1965

TALLIN

República Socialista Soviética de Estonia

La encargada del retrete resultó un fiasco: la anciana era creyente; de hecho, de no haberlo sido no estaría allí, vigilando los servicios. En la residencia, sin embargo, tuvo suerte. El camarada Parts se encontró con su nuevo informante en el parque Glehn, cerca de la zona de las residencias estudiantiles. El hombre llegó cojeando y se quejó de la pierna. Él no le prestó atención e intentó abreviar. No necesitaba fingir camaradería, pues el vigilante de la residencia había mostrado un inusual celo y un fervoroso patriotismo; además de llevarle las cartas, había copiado a mano los telegramas enviados al Objetivo. Parts se lo agradeció, prometiendo devolverle al cabo de una semana el fajo que metió en su portafolios. Dejó al hombre reposando la pierna dolorida, así como a los rusos pasando el día a la sombra de los arbustos, comiendo huevos cocidos y cebolletas, a los estudiantes preparándose para los exámenes y a las parejas haciéndose arrumacos en las ruinas del castillo de Glehn. La Oficina nunca le enseñaría copias de las cartas recibidas por el Objetivo, como mucho, fragmentos escogidos, a máquina, a no ser que desearan que Parts iniciara correspondencia usurpando su identidad, pero por el momento no le adjudicarían tal misión. En el fajo sólo había unas pocas cartas, y Parts no esperaba que mencionaran a Cabeza de Col, pues no creía que la novia supiera tanto, pero varias páginas bastarían como muestras caligráficas y tal vez encontrara algo útil. Con ayuda de esas muestras podría falsificar cartas o hacer salir a Cabeza de Col de su guarida.

En el recibidor de su casa se tropezó con una pila de zapatos de su mujer. Su calzado se abombaba por las callosidades y encontrar zapatos de invierno era imposible; en verano, se las arreglaba con zapatos de presilla. Siempre que ella se masajeaba los pies doloridos, preguntaba cuándo irían a las tiendas especiales de Toompea, ¿en otra vida?, añadía, mofándose de que, a pesar de los grandilocuentes discursos de su marido, ella sólo veía señales de descenso en su carrera, y que nunca lograría abastecerse de carne picada sin rata. Liberó sus pantuflas de una sandalia que se había quedado enganchada y que lanzó al rincón. Su mujer tenía razón. Habría que arreglar la situación antes de que fuera demasiado tarde. Como último recurso, Parts conseguiría sales de bismuto para echarlas en los sobres. El laboratorio de la Oficina lo detectaría; si recordaba bien, el espionaje de Estados Unidos empleaba procedimientos análogos.

En la cocina, encendió el fuego y esperó a que hirviera el agua, tratando de no oír las pisadas del piso de arriba. Los telegramas no contenían nada especialmente interesante, la novia del Objetivo sólo contaba lo que hacía y lo que haría. El informante también le había facilitado una lista de las visitas recibidas por el joven, acompañándolas de anotaciones esporádicas de, en su opinión, actividades dudosas, como por ejemplo vestimenta sospechosa. Eso tampoco valía nada. Sobre Cabeza de Col no había ni una palabra. Parts acarició el remitente escrito en un sobre: «Evelin Kask - Tooru». La grafía era redonda, precisa, la plumilla había impregnado adecuadamente el papel, no demasiado, la tinta no se había emborronado y las letras se asentaban en las palabras, apretándose. La letra de una buena chica. Del sobre abierto al vapor salieron vivencias y comentarios infantiles: «Estoy estudiando mucho y todos esperan con ilusión tu llegada, también mi vecina Liisa. Mi madre ha insistido en mandarte una tarjeta de cumpleaños aparte, pero tengo que advertirte sobre la abuela, que es especial. Ahora está sentada al otro lado de esta mesa y pregunta por ti». La tarjeta adjunta estaba ilustrada con flores; la arrojó encima de la mesa. La carta rebosaba de parloteo insustancial; Parts no podía creer que nadie, ni siquiera aquella novia tonta del Objetivo, pretendiera aburrir a su novio con latosas descripciones rurales o inútiles cotilleos de pueblo. Se trataba de un lenguaje cifrado, sin duda, y para descodificarlo necesitaría muchas cartas. Algo estaba ocurriendo, pero ¿qué? ¿Y qué papel desempeñaba Cabeza de Col? Si lograra encontrarlo antes que la Oficina y fuera el mismo poeta que aparecía en el diario, ¿podría sonsacarle información sobre Corazón?

El agua de la cazuela se había evaporado. Parts apagó la luz y se acercó a la ventana. El lúpulo y el árbol muerto ante el cristal se habían fundido en la oscuridad inmóvil. Estaba caminando por arenas movedizas. Abrir cartas no era competencia suya, no era de su incumbencia conocer al personaje en conjunto, sólo la parte que correspondía a su misión, sin sobrepasar los límites. Tal vez en ese momento estuvieran redactando un informe sobre él, pegando nuevas fotos a la cartulina, anotando datos personales, mientras su expediente crecía; tal vez pensaban en los métodos que mejor funcionarían según el perfil plasmado en el expediente; el control de la correspondencia por supuesto ya se empleaba, al igual que las técnicas de vigilancia. Recordó el pelo que había dejado entre sus papeles, desaparecido durante su ausencia. Tal vez se había equivocado al sospechar de su mujer. O quizá simplemente fuera producto de su imaginación. Tras encender las luces fue a coger el bocadillo de arenque, pero luego lo tiró: el pescado procedía de la lata abierta el día anterior. En la fresquera encontró una sin abrir, y en la panera pan del día, aún intacto. Ya no más errores.

Volvió a centrarse en el material que le había entregado su nuevo informante y se puso a buscar palabras que se repitieran, señales de código. No podía evitar la frustración: aquellas palabras tontas de una jovencita podían ser simplemente eso, palabras tontas. Mordió pensativo un bocado de arenque y lo masticó un rato. Justo cuando empezaba a enfurecerse, sus ojos se posaron en el papel secante salpicado de tinta rosa que protegía las flores secas que acompañaban la carta; un nombre se había quedado grabado: Dolores Vaik. Por un momento creyó soñar, pero no, estaba despierto. Tomó la tarjeta de cumpleaños. La remitente era Marta Kask. Parts jadeó y la saliva se le acumuló en la boca: la hija de Dolores Vaik se llamaba Marta. Poco a poco dispuso frente a él el papel secante, el sobre y la tarjeta, y mentalmente fue haciendo deducciones de manera pausada, muy pausada: la novia del Objetivo estaba en el campo en casa de sus padres; en el campo había escrito una carta y utilizado papel secante; un papel secante que había empleado alguien más, o la misma Dolores Vaik u otra persona que había escrito sobre ella, probablemente ella; según la carta de Evelin Kask, la señora Vaik vivía en casa de Marta Kask, el nombre de la hija de la señora Vaik era Marta, y la hija de ésta, casualmente novia del Objetivo. ¿Acaso la Oficina le había servido en bandeja a la novia del Objetivo? ¿Era ése el auténtico motivo de su misión? ¿Había actuado así la Oficina porque él había conocido a Marta y a la señora Vaik? Era demasiado complicado, no, no podía ser, resultaba inverosímil —¿cómo habría sabido la Oficina que se conocían?, y si lo sabía, ¿por qué preocuparse?—. Sin embargo, tenía sentido. La señora Vaik se había quedado en Estonia cuando Lydia Bartels se marchó con un alemán; había empezado a trabajar en la consulta de un veterinario y había colaborado con los ilegales, eso Parts ya lo sabía. Su actividad previsiblemente había sido vigilada, por lo menos en algún momento, bien porque la señora Vaik mantenía contacto con Alemania, bien por los ilegales y emigrantes, ya que conocía a demasiadas personas comprometidas en actividades sediciosas. Pero ¿por qué la Oficina le ofrecería a Parts un pariente cercano de esa persona? ¿O se trataba en realidad de sí mismo, de que los departamentos estaban probando con él nuevas formas de métodos preventivos? Qué raro.

Recordaba bien a Marta Kask. Al enviudar, ella y la señora Vaik se habían ganado la vida ayudando a Lydia Bartels en la consulta. Con frecuencia se había visto obligado a esperar a los alemanes en la cocina de Bartels, cuando éstos insistían en presenciar una de sus sesiones. Marta les ofrecía a él y al chófer algo de comer, los alemanes le guiñaban un ojo al irse y ella agitaba su largo cabello rubio como el trigo rechazando sus avances. En la consulta había un trasiego constante, pues Bartels se había convertido en una persona de confianza de los oficiales interesados en el espiritismo. Parts apenas se percató de que en el piso de arriba se oían de nuevo pasos. Intentó concebir contraargumentos, hallar motivos de por qué la conexión sólo podía ser una coincidencia. Tenía que conseguir más información sobre las etapas posteriores de la señora Vaik y de Marta, la respuesta podría estar allí. Intentó calmar su imaginación, no había tiempo para fantasías. Karl Andrusson. Los anuncios dejados en el periódico Kodumaa habían dado sus frutos, por medio de ellos había recibido una carta de Karl, que en su misiva timbrada con sellos canadienses se felicitaba de que la señora Vaik le hubiera curado la pierna con tanta eficiencia. En peores manos, su carrera como piloto habría acabado.

Parts abrió de un tirón el cajón de las cartas y sacó el fajo de Canadá. Karl siempre pegaba varias estampillas en el sobre, porque sabía el alto valor de cambio que los sellos occidentales tenían entre los filatélicos.

El camarada Parts mojó la pluma en el tintero.