1943

REVAL

Comisariado General de Estland, Comisariado del Reich para Ostland

Edgar miró fugazmente al SS-Hauptsturmführer Hertz, que iba sentado a su lado. Apoyado en el respaldo del Opel, con los muslos separados, esbeltos y viriles; parecía aburrido del viaje, miraba constantemente el reloj, se lo notaba ansioso por llegar y seguramente también por regresar pronto a Tallin. Ésa era una mala señal. Edgar se había preparado a conciencia para la visita, las cifras actualizadas aguardaban ordenadas en el maletín. Había planeado bien la presentación sobre los progresos del centro de producción. Al mismo tiempo, había que conseguir adelantar también en otros asuntos. Ya había acordado previamente con el SS-Obersturmführer Von Bodman en qué aspectos habría que hacer hincapié. Tenían que hablar de los prisioneros de guerra, sin los cuales difícilmente progresaría Vaivara. Una vez más, la lista del siguiente convoy de prisioneros aparecía llena de nombres judíos, pero éstos no estaban bajo la jurisdicción de la Organización Todt, y Edgar no podía hacer nada si los demás no aceptaban mantener una conversación sobre el asunto. Había que solucionar el problema, Hertz tendría que escuchar a Bodman, que al fin y al cabo era el médico jefe del campo. Sin embargo, al mismo tiempo Edgar no dejaba de darle vueltas a la relación del capitán y Juudit. En ese mismo coche, Hertz había alzado la mano para acariciar la oreja de Juudit, tal vez la mano de ella se hubiera posado sobre esa misma manija, su bolso sobre el tapizado, en ese mismo asiento se había inclinado sobre su amante, apoyándose en su regazo, apretando la mejilla contra las insignias del cuello, tal vez la falda había dejado al descubierto sus rodillas, que él habría acariciado mientras ella susurraba su nombre de pila.

Esta vez, en el cuello de Hertz no quedaban rastros de maquillaje, ni los cordones del uniforme exhalaban olor femenino. Hertz volvería a Alemania o no tardaría en aburrirse de su novia de guerra, como todos. Sin embargo, el gesto con que su mano había rozado la oreja de Juudit aún inquietaba a Edgar, porque era diferente de lo que habría esperado. La ciudad rebosaba de damas más finas y elegantes, pero Juudit había logrado cazar a un hombre que degustaba ostras en Berlín con la misma tranquilidad con que dictaba sentencias de muerte en Ostland y cuya puntería con una Parabellum probablemente sería asombrosa. Juudit había cazado a un hombre capaz de conseguir mujeres mejores. La situación era problemática.

Edgar apoyó la cabeza contra la ventanilla, que con cada sacudida del coche golpeaba levemente su frente. Resultaba agradable, agitaba sus pensamientos y los colocaba en su sitio, empujaba a lo más profundo la imagen de ese gesto grabado en su memoria. Nunca había estado tan cerca de Hertz, del SS-Hauptsturmführer Hertz. La nuca del chófer era robusta, su voz resonaba cuando canturreaba. Le parecía poco probable que entre las suaves sábanas Juudit hablara de su matrimonio, pero ¿como reaccionaría Hertz ante el marido de su amante si supiera que éste era Herr Fürst? Lo odiaría, sin duda, y ese odio no era lo que Edgar deseaba.

—Dígame, Bauführer Fürst, he oído que han tenido problemas relacionados con el contrabando de comida. ¿Los hombres de la OT han estado haciéndola llegar clandestinamente a los presos?

—Es cierto, capitán. Estamos intentando romper la cadena, pero por otro lado se logra mantener los deseos de rebelión apaciguados si…

—No pueden permitirse excepciones. ¿Por qué actúan de esa forma?

Edgar se concentró en las insignias del cuello, no deseaba que sus palabras se embrollaran. No tenía claro qué tipo de respuesta esperaba Hertz: que reforzara sus especulaciones o lo contrario, o quizá ninguna de las dos cosas. El gesto de Juudit afloró de nuevo a su mente, le encantaría saber qué clase de conversaciones mantenían entre ellos. ¿Se mostraba sincera con su amante o sólo le decía lo que deseaba oír?

Carraspeó y contestó:

—Estos estonios son un caso excepcional, una vergüenza para su raza. Seguramente tratarán de llevarles alimentos únicamente a los estonios del campo, no a los judíos.

—Según se desprende de los informes, los lugareños proporcionan comida a quienes salen a trabajar fuera del campo. ¿De dónde provienen esas simpatías?

—Son casos excepcionales, Herr SS-Hauptsturmführer. Estoy convencido de que, si está ocurriendo algo así, la gente del lugar sólo alimenta a los prisioneros de guerra. Saben que en 1941 los judíos capitaneaban aquí el batallón de destrucción. El Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos y el partido bolchevique estaban dirigidos por judíos, nadie lo ignora. ¡Los politruki y los comisarios eran judíos! ¡Y Trotski, Ziniovjev, Radek, Litvinov! ¡Los orígenes de los dirigentes bolcheviques son bien conocidos! Cuando la Unión Soviética ocupó Estonia, hubo una avalancha de judíos muy activos en la reestructuración política, Herr SS-Hauptsturmführer.

Hellmuth Hertz abrió la boca y tomó aire como dispuesto a replicar, pero guardó silencio, sin percatarse del tono defensivo de Edgar, que decidió arriesgarse y añadió:

—Por supuesto, en el asunto influye que algunos estonios conocieron a miembros del batallón de destrucción que no eran judíos.

—Sin duda, en el grupo había otros, pero quienes tomaron las decisiones más importantes, las fulminantes, fueron…

—Los judíos, lo sé. —Edgar cometió la imprudencia de acabar la frase de Hertz, pero éste no pareció darse cuenta y se limitó a sacar una petaca de plata y dos vasitos.

Esa repentina muestra de camaradería lo alegró y con los efluvios del coñac se disipó el malestar que había sentido al responder. Aún no estaba completamente seguro de si el Untersturmführer Mentzel había guardado silencio respecto a las funciones de Edgar durante el período soviético, aunque le había dado su palabra de oficial. La experiencia adquirida en los años en el Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos le había resultado de gran utilidad en los asuntos de Vaivara, y por eso Edgar se había atrevido a asegurarles a los alemanes que el transporte en tren de la mano de obra se efectuaría sin incidentes, que no se harían preguntas, y así fue. Con Bodman había mantenido interesantes conversaciones sobre el tema, la psicología era un ámbito que atraía a Edgar. La gente tenía demasiado miedo a los trenes, cada vagón les recordaba que, si los alemanes se retiraban, los siguientes trenes que aparecerían transportarían a los estonios directamente a Siberia. Quizá algún audaz se acercaba con agua y pan, si es que los judíos conseguían abrir las ventanillas para sacar sus tazas, pero de esos casos Edgar no informaba, ni siquiera se los mencionaba a Bodman. En aras de aumentar la capacidad de trabajo de los presos valía la pena arriesgarse un poco. ¿Y si la referencia a los integrantes del batallón de destrucción era en realidad una insinuación dirigida a Edgar? Él sabía mejor que nadie que los rumores sobre el judaísmo de los miembros del batallón de destrucción resultaban muy exagerados, pero ¿lo convertía eso de repente en problemático? Quizá se estaba preocupando en vano y contagiándose del nerviosismo de los alemanes. Por todas partes los rostros estaban cada vez más tensos, más crispados, como setas secándose sobre una bandeja.

Cuando el SS-Hauptsturmführer Hertz hundió sus botas abrillantadas con esmero en el terreno fangoso, arrugó discretamente la nariz. Edgar echó un vistazo a los centinelas, la mayoría hombres de la OT desconocidos, entre ellos numerosos rusos. Bien. Von Bodman salió del barracón administrativo en cuanto Hertz y Edgar llegaron. Hubo saludos, entrechocar de talones. Bodman y Edgar cruzaron una mirada de entendimiento: había que ir directamente al grano en cuanto acabaran las formalidades. A modo de excepción, Bodman le había sugerido a Edgar que se tutearan, al percatarse de que ambos compartían las preocupaciones respecto a los requisitos para el éxito del campo. Por otro lado, parecía que sólo a ellos les interesaba el tema. La mano de obra era débil y una epidemia de tifus la había diezmado alarmantemente, incluso un saboteador había metido piojos de los enfermos en una caja de cerillas y los había propagado. Bodman había enviado repetidos mensajes pidiendo medicinas y ropa, todo en vano. Si Edgar descubría a los lugareños repartiendo comida entre los prisioneros, hacia la vista gorda siempre y cuando no corriera el riesgo de que lo pillaran por incumplimiento de las medidas de seguridad. Sin embargo, las familias de los ingenieros alemanes allí destinados se mostraban sorprendentemente estrictas. La esposa de un ingeniero había apaleado hasta dejar inconsciente a su criada judía sólo porque ésta le había birlado la llave del cajón del pan. Con Bodman se podía hablar del problema de la escasez de alimentos, mientras que con los ingenieros y sus esposas desde luego que no.

—Cada prisionero extrae a diario dos metros cúbicos de esquisto —explicó Bodman—, material del que en dos horas se sacan nada menos que cien litros de petróleo. Entenderá entonces qué perjuicio supone para el Reich que el aporte de uno solo de los trabajadores quede incompleto, cosa que ocurre con demasiada frecuencia. Los prisioneros de guerra son físicamente más robustos, los judíos del gueto de Vilna llegan en unas condiciones tan penosas que para conseguir aptos para el trabajo necesito más… Bauführer Fürst, explique la situación.

—Los empresarios y hombres de negocios no quieren a los judíos. Aunque se trate sólo de unos miles, en comparación con las decenas de miles de prisioneros de guerra, colocarlos es todo un reto. Prefieren los prisioneros de guerra; los resultados mejoran si podemos emplear mano de obra físicamente apta.

—Exacto —asintió Bodman, y añadió—: SS-Hauptsturmführer Hertz, hemos preguntado en reiteradas ocasiones qué hacer con los ancianos, ¿lee alguien nuestros informes? ¿Por qué desde Vilna envían familias enteras? En algunas no se encuentra ni un hombre apto para el trabajo.

—Mándelos a otra parte —le contestó Hertz con brusquedad.

Edgar percibió en su tono un deje irreverente, pues al fin y al cabo Bodman era teniente y pertenecía a la dirección del campo.

—Fuera de Estland, ¿verdad? —puntualizó Edgar.

—Fuera de nuestra vista, ¡a donde sea!

—Gracias, es justo lo que deseaba saber. A pesar de nuestras peticiones, no hemos recibido autorización para este tipo de medidas y el Mineralölkomando de Estland prometió más mano de obra. Necesitamos gente apta. —Edgar decidió desviar la conversación hacia los logros del campo—. Hemos construido una canalización de agua para no tener que salir al exterior. Cuando iban a buscarla, los judíos tenían contacto con la población local y, aunque intentamos resolverlo adelantando esas tareas a primera hora de la mañana, la situación era complicada; pero ahora ya no.

Un incómodo silencio se instaló en el barracón. Bodman negó discretamente con la cabeza.

—Tal vez podríamos ver más tarde los métodos de trabajo. Señores, he pedido que nos preparen un modesto refrigerio, ¿nos trasladamos a la mesa? —sugirió Edgar, y recibió un murmullo de aprobación.

Fuera se oyó un disparo, seguido de silencio. Al parecer, el SS-Unterscharführer Karl Theiner había iniciado su ronda habitual tras salir del barracón de los enfermos. La arruga en las aletas de la nariz de Hertz se acentuó y éste se apresuró a salir. Su copa quedó intacta sobre la mesa.

En el exterior, una fila de prisioneros desnudos, de piel pálida y cuarteada, tiritaban y trataban de taparse los genitales con las manos. Por las convulsiones y estertores, el prisionero al que habían disparado aún no estaba muerto, pero sus dientes ya habían desaparecido y un dibujante se había presentado para esbozar la escena en su cuaderno.

Edgar sólo distinguió la boca abierta en el rostro satisfecho de Theiner. Estaba claro que había tenido una erección y que tras el suceso, para él excitante, al SS-Unterscharführer lo esperaría una noche muy placentera. El petróleo no constituía el principal interés de Theiner. Y ahí estaba el problema.

Hertz retrocedió alejándose, el mechero chasqueó y se encendió un pitillo dorado. El rasgueo del lápiz sobre el papel y el pasar de las hojas se sobreponían a las toses y las respiraciones sibilantes. Edgar oyó a Hertz murmurar para sí que el poder no era bueno para nadie.