1965
TALLIN
República Socialista Soviética de Estonia
Su mujer se untaba crema en los codos agrietados con lentos movimientos circulares; era evidente que estaba esperándolo. Parts dejó las bolsas de la compra en el suelo de la cocina y comenzó a prepararse un bocadillo, sin prestarle atención. Ella, extendiéndose más crema sobre la palma, le preguntó por qué ya no pasaba las tardes en casa. Aquello no presagiaba nada bueno. Parts había conseguido tranquilizarla durante unos dulces meses con el contrato de edición, pastel Napoleón y champán, tres botellas de coñac Belyi Aist y gas en la casa. Ella lo había interpretado como un trato de favor de la Oficina. Pero luego habían vuelto las crisis. Él necesitaba paz para trabajar, así que no podía dejar de responder. Le explicó que tenía una nueva misión, que requería trabajar por las tardes.
—¿Tiene que ver con el libro?
—No exactamente. Hasta cierto punto —respondió Parts.
—¿Hasta cierto punto?
Su mujer había comprendido a la primera que la tarea suponía una degradación, pues una de sus cejas se arqueó con desdén. A Parts se le ocurrió añadir que escribir requería diversificar sus actividades para que el resultado fuera óptimo; al pasar tanto rato frente al escritorio, echaba de menos el aire libre, las caminatas. Su mujer soltó un bufido mostrando los dientes manchados de carmín, con un desprecio abrumador. La radio se encendió con un chasquido y su alto volumen hizo oscilar las cortinas y el pelo de su mujer cuando se inclinó para espetarle:
—¿Ha leído alguien tu manuscrito? Quizá es que nadie comprende tu genio… ¿O es que se han dado cuenta de que no eres capaz de escribir nada? ¿Cómo influirá eso en tu promesa de que te ocuparías de que no tengamos dificultades?
Se irguió y apretó el tubo de crema, estrujándolo hasta hacerlo rezumar por una grieta y gotear sobre la mesa. Parts miró las manchas brillantes y deseó que se incrementara la producción de armamento, para que la escasez de glicerina pusiera fin a la industria cosmética y a las maldades de su mujer. Frunciendo el cejo, ella se frotó el codo, mientras la crema seguía chorreando. Parts agarró el tubo y lo arrojó con violencia al cubo de basura. Su mujer se quedó quieta y lo miró estupefacta. Parts salió de la cocina. A su espalda, oyó cómo ella empezaba a destrozar la vajilla. Al final todo el servicio de porcelana de mamá acabaría hecho añicos. Haber perdido los nervios iba a costarle el último recuerdo de ésta. Qué error, qué terrible error. La discusión lo hubiese desquiciado menos de no haber sido consciente de que las palabras de su mujer contenían el germen de la verdad, y había terminado admitiéndolo ante ella al reaccionar con súbita brusquedad: se había delatado de manera vergonzosa. No debía repetirse. Debería haber desviado su atención hacia otro tema, por ejemplo, cómo descuidaba la casa y cómo eso influía en su trabajo, cómo el olor a leche quemada que percibía cuando llegaba le quitaba las ganas de trabajar. Los vecinos cocinaban macarrones para los niños: ése era el olor de una vida familiar de verdad, y él en cambio se deprimía al abrir su puerta y toparse con el aire viciado y la frialdad de su hogar. Parts había reprimido la rabia que pugnaba por emerger y se había entonado con un trago de Hematogen, pero en la cocina le había fallado el autocontrol. Unas palabras en particular aún lo mortificaban: «¿Y si se trata de una señal de que a la Oficina ya no le interesa tu libro? ¿Y si es una señal de que seremos los siguientes? ¿Y si están preparando el terreno para tu defenestración?»
A su paso, el tren hizo temblar las ventanas y Parts aguardó a que la vibración cesara antes de empezar a trabajar. Preferiría vivir en otra zona, pero no había tenido la oportunidad de escoger, y al menos aquella casa era sólo para ellos. Tenía algo más que los nueve metros cuadrados por persona permitidos; al vivir en una casa particular también se podía alardear, hacer que lo miraran a uno con envidia. La cuestión se había arreglado con ayuda de la Oficina, aparte de con un poco de coñac y trufas; un conocido de su mujer había redactado un certificado en que se decía que ella esperaba gemelos y Parts se había acordado de una anciana pareja de parientes lejanos de respiración débil que deseaban ir a vivir con ellos. Más tarde, nadie había indagado sobre los gemelos ni los ancianos. Pero se había equivocado al creer que se acostumbraría a los trenes.
Contrariamente a lo que pensaba su mujer, la Oficina estaba al corriente de su manuscrito, que avanzaba en la dirección correcta. Sin embargo, que él supiera, a otros colegas que trabajaban en la temática nazi no les asignaban misiones como la del café. Ellos estaban cómodamente apoltronados en los despachos de la Oficina, en las bibliotecas especiales o en las redacciones de los periódicos, incluso eran escritores a jornada completa que recibían el favor del público o eran llamados a Moscú, y todos publicaban sus obras. No se dedicaban a otra cosa, como él, y por tanto tenían otras condiciones laborales. El camarada Barkov era ya el jefe del Departamento de Investigación del Comité para la Seguridad Nacional de la República Socialista Soviética de Estonia y al parecer preparaba una tesis sobre el proceso de adhesión de los nacionalistas burgueses de Estonia a los postulados fascistas. Con toda seguridad contaba con la ayuda de su esposa, que archivaba documentos, los pasaba a limpio y se ocupaba de que él pudiera centrarse en lo fundamental. O de una secretaria. De varias incluso. También Ervin Martinson… ¡Martinson era tan prolífico! Sobre la mesa, a Parts lo esperaban montones de hojas corregidas, con furiosos signos de exclamación bien visibles, exigiendo que se enfrentara de inmediato a los problemas. La Oficina estaba llena de mecanógrafos, pero al parecer no había ninguno disponible para el manuscrito de Parts. Las viejas dudas retornaron: después de todo, tal vez en opinión de la Oficina su pasado constituyera un obstáculo para el reconocimiento público, quizá al cabo de dos años no estuviera cubierto de honores sino recorriendo zonas rurales, marcando itinerarios que no debían mostrarse a los extranjeros o persiguiendo a los que pintarrajeaban retretes, o, todavía peor, de vigilante en algún lugar secundario, espiando las conversaciones de la gente en los servicios. Y le quitarían la Optima.
¿Y los antecedentes de su mujer o su estado actual? Ocuparse de sus necesidades farmacéuticas ya requería cierta planificación. Tenía que colaborar en la reposición de las existencias del botiquín, pues su mujer no podía aplicar la táctica de las farmacias alternas sola. Ir a la misma por tantos medicamentos podía despertar sospechas, lo que Parts debía evitar a toda costa, de lo contrario se desatarían las habladurías y llegarían a oídos de la Oficina. En ésta se recopilaba ese tipo de información: se anotaban los medicamentos sin receta y con receta de los sometidos a vigilancia, las visitas al médico y las compras de alcohol, y con ello se recopilaban informes que indicaban la poca fiabilidad del vigilado o un potencial punto débil, se creaban instrumentos para asegurarse la lealtad del trabajador o se conseguía que los vigilados actuaran de la manera requerida por la Oficina.
Nunca había considerado en serio ingresar a su mujer en Paldiski 52, pero tal vez aquél fuera el momento de tomarlo en cuenta. Los problemáticos antecedentes de ella le proporcionaban un motivo convincente para intentarlo, si no incluso el más convincente. El divorcio era impensable, porque abandonar a una esposa enferma constituía un acto inmoral, reprobable, pero si a su mujer la enviaran a reponerse a una institución, él podría continuar su vida normalmente, incluso se ganaría algunas simpatías. La Oficina apoyaría esa decisión. Parts sabría cómo plantear el asunto. Recordó a la rusa de la fábrica Norma que había mandado traer de Rusia a su suegra ya mayor. En Tallin, la mujer había dejado de hablar ruso y comenzado a hacerlo sólo en francés. La familia, conmocionada, había encerrado a la anciana en el dormitorio. Nadie se habría enterado del caso de no ser porque la suegra consiguió escapar. A Parts la historia le había divertido, porque el marido de la mujer de la fábrica era conocido en el Partido. Enseñaba en la universidad Teoría del Comunismo y solía repetir que pronto el rublo desaparecería, pues el dinero era un invento capitalista, y de repente tenía en casa a su madre farfullando en francés que echaba de menos a su amiga la condesa Maria Serafina y alardeando de que su nuera se parecía a la zarina; eso es lo que se dedujo, pues nadie de la familia entendía francés. A la anciana acabaron trasladándola a Paldiski 52. Pero a Parts ya no le hacía gracia aquella historia, ahora que en su propia casa veía a diario señales de debilidad mental y de perfidia. Todo el mundo tenía su límite, y él también, y si otra cosa no le hacía perder la razón, lo haría el tiempo, lo transportaría a una época a la que no deseaba regresar, a la nostalgia de condesas y zarinas, a los recuerdos de Lili Brik conduciendo los primeros automóviles de Moscú, o a los vehículos de gasógeno de Siberia, o a cómo arrojaban tocones de abedul a su caldera, al sonido del generador, a la madera restallando y la grasa ardiendo, y la piel, y aquel olor… La inestabilidad mental le traería aquellos recuerdos en que el fuego descarnaba cráneos y tibias, recuerdos que debía enterrar y que ya había enterrado, pero que su alma desmoronada devolvería a la realidad, convertiría nuevamente en real el fuego, el humo, el crepitar, la leña amontonada y su olor, y los disparos y los gritos de dolor y todo lo pasado se volvería presente y él mismo se pondría a gritar en público sus recuerdos, en medio de la larga cola del día de la compra, penetrando en las mismas tinieblas donde todos los que él creía haber eliminado de su camino para siempre ya habían entrado hacía tiempo, en las mismas, exactamente en las mismas. Algo así no debía ocurrirle, ni a él ni a su mujer.
De vez en cuando, Parts presentía que el desenlace era inminente, convencido de que su mujer era la Corazón que mencionaba Roland en su diario. En momentos así soñaba con el día en que pudiese restregarle en las narices las pruebas de su actividad antisoviética mientras él se encontraba en Siberia. Se había imaginado la situación de antemano, disfrutando de la escena. Se mostraría calmado y cortés, tal vez de pie, airoso bajo la lámpara naranja del salón, y con voz firme y grave presentaría sus pruebas meticulosamente. La mirada de su mujer se resquebrajaría como una cáscara de huevo con la primera de ellas, y con sus últimas palabras, yacería sobre la alfombra como una ternera nacida muerta que Parts hubiera sacado con sus propias manos, tirando de ella, agarrando el cordón con firmeza.
Soñando con un instante así, incluso había ido al pueblo de Taara, a la antigua casa de los Armi. El paisaje le había resultado familiar y al mismo tiempo extraño. Ya en el autobús olió el arenque del koljós; los fresnos que bordeaban el camino que conducía a la casa seguían en su sitio.
El aire olía a humo: cerca de los manzanos habían quemado rastrojos de invierno, y más lejos montones de hojas del año anterior. Entre los árboles distinguió el revoloteo de un halcón. Habían dejado salir a las gallinas, que aleteaban con ansia, y algunas tomaban el sol de primavera. Parts se percató de que también en el corral de los Armi faltaba el gallo. Nadie podía permitirse bocas inútiles. Probablemente el chiste de moda había llegado a oídos de la Oficina: el nuevo régimen incluso arrebataba los gallos a las gallinas.
A la casa se había mudado una familia, parientes lejanos de Leonida, que reaccionaron con reservas ante su presencia. Con la sopa de gachas de harina el ambiente se relajó un poco y Parts dejó caer preguntas sobre el pasado y mencionó que en su día su mujer había echado una mano en la casa. Hablaba con seguridad y aplomo. El nombre de Juudit no le resultaba conocido a la familia, pero a Parts se le ocurrió preguntar por las fotos del entierro de mamá, seguramente algunas habrían quedado entre las pertenencias de Leonida. Como Parts había sospechado, en las fotografías no aparecía Roland. Los entierros, bodas y cumpleaños siempre eran objeto de una vigilancia especial y habían supuesto la perdición de muchos hombres del bosque, pues no todos lograban abstenerse de acudir a las ocasiones familiares más señaladas. Roland era la excepción. Pensar que al funeral de mamá no habían asistido sus hijos le humedeció los ojos. Esa injusticia no podría repararse. Pero no permitió que los demás se percataran de su emoción y se puso en pie dispuesto a irse. En el camino de vuelta, se desvió hasta la destilería. También la habitaban otras personas, que le aconsejaron que se acercara al establo de la mansión a charlar con el agrónomo jefe del koljós. Una vez allí, Parts volvió a referir la historia de que se encontraba de paso y señaló que buscaba a alguien que conociera a mamá antes de su fallecimiento, que le gustaría hablar con alguien de sus últimos momentos. El agrónomo recordó a los anteriores habitantes de la destilería, y que una de las mujeres residía ahora en un nuevo edificio de silicato en el centro del pueblo, en casa de su hija, contable del koljós. Cuando Parts llamó a su puerta, ella se mostró desconfiada. Sólo después de que él mencionara sus años en Siberia la mujer recordó a Rosalie; afirmó que la había sorprendido el novio de la chica, que había escapado a Suecia y nunca se había dignado enviarle ningún paquete a su madre, aunque añadió que los tiempos eran así. Parts no pudo sacarle nada más, sólo la historia sobre el destino de Roland que mamá y Leonida habían inventado, bien para ocultar su escondite o porque les parecía apropiada.
Parts también fue a Valga en busca de antiguos vecinos y preparó un encuentro casual en el mercado. Ante una cerveza, llevó la conversación al pasado y lamentó no haber podido ver a su difunto primo, que había visitado con frecuencia a su mujer antes de que él regresara a Estonia. Un vecino trató de hacer memoria de las visitas a su mujer. Tras fruncir el ceño un instante lamentó no recordar al primo ni ninguna visita, si es que las había habido. Al parecer, su mujer era más bien solitaria. Parts le creyó y aplastó la sensación de frustración como a una cucaracha; ya había perdido bastante tiempo, tenía que salir de aquella vía muerta y retomar la tarea principal como un profesional.
No obstante, continuó observando a su mujer y analizando cómo se comportaba cada vez que él volvía a casa; y caviló sobre los años en Valga, sobre los muelles del diván, sobre las trampas para ratones colocadas en cada esquina de la habitación, sobre los gritos del bebé del vecino, sobre la vida íntima que desde el otro lado de la pared perturbaba las noches y sobre los gestos fluidos con que su mujer encendía la cocina y lavaba los envases de cristal antes de retornarlos a la lechería. Recordó a la antigua dueña de la casa, la esposa de un empresario de autobuses, su expresión sumisa, sus vestidos anticuados, cómo su mujer siempre se disculpaba por las molestias cuando coincidían en la cocina común, dando a entender que comprendía que era una extraña en un edificio donde ellos eran los únicos estonios. Pero no recordó nada sospechoso. Su mujer no se preocupaba por recoger personalmente el correo, jamás habían ido a avisarla de una llamada para ella, tampoco había mantenido contacto con nadie ni nadie la visitaba, y siempre se quedaba en casa.
Sobre los años de ocupación alemana se guardaba silencio, salvo un pequeño episodio por el cual Parts se enteró del destino de Hellmuth Hertz. Unos meses después de su regreso a Estonia, una tarde encontró a su mujer en casa, ante una botella de licor y una vela encendida. Cuando él se interesó por el motivo de la celebración, ella dijo que era el cumpleaños de su amante alemán. Parts preguntó qué había sido de él y ella explicó que lo habían matado de un tiro en la playa como a un perro. Lo dijo como si lo del amante fuera algo evidente, como si hubiese supuesto que Parts lo sabía todo sobre sus aventuras. Él reaccionó como si en efecto lo supiera todo, también que, cuando los descubrieron huyendo, ella había disparado a los alemanes que los perseguían, pero mal, tenía muy mala puntería y no había sido capaz de salvar a su amante. Ella se echó a reír, apuró el vaso y negó con la cabeza, habría deseado matarlos a todos. Parts recordó de nuevo el gesto con que Hertz había acariciado la oreja de su mujer. Ese gesto ya no le hacía sentir nada, sólo quedaba cierta nostalgia. Parts se levantó y salió. Caminó toda la noche y regresó por la mañana.
Al despertar, su mujer no parecía recordar nada de la conversación de la noche anterior. Nunca más volvieron a hablar del alemán. Con posterioridad se le ocurrió que ella había estado incluso demasiado tranquila, teniendo en cuenta que había perdido a su amante y la posibilidad de una nueva vida, pero dedujo que el tiempo había seguido su curso también para ella, tampoco él se lamentaba ya por Danzig. Había sido capaz de salir adelante. ¿Y Roland? ¿El tiempo también había enfriado sus recuerdos? Por otra parte, recordaba bien que, cuando el 22 de septiembre de 1944 la hoz y el martillo habían subido al asta de Gran Hermann, la bandera que arriaron no era la nazi, sino la estonia. Cinco días de independencia. Cinco días de libertad. Parts había visto ondear la bandera con sus propios ojos, pero eso naturalmente no podía mencionarlo en su libro, porque la Unión Soviética había liberado Estonia de los nazis. ¿Y Roland? ¿Había contemplado lo mismo y, en ese caso, habría sido capaz de olvidarlo?
El taconeo del piso de arriba interrumpió sus reflexiones. Tal vez la Oficina ni siquiera intuyera cuán dispuesto estaba Parts a internar a su mujer en algún centro donde no supusiera un peligro para nadie. Pero no… seguro que la Oficina conocía la situación. Las escuchas de vigilancia también se habrían empleado en su casa, posiblemente seguían empleándolas. Cada una de las pullas que se lanzaban era grabada, también el arrebato de su mujer cuando le había arrojado una lata de nata agria a la cara. Parts se había curado la herida. Cerró los ojos. ¿Y si la habían reclutado a ella para que lo vigilara?
Bebió otro trago de Hematogen y fue al baño, donde se enjuagó la cara y, tras secársela con pequeños toquecitos, se quitó de las mejillas las hebras desprendidas de la felpa. Su expresión era de cansancio, la línea del pelo retrocedía. Cogió el rímel de su mujer, escupió en el cepillo como le había visto hacer a ella, y se lo pasó por las sienes. Limpió la caspa que flotaba en el lavabo y examinó el resultado en el espejo. El rímel lo había rejuvenecido. La cicatriz que le había dejado su mujer en la mejilla se borraba a buen ritmo. No había razón para estar de mal humor, aunque no había avanzado respecto a ella. A veces tenía que aceptar que se hallaba en un callejón sin salida, a veces su desconfianza resultaba infundada, quizá era absurdo que cerrara su despacho con llave antes de acostarse. Sin embargo, al regresar a su escritorio observó la trampa para ratones en un rincón del pasillo. Si su mujer no se preocupaba por nadie, ¿por qué entonces se acercaba siempre a comprobar las trampas, ella, que tan perezosa era a la hora de abordar los asuntos domésticos?