1965
PUEBLO DE TOORU
República Socialista Soviética de Estonia
El camarada Parts se colocó al final de la cola; las mujeres con pañuelos en la cabeza se volvieron. No conocía a nadie en el pueblo, tampoco había estado nunca por esa zona y no había tenido tiempo de prepararse mentalmente para la misión. Todo había ido tan rápido… de repente se había visto sentado en un vehículo del departamento rumbo al campo. En la Oficina nadie le había insinuado que sabían que los caminos de la señora Vaik o de Marta se habían cruzado con los suyos en el pasado, pero no se le ocurría otro motivo por el que le hubieran encargado la profilaxis precisamente a él, cuando no formaba parte de sus atribuciones. Marta Kask tenía previsto acudir al pueblo el día de mercado, igual que los demás. Había un gran bullicio de gente. Algunos hombres llevaban a la espalda costales de pan para las vacas. Y pasaban ciclistas cargados de botellas de leche vacías.
Reconoció a Marta sin dificultad.
—Marta, ¿eres tú?
La mujer se sobresaltó y abrió los ojos como si Parts hubiese arrojado una piedra a la superficie de un lago, instante en que la inseguridad de él se esfumó. Marta no sabría utilizar en su beneficio lo que sabía, no comprendía que era un material con el que negociar, salvar a su hija, chantajearlo a él con aquellas sesiones de espiritismo en compañía de los hombres de Berlín. Parts estaba seguro de que ella ignoraba el valor de su información. Al dar el primer paso en su dirección sintió lástima, pero enseguida puso manos a la obra, se abrió camino entre la gente, comentó la extraña coincidencia y le dijo que se quedaría allí sólo hasta el día siguiente, por asuntos relacionados con la reorganización del profesorado de la República Socialista Soviética de Estonia.
—Quieren trasladar la formación de profesores de historia a Moscú, pero dudo que tenga éxito. —Parts se rió y le guiñó un ojo—. No lo permitiré. Bien, ¿nos tomamos un café juntos, ya que nos hemos encontrado después de tanto tiempo?
Marta miraba a su alrededor, buscaba a alguien, pero ¿a quién? Parts imaginó que deseaba enviar un mensaje. Cuando un chiquillo conocido se acercó a ella corriendo, Parts se adelantó y le puso tres rublos en la mano.
—El día de mercado los niños también tienen derecho a llevarse un dulce a la boca, ¿verdad? Mañana iré a inspeccionar tu escuela. Ve a decirle a tu maestra que seguramente todo irá bien.
El niño se esfumó.
—¿Por qué esa expresión tan desanimada, Marta? —La miró a los ojos, observó los movimientos de sus pupilas, el cambio del peso de una pierna a otra, cómo se ajustaba el borde del pañuelo en la sien—. Qué casualidad encontrarnos así. Y qué suerte. Como viejo amigo de la familia debo decir que estamos algo preocupados por tu hija. Evelin, ¿no?
—¿Preocupados? ¿Por Evelin? —La voz de Marta se agrietó como la superficie helada de un lago.
—El Ministerio de Educación es un excelente lugar para trabajar. Con vistas al futuro de nuestro país, tenemos una enorme preocupación por el porvenir de nuestros jóvenes. Resulta muy triste que una joven vida tome el camino equivocado. Habrás oído hablar del desfile de la asociación de estudiantes, ¿verdad?
Marta se asustó ante la pregunta, no sabía si asentir o negar, y guardó un silencio demasiado largo.
—Naturalmente, Evelin es una joven inocente, pero las compañías que frecuenta… Su novio fue detenido.
Marta pareció tambalearse.
—Ven, sigamos hablando mientras tomamos un café. —Parts señaló significativamente a la multitud. Ella miró de nuevo alrededor como requiriendo ayuda—. Si quieres, haz primero las compras, y luego vamos.
Marta parecía clavada en su sitio. Cuando Parts le dio un empujoncito para conducirla hacia la cola, ella obedeció como un cordero. En el mostrador el ábaco se movía veloz, sólo quedaban cuatro manitas de cerdo, el papel de envolver crujió, Marta se tiraba del pañuelo, ajustándoselo, remetiendo los mechones húmedos; una gota de sudor le resbaló por la sien como una lágrima. Parts, a su lado, sonreía cortésmente a cuantos se abrían paso hasta el mostrador. Alguien se acercó a Marta y le comentó que su marido había sido el primero de la cola esa mañana. Ella asintió. Parts la miró interrogante.
—Las compras siempre son cosa de las mujeres —explicó ella.
Parts adivinó a qué se refería: su marido había ido por la mañana por el aguardiente y se había olvidado del resto. El mismo problema en todas partes, en cada koljós. Los días de mercado o de cobro a nadie le interesaba trabajar, incluso las vacas se quedaban sin ordeñar. El camarada Parts se animó, todo iba bien.
La ayudó a apilar los botes de nata agria en la bolsa y la condujo fuera. Marta se tambaleaba, la bicicleta que empujaba se ladeaba, la bolsa tintineaba, las paredes de silicato del centro del pueblo rezumaban de frío. El aire olía a nieve y tierra helada. El ambiente era opresivo, Parts estaba de buen humor. Marta condujo la bicicleta hacia el sendero del patio. Volutas de humo se elevaban de la chimenea, en la cuadra se oían mugidos. Los troncos encalados de los manzanos formaban rayas en la huerta.
—Está todo tan desordenado… —dijo ella—. ¿Y si…?
—No pasa nada, querida Marta.
Ella echó un rápido vistazo a la sauna y Parts se detuvo bruscamente. Se dio la vuelta y echó a correr hacia allí. Marta lo siguió y lo aferró por la manga del abrigo. Parts se zafó de ella de una patada, dejando su grito tras de sí, y abrió abruptamente la puerta de la sauna. Roland dormitaba en un banco, con los tirantes bajados y la boca entreabierta. Roncaba.