1965
PUEBLO DE TOORU
República Socialista Soviética de Estonia
Su padre yacía sobre la hierba otoñal con un hilillo de baba en la comisura de los labios. En el bolsillo del pantalón llevaba una pistola, Evelin lo sabía. Sin despertarlo, pasó por encima de él, franqueó el umbral y entró en el porche. Su padre no utilizaría su arma, no de verdad. Riksi, que la había esperado en la parada del autobús, se coló en la cocina entre sus piernas. Su madre salió a recibirla seguida de la abuela. El calor de la cocina se condensaba en vaho, entraron rápidamente, en la mesa se dispusieron a toda prisa café de cereales y bollos recién hechos, el atizador del carbón tintineó, y el aroma del pastel de sémola se impuso al resto de los olores cuando su madre lo sacó del horno, al tiempo que le preguntaba cómo le iba. Evelin llevó la conversación hacia los sucesos del pueblo; no deseaba que su madre le preguntara sobre Rein. Ésta le habló entusiasmada de Liisa, la vecina, que para su sorpresa había recibido una carta de su hijo, a quien creía muerto, desde Australia; en veinte años no había sabido nada de él y, de repente, ¡recibía una carta! Con la carta, el chico le había mandado un pañuelo de gasa y le prometía enviarle más: sabía que su madre obtendría un buen dinero por él y eran fáciles de enviar. Liisa estaba tan orgullosa, loca de contenta, llevaba semanas repitiendo que su hijo vivía como si no fuese cierto, sólo un sueño. Evelin fingía escuchar, la dejaba hablar, la carda de la abuela puntuaba sus palabras y la joven de vez en cuando emitía algún sonido afirmativo al tiempo que pensaba en Rein y se estiraba los rizos. El cabello de su madre, el de sus abuelos y el de su padre era lacio, el de éste como cerdas: ¿por qué ella tenía ese pelo capricho de la naturaleza? El de la chica de los muslos lechosos era rubio y suave, seguramente a Rein le gustaba más.
Después de la noche en el Moskova se habían visto menos. Rein la había tildado de miedica y al principio se había burlado de su susto, pero luego le había dicho que no se preocupase, que todo iba bien, aunque no era cierto. No había vuelto a pedirle que lo acompañara a sus actividades, ni al café ni a casa del hombre con gafas. Y de momento postergaba su visita a casa de los padres de Evelin, porque estaba siempre muy ocupado. Eso era un verdadero alivio. Cuando ella regresó a la ciudad, a principios de septiembre, la tensión de aquella noche en el café Moskova se había esfumado casi como si nunca hubiese existido. Rein no la había olvidado durante el verano y enseguida la había llevado al cine y a bailar. Él olía a alcohol de la noche anterior, a anguila ahumada. Ella imaginaba con quién las habría compartido y no pudo negarse cuando él le pidió que fijaran una fecha para visitar a sus padres, porque ahora sí dispondría de tiempo. Pensaron en la Navidad, así que Evelin tendría que comenzar los preparativos. El viejo temor regresó. ¿Cómo iba a llevar a Rein allí?
—Mañana agramaremos el lino —anunció la madre—. Liisa ha prometido echarnos una mano. Ayúdame con tu padre, anda, que hay que meterlo en casa.
—Déjalo tumbado. ¿Le han vuelto a pagar con alcohol? ¿Está reparado el tejado?
—Evelin, no empieces…
Pronto llegaría la matanza de Navidad, y antes otras faenas del otoño. En el pueblo no había suficientes hombres en edad de trabajar, su padre se ocuparía de todo, le pagarían con aguardiente, desaparecería largas noches en casa de la mujer del pez gordo del Partido con el pretexto de arreglar esto y aquello en ausencia del marido. Siempre regresaba borracho. Su padre ofrecería bebida a Rein, ¿y qué ocurriría después? Evelin no dejaba de imaginar esa incómoda cena: su padre borracho, las conversaciones simples de su madre sobre terneros y lino, sobre la infancia de Evelin y sus ovejas favoritas, sobre cómo le gustaba observar el agua alrededor del lino a remojo en el lago cuando comenzaba a burbujear. Echó un vistazo a la abuela, que cardaba en un rincón de la habitación. ¿Dónde la meterían cuando viniera Rein? No podían llevarla a ningún sitio en Navidad. Había oído hablar a sus padres del asunto; ambos pensaban que a la abuela no le convenía viajar, y por una vez Evelin estaba de acuerdo con su padre. No deseaba que la abuela volviera a visitarla a Tallin, no desde que conocía a Rein. Si en cambio fueran sus padres a conocerlo, tal vez él no se empeñaría ya en ir de visita a la granja. Pero ellos se escudaban en los animales, en la casa, no podían dejarla sin vigilancia, el pueblo estaba lleno de ladrones. ¿Se conformaría Rein con que fuese su madre mientras su padre se ocupaba de los terneros y las gallinas? Sacaría el tema cuando se presentara la ocasión, ahora no, no deseaba que su madre empezara a interrogarla: qué tal estaban, qué tal le iba con Rein, qué hacía él. ¿Cómo podría responder sin mentir? ¿Y por qué Rein andaba metido en todo aquello? ¿Qué ocurriría si alguien se enteraba? Lo expulsarían de la universidad, tendría que alistarse en el ejército y pasaría años fuera. ¿Era consciente él de eso? ¿Cómo podía mostrarse tan indiferente? ¿O tan egoísta? ¿Qué sería de sus sábanas, los cactus en el alféizar, el armario lacado? ¿Y si Rein andaba metido en algo por lo que podría acabar en la cárcel? Evelin no lograba verse esperándolo delante de los muros de Patarei, o corriendo tras las botellas de Vana Tallin para enviárselas al cuartel donde Rein estuviera. Recordó a Jaan, que regresó a casa en un ataúd de cinc: había suspendido los exámenes dos veces, no se había presentado a la comisión de recuperación y había tenido que incorporarse a filas. Rein estaba loco, jugaba con fuego.
Evelin había elegido mal, debería haber hecho caso al estudiante de ingeniería polaco que deseaba casarse con una estonia, como le había dicho claramente. El polaco estudiaba mucho, no se parecía en nada a Rein, que se negaba a llamar «plaza de la Victoria» a la plaza de la Victoria, porque no quería utilizar nombres comunistas. Tal vez, en el primer año de carrera debería haber acompañado a Meelis al baile, se lo había pedido, pero ella no había aceptado. Evelin miraba a los chicos de los últimos cursos como hacen todos los nuevos, los mayores parecían más listos y Meelis un simple cuando en plena fiesta decía que sólo deseaba dormir entre limpias sábanas blancas, nada más, siempre decía lo mismo. Meelis se había criado en Siberia. Unas limpias sábanas blancas le bastaban. Pero no a Evelin. ¿Adónde la había conducido semejante ambición?
Su madre tosió y se llevó una mano al costado. Estaba mejor, sólo le dolía al toser y al respirar hondo. Evelin anunció que se ocuparía de las faenas de la cuadra el fin de semana, pero su madre no estuvo de acuerdo. Creía que estudiar era más importante, lo más importante, y para su padre no había nada más importante que el hecho de que Evelin hubiese salido del koljós. Cuando cardasen el lino, le tejería una nueva chaqueta de punto que le iría bien para estudiar en invierno, no pasaría frío. Le dejaría las mangas como prefería Evelin, lo bastante largas y anchas, aunque su hija no le había confesado que el motivo era que escondía en ellas las chuletas. Los exámenes de verano habían salido bien, también los orales, incluso los de la Historia del Partido y los de las posibilidades de aumentar la eficacia y eficiencia en el uso de las herramientas de trabajo. Le había dado tiempo para examinar las veinte preguntas entregadas por el catedrático y luego preparar chuletas para ella y Rein. De vez en cuando iba al campo a estudiar y luego regresaba a la ciudad, y empollaba en el parque Glehn. Los exhibicionistas eran un incordio, también los muchachos del centro de la ciudad en busca de compañía y las parejas que iban allí a hacerse arrumacos. Ella no era la única a la que molestaban, en los bancos del café junto al estanque se congregaban otras mujeres solas para leer y tomar el sol. Había conocido a una que solía llevar bastante comida y había compartido con Evelin unas naranjas. Incluso la había ayudado preguntándole sobre Marx. Así había resultado más agradable repasar y Evelin se había librado del sopor. La amable mujer le había aconsejado una peluquera especialmente hábil secando los rizos naturales, pues el problema del cabello indomable también le resultaba familiar. Era risueña, pero al final su presencia se le había antojado opresiva; para ser una persona extraña la acosaba demasiado con preguntas, y Evelin había dejado de estudiar en el parque y tampoco había ido a la peluquera recomendada, aunque se había percatado de cómo miraba Rein el pelo de la chica de los muslos lechosos.
Después de los exámenes de verano, Evelin estudió física y química de cara al nuevo curso, para que cambiar de disciplina le resultase más sencillo. La ofimática y la dactilografía estaban bien, pero no contaban para su cartilla de estudios. El resto de exámenes eran de Historia del Partido, Problemas de Análisis Económico, y Problemática de la Metodología de Análisis. Para el período de enero tendría que encontrar un buen lugar para estudiar, pues en la biblioteca se quedaba dormida y la residencia era demasiado ruidosa. Tal vez pudiera encontrar una asignatura más interesante. ¿Y si estudiaba otra cosa? ¿Ingeniería de caminos, topografía? Las Ciencias Sociales quedaban descartadas, no podría soportar más Marx. Algo se le ocurriría, pero temía por Rein, a quien no inquietaba no hallar un lugar de estudio adecuado. Con Técnica de Cálculo y Programación él podría arreglárselas, se le daba bien el lenguaje de programación Algol, y en el examen final solamente había que hacer un ejercicio con el ordenador, aunque el examen oral no lo pasaría. Por otro lado, sus padres tenían dinero, de otro modo no hubiese aprobado los anteriores. Se pasaba el tiempo planificando y organizando el desfile de estudiantes de noviembre y poco a poco había comenzado a hablarle de ello también a Evelin.