera podido no parecer artificial. Tuve la acuciante sensación de que nuestra amistad iba a terminar debido a la magnitud de lo que había hecho por mí, un favor que eclipsaba todo lo demás.
—Sonia —empecé, y el timbre volvió a sonar: tres cortas ráfagas de sonido.
A pesar del calor que hacía, Joakim vestía una gruesa sudadera con capucha, cuyas mangas le cubrían las manos. Llevaba el violín metido debajo de un brazo y tenía la cara blanca como la tiza, con manchas violáceas bajo los ojos. Gruñó una especie de saludo.
—¿No viene tu padre? —pregunté.
Gruñó algo más.
—Tienes mal aspecto —comentó Sonia en tono alegre.
—Estoy hecho una mierda —respondió Joakim, que se dejó caer sobre el sofá—. ¿Dónde está todo el mundo? Creía que sería el último.
Se acurrucó contra los cojines, como un animal que se retirara a su madriguera.
—Te hace falta un café fuerte —dije.
Fui a la cocina y, cuando el timbre sonó de nuevo, me quedé allí y dejé que Sonia abriera. Oí murmullos, pero no supe quién había llegado hasta que llevé el café de Joakim a la sala. Era Guy, con lo que pasaba por un atuendo informal: tejanos planchados y una camisa azul de manga corta. Entró con su batería, me hizo un gesto seco con la cabeza y centró su atención en Joakim.
—¿Dónde demonios estabas?
Joakim se encogió de hombros.
—Por ahí.
—¿Y no podías habernos llamado? Tu madre estaba histérica.
—Tengo dieciocho años. ¡Dios!
—Sigues viviendo con nosotros y, mientras lo hagas… ¿Qué ocurre?
—Me encuentro un poco mal.
—Oh, por el amor de Dios.
—El baño está por ahí —señalé, y Joakim se puso de pie.
Alguien aporreó la puerta, ignorando el timbre; esta vez fui yo a abrir. Me aparté de Neal para no tener que afrontar su mirada. La voz me salió ronca. No sabía cómo era posible que mis piernas se mantuvieran firmes.
—Siento llegar tarde —se disculpó.
No le contesté; lo único que quería era decirle que se fuera, que me dejara en paz. Me resultaba imposible estar a su lado mientras él me miraba con sus ojos oscuros y comprensivos.
—¿Soy el último?
—No. Aún estamos esperando. —Entonces lo miré al fin, y él también me miró a mí; por un momento, nos quedamos los dos de pie en medio de la habitación mirándonos mutuamente. Un pequeño tic se me disparó justo debajo del ojo izquierdo; seguro que todos podían verlo bailar sobre mi mejilla, una prueba de mi culpabilidad—. Esperando a Hayden y a Amos —dije, o me obligué a decir.
Las palabras sonaron demasiado altas en el silencio que se había hecho de repente. Sonia se acercó a mí y me puso una mano en el hombro. Poco a poco, la habitación pareció volver a su sitio. Bajé la vista. Notaba un latido en la cara. Joakim entró trastabillando en la sala, más pálido que nunca.
—A lo mejor deberías irte a casa —dijo Sonia.
—No. —El tono de Guy era cortante—. Se comprometió a estar aquí. Una promesa es una promesa.
—El chico se encuentra mal.
—Lo que le pasa a mi hijo es que tiene resaca.
—Todos hemos pasado por eso —le dijo Neal en tono comprensivo a Joakim, que había vuelto a tirarse sobre el sofá.
—¿Dónde están? —Guy se miró el reloj y soltó un hondo suspiro de exasperación—. Por el amor de Dios, ¿por qué no podemos llegar por una vez a la hora que hemos quedado? El tiempo de todos es muy valioso.
—A lo mejor deberíamos empezar sin ellos —señalé.
—¿Para qué?
—Al menos podríamos afinar —dije, y me dirigí a la funda de mi banjo.
A través de la ventana delantera vi a Amos que se acercaba lentamente por la calle hacia la casa. Llevaba su guitarra a la espalda, a modo de mochila, y las manos metidas en los bolsillos. Iba cabizbajo y con el ceño levemente fruncido, como si estuviera sumergido en profundos pensamientos. Yo me peleé con el cierre de la funda. ¿Por qué no se daban cuenta? ¿Cómo era posible que no lo supieran? El timbre sonó y Neal fue a abrir.
—¿Dónde estará Hayden a estas horas? —me oí decir a mí misma.