1965
TALLIN
República Socialista Soviética de Estonia
La voz de Rein llegaba desde la cocina a oídos de Evelin, que esperaba en el salón. Intentaba escuchar, pero el ruido de la radio y el disco que habían puesto se tragaba las palabras. Así que ésa era la casa adonde Rein iba sin explicar por qué ni decir con quién se encontraba. La casa adonde nunca la había llevado hasta entonces. Estaba nerviosa y muy tensa en su asiento, aunque sola y sin que nadie mirara lo que hacía en la sala de estar o cómo se sentaba, si con suficiente gracia o no. Sobre la mesita de centro había una fuente de cristal llena de galletas, el reloj de pared hacía tictac y sonaba cada cuarto de hora, el péndulo oscilaba, los visillos tremolaban en la corriente, la nata agria había formado grumos en el café y no sabía dónde vaciar la taza. Tal vez Rein sólo pretendía protegerla y por eso no se lo había contado todo. O quería hacerse el misterioso, un poco más importante, o quizá es que todavía no confiaba mucho en ella. Quizá la había llevado con él porque deseaba reconfortarla, que no se sintiera tan sola. El resto de los compañeros de promoción de Evelin se habían marchado a Tarto, pues el curso de finanzas había sido trasladado allí; Evelin no había querido mudarse porque Rein vivía en Tallin, así que había solicitado un destino al azar. No sería directora de banco como pretendía, sino ingeniera. La Unión Soviética necesitaba ingenieros, con ellos se crearía la base para toda la sociedad. Evelin se arrepentía de no haber previsto que podía pasar el rato sentada sin hacer nada, de lo contrario se habría traído los apuntes de clase o aquel soporífero e imposible libro de Saarepera, Metodología de cálculo de indicadores y programa modelo para los informes anual y trimestral de empresas industriales. Ahora no podía hacer más que chupetear pasas y comer galletas.
En su primer año de estudiante, Evelin había ido de vez en cuando al café Moskova y se había fijado en Rein, en el corrillo reunido a su alrededor. Rein no pasaba inadvertido. Ni las muchachas de su grupo. Jamás se hubiese imaginado que Rein pudiese interesarse por ella, una chica de campo que tenía dos blusas, una falda y un vestido, que ignoraba todas esas cosas que conocían Rein y las chicas que se sentaban con él, que cambiaban de vestido, blusa y pantalones a diario. ¡Pantalones! Su madre le había prometido que cuando vendiesen el próximo becerro recibiría un vestido nuevo, pero todavía faltaba tiempo. Cuando era más joven no había imaginado lo complicada que podía llegar a ser la vida estudiantil si los vestidos colgados en el armario se limitaban a uno. En el bachillerato todo había sido fácil, sólo almidonaba el cuello y cuidaba el vestido, ya está. Los demás no echaban de menos el uniforme escolar.
Tenía sed, pero no se atrevía a salir del salón. Cuando llegaron, el café ya esperaba frío sobre la mesa. En el servicio se notaba mano femenina, sin embargo, allí, además de ellos, no había nadie más que el hombre con gafas que les había abierto. Quizá Rein sólo iba a la casa cuando aquel hombre estaba solo. La moderna decoración traslucía que el dueño contaba con buenas relaciones; la librería estaba atestada de libros que sólo podían conseguirse en el mercado negro o directamente de la imprenta. Evelin admiró el armario que llegaba hasta el techo y soñó con tener alguna vez uno igual en su casa, en la suya y de Rein. En el mueble bar habría coñac para las visitas, la ropa blanca estaría ordenada en las estanterías, limpiaría el polvo de las puertas del armario todos los días, su superficie se conservaría inmaculada, y el lacado brillante haría que la habitación pareciera más grande. Ella y Rein beberían cada mañana Aroom tras recoger el sofá cama, colocar el respaldo en su sitio, doblar los edredones para que no estuvieran a la vista durante el día. Servirían a las visitas café puro. En el alféizar de la ventana, tras los visillos, habría cactus. Rein pondría en el magnetófono la música de guitarra eléctrica grabada por sus amigos y mientras sonaba la arrastraría al diván. Por fin tendrían sus propias sábanas.
Antes de que Rein aceptara llevar a Evelin a esa casa misteriosa, ella le había dado a entender que sospechaba de la existencia de otra chica. La acusación se le había escapado así, sin más, sin pensar. Todas aquellas chicas bien vestidas que frecuentaban el café Moskova la inquietaban, en especial la estudiante de arte de muslos lechosos que dormía en la litera de arriba y con quien Evelin compartía el cuarto junto con otras dos chicas. Siempre que colaba a Rein secretamente en su habitación, la muchacha de la litera de arriba ya estaba acostada y por debajo del edredón asomaba un muslo, un pecho o una pierna; su cabello se desparramaba por el borde de la litera. Las piernas de la chica, el pecho que afloraba bajo el edredón, que se veía en la penumbra como una luna blanca, captaban toda la atención de Rein; entonces ella movía un brazo fingiendo dormir y al hacerlo alzaba el pecho, lo abultaba aún más, un pecho que aguardaba una boca anhelante, un trazo de saliva. Por eso Evelin no quería llevar a Rein a su residencia, porque estaba llena de chicas que correteaban en ropa interior, o que reían tontamente en camisón metidas en la cocina, y porque, cuando Rein la visitaba, la chica de la litera de arriba siempre se las arreglaba para acostarse antes de que ellos se deslizaran sigilosamente en la habitación. Evelin sólo lo invitaba a la residencia si él insistía mucho. Entonces, freía en la cocina una ración más grande de patatas con aceite del que conservaba en una taza, mientras él se acercaba a bromear con la vigilante, que olvidaba fácilmente la norma de las diez. Ni soñar con ir a la residencia de su novio; los chicos del último año habían llenado las paredes de chinches ensartadas en alfileres. Aparte, aún resultaría más embarazoso, con todos aquellos chicos… Por otro lado, Rein tampoco la había invitado nunca.
Habían entrado en la casa del hombre con gafas por la puerta de atrás. Para llegar, habían zigzagueado entre edificios y tomado desvíos hasta un camino más ancho, y de ahí Rein la había llevado por unos matorrales hasta el patio trasero de una vivienda unifamiliar. Le había retirado algunas brozas del pelo y alisado el cabello despeinado. Las medias estaban intactas, se dijo Evelin aliviada. Después de que él llamara a la puerta gris, mientras aguardaban, Evelin había observado a la vecina. Transportaba cubos de agua sobre los robustos hombros, y detrás de ella los pañales de gasa puestos a secar ondeaban al viento como mortajas. Tras vaciar los cubos en una tina, repetía el trayecto en busca de más agua. A lo lejos, alguien había segado la hierba con una guadaña. Evelin recordó a una chica expulsada de la residencia y cómo se había burlado de ella la muchacha de muslos lechosos, declarando que sólo a las tontas les ocurrían desgracias. Evelin no deseaba formar parte de las tontas, ni malograrse o enlodarse, aunque Rein había afirmado que por algo así una no se malograba. Pero Evelin estaba segura de que sí, y se sentía inquieta en cada uno de sus encuentros, no sería capaz de explicarles a sus padres que abandonaba los estudios. El permiso para criar terneros, además de la beca, le garantizaba el dinero necesario para estudiar, pero suponía que, al margen del trabajo en el koljós, su madre tenía que cuidar de los terneros. Trabajaba sin descanso para que su hija estudiara; no obstante, Rein, deslizando la mano allí donde ella no quería, la empujaba sin cesar hacia una situación que podría hacer peligrar sus estudios. Siempre que él conseguía quedarse en la residencia femenina, se apretaba contra ella, buscaba a tientas sus pechos y deslizaba la mano hacia su vientre, mientras ella apretaba con fuerza los párpados tratando de olvidarse del pecho de la litera de arriba y la mano de Rein. Para apartar de su mente el posible enfado de su novio, pensaba en los exámenes de verano, también un poco preocupada por él, porque sin duda le costaría aprobarlos. Pero a Rein eso no parecía inquietarlo, había tantas otras cosas, asuntos más importantes…
Ahora la voz de Rein se oía más cerca, su risa sonaba como la que los hombres dejan escapar cuando, tras reflexionar largo rato, alcanzan un resultado para todos satisfactorio. En ella había cierto alivio, aunque era demasiado intensa para ser despreocupada; demasiado intensa, así era con frecuencia la risa de Rein. Esas risas desahogadas continuaron cuando condujo a Evelin de nuevo a la puerta de atrás y se marcharon a través de la misma maraña de matorrales por la que habían llegado. Rein se quitó con gesto resuelto el abrigo y, para protegerle las medias, cubrió las piernas de Evelin y la llevó en brazos hasta el camino. En la parada de autobús, ella se percató de que del brazo de Rein colgaba una bolsa de lino.
—¿Ese hombre te ha dado algo?
—Libros —respondió él.
—¿Qué libros?
—Te parecerían insoportables.
Evelin no insistió porque a él no le gustaban las chicas pesadas. Rein parecía de buen humor y, rozándole la clavícula, le susurró al oído: «Ya verás que aquí no pasa nada más raro que esto». Los labios estaban tan próximos a los suyos que sentía ya su beso, así que se apartó.
—Pueden vernos.
—¿Y qué?
Volvió la cabeza y los labios de Rein rozaron su oreja, oyó su respiración agitada y era como si se hubiera llevado al oído una concha igual que la que había guardado como recuerdo de uno de sus viajes en autostop al Cáucaso. Se rodeó con los brazos, de modo que él tuvo que apartarse un poco.
A pesar de su aparente despreocupación, Rein estaba nervioso, y su mano, más caliente que aquel asfixiante autobús al que subieron. El nerviosismo no se debía a la falda de Evelin, aunque se la hubiera acortado más de lo previsto. Ella se colocó de espaldas a él para evitar a los hombres de manos sueltas, que se habían convertido en una auténtica molestia en los autobuses.
El vehículo iba repleto de viajeros. Ella consiguió introducir la mano disimuladamente en la bolsa de Rein y palpó el papel fotográfico; había un grueso taco. Deslizó la mano fuera, y el aliento de él le acarició la nuca.
Por la tarde, antes de regresar a su residencia, Evelin se metió una mano en el bolsillo del abrigo, aún sorprendida de su propio valor. Le había cogido a Rein una fotografía de la bolsa. Sólo mostraba texto: la reproducción de la página de un libro, escrito en una lengua extranjera.