1943

REVAL

Comisariado General de Estland, Comisariado del Reich para Ostland

Juudit acababa de entrar en la casa de su infancia y había dejado su manguito en la banqueta del pasillo, cuando llamaron a la puerta. No era la contraseña convenida; con el corazón desbocado, abrió la portezuela de la estufa y de detrás de la leña extrajo la Mauser envuelta en un trapo. Luego extendió su abrigo en la banqueta y guardó el arma debajo, encima echó su piel de zorro plateada. Los golpes en la puerta se tornaron impacientes. Juudit se miró en el espejo del mueble recibidor: el carmín estaba en su sitio, también los rizos. ¿Debía huir? Pero tenía pocas opciones: la ventana estaba demasiado alta. Quizá le había llegado la hora. ¿O era alguien que había olvidado la contraseña? Esas cosas pasaban. La gente olvida cosas fundamentales cuando le fallan los nervios. Cogió el pomo de la puerta con una mano de repente insensible.

Era un desconocido. Llevaba un capote de buena calidad y un corte de pelo moderno. Se quitó el sombrero.

—Buenos días, señora.

—¿Qué desea?

—No es agradable estar de pie en el pasillo. ¿Podemos hablar dentro?

—Tengo un poco de prisa.

El hombre se acercó más. Juudit no se movió. Su mano apretaba el pomo. El desconocido se inclinó hacia ella.

—Quiero ir a Finlandia —susurró—. Pagaré lo que me pidan.

—No sé de qué me habla.

—¿Tres mil marcos del Reich? ¿Cuatro mil? ¿Seis mil? ¿Oro?

—Por favor, márchese. No puedo ayudarle —respondió ella con toda tranquilidad, enderezando la espalda. Se las arreglaría.

—Su amigo me sugirió que viniera aquí.

—¿Mi amigo? No creo que tengamos amigos comunes.

—¿Diez mil? —propuso él, sonriendo.

—Voy a llamar a la policía. —Y cerró bruscamente la puerta.

Al instante comenzó a temblar de nuevo. Oyó los pasos del hombre bajando la escalera. En el reloj de pared pronto darían las ocho, la primera familia se presentaría enseguida y los descubrirían. Tenía que calmarse, tomar Pervitina, reflexionar. Quizá simplemente debía salir por piernas, escapar. Con cada sonido proveniente de la calle o la escalera le daba un vuelco el corazón, aunque Juudit permanecía inmóvil en su sitio. ¿Qué le ocurría? ¿Qué le importaba la cara que pondría Roland si no era ella quien abría la puerta? ¿Qué le importaba que todos los que se presentarían en su casa fueran detenidos uno a uno? Aún podía salvarse, avisar a Roland… pero los refugiados ya estaban en camino y ella no sabía adónde enviarlos. Roland sí lo sabría, pero no estaba allí. Cogió el bolso y su abrigo, escondió la Mauser debajo de éste y abrió la puerta. El pasillo estaba en silencio, sólo flotaba el olor del tocino que la vecina estaba friendo. Se deslizó sigilosamente escaleras abajo evitando los tablones que crujían, llegó al patio por la puerta trasera y luego fue detrás de la leñera, por donde sabía que llegaría Roland, la misma ruta que seguirían los refugiados, entre las ruinas de un edificio devastado por las bombas. Esperaría, se fundiría con la pared y aguardaría. Tal vez aquel hombre llevaba tiempo vigilándola. Tal vez había evitado una redada porque el piso parecía vacío, o por no haber admitido nada ante el desconocido. O quizá sólo hubiese sido una avanzadilla, alguien para reconocer el terreno y rastrear las rutas de escape, y la emboscada se tendiera únicamente tras conocer estos datos. Si el hombre era de la policía y sabía quién era ella, la información llegaría a manos de Hellmuth en cualquier momento. Pero no, ése no era el momento adecuado para pensar en Hellmuth y en que la descubriera. Debía pensar en otra cosa. En qué haría cuando saliera de aquella encrucijada. Ya lo sabía: no permitiría que nadie volviese a usar su piso, limpiaría con lejía la casa entera, incluso el empapelado, echaría sosa en una olla puesta a hervir y metería las sábanas y cortinas, frotaría con bórax las franjas negras del barreño, puliría el cobre hasta borrar todas las viles proposiciones de algunos refugiados, que a cambio de un reloj de oro intentaban comprar un sitio en el barco destinado a una persona para poder llevarse así sus pertenencias. No, no volvería a recordar a quienes se mostraban dispuestos a dejar fuera del barco a su madre, su suegra o su abuela con tal de llevarse más cosas o un caballo. El próximo verano volvería a hacer lo que antaño hacía con Rosalie: ir al bosque a recoger flores para luego esparcirlas por el suelo. El aire se refrescaría, el suelo se limpiaría, su perfume borraría el olor de los extraños. Sí, eso haría cuando saliera de aquel lío.

Vio un banco junto a la leñera y se sentó. Le temblaban las rodillas. Roland estaría a punto de llegar. Sin embargo, no fue el primero en aparecer entre las ruinas, sino un hombre y dos niños. Ya a distancia adivinó que se trataba de refugiados, pues avanzaban con imprudencia, creyendo que la penumbra los protegía. Juudit los interceptó. La contraseña era correcta. Les indicó cómo llegar al piso y les dio las llaves. No podía hacer otra cosa. La siguiente familia apareció una hora después: otro clérigo temeroso de la Unión Soviética y su esposa, sin niños, sólo unas pequeñas maletas de cartón. A pesar de la oscuridad, se veían los ojos llorosos de la mujer y él se sobresaltaba ante el menor crujido, se asustaba de las sombras. Los siguió un grupo de muchachos, dos de los cuales se habían alistado, pero habían desertado. Juudit no se atrevió a encender un cigarrillo por miedo a que la brasa la descubriera, se caló aún más el sombrero, ocultando su cabello rubio. El día anterior había colocado sobre la mesa de la cocina ramas de enebro; las bayas tenían cruces que protegían igual que el serbal o el cerezo. Al lado había puesto una Biblia y una imagen de Jesús crucificado, en esos días todo valía, tanto a ella como a los refugiados. Pero ¿por qué había aceptado todo aquello? ¿Por que permitía que la vida extraviada de Roland destrozara la suya? ¿Por qué se dejaba persuadir? ¿Por qué no se abría paso a codazos como Gerda? ¿Por qué arriesgaba cuanto había logrado, el néctar y la leche bajo la lengua, Hellmuth, Berlín, la cocinera, la doncella, el chófer, el Opel, los vestidos de seda, los zapatos buenos, el pan sin serrín? Roland nunca sería capaz de brindarle una vida así, ni siquiera una parte de ella, sólo peligros. ¿Y si Roland estaba en lo cierto y ella estaba jugando a dos bandas? ¿Lo hacía? ¿Acaso no creía en el triunfo de Alemania? ¿Lo había creído alguna vez? ¿Lo había creído alguno de los que huían a través del piso de su madre? ¿Se había tragado las promesas de Alemania acerca de la independencia de Estonia a pesar de las conversaciones al calor del coñac que había oído? «Novecientas mil personas no bastan para formar un Estado independiente, ¡seguro que ellos mismos lo saben!»

Sacó otro comprimido de Pervitina del bolsillo: así mantenía alejados a los ratones que arañaban sus oídos. Roland tardaba. No se atrevía a pensar qué haría si no se presentaba. Pero esa posibilidad estaba descartada, Roland tenía que llegar y sabría qué hacer, aunque dudaba de la capacidad de sus hombres. Por lo visto, algunos sólo buscaban aventuras, como si no comprendieran nada de la situación del mundo. Las palabras de Roland estaban llenas de desprecio. No, no pensaría ahora en ello. Más tarde.

Sintió que Roland se acercaba antes de verlo. Estaba acostumbrado a los caminos tenebrosos, sus ojos se ponían en alerta en la oscuridad, y ella estaba aprendiendo esas habilidades. Cuando Roland le posó una mano sobre el hombro, ni siquiera se sobresaltó.

—¿Por qué no estás dentro?

—Te esperaba. Ha pasado algo —susurró, y se lo contó.

El vello se le erizó como el plumaje de un pájaro en la helada, con Roland tan cerca… Él se quitó la gorra y se pasó los dedos por el pelo. Juudit casi percibió su áspero roce, por un instante recordó cómo el pelo de él le había rozado el cuello en el descansillo de la escalera. Pero no era momento para esos pensamientos. Si Roland le decía que todo iba bien, lo creería. Él volvió a ponerse la gorra y declaró:

—Abandonaremos el piso. Quedas relevada de la misión después de esta noche. Dame la Mauser, la que llevas bajo el abrigo. —Se mostraba tranquilo, más de lo que ella había imaginado. Como si esperara ese tipo de incidente; tal vez para él fuera algo cotidiano.

—¿Y si…? —Juudit flaqueó.

Las palabras de consuelo que había esperado no llegaron.

—No te he oído… ¿Tienes dinero en el monedero? Dame el arma.

Juudit negó con la cabeza. Roland bufó despectivo, se volvió y se encaminó hacia la puerta trasera. Juudit corrió tras él y lo agarró del hombro, pero él se zafó.

—No volvamos dentro, Roland. Vayámonos.

—Hay que ocuparse del transporte.

Esas palabras la golpearon en el pecho, se lo oprimieron. A cada paso, Roland hubiera deseado volverse, pedirle que huyera, que corriera tan rápido como pudiera, pero no lo hizo. Se encontraban en medio del patio como en el escaparate de una tienda de lámparas, y aun así, actuaba como si ella le fuera indiferente, y la situación, trivial. Ésa podía ser la última oportunidad de Roland de confesarle lo que ocultaba su corazón, la inquietud cuyo motivo no quería saber y que se había despertado en el rellano, cuando ella se había acercado demasiado, una agitación que no le convenía a un guerrero. Aunque los escalones estaban pintados de blanco para facilitar el ascenso en la oscuridad, Roland tropezó. Se sacudió las rodilleras, bajó la mirada. Todavía estaba a tiempo de darse la vuelta y abrazar a Juudit, ella no se resistiría, lo sabía, y podrían huir juntos, pero su brazo no se tendió para enlazarla por la cintura, sino que llamó a la puerta según la contraseña convenida.

Cuando el nombre de Juudit salió a relucir, se quedó sorprendido. Sentado en una cómoda silla de la asociación deportiva Kalevi y con una copa de cerveza cortesía de Kreek, Edgar miró a su antiguo colega del B4 sin dejar traslucir su asombro, fingiendo que la información le era indiferente. Aleksander Kreek siempre había sido ambicioso y querría más dinero si se percataba de su interés. La colaboración funcionaba bien ya desde los tiempos del B4 en Tallin. Aunque Edgar estaba desbordado por su trabajo en el campo, de vez en cuando lograba ir a la ciudad a visitar a sus antiguos contactos, también a Kreek. El dinero en él invertido merecía la pena, antes y ahora. Edgar cambió de conversación para despistarlo, interesándose por el club deportivo. Con la llegada de los alemanes la sede volvía a estar en la calle Gonsiori. Kreek propuso mostrarle las instalaciones, lo habían acondicionado todo, ¿de verdad Edgar no había estado? Siguió a Kreek simulando interés, mientras pensaba cómo obtener la información lo más barata posible. Alabó la carrera deportiva de su colega y exageró sus habilidades como lanzador de peso. Eso no fue óbice para que Kreek pidiera oro, con marcos no haría nada. Su confidente se dispuso a acompañar a Edgar a la salida.

—Respecto al tema sobre el que hemos hablado, el del nuevo punto de encuentro… Envié ayer a un hombre a comprobarlo y abrió la puerta una mujer a la que reconoció. La había visto en compañía de un oficial alemán en el Estonia. Todas esas furcias parecen iguales, pero la novia de mi hombre había ido a la misma escuela para señoritas que esa mujer, así que en la puerta del club admiró su ropa e insistió en presentarse. Cuando se acercó a la mujer, ésta le dio la espalda. Ella se sintió muy ofendida. Interesante, ¿no?

—¿Cuánto?

—De acuerdo, al grano —sonrió Kreek, del cual Edgar sospechaba que estaba planeando su propia huida.

—No pago por información inútil. Dame la dirección. Un nombre.

—Mi hombre no recordaba más que ese nombre: Juudit.

Edgar deslizó un bulto en el bolsillo del abrigo de Kreek, que se alejó unos pasos y luego se volvió.

—La dirección es Valge Laeva número cinco, puerta dos.

La casa de su suegra. Donde Juudit vivía antes de su alemán. Adonde Juudit se había mudado antes de la deportación de su hermano Johan, como le había contado mamá. Edgar se dominó, pues Kreek seguro que pretendería sacarle más si notaba que había vendido una información muy valiosa. Era el momento de actuar. A Juudit la atraparían y el grupo sedicioso sería desarticulado. Si él acababa de enterarse ahora, sin duda alguien más estaría al corriente. La situación había cambiado: ya no disponía de tiempo para esperar la oportunidad de sacar provecho de la relación de Juudit con Hertz, pero había surgido la de beneficiarse de ella en otros aspectos. Si se desbarataba el grupo gracias a Edgar, todo el mérito sería para él. Y para que eso ocurriera, necesitaba a alguien a quien Juudit le contara lo que sabía, un intermediario. Alguien en quien ella confiara por lo menos un poco. Alguien en quien él también pudiera confiar. Mamá y Leonida.