1965

TALLIN

República Socialista Soviética de Estonia

Todo fracasó. Rein y los otros tres organizadores del desfile fueron detenidos. Evelin temblaba en la cama bajo el edredón, el silencio de la residencia aplastaba el techo de la habitación, aún le parecía oír los gritos: «¡La milicia, la milicia!» No quería salir de su cuarto, se imaginaba que la cocina estaba llena de cuchicheos. No tenía noticias, no sabía dónde estaba Rein ni lo que ocurriría. Pero sí lo que no ocurriría: él no volvería a estudiar, aunque eso ya lo sabían todos, no había nada que cuchichear. ¿Debería irse a casa, podría, o se presentaría la milicia allí para llevársela y la expulsarían de la residencia, de la universidad? Su madre no lo resistiría, no, no podía regresar a casa y contárselo. Sería incapaz de encontrar las palabras adecuadas. ¿Acaso iría Rein a la cárcel, o al ejército, o a la cárcel y al ejército, o a un manicomio? Evelin se incorporó de un brinco: ¡al manicomio! Oh, no, era lo que le había ocurrido a aquel escritor de octavillas. Buscando su máquina de escribir, habían puesto patas arriba toda la residencia masculina, cada habitación, las mil camas, los mil armarios. La máquina de escribir no la encontraron, pero al chico sí, y lo internaron en Paldiski 52: después, ya no se supo más de él. Rein estaba loco, ella tenía razón, se había enamorado de un loco y había permitido que la arrastrara en su locura. Había puesto en peligro su vestido de graduación y convertirse en una de las estudiantes de último curso con gorra descolorida y plumas gastadas, convertirse en ingeniera. Rein y ella jamás volverían a verse, no compartirían sábanas propias, no tendrían cactus en el alféizar, un armario lacado, no necesitaría pensar si dejar que le quitara las enaguas. Debería habérselo permitido. Debería haber elegido a alguien del Partido. Hacer caso a la muchacha que le dijo que Rein era una mala elección, pensar en sí misma: quiero licenciarme, quiero una familia, quiero un hogar, quiero casarme, quiero un buen trabajo. Se precipitó al armario. No había nada que pudiera inculparla, lo sabía, pero pronto vendrían a registrar armarios, camas y almohadas. Arrojó sus cosas a la maleta de cartón, se calzó con prisa, salió y corrió a lo largo del pasillo y escaleras abajo. Desde las habitaciones, las chicas se asomaban, sentía las miradas en su espalda, se le clavaban como espinas, sus pasos resonaban en sus oídos. Corrió paralela a la valla, la valla al otro lado de la cual trabajaban los presos, tal vez Rein estaría pronto allí, o ella. Corrió más rápido, la maleta pesaba, pero continuó, el miedo la condujo hasta la parada y el autobús 33, atestado de obreros de la fábrica. Subió y se abrió paso a empujones. El autobús se puso en marcha y ella se reclinó sobre el fardo de un babuchka, un anciano, envuelto en una sábana blanca. Era de esos sacos blancos rebosantes de artículos comprados en Estonia que los rusos cargaban hasta la estación de ferrocarril, rumbo a Siberia. Allí acabaría ella también, allí la llevarían, el rechinar de sus dientes era el rechinar de los raíles y en su espalda rechinaba el miedo, presto a clavarse en ella, a hundirle su aguijón en la carne… Pero aún no, aún no, primero a casa, quería ver su hogar antes de que fueran a por ella, pues irían, siempre lo hacían. Tal vez ya estuvieran esperándola allí. Ahora sus ojos estaban secos, aunque se habían humedecido, como los de Rein, al contemplar la fila de antorchas cuando el desfile había bajado bordeando Kiek-in-de-Kök. Se habían estrechado las manos, todo había transcurrido en calma. Rein había recordado el levantamiento de la noche de San Jorge: también entonces las antorchas de los esclavos se habían alzado en la oscuridad. Pero todo había acabado en un baño de sangre, ¿cómo es que ella no lo había recordado? Tendría que haberse acordado al escuchar a Rein hablando de ello, recordar y no sonreír cuando empezaron a marchar por la calle Narva rumbo a Kadriorg, cantando Saa vabaks Eesti meri, saa vabaks Eesti pind. Sin embargo, había sonreído y vitoreado junto a los demás como una necia, hasta que oyó que alguien gritaba «¡La milicia!», y la chica que caminaba delante de ella se quitó de repente los zapatos de tacón y echó a correr hacia una callejuela, y la gente se precipitó en sentido contrario, hacia ellos. Las antorchas cayeron, «¡La milicia!», y su mano se separó de la de Rein, lo perdió de vista y echó a correr, «¡La milicia!», siguió corriendo sin rumbo hasta acabar ante las escaleras de Patkuli, cerradas por las noches, y entonces trepó por la verja y se acurrucó en los escalones esperando que la barahúnda se disipara.

Conforme se acercaba a su hogar, comprendió que no podía hacerles eso a sus padres, permitir que fueran a buscarla a casa. Todos lo verían, el pueblo entero sería testigo. Así que regresó a Tallin.