1944
KLOOGA
Comisariado General de Estland, Comisariado del Reich para Ostland
Junto al barracón había aparecido una ametralladora.
Iban a pasar lista.
El SS-Untersturmführer Werle se presentó en el lugar.
Evacuaban a los prisioneros a Alemania.
El SS-Hauptscharführer Daiman comenzó a elegir hombres fuertes para preparar la evacuación.
De nuevo pasaron lista.
Estaba acostumbrado a los repetidos controles y pases de lista, pero esta vez era distinto. Algo ocurría. Entre los presos reconocí a algunos estonios. La mayoría eran judíos de Lituania y Letonia. Aguardé a oír mi nombre. No llegaba. Pronto lo pronunciarían, estaba seguro. Tan seguro como cuando subí al camión en Patarei convencido de que me llevarían a mi ejecución. Aunque me trajeron aquí. Intenté buscar con la mirada a otros estonios con quienes había compartido el viaje, no me atrevía a volverme, pero mis ojos se toparon por lo menos con tres; a mi lado aún estaba Alfons, también traído de Patarei. Había desertado del ejército alemán y lo habían atrapado. Enseguida me llamarían. Estaba seguro.
El día anterior habían dispuesto más guardias en el campo.
El trabajo había quedado interrumpido, no se podía entrar ni salir a trabajar, tampoco el finlandés Antti, que una vez me había dado pan. Las relaciones entre los prisioneros eran buenas, en los objetos que circulaban de un campo a otro se escondían mensajes. Yo mismo había encontrado una lista de nombres en la que la gente anotaba de dónde eran y adónde los llevaban. Había preguntado por Juudit, también en Patarei, pero nadie había oído hablar de ella, ni siquiera nuestro centinela estonio de confianza. Tal vez hubiera conseguido subir a algún barco con el oro alemán, ojalá. O quizá la habían matado de un disparo en la nuca.
A la hora de comer nos sirvieron sopa. Estaba buena, algo mejor de lo habitual, lo que calmó a los otros prisioneros, pero no a mí. Werle pasó de largo, hablaba en voz alta, casi a gritos. Ordenó a los cocineros que guardaran sopa para los trescientos que habían llevado al bosque: después de un trabajo duro necesitarían alimentarse.
Nos ordenaron que formáramos de nuevo en filas. Me mareaba de pie, aunque acababa de comer.
Los portones de entrada al campo estaban obstruidos por camiones.
No saldría de allí con vida.
La tarde avanzaba. De la fila eligieron a seis hombres para que hicieran rodar dos bidones de gasolina hasta un camión. Habían apostado a los hombres de la OT frente a los barracones; estaban inquietos, pálidos. Uno estaba tan nervioso que no era capaz de liar un pitillo y lo arrojó al suelo, de donde enseguida desapareció. La expresión de los centinelas traslucía más temor que la de los presos.
Ordenaron que avanzaran los siguientes cincuenta. La evacuación se produciría en grupos de cincuenta, como máximo de cien. Hasta ese momento sólo habían llamado a los judíos. Alfons, que estaba a mi lado, susurró que los estonios pronto volveríamos a trabajar: a los judíos los matarían primero, nosotros seríamos los últimos. Los alemanes acompañaron al grupo y Alfons hizo entonces un movimiento repentino. El cocinero que pasaba por su lado tropezó. Los vigilantes se alertaron. El cocinero gimió, sujetándose el tobillo. A Alfons le ordenaron que se lo llevara y empujara la olla de sopa. A mí, que lo acompañara. La cocina estaba vacía. Y de repente el cocinero yacía en el suelo con el cuello roto. El centinela que aguardaba junto a la puerta miraba al patio. Alfons me hizo una señal. Al instante salimos por la ventana de la cocina, pasamos por otra y subimos la escalera hasta el desván para desde allí encaramarnos al tejado.
Abajo reinaba la confusión. Nos encogimos lo máximo posible, aunque habíamos adelgazado tanto que pasábamos inadvertidos fácilmente. El centinela que había estado junto a la puerta vacilaba, entraba y salía, llamó a otros, buscaron en la cocina, registraron los armarios.
—Se irán pronto —me susurró Alfons—. Buscar a unos presos desaparecidos despertaría inquietud, y Werle ha ordenado actuar con calma.
Alfons tenía razón: los guardias abandonaron el cuerpo del cocinero y se marcharon de la cocina. Observé su paso cuando cruzaron el patio. Cuando divisé un perfil familiar junto al grupo de guardias, estuve a punto de caerme del tejado, pero me repuse y tensé los músculos.
—¿Habías visto a ese Todt antes por aquí? Como guardián o haciendo otra cosa…
—¿Ése? No estoy seguro.
Condujeron a un grupo de prisioneros hacia el barracón femenino: distinguí al barbero y al zapatero del campo. Entre los guardias se movía una silueta de la que no me cabía ninguna duda: reconocí sus andares, se distinguía de los demás por su vigor.
Estábamos demasiado lejos, no lograba ver su expresión, pero adivinaba que a mi primo no lo dominaba el pánico como a los guardias, por no hablar de los presos, y que su pulso se aceleraba como mucho por la emoción, no por el miedo.
Mantenía la cabeza alta.
El campo de batalla nunca había sido su lugar. Por lo visto, aquello sí.