1943
REVAL Y VILLA DE TAARA
Comisariado General de Estland, Comisariado del Reich para Ostland
Cuando Juudit acudió por fin a recoger su correo al piso ya vacío de refugiados, encontró cartas de su suegra y de Leonida. El tono era tenso: Leonida no comprendía por qué hacía tanto tiempo que no las visitaba, y su suegra se preguntaba si pensaba abandonarlas del todo; tenía que ir a verlas: Aksel sacrificaría un cerdo por Navidad y harían áspic. La echaban de menos, muchísimo. Sabiendo que la hacienda de los Armi recibía jóvenes de la ciudad para la siega y recogida de patata debido a la obligación de trabajar establecida por ley, Juudit había dejado de ir al campo alegando las muchas tareas que le encargaba su empleador. Sus pretextos eran muy creíbles, los de la suegra y Leonida no. Tras comprobar que en el piso no quedaba ningún indicio de que su ocupante realizaba actividades clandestinas, Juudit tomó una decisión. Quería saber de qué se trataba. Tal vez no fuera mala idea reflexionar en otro lugar, lejos de Hellmuth, pensar en otra cosa, aunque la regla le había venido con normalidad y Roland había desaparecido de la circulación. Todo había terminado y la vida de Juudit había vuelto a su cauce, o por lo menos estaba tan tranquila como era posible, teniendo en cuenta la tensa situación de Alemania. No obstante, sí, se iría, aunque sólo fuera para estar un tiempo en otro sitio. Juudit ignoraba cómo había acabado el último transporte de refugiados, tampoco quería saberlo. Ella se había salvado, eso era lo importante, y puede que la suerte no se mostrara tan benévola en otra ocasión. El miedo que la había embargado en la última operación había sido terrible, intenso como un proyector; desde luego, estaba decidida a no repetir la experiencia. De todas formas, se había quedado con la Mauser y la había escondido en el estante donde en su día ocultaba las botas de fieltro destinadas a Roland.
Decidió desinfectar el piso de su madre de arriba abajo. Los productos químicos escaseaban, pero gracias a Hellmuth se las apañaría.
Juudit se preparó para escuchar las insinuaciones sobre su vida indecorosa, si los rumores al final habían llegado al campo. Sin embargo, nada indicó tal cosa: en casa de los Armi la recibieron como a la nuera largo tiempo ausente y, sin más, la invitaron a sentarse a la mesa, donde aguardaban los filetes de pulmón. Por el petróleo que traía como regalo recibió efusivas gracias. Su suegra y Leonida continuaron sus tareas y rechazaron su ayuda: Juudit debía descansar tras el largo viaje. La piedra de granito se calentaba en el hogar y Leonida abría el estómago del cerdo, mientras su suegra hacía gala de su habitual ineptitud, yendo y viniendo tras Leonida. Además del cerdo, también desentrañaban los chismes del pueblo: las ratas habían matado a su mejor gato cazador, un oficial de alto rango había mandado buscar a Lydia Bartels y se la había llevado a Berlín, y ahora la señora Vaik vivía sola en la casa Bartels. Ninguna de las dos parecía preocupada por la suerte de sus hijos, pero el caballo de Roland no pasaba apuros: Aksel contó que él siempre iba a hacerle compañía al establo cuando el cielo presagiaba tormenta.
Ambas se andaban con rodeos sobre algo, revoloteaban como cuervos hambrientos. El aire de la cocina estaba cargado de personas ausentes, de parloteo denso, e incluso se comentaron los últimos giros de la propaganda de guerra: al parecer, en Teherán se lanzaría un ultimátum a Alemania y sus aliados. Leonida lo relacionó con un farol propio de la guerra psicológica contra el Reich.
—En fin, todos sabemos que la propaganda sólo sirve para tratar de encubrir las debilidades y dificultades propias. No lo olvidemos. Hay que prevenirse contra las bombas psicológicas. ¿Verdad, Juudit?
Ella se sobresaltó y asintió con la cabeza. Aún no habían mencionado a su marido, ni insinuado nada sobre la mala fama de Juudit. Leonida metió con habilidad la pesada piedra en el estómago del cerdo, el vapor se elevó con un silbido y un susurro, y al instante el estómago quedó limpio. En la cocina se propagó el olor a chamusquina. Juudit recordó su primera visita a la granja de los Armi tras enterarse de la suerte de Rosalie. Había emprendido enseguida el viaje: al llegar se había encontrado una cocina fría como una cámara funeraria, sin ninguna actividad excepto el fuego del hornillo, mientras Leonida se buscaba a tientas el pañuelo que guardaba en la manga, que le abombaba el puño de la blusa como un tumor. Ahora el espíritu de Rosalie se había desvanecido por completo, cuanto tenía que ver con ella había sido recogido y apartado. Ahora Leonida tenía que voltear las tripas, lavar y salar el estómago sola, hacer sola los chorizos, sin Rosalie. Juudit no entendía nada: era como si Leonida nunca hubiera tenido una hija ni Juudit una prima, como si Rosalie jamás hubiera formado parte de la familia, ni Roland hubiese sido su prometido. La casa jamás se le había antojado tan desconocida, y su presencia, tan fuera de lugar.
Tampoco se entendía a sí misma: ¿por qué no había preguntado nada sobre Rosalie, por qué se había unido al grupo de quienes callaban? Tal vez no hubiera nada que preguntar. Tal vez la vida era tan fútil y frágil que no merecía la pena dedicarle esfuerzos innecesarios cuando tenían por delante la tarea de preparar el áspic, derretir la manteca, salar las tripas para los embutidos del próximo año, acometer los diversos quehaceres para mantener una existencia no menos precaria que la de los demás. Cuando esperaba la destrucción de Tallin y al mismo tiempo deseaba la suya propia, Juudit no lo había comprendido. Pero ahora, tras el incidente del transporte de refugiados, sí lo entendía. Tenía demasiado que perder. Tal vez su suegra y Leonida también. La idea la hizo mirarlas con nuevos ojos. ¿Era el provecho económico de la venta de manteca motivo suficiente para guardar silencio?
La piedra en el estómago del cerdo había dejado de sisear. Leonida y Anna no habían dejado de observar a Juudit, de eso sí que se daba cuenta.
—Por cierto, Juudit, hay una cosa…
Sólo cuando hubo regresado a casa se resquebrajó su bien representada serenidad. El sidecar mezclado con manos temblorosas se derramó tormentoso por el borde del vaso, mientras el parquet del salón se balanceaba como la cubierta de un barco. ¿Acaso se había vuelto loca su suegra? ¿Qué le había ocurrido a la sensata Leonida? Sus pretensiones eran desmedidas, incluso superaban las de Roland.
Al tercer cóctel las ideas comenzaron a aclarársele, pero no era capaz de estarse quieta, abría una tras otra las puertas de los armarios, agradeciendo haberle dado vacaciones a la cocinera mientras durara su visita al campo. Sobre la mesa había un mensaje de Hellmuth: por motivos urgentes tenía que salir de viaje y no regresaría hasta dentro de una semana. Bueno, al menos disponía de tiempo para tranquilizarse, para pensar cómo proceder. Al final encontró los huevos, comprobó que el recipiente estuviera limpio, los cascó, midió el azúcar y comenzó a batir. Siguió batiendo mientras se dirigía al dormitorio. De una caja de vestidos de la estantería inferior del ropero sacó un disco, con la mano izquierda puso a las Boswell Sisters y continuó batiendo. Paul Whitman aguardaba su turno. Ella siguió batiendo hasta que comenzó a anochecer y llegó el momento del toque de queda. La densa mousse ya brillaba. Después de dibujar en ella la inicial de su novio como solía hacer, se dio cuenta de que en la superficie amarillenta no aparecía la hache de Hellmuth, sino la a de alemán.
Buscó una cuchara, se sentó junto al gramófono y se tomó el cuenco entero. En cualquier momento podía tener vedado el acceso a una despensa repleta de huevos. Tras el último envío de refugiados, había creído que su calidad de vida no volvería a peligrar, pero ¿cómo saber si tras la esquina no esperaba una nueva amenaza? Abrió el bolso y sacó un tubo de Pervitina. Ingirió dos tabletas. Eso la ayudó un poco, aunque no lo suficiente: su mente seguía dando vueltas, como la rueca de su suegra. ¿De dónde habían sacado ésta y Leonida la idea de organizar huidas y rutas de escape de fugitivos? ¿Acaso ya no temían por sí mismas y su granja? Aparentemente, Leonida no tenía idea del trabajo ni la posición de Juudit, incluso se había asombrado ante la reacción de ésta y su réplica:
—¡¿Cómo podéis planear algo así, con todo lo que los alemanes han hecho por el país?!
—¡Hay que echarlos!
—¿Y qué tengo que ver yo? Además, estamos en invierno.
—¡También se puede cruzar por el hielo! ¡Tenemos que salvar a los que podamos!
El fino cutis de su suegra se cubrió de ronchas de cólera y su tono agudo se sumó al más grave de Leonida:
—Por una vez mi nuera podría ser de utilidad, digo yo. ¿Te has olvidado de mi tío? ¿De lo que contaba de la Revolución rusa? ¿Recuerdas por qué se mató, acaso lo has olvidado? ¡Se mató en cuanto aparecieron en nuestro cielo los primeros aviones soviéticos, porque había sido testigo de la revolución! ¿Has olvidado lo que pasamos durante la época de los bolcheviques? ¡Los comunistas nos matarán a todos!
Tras la fuerte discusión, Juudit se había ido de inmediato, sin siquiera despedirse ni llevarse la caja de áspic. ¿De verdad se imaginaban que a ella, que trabajaba para un alemán, le resultaría más sencillo actuar como contacto? Demasiada casualidad que a unas mujeres ancianas se les ocurriera sugerirle precisamente a Juudit, y precisamente entonces, actividades relacionadas con los refugiados. Si Leonida lo sabía, todo el mundo lo sabía. Aquél era un país demasiado pequeño para los secretos. Sólo Rosalie continuaba siendo uno.
Aksel la alcanzó rápidamente con su caballo, instándola a que subiera al trineo. Juudit había golpeteado el suelo un instante con sus botas de fieltro y apretado las manos dentro del manguito, pero al final había aceptado. Aksel se había mostrado tranquilo, no insistió en que regresara, sino que se ofreció a llevarla a la estación. Cuando llegaron, le dio unas torpes palmaditas en el hombro y le dijo en tono pausado que debía perdonar a Leonida.
—Ya no es la misma. La tristeza rara vez encuentra cauce por medio de las palabras.
El cambio notado por Juudit era un enfriamiento del corazón, pero no deseaba discutir con Aksel.
—Anna, por el contrario, teme a los rusos. Apenas puede dormir, se pasa las noches en vela atenta al cielo. Se trata de eso.
Aksel se volvió, dispuesto a marcharse.
—Al fin y al cabo, nuestra única hija ya… —añadió, antes de montarse en el trineo, que desapareció dejando tras de sí una nube de nieve.
Juudit arrancó un carámbano del canalón de la estación y, mordisqueándolo, se dirigió hacia la taquilla. Desde allí llamó por teléfono al chófer, que a la ida la había dejado en la estación esperando a Aksel y se había alojado en un hotel; habría sido demasiado complicado explicar por qué una secretaria tenía un Opel a su disposición. Juudit fue hacia allí.
Al día siguiente, tras haber pernoctado en el hotel, le pidió al chófer que parara junto al cementerio. La tumba no se distinguía. Como si Rosalie no hubiese existido. Juudit no sabía qué hacer, pero de una cosa estaba segura: jamás tendría nada que ver con su suegra o Leonida. De repente entendió a los que preferían llevarse al barco sus posesiones, en vez de a sus parientes.