1966
TALLIN
República Socialista Soviética de Estonia
El camarada Parts observaba con atención a su mujer desde la ventana del segundo piso. Sentada en el banco del parque, parecía tranquila. Ni siquiera cruzaba las piernas, mantenía los pies juntos, y los brazos reposando a los lados. La paciente sentada a su lado estaba fumando, daba caladas con gestos irascibles, pero su mujer no se volvía hacia su vecina de banco. Parts sólo veía su rostro de perfil, su cuerpo se había ensanchado visiblemente. Jamás la había visto tan inmóvil, como una estatua de sal.
—Qué cambio tan notable —observó—. Antes fumaba sin parar.
—Sí —respondió el médico jefe—. El tratamiento agresivo con insulina ha ayudado. Aún no estamos seguros del diagnóstico. Podría ser neurastenia. O psicopatía asociada a alcoholismo crónico. O psicopatía asténica. O esquizofrenia paranoide.
Parts asintió. Durante su última visita el médico le había comentado las pesadillas de su mujer. Entonces no le habían permitido verla, los efectos secundarios de la medicación habían sido molestos, las alucinaciones habían empeorado. Por otro lado, el tratamiento aún se encontraba en su fase inicial. El médico la consideraba un caso interesante: nunca se había encontrado con un paciente cuyos delirios se centraran tanto en los horrores nazis. El síntoma más normal de una mujer era el instinto de protección, unas veces hacia una cosa y otras hacia otra, aunque por lo general se manifestaba en mujeres que habían perdido a un hijo trágicamente. El médico jefe quería seguir hablando de la esposa de Parts. De hecho, le ofreció una silla a éste. Aunque él deseaba irse, se apartó de la ventana y se sentó cortésmente. Tal vez el hombre se imaginaba que, como marido y pariente más cercano, requería una atención especial. Parecía lamentar que precisamente una paciente como aquélla fuera a ser trasladada. En Paldiski 52 muchos pacientes nunca recibían visitas.
—¿Han aparecido nuevos delirios? —se interesó Parts.
—Por el momento no. Espero que sus amigos imaginarios desaparezcan conforme avance el tratamiento. La fantasía de una hija se ha mantenido, en los días más animados conversa sin cesar con ella, le pregunta por los estudios, le da consejos de belleza y le sugiere peinados apropiados para el pelo rizado… ese tipo de cosas. Al contrario que otros seres que imagina, la hija no despierta en ella un instinto agresivo. Más bien siente orgullo, se imagina que la chica estudia en la universidad.
—Tal vez fue precisamente su esterilidad lo que desencadenó la enfermedad —opinó Parts—. Nunca quiso ver a un especialista, aunque yo le insistía mucho. ¿Habría podido evitarse esto si ella hubiese recibido el tratamiento a tiempo?
Parts impostó la voz apropiadamente, como si se esforzara por reprimir su conmoción, aunque en realidad sentía alivio. Según deducía de las palabras del médico, su mujer se había convertido finalmente en una loca de remate. El hombre se apresuró a decirle que no tenía nada que reprocharse, aquéllos siempre eran problemas delicados.
—El Ministerio del Interior sugirió Minsk. Al fin y al cabo, no está muy lejos —comentó Parts.
—No tiene por qué preocuparse, los nuevos hospitales especializados en psiquiatría han avanzado mucho. Su mujer recibirá el mejor tratamiento posible.
Parts dejó sobre la mesa del médico una cajita de bombones Kalevi y una malla de naranjas. Por su parte, nunca pediría que mandaran a su mujer de vuelta a casa. Dada la tranquilidad que ahora reinaba en su hogar, esa idea se había convertido en algo evidente, transparente como el cristal. Qué sentimental y cauteloso había sido: debería haberla internado mucho antes.
Era una mañana excepcionalmente nítida, de una luminosidad estimulante. Las ardillas del parque acompañaron a Parts mientras se alejaba de Paldiski 52 disfrutando de la idea de que no tendría que volver a ver a su mujer. Ése era el final y el principio. Su paso se aligeró cada vez más, y decidió dar un largo paseo; le apetecía caminar, se sentía como un globo empujado por la brisa. La primera edición del libro tendría una tirada de 80.000 ejemplares, de las chapuceras obras de Martinson sólo sacaban 20.000. Y ya estaban imprimiendo más, en previsión de un segunda. Al día siguiente empezaría la venta en las tiendas especiales y él iría a comprar carne picada. Al cabo de un mes se marcharía a la RDA, donde habría una edición de 200.000 ejemplares, y después a Finlandia, donde el libro también se publicaría. Entonces conocería a gente, establecería nuevos contactos… Pero hoy, hoy se tomaría el día libre. Al fin y al cabo, ¡había cosas que celebrar! Animado, decidió echar un vistazo al desarrollo experimentado por la ciudad y tomó la nueva línea de trolebús entre el hipódromo y el Estonia, compró un helado y continuó caminando. Se percató de que había andado hasta Mustamäe, pero no estaba cansado, los estudiantes iban y venían, aunque eso ya no le molestaba, al contrario, sentía que formaba parte del grupo, también él se encontraba al inicio de su vida. El sol se filtraba entre las nubes y el viento despejaba con furia el cielo, tornándolo claro, el silicato lo deslumbraba y se hizo visera con una mano. Tras un matorral, una bandada de palomas levantó el vuelo; él se volvió en su dirección pero no vio nada, el cielo estaba demasiado blanco. El aire se había aclarado, inmaculado como una pared encalada, como la lívida piel de Rosalie frente a la pared encalada de la cuadra cuando se volvió y miró a Edgar, enfadada, muy enfadada y pálida.
—¿Qué te traes entre manos con los alemanes? Te he visto —susurró ella.
—Nada. Negocios.
—¡Les entregas comunistas!
—¡Creía que eso te alegraría! ¿Qué hacías tú allí? ¿Sabe Roland que su prometida va a la casa de los alemanes por la noche?
—Sólo estaba de visita en casa de Maria, la de la destilería.
—Entonces, ¿por qué no se lo has contado a Roland?
—¿Y cómo sabes que no se lo he contado? Leonida no siempre tiene fuerzas para llevar víveres hasta la destilería. Mis piernas son más jóvenes.
—¿Quieres que se lo pregunte? ¿Quieres que le diga que estás harta de esperarlo en casa?
—¿Y tú quieres que yo le cuente a tu mujer que has vuelto a casa?
—Pues cuéntaselo.
—No quiero hacerle daño —repuso Rosalie—. Eso es cosa tuya. Mejor para ella vivir sin un hombre impotente, un enfermo.
—¿Qué insinúas?
—Me he fijado en cómo mirabas al alemán con quien trapicheabas. Lo he visto marcharse.
—¿Acaso en tu mente enferma mirar está prohibido? ¿Y qué estabas haciendo tú allí? ¿Qué mirabas tú? ¡Yo he visto cómo lo mirabas!
—Lo he visto marcharse de aquí, ha salido de detrás de la cabaña. He sido testigo. Lo sé, ¿comprendes? Juudit no lo entiende, no quiere entenderlo, no se da cuenta, nunca ha oído hablar de una enfermedad como la que padeces. Pero yo sé que hay hombres así, como tú. He estado pensando, he pensado mucho, he reflexionado. Juudit se merece otra cosa, ¡algo mejor! Le aconsejaré que anule vuestro matrimonio. Hay razones válidas: un marido anormal es un buen motivo, esa enfermedad que te hace incapaz de cumplir con tu deber, darle hijos como corresponde a un marido. Me he informado sobre el tema. ¡Es una enfermedad repugnante!
Su rostro estaba arrugado, las arrugas iban enrojeciendo, sus bordes blancos se agrietaban, rezumaban asco. Aunque esa clase de emociones no encajaban con el carácter de Rosalie, que era una muchacha alegre, pero… su repugnancia era mayor, invencible.
El cuello de Rosalie era frágil como las ramitas de aliso. Como las que meses más tarde ella habría utilizado para la escoba con la que limpiaría las paredes de la cuadra antes de encalarlas. Luego removería el agua con cal, repiqueteando en el cubo, empuñaría la nueva brocha hecha por Roland a principios de la primavera con crin de caballo, y daría brochazos en las paredes hacia la luz, más blancas, cada vez más blancas, hacia la luz, con aquellos delgados dedos que Roland tanto amó.