1943

REVAL

Comisariado General de Estland, Comisariado del Reich para Ostland

Ya era la segunda vez que dejaba entrar en casa a Roland durante la ausencia de Hellmuth. No podía explicarse a sí misma el motivo, ya no sabía a quién temía más ni por qué. Por la calle Roosikrantsi circulaban demasiados alemanes, las tiendas del ejército y el tribunal de guerra se hallaban en el vecindario, y aun así Juudit permitía la entrada a Roland. El día anterior se había disfrazado de deshollinador, hoy de mozo de la tienda Weizenberg. Esas medidas de seguridad no tranquilizaban del todo a Juudit, que hacía guardia en el pasillo, tan atenta a la escalera como al despacho donde Roland se atareaba. Pero ¿qué otra cosa podía haber hecho al regresar del campo sino localizar a Roland? No tenía a nadie con quien hablar del proyecto de su suegra y Leonida, nadie más que pudiera ayudarla o al menos aconsejarla, nadie a quien confiar esos asuntos, ni siquiera un poco. La reacción de Roland había vuelto a sorprenderla. Había afirmado que se trataba de una casualidad, y aprovechando la momentánea debilidad de Juudit se había metido en el piso de la calle Roosikrantsi. Los planes de Roland eran ingenuos. Al contrario de lo que se imaginaba, Estonia no necesitaría pruebas de los estragos causados por los alemanes ni solicitaría reparaciones de guerra, porque Alemania no perdería. ¿O quizá ni siquiera ella confiaba ya en dicha victoria y por eso lo había dejado entrar? ¿O se debía a las palabras de Hellmuth antes de partir a Riga, cuando había dicho que esa vida campestre en algún lugar al sur de Estonia quizá no estaba hecha para ellos? Tal vez Estonia en general no fuera para ellos. Hellmuth se imaginaba que en Berlín siempre lo recibirían con los brazos abiertos, pero no creía que fuese a tener la misma acogida en una tierra donde la guerra resultara visible. Juudit opinaba lo mismo. Quería irse. Con Hellmuth, y rápido.

Pensaba en ello noche y día, en Berlín u otra metrópoli donde nadie supiera que ella se había separado, o había abandonado a su marido. Los parientes, conocidos y Roland podían quedarse especulando sobre el tema, ella ya no tendría que preocuparse de nada. Pero Berlín no estaba a tiro de piedra. Ningún lugar estaba a tiro de piedra. ¿Quería Hellmuth realmente ir a algún sitio fuera de Alemania, donde nadie mirara con malos ojos la unión de un alemán del Reich y una estonia? Como el comandante del campo de Ereda, Drohsin, y aquella judía, Inge Syltenová. Juudit había visto el informe en el despacho de Hellmuth. Se habían enamorado, el comandante había desertado y los amigos prisioneros habían excavado un túnel para Inge. Cuando se dirigían hacia Escandinavia los habían detenido, y se habían suicidado juntos; aunque, claro, la situación de ella y Hellmuth no era comparable. Al apagar el cigarrillo, pensó si se atrevería a preguntarle si disponían de otra moneda que no fueran marcos del Este. ¿Contaban con suficientes marcos del Reich? El oro sería incluso mejor. O al menos plata. Algo. Después de todo, quizá debería haber aceptado los relojes de oro de los refugiados. ¿Por qué había sido tan ingenuamente honrada, por qué en un tema como ése? Si Hellmuth no estuviera dispuesto a salir de Alemania, no habría estado dándole vueltas a dónde habría un lugar sin cicatrices de guerra, eso no podía interpretarse de otra manera. ¿Por qué ella arriesgaba su futuro con Hellmuth permitiendo que Roland husmeara en su despacho? La cocinera y Maria estaban a punto de volver del mercado.

Se oyó la puerta del despacho, los pasos de Roland crujieron al atravesar el salón.

—Lo habrás dejado todo como estaba… —dijo Juudit.

Él no respondió, se limitó a dirigirse a la puerta de servicio mientras se metía las notas en el bolsillo interior. En el umbral se detuvo y se volvió hacia Juudit, que vacilaba entre las puertas de espejo del salón.

—Ven.

Las pestañas la obligaron a bajar la mirada al parquet. Llevaba demasiado rímel, eso era, nada más. El trayecto hasta la puerta era tan largo, Roland estaba tan lejos… Juudit se apoyó en el marco de la puerta, cruzó con el pie derecho el umbral, luego con el izquierdo, se apoyó en la mesa de la cocina, en el fregadero y finalmente se situó frente a Roland, temblando como si fuera de gelatina.

—Hay otro asunto… —dijo él. Su chaqueta de sayal olía a alojamientos sucios, a humo, a una prenda de la que uno no se desprende para dormir—. La Feldgendarmerie detuvo a tres camiones. Todos llenos de refugiados. Dos de ellos eran transporte organizado por Kreek.

—¿Kreek?

—Supongo que te acordarás de él, era lanzador de peso. Reclutaba pescadores, y dos de ellos son de nuestro grupo. El conductor se lleva el veinte por ciento de los tres mil marcos del Reich que pide Kreek, el dinero se le cobra directamente a la gente antes de que suban al camión. A los pescadores no hay que pagarles si la carga no llega. A Kreek hay que detenerlo, tendríamos que haberlo hecho ya. Tú podrías… Juudit, no me mires con esa cara de susto…

—¿Cómo podría hacerlo?

—Contándoselo a tu alemán.

Ella retrocedió un paso.

—No puedes pedirme algo así. ¿Cómo le explicaría que me he enterado de algo semejante?

—Pues diciéndole que has oído rumores sobre alguien que organiza transportes de refugiados por mar. Él se ocupará del resto.

—Pero los matarán.

Roland se le acercó. Los ojos no se le veían bien bajo la visera, no se había quitado la gorra al entrar en la casa.

—¿Qué crees que les ocurrirá a quienes caigan en manos de la Feldgendarmerie?

Juudit se rodeó con los brazos, el gesto de una mujer solitaria. El pañuelo latía bajo el puño de su camisa.

—No pienses más en la propuesta de Anna y Leonida. Ya te lo dije, olvídala.

—¿Cómo?

—Créeme, es pura coincidencia que te expongan sus ideas justo a ti. No son más que tonterías de ancianas…

Juudit no le creía. No, no era una casualidad. Roland sólo deseaba tranquilizarla. Apretó más los brazos. Tal vez la situación era ya tan desesperada que también él, en secreto, estaba planeando huir. Tal vez todos sabían ya en su fuero interno lo que ocurriría. Por eso era inútil contarle a Roland la conversación de Hellmuth con otros oficiales que ella había oído una noche en su despacho: «… el Führer cambiaría de opinión si tuviéramos que abandonar Finlandia… No se cederá Ostland, no se cederá Ostland, repiten sin cesar en Berlín… Por Suecia, claro, para que Suecia pueda mantener su línea, y seguramente el Führer también la quimera de que tenemos amigos finlandeses que no toleran el nuevo gobierno, sólo necesitan nuestra ayuda… ¡Qué locura! ¡Y todo por la BaltÖl! No resistiremos un nuevo ataque, no seremos capaces de defendernos…» En una ocasión, tras muchos coñacs, Hellmuth se había acostado junto a ella y le había confiado que seguramente no serían capaces de rechazar a los bolcheviques mucho tiempo… «Pero ¿te das cuenta, verdad? De eso no puede hablarse, a nadie, imagínate la histeria que se generaría si los estonios supusieran que no somos capaces de pararles los pies a los bolcheviques…» Y Juudit había asentido; por supuesto, no lo contaría.

En cambio, ahora, antes de poder siquiera pensarlo, le planteó a Roland una condición:

—Delataré a Kreek y los demás únicamente si Hellmuth y yo, llegado el momento, obtenemos plazas en el barco apropiado. Si hace falta correré con los gastos de todos los implicados.

Al instante, se sintió aterrada por las palabras que acababa de pronunciar. ¿Qué había dicho? No había hablado con Hellmuth de semejante plan. ¿Esperaba que Roland se negase, que le pidiera que huyera con él, que deseara marcharse con ella? ¿Por qué Juudit no le había dado ninguna explicación, por qué no había alegado que temía las estúpidas intenciones de su suegra?

Roland apretó la mandíbula. Sin embargo, no preguntó por qué Hellmuth querría marcharse, por qué ella estaba dispuesta a renunciar no sólo a Tallin, sino incluso a Berlín. No preguntó si lo había planeado con Hellmuth. No preguntó nada.

—De acuerdo —se limitó a decir.