1963
TALLIN
República Socialista Soviética de Estonia
El camarada Parts guardaba el diario en un cajón con fondo falso reservado inicialmente para su álbum de fotos. Entre el fondo falso y la tabla del cajón había un hilo imperceptible que hasta ese momento siempre había estado en su sitio. En su diario, Roland se había mostrado igual de cauteloso respecto a Corazón: la protegía con celo de cualquier amenaza exterior. De hecho, Roland había sido incluso más meticuloso, pues había destruido la fotografía de Rosalie. Por el contrario, Parts veía siempre los ojos de Ernst mirándolo desde la cubierta del álbum que ahora tenía en las manos. Se aproximó al horno, pero el taconeo sobre su cabeza detuvo el movimiento de su brazo al acercarse a las llamas. Lo había compartido todo con Ernst Udet y éste siempre lo había comprendido, había sabido darle consejos sobre maniobras de evitación y táctica que ahora le resultaban igual de indispensables que a Ernst en su batalla aérea. Todos necesitaban una persona así, alguien que los comprendiera, también Roland. ¿Había ocupado Corazón el hueco dejado por Rosalie? ¿Había compartido su primo sus recuerdos con ella, apoyado su cabeza sobre el pecho de la mujer contándole cuánto le oprimía el alma, también aquello que la haría horrorizarse, que aún la atemorizaría más? Oyó de nuevo las pisadas, le estallaron en los oídos, sus ojos se alzaron al techo, que crujió, gañó como un perro apaleado, amplificó los arañazos de las patas de la cama en el suelo de arriba. Parts se levantó, guardó bajo llave el álbum en el cajón, colocó el hilo en su sitio y se puso a dar vueltas por la habitación. Sus pies lo llevaban a imitar el rumbo de los pasos en el piso de arriba, pero, cuando reparó en ello, se detuvo. Si su mujer intentaba volverlo loco, no lo conseguiría. Parts se centró en el diario. Aún no sabía cómo fundamentaría la petición a la Oficina, cómo explicaría su necesidad de aquella lista de nombres. Una solicitud tan peculiar requeriría argumentos de peso. ¿Qué haría Ernst en un caso así, qué se le ocurriría? Ernst había sido acusado del declive de la Luftwaffe, pero no era culpa suya, sino de un dolor de garganta para el que sólo había una cura: colgarse al cuello una Cruz de Caballero. La culpable era la ambición de fama y honor que consumía a los aviadores.
Parts entornó los ojos, hizo chasquear los nudillos. Cuando volvió el silencio al piso de arriba, tuvo una idea: alegaría que se había acordado de un antisoviético, alguien que había sido ayudante de Karl Linnas y que con seguridad interesaría a la Oficina, una mujer que conoció en el campo. A su marido se lo habían llevado. Diría que eso lo había sorprendido, pues ella era quien se había mostrado activa, no él. No lograba recordar el nombre de la mujer, pero seguro que haría memoria revisando la lista. Si bien no era una explicación muy convincente, tampoco había que menospreciar la atracción ejercida por la figura de Linnas, y que el camarada Porkov no perdería la ocasión de anotarse un tanto a su favor presentando una nueva prueba de su eficacia. La vanidad del capitán constituía su punto débil, el arma de Parts.
Las flaquezas de Parts eran de la misma naturaleza, lo admitía. Había reaccionado ante el diario con suma arrogancia, tomando a Roland por alguien más simple que él y, de ese modo, pasando por alto una pista clave. No volvería a ocurrir. Por eso regresó al diario, aunque ya se lo sabía casi de memoria, y no se saltó ni una palabra de una reflexión de dos páginas acerca del interés ruso en la guerra bacteriológica y la preocupación que eso despertaba en los americanos. Tenía que haber algo más, seguramente lo había, algo más que Maestro y Corazón. En la Oficina podrían desentrañar mejor los textos cifrados, averiguar las claves, cosa que no era competencia de Parts. No obstante, no se rendiría todavía. Siguió leyendo hasta el año 1950, hasta los razonamientos de Roland acerca de que ambas partes se temían mutuamente. «Nadie menciona Estonia. Estonia ha desaparecido del mapa igual que un cuerpo no identificado en la guerra». El texto rezumaba cierta amargura cuando explicaba que a los alistados en el batallón de destrucción se los exoneraba de las cuotas agrícolas. «El triunfador no necesita negociar. Por eso los comunistas no necesitan negociar con nosotros». Nada referente a la familia o los conocidos. «Las ratas abandonaron el barco y se marcharon a Suecia. Nuestro barco hace agua y no estoy seguro de ser capaz de evitar el hundimiento». Más recuerdos sobre los primeros años en el bosque en un ambiente victorioso; con «la formación de departamentos» se aludía sin duda a la fundación de secciones regionales de la Unión para la Lucha Armada, los pasajes que trataban el asunto destilaban seguridad y satisfacción. Roland tenía que haber viajado por todo el país, haberse encontrado con personas clave de cada sección. Había contado con una red amplia: ¿dónde estaban ahora esos hombres, quiénes eran?
Volvía a admirarse de cómo las obtusas frases de Roland se asentaban bien en el texto escrito; aunque en el discurso resultaran molestas, contenían cierta belleza, incluso cierta torpe poesía. «Ocho muertos, ¿quién nos escucha? Ayer siete, ¿cuántos mañana? La falta de sangre nueva nos agota, y el agotamiento nos adormece». Y de nuevo, mención de Corazón: la palabra aparecía manchada y en el borde inferior de la página. Corazón había logrado apaciguar el malestar despertado entre los hombres por las palabras de un comentarista radiofónico austríaco, que había afirmado con rotundidad que no habría una guerra para liberar Estonia. «Cuando por fin nos llegue la libertad, todos se volverán súbitamente patriotas, ¿con cuántos nuevos héroes contaremos entonces? Pero cuando la patria se halla en peligro, esos mismos se arrastran y nadan con la corriente, muerden un anzuelo barato y lamen las botas de sus propios traidores, persiguen a nuestros hermanos, sólo por el derecho a entrar en las tiendas especiales».
Decidió animarse con una rebanada de pan con arenque y arrastró los pies hasta la cocina. En el pasillo, tropezó con una trampa para ratones puesta por su mujer; por el suelo había pañuelos hechos un rebujo, también los que ella había cogido de su estante. Parts los apartó con el pie, pero luego cambió de opinión, los recogió con una servilleta y los arrojó a la basura. Al disponerse a preparar el pan, se aclaró las ideas: a pesar de su sensibilidad poética, no creía que a Roland le interesara la poesía. Por lo menos no tanto como para escribir sobre ella páginas enteras, salvo que hubiera un motivo especial. Ensimismado, volvió a una página que analizaba un poema titulado «Cabeza de Col», que versaba sobre el objetivo del arte. Según Roland, era demasiado individualista, lo que no beneficiaría al movimiento. Lo consideraba desleal y se preguntaba cuál era su finalidad, al tiempo que despotricaba contra los poetas del país. Parts recordaba un fragmento: «Esos seres tan mediocremente dotados que se autoproclaman poetas. Para ellos es más grato delatar e integrarse así en las filas de los escritores soviéticos, en los círculos donde incluso con una ayuda insignificante es posible ganarse bien el pan, tener una buena vida. Mi desprecio es infinito, pero afortunadamente Corazón refrena mi mano. Cabeza de Col no lo merece». Ahí estaba. Su primo había vuelto a despistarlo. Cabeza de Col no era un poema, sino un poeta. Roland había desconfiado de su lealtad porque se trataba de una persona, no porque le importaran unos miserables versos.
Si Cabeza de Col se había legalizado con posterioridad, sería fácil de encontrar; tal vez supiera algo de Corazón. ¿Quizá debería añadir el nombre del poeta a la petición que le haría a Porkov? Sus de por sí débiles argumentos no se verían menoscabados por un nombre más, aunque proceder así no podía convertirse en una costumbre. Antes de abrir la lata de arenques, se preparó un vaso de agua azucarada. Una vez más, la leche estaba rancia.