1965

TALLIN

República Socialista Soviética de Estonia

Sola en la mesa que solía ocupar el Objetivo, la joven con pantalones volvió a balancear la pierna. Apareció otra chica y se sentó. Ambas se pusieron a escribir en un pequeño papel rectangular. Las sienes del camarada Parts palpitaron debido a una molesta tensión. Allí estaba él, un hombre cualificado, con la misión de vigilar a unas niñatas que preparaban chuletas para algún examen. Cuando iba de camino al café Moskova había visto a su colega entrando en el Palace. Ahora, tal vez bebía una copa de champán en un ambiente cosmopolita o degustaba una rebanada de pan de trigo con caviar negro. ¿Por qué a Parts no lo habían enviado allí? ¿Alguien se había quejado de su trabajo? ¿Estaba la Oficina descontenta con él? ¿De verdad los organismos lo habían considerado más adecuado para ese tipo de misiones, para vigilar a estudiantes atolondrados? No, no podía creerlo. Él sabía mostrarse lo bastante occidental como para frecuentar los círculos internacionales del Palace, así que se trataba de otra cosa. ¿Había llegado algún comentario sobre el comportamiento de su mujer? ¿Tan problemática se la consideraba que el Comité para la Seguridad estimaba más sensato no confiarle tareas más visibles? La idea no era tan descabellada. Ya no lo convocaban a las consultas en Pagari junto a personas de alto rango, tampoco lo invitaban a las veladas. Soltó un suspiro que hizo aletear los papeles. La penumbra del café le cansaba los ojos. Se ruborizó al recordar cuando, en compañía de su mujer, se había encontrado al director de la ETA, la Agencia de Prensa de Estonia, Albert Keis, y ella había interrumpido la conversación para hablar de las colecciones de arte de las escuelas. A Parts le pareció inofensivo y dejó que la conversación prosiguiera, hasta que en su cerebro saltó la alarma: su mujer estaba elogiando los trabajos de juventud del nazi Alfred Rosenberg colgados en las paredes de la escuela secundaria Peetri. Parts empezó a toser: de pronto sentía un nudo en la garganta. Albert Keis alzó las cejas, se le veía todo el blanco de los ojos.

—¿De qué está usted hablando?

—De los trabajos juveniles de Alfred Rosenberg. Muestras de un gran talento, un dominio del trazo realmente impresionante.

Por suerte, Parts logró recobrarse y salvó la situación mostrando su total desaprobación: en efecto, también él había oído que en las paredes de la escuela aún colgaban trabajos de Rosenberg, ¿por qué nadie había tomado medidas al respecto? Logró aparentar tal furia que los halagos de admiración y la expresión embelesada de su mujer pasaron a un segundo plano. Sostenía una bolsa con la plancha eléctrica recién comprada, y de repente le pesó demasiado y tuvo ganas de dejarla en la calle, allí mismo. La gente pululaba a su alrededor, los escaparates de los almacenes Kaubamaja relucían, Keis seguía mirando la escena con sus ojos de pez, Parts había alzado la voz, los transeúntes los observaban de reojo y la mano con que sostenía la bolsa con la plancha se le había entumecido. Luego, su mujer se había alejado para mirar unos escaparates como si nada.

Después de eso, Parts oyó que en Tallin II Keskkooli, la antigua escuela Peetri, curiosamente se habían encontrado unos trabajos de Rosenberg, y que los habían retirado sin armar revuelo. Su mujer intentó explicarle que le había hecho un favor: al fin y al cabo, a su manera había denunciado un hecho terrible, cuya revelación sólo podía beneficiar a Parts. Pero él le recordó los adjetivos que ella había empleado: talentoso, impresionante, un auténtico artista… ¿Y si Keis había informado del incidente a la Oficina?

Parts pidió una ensaladilla rusa, una cafetera y tres trufas. Cuando el camarero regresaba con la bandeja, su colega llegó y se sentó en el mismo rincón que la tarde anterior. Sus ojos brillaban burlones y la causa no podía ser otra que Parts. Intentó disimular su bochorno golpeando contra la mesa el montón de folios para ordenarlos y luego los posó frente a él. Se palpó el bolsillo de la camisa. El pasaporte estaba en su sitio, como siempre. Reconoció lo compulsivo del gesto e intentó mantener su mano a raya al percatarse de que la levantaba en dirección al bolsillo de nuevo, así que la desplazó hasta tocarse el cuello blanco. Las planchadoras del complejo de servicios Kiire sabían hacer su trabajo a un precio razonable, pero el anticipo de la editorial le permitía soñar con una empleada doméstica, la colada de las lavanderías públicas nunca aparecía del todo limpia. A casa de los Martinson seguramente acudía una asistenta, tal vez tuvieran también lavadora. Teniendo una asistenta resultaba muy sencillo ufanarse de posición social, mencionándola como por descuido en una conversación, comentar lo mucho que les simplificaba la vida. A casa de otros iba una Maria, Anna o Juuli a hacerles la colada y a limpiar por tres rublos diarios; pronto acudiría también una a la suya, y además plancharía los montones de pañuelos que requerían las crisis de su mujer.

No le gustaban las planchas, y las de carbón aún menos que a su mujer, pero por motivos distintos. Su fulgor rojo le recordaba vivamente la cocina de Patarei, adonde lo habían conducido tras la retirada de los alemanes. Del cuarto contiguo le habían llegado gritos y aullidos: de Alfons, el judío, que había sobrevivido a los alemanes y que ahora, a ojos de los soviéticos, era un espía del Reich. Al oír esos aullidos, Parts se había prometido salir con vida de aquella cocina. Que los altos organismos se hubieran enterado de su instrucción como espía en la isla de Staffan aún lo mortificaba, una vez más habían conseguido demostrar su superioridad y él había fracasado. A pesar de los años transcurridos, el resplandor de la plancha seguía trayéndole el olor a carne humeante, el de la humillación. El botín de documentos alemanes lo había salvado de que lo plancharan vivo, pero él habría dado esa información a los rusos de todas formas. Era un hombre razonable, no había necesidad de amenazarlo; con la plancha sólo se torturaba por insignificancias.

Se calmó comiéndose una trufa y se puso a clasificar los papeles mientras realizaba anotaciones sin dejar vagar sus pensamientos como hacía un rato. Las conjeturas acerca de su esposa tendría que analizarlas en otro momento, no deseaba que las preocupaciones se le notaran, debía mantener la expresión animada, aunque la sospecha se había instalado, indeleble, en algún rincón de su cerebro cuando obtuvo la lista de mujeres de deportados a Siberia que se habían quedado en Estonia. Su explicación débil y confusa había cuajado, la mirada de Porkov oteaba ya hacia Moscú, su mano se alargaba hacia las estrellas del Kremlin. Porkov le había prometido también información sobre Cabeza de Col, pero la colaboración entre ambos había concluido antes de que la promesa se cumpliese. Al principio, en las listas no había hallado nada de utilidad, nadie a quien considerar la novia de Roland. Había descartado de entrada a las mujeres que vivían demasiado lejos de la región de su primo, no creía que éste buscara la compañía de una completa desconocida ni una relación a distancia. Además, por las descripciones de la naturaleza que aparecían en el diario, se veía que no se había alejado mucho de su hogar. Sólo confiaría en una mujer a quien lo uniera alguna conexión previa. Nombres conocidos en la lista sólo había uno, pero era inverosímil: el de su propia mujer.

En los dos últimos años, Parts había repasado la lista una y otra vez, pero siempre volvía al nombre de su esposa. La había observado con nuevos ojos, intentando encontrar pistas en su conducta, una fisura que la forzara a abrirse y hablar, algo que confirmara sus sospechas o le proporcionase el instrumento para revelar la verdad. Su recelo crecía porque tampoco sabía a ciencia cierta lo que su mujer había hecho en su ausencia. No había asistido al entierro de mamá, pero la había visitado cuando aún vivía y ésta había escrito de su nuera que por una vez había sido de utilidad: había ayudado lo mejor que sabía, recogido frutos del bosque y setas y hecho conservas cuando fallaban las fuerzas de Leonida y Aksel, y a cambio de manteca de cerdo había conseguido para los árboles frutales y los arbustos de bayas un extraño ácido carbólico, que había rociado según los consejos de Roland, de manera que abundaba la cosecha apta para la venta en el mercado. A las flores del jardín les había echado Kasoraan. Incluso había traído leña del bosque. Había pasado la mayor parte de las noches en el establo, en la caseta y a veces en la antigua cabaña del bosque de Leonida, a la que el koljós no había dado ningún uso. Sin duda había sido conveniente para su esposa estar allí: había muchos testigos de sus relaciones alemanas, los tiempos eran complicados y su marido estaba en Siberia. Pero aun así… ¿Y si la repentina nostalgia de su mujer por la vida campestre y las reiteradas visitas a mamá tenían que ver con Roland? ¿Y si su mujer había corrido con su cesta de bayas directamente a los brazos de Roland? ¿Y si éste le había descubierto los secretos de su alma susurrándole al oído?

Con el rabillo del ojo, veía balancearse la pierna de la joven. Se llevó despacio la ensalada a la boca, buscó con la lengua los guisantes y los masticó uno a uno; de vez en cuando se limpiaba la mayonesa de los labios con la servilleta. Quizá estuviera perdiendo su talento. Siempre había sabido qué dirección tomar, era como un instinto natural, pero ahora se sentía desconcertado: las investigaciones relacionadas con el manuscrito acababan en nuevos callejones sin salida, contra obstáculos o contra los ojos de su mujer, como contra una pared. Tampoco comprendía la situación en que lo había colocado la Oficina. A pesar de su entrenamiento, se sentía algo oxidado respecto a las misiones de campo. El día anterior se había alarmado y recogido sus papeles al comprobar que el Objetivo no estaba en el servicio, sino que realmente había desaparecido; había salido presuroso a la calle, aguzado la vista un instante y encaminado sus pasos a la residencia del Objetivo. Su ventana estaba oscura. Sintiéndose como un perro sin olfato, se había rendido. La luna se reflejaba burlona en aquella ventana. Por la tarde lo había esperado optimista pero en vano en las inmediaciones del aula, en un sitio muy discreto. Aquel canalla con patillas no se encontraba entre el grupo que salía en tropel, desde luego muy distinto de la camarilla que se reunía en el Moskova: éstos eran estudiantes normales, carecían de la inquietud, de la vibrante agitación que se palpaba en la cafetería y que se exacerbaba cuando el invitado que acudía a aquellas tertulias iba al grano. Clases secretas, ¡eso eran! No era de extrañar que las clases normales no le interesaran a aquel patán. A él le interesaba el pacto Molotov-Ribbentrop y cómo era la vida en Finlandia o en Occidente. Entre el grupo de conferenciantes seguramente había personas que habían viajado a Occidente, periodistas y deportistas que habían pasado la criba de la Oficina, a los que habían dado el permiso para viajar. De esa manera agradecían los privilegios recibidos… ¿Era envidia lo que le picoteaba la piel como un tábano, o sólo le escocía el aire viciado de aquella cafetería?

Parts necesitaba obtener resultados, que su carrera volviera a su cauce. Había que barrer toda inseguridad, recuperar sus habilidades, no olvidar que los milagros se hacían realidad cuando se pronunciaban o se escribían en un papel. Lo había experimentado por primera vez en el instituto. Había desaparecido dinero del gabán del profesor y le ordenaron que permaneciera de pie en un rincón del aula hasta confesar. Al finalizar la jornada escolar, el profesor recogió sus libros y anunció que Edgar pasaría la noche en el aula si no confesaba. Su culpa estaba clara: cuando los demás habían salido al recreo, él se había quedado borrando la pizarra, pues era su turno. Él se había declarado inocente, y al dejar que las palabras fluyeran de sus labios había sentido que su pulso se disparaba y un rumor en sus oídos, pero de su piel no brotaba el sudor amargo del miedo, sus axilas estaban secas y su respiración se mantenía serena como durante la misa. No obstante, la inseguridad le pesaba como plomo en el fondo del estómago, creía que no colaría de ninguna manera, que el profesor no lo creería. Pero ocurrió, acabó creyéndole, y dicha fe aumentaba a medida que él explicaba con voz segura, sin rastro de los gallos de la pubertad, una voz de hombre y con el tono firme del que dice la verdad, que tenía que haber sido Ants. Ants necesitaba dinero porque no tenía tiempo de hacer los deberes y pagaba para que otros se los hicieran, y Ants había entrado en clase cuando él estaba borrando la pizarra… Edgar salió del instituto intentando reprimir una sonrisa, pero al doblar la esquina la dejó ensancharse y la mantuvo cuando pasó junto a unos niños que jugaban a la guerra de los bóers y al cruzar el parquecillo y pasar junto al zapatero, la mantuvo hasta que llegó a casa, y aún le calentó el rostro de noche, cuando apoyó la cabeza en la almohada de plumas de ganso bajo la cual había escondido las coronas que Ants le había pagado a cambio de que le hiciera los deberes.

El Objetivo llegó con sus amigos a las 17.40 y pidió una jarra de café y un bollo Moscú. Parts estaba atento.

—Nos hemos preparado para las preguntas sobre el vigésimo Congreso del PCUS, el vigésimo primero y el vigésimo segundo.

—Hazme una chuleta a mí también.

—Háztela tú —rió la joven, y, burlona, le dio al Objetivo una palmadita.

La estilográfica de Parts echaba humo, lo había anotado todo. El pianista aún no había comenzado a tocar y la cafetería estaba bastante vacía, la conversación se oía de maravilla.

La desvergonzada de los pantalones se puso en pie y pasó de puntillas junto a Parts hacia el servicio de señoras. Parts se limpió la boca irritado, percatándose de que el Objetivo le hacía una seña a un hombre que acababa de subir la escalera. Éste iba embozado con un pañuelo, pero Parts lo reconoció: era el periodista radiofónico Mägi. Se sentó a la mesa y se inclinó hacia los demás; comenzó el cuchicheo. La muchacha de los pantalones regresó del baño con paso apresurado al reparar en la presencia del invitado. Parts logró leer alguna frase en los labios, distinguió las palabras «levantamiento de la noche de San Jorge», registrándolas en sus notas mientras simulaba hojear sus papeles. En la mesa que solían ocupar los estudiantes ya habrían colocado micrófonos, pero Parts no permitió que esa suposición relajara su atención, aunque esos micros lo reducirían a alguien cuyas notas se necesitarían sólo en caso de que la parte técnica fallara. Fuera llovía, los que entraban se sacudían la gorra. Parts se compadeció del fotógrafo que, agazapado en algún sitio, retrataba a quienes entraban y salían del Moskova y seguramente anhelaba un caldo caliente y una empanada de carne. Con un dedo, se separó el cuello de la camisa, tratando de refrescarse, desenvolvió una trufa, mordió la mitad y dejó el resto en el envoltorio. Su colega seguía en su sitio habitual; tal vez no vigilara al Objetivo de Parts, sino a otra persona. La simple idea de pasar noches interminables en aquel café hacía que le palpitaran las sienes. Aunque los estudiantes, por la arrogancia propia de la juventud, debían de estar convencidos de que la operación no duraría mucho, y Parts estaba decidido a acelerar el final. Aquellos chicos cometerían un error, se envalentonarían y olvidarían la precaución, sin duda. Podría acabar con ellos fácilmente y él, todo un especialista, retomaría su vida y pronto podría comprar papel especial del más blanco para la versión definitiva de su manuscrito; respecto a su libro, no había tiempo que perder.

Seguramente no le costaría nada procurarse un informante en la residencia del Objetivo, alguien que tomase nota de los telegramas y las cartas que recibía el joven. El Comité para la Seguridad aún no le había dado permiso para reclutar un informante, pero ya lo justificaría con buenas razones; la Oficina nunca rechazaba un nuevo informante si éste era bueno de verdad. Debería argumentar por qué convenía que se encargase él mismo de reclutarlo. Además, aunque la Oficina adjudicara la tarea a otro, Parts podía acercarse al elegido y dejarle claro que no debía hablar con ningún otro enlace acerca de sus encuentros. Era poco probable que alguien pusiera en entredicho la autoridad de Parts. A pesar de que en su día fracasó en su intento de reclutar a Müller, ese tipo de misiones eran por lo general fáciles y baratas, y siempre daban muy buenos resultados. En el mejor de los casos, conseguiría un verbovka agenta a cambio de unos rublos o algún servicio de poca monta. Aun así, había algunos que pedían una recompensa considerable: viajes, una plaza para que sus hijos estudiaran o mejores trabajos. Era comprensible. Parts los entendía y respetaba. A quién no le gustaría ser guía de Inturist, quién no desearía que sus hijos aprobaran exámenes, incluso los que carecían de toda inteligencia, quién no querría ganar puestos en las listas de espera para obtener un piso o un automóvil, tener al hijo que iba a incorporarse a filas en un lugar seguro para verlo regresar vivo a casa, o incluso libros que ni siquiera habían llegado al mercado negro. Pero ¿qué decir de los que actuaban gratis, que informaban sobre sus vecinos y compañeros sin obtener remuneración? ¿A quién creían complacer? ¿Y por qué? Por su parte, el movimiento occidental a favor de la paz parecía encontrar sin contratiempos cada vez más informantes útiles, y no padecían los mismos problemas que allí. Su entrega dejaba boquiabierto a Parts, ni siquiera se les pagaba. ¿Por qué? Reclutar sobre una base político-ideológica salía barato, y sin embargo a él le resultaba difícil comprender la psicología de ese tipo de gente, confiaba más en los argumentos comprometedores de un verbovka agenta. Claro que también existían aquellos a quienes les producía un perverso placer husmear en los asuntos de los demás y a los que movía la envidia. Parts los consideraba las fuentes menos fiables. Reclutados que no entendían las posibilidades de prosperar que ofrecían las misiones; no, eso no lograba comprenderlo. ¿Eran personas que habían llegado por convicción al comunismo y ya ni siquiera ansiaban dinero o una paga? Qué degeneración. Eso era. No podría decirse en voz alta, pero la teoría comunista haría bien en reconocer la decadencia biológica de ciertas naciones, lo cual nada tenía que ver con el desmoronamiento de la sociedad de clases y los conflictos resultantes.

Por desgracia, el Objetivo pertenecía a ese tipo de personas cuyo reclutamiento sin duda fracasaría. Aquel canalla ya recibía atención, las mujeres lo mimaban y cuando abría la boca todos parecían escucharlo. No necesitaba ser reclutado para sentirse importante, estaba estudiando una buena carrera, disponía de ropa a la moda y era tan joven que las ventajas de la vida cotidiana, las listas de espera y las posibilidades de los futuros hijos aún no le preocupaban. Además, parecía que sus padres tuviesen dinero o medios para conseguirlo. Sin embargo, el chico buscaba claramente jugar a los héroes, y esa clase de gente, por desgracia, siempre causaba problemas. El más fácil de reclutar siempre resultaba el miembro más insulso del grupo: la chica a quien nunca sacaban a bailar, el chico a quien nadie hacía caso, la mujer que siempre pedía lo mismo que los demás, el hombre al que apodaban Polilla porque nadie recordaba su nombre. Una muchacha cuyo miedo interior requiriera sólo de una pequeña activación. Parts ya había distinguido varios informantes en potencia entre aquellos niñatos que pululaban alrededor del Objetivo.