1963

TALLIN

República Socialista Soviética de Estonia

«En 1943, Mark halló una forma de ganar dinero. Como una parte de los hitlerianos ya habían comprendido que la Alemania nazi perdería, muchos tenían ya un nuevo plan: pasar a Occidente con la intención de sabotear la resistencia al Tercer Reich y extender el nazismo. Con la ayuda de unos pescadores que reclutó astutamente, Mark comenzó a auxiliar a aquellos miserables y a organizarles el viaje para que fueran acogidos sin recelo en los países occidentales. Como Mark había sido un popular deportista en tiempos de la Estonia burguesa y fascista, su rostro era conocido y él admirado. Por eso le resultaba sencillo establecer contactos. Pidió su traslado de Tarto a Tallin. Ya había demostrado su talento en el servicio de inteligencia nazi, así que los fascistas de Tallin le dieron la bienvenida. Encontró un piso adecuado para alojar a los fascistas mientras esperaban a ser trasladados a un barco. El piso era propiedad de la madre de su novia, que había traicionado a su pueblo con un oficial fascista…»

Parts apoyó los codos en la mesa y con un pañuelo se enjugó el sudor del cuello. Los pasos de su mujer repiqueteaban de nuevo como un aguacero; aun así, había podido escribir fluidamente. Con todo, el vocabulario le parecía mediocre. ¿Una amante? ¿Una hembra fascista? La palabra «puta» difícilmente podría usarla, era demasiado fuerte, si no de mal gusto. ¿Una mujer que mantenía relaciones íntimas con un oficial de las SS? ¿Una fascista estonia que mantenía relaciones íntimas con un oficial de las SS? ¿Una adoradora de Hitler que mantenía una sórdida relación con un oficial de las SS? ¿La novia de un nazi? ¿De un ocupante? ¿O sería más elegante «una novia de guerra enamorada de Hitler»?

Meditó sobre la naturaleza de su mujer, sus amigas de juventud, su difunta suegra, tratando de hallar la expresión precisa. A ella sin duda se le habría ocurrido una apropiada. Recordó la infantil esperanza que había albergado al regresar de Siberia junto a su mujer: el pasado común en un país transformado podría crear una base para su matrimonio, ambos obtendrían del otro una comprensión imposible de conseguir de los demás. El punto de partida era bueno. Ella no se había divorciado, al contrario que muchas otras mientras sus maridos estaban en Siberia. No había recibido ninguna carta suya, sí paquetes, incluso el máximo autorizado. Parts tenía sólidos motivos para ser optimista, y en la época del juicio a Ain-Ervin Mere incluso había pensado en llevar a su mujer a las guarderías que visitaba. Ella habría podido ofrecer su testimonio como pareja de un testigo heroico, agradecer al Ejército Rojo haber salvado a su marido, posar juntos entre los niños, ella con un ramo de claveles. La Oficina habría dado el visto bueno a algo así si hubieran tenido hijos, pero, tal vez al corriente del pasado de su mujer, lo habían considerado inapropiado para las guarderías. Mejor así, pues el colapso de su mujer se había producido muy de repente.

Basándose en su experiencia, creía comprender las pulsiones primarias que a veces parecían poseer a su mujer, y en una ocasión él le había propuesto que se buscara un amigo, que se relacionara con hombres jóvenes. Eso habría ejercido un efecto calmante que a él le hubiese permitido trabajar tranquilamente. Le habría dado algo distinto en lo que pensar, otras vías de salida a sus impulsos y sentimientos, pero ella había reaccionado ensimismándose. Parts se enfadó. Al contrario de lo que su mujer suponía, él sí sabía algo acerca de exteriorizar los impulsos, lo cual podía convertir una vida opresiva en soportable, incluso agradable. En el campo de prisioneros había aprendido enseguida las reglas: era un mundo regido por la ley de la selva, por los instintos animales. Los delincuentes de su barracón eran muchachos de gran belleza y Parts había tenido que hacer gala de sus talentos especiales para ser admitido en el grupo, pero tras su aceptación la vida se había vuelto tolerable. Nadie lo había molestado llevándolo al bosque o a las minas, y del médico había obtenido suficiente vaselina porque también éste necesitaba un falsificador, por no hablar ya de los delincuentes. No obstante, había dejado atrás aquellos momentos de locura y ahogado los recuerdos, igual que se ahogan en un río unos gatitos; la presa fuerte y sudorosa del blatnoï en su nuca se había desvanecido en las nostalgias del pasado.

Había hablado sobre el estado de su mujer con un médico, que había afirmado que las sospechas de Parts iban bien encaminadas. El vacío uterino seguramente era la causa del desequilibrio, tal vez fuera una mujer estéril. El especialista había recomendado que la llevara a su consulta. Parts no se había atrevido a proponérselo a ella, aunque, según el médico, la esterilidad también provocaba trastornos emocionales. De haber parido un hijo, ella habría tenido algo más importante en lo que concentrarse durante el juicio y tal vez se hubiera podido evitar el colapso, por lo menos en parte. Además, le hubiesen dado una buena vida al niño, que de adulto habría sido un buen partido gracias a la vivienda unifamiliar y la posición respetable de Parts. Él mismo no se hubiese tomado a mal la llegada de un bebé, e incluso en cierta época había intentado agilizar la cuestión apelando al débito conyugal, hasta que al final se trasladó nuevamente al sofá cama, que luego acabó arrastrando hasta el despacho. Era difícil representar el papel de una familia normal si no había prole; mantener el contacto con los empleados de la Oficina resultaría más sencillo si pudieran visitar a otras familias con hijos, incluso las misiones serían en ocasiones más cómodas con un niño como tapadera. Parts lo plantearía en la Oficina: había oído hablar de alguien que había aceptado que lo reclutaran después de que le arreglasen una adopción en una semana.

Por los niños había renunciado a sus paseos por el distrito de Pirita, donde proliferaban los pequeñuelos sonrientes, el irritante ruido de las peonzas, el molesto tránsito de carritos y los pasos tambaleantes de los que aprendían a caminar. Una vez había observado a un padre y su hijo que hacían volar una maqueta de avión. El modelo trazó un ocho contra el límpido cielo azul. Parts levantó el brazo en el aire para notar la brisa, que era adecuada para remontar una maqueta, y aminoró el paso. Le hubiera gustado contarle al niño alguna anécdota, por ejemplo cómo Aleksandr Fiodorovitch Avdeiev había derribado en la isla Saaremaa al célebre y renombrado Walter Nowotny. Aleksandr era un hombre atractivo, como suelen serlo los pilotos, y su aparato, un Polikarpov I-153, parecía una hermosa gaviota. Sin embargo, esas alas tipo gaviota no iban bien y se había suspendido su fabricación. Los ojos del niño, ansiosos y expectantes, se habrían abierto de admiración, y entonces Parts le habría contado cómo él mismo en una ocasión había entrado en barrena volando en un Polikarpov. El pequeño habría contenido el aliento, emocionado, mientras él le explicaba cómo había evitado estrellarse maniobrando la palanca del timón en sentido contrario a la rotación, logrando que el aparato dejara de girar, aunque en su cabeza el vértigo persistía y le parecía que el aparato continuaba girando en sentido inverso. Pero eran contratiempos normales, gajes del oficio de piloto, habría añadido con unas palmaditas en el hombro del pequeño, antes de prometerle que después podrían comprar cromos de aviones. A continuación le habría propuesto que siguieran remontando su pequeño avión, el niño habría asentido y juntos lo habrían contemplado elevarse.

El taconeo de su mujer derribó el avioncito. Parts abrió los ojos y en lugar del azul del cielo vio el amarillento empapelado de su despacho abombándose y el armario marrón oscuro, de cuya superficie lacada él limpiaba la menor huella dactilar con la punta de un pañuelo. En ese armario había escondido algunos álbumes de filatelia que, vírgenes, se había llevado de la sección de papelería de unos grandes almacenes. Estaban dedicados a estampas de aviones.

El reposapapeles se había inclinado por el peso de su cabeza, los astiles de las teclas se habían enganchado entre sí. El camarada Parts se quitó saliva reseca de la mejilla. El reloj indicaba que ya era de madrugada. Una buena esposa habría acudido a despertar a su marido, no lo habría dejado dormitar en una posición tan incómoda. Echó la silla atrás, cerró con llave la puerta del despacho y extendió el sofá cama; esa noche trabajar ya no daría más frutos. Tal vez el niño del avioncito regresara a sus sueños, todavía podría referirle su encuentro con Lenin. Aunque Parts iba en brazos de su madre, aún recordaba la mirada profunda de Lenin, y que éste le había dicho a su madre que el niño sería piloto, que era evidente que tenía la vista aguda de un piloto. El sofá cama se abrió con un chirrido que lo devolvió a la realidad, y Parts comprendió que estaba tan solo que tenía que buscar compañía en sus sueños. Se sentó sobre la ropa de cama revuelta, el cansancio se había disipado; la luna se veía en la ventana redonda igual que el botón de un guante. Corrió las cortinas ante el cristal asegurándose de que no quedaran resquicios, liberó el arrugado folio del carro, limpió un poco el escritorio y abrió el diario por una página que volvió a hacerlo sonreír de satisfacción, animándolo. La primera lectura lo había decepcionado porque nada parecía aludir a él. También eso había temido, o por lo menos le había dado vueltas con desagradables presagios. Después lo había releído: «Pero no contamos con suficientes falsificadores de talento. Falta el Maestro, un Maestro que sepa tallar sellos infaliblemente auténticos. Sé que existe, pero no en nuestro grupo». Pasó un instante antes de que se percatara de que estaba sonriendo. Lo habían necesitado a él. A un Maestro. Él era el Maestro. Garabateó la palabra en el papel secante. La estilográfica se detuvo. La había escrito con mayúscula porque así aparecía en el diario. Entornó los ojos y volvió a abrirlos, hojeó el diario sin encontrar el fragmento que buscaba. El descubrimiento había aclarado sus ideas. Había estado ciego.

Al principio, las obtusas frases de Roland lo irritaban, estaba seguro de que no iba a sacar nada de ellas. Ni nombres ni lugares. Sólo un aburrido informe sobre el tiempo y unos maravillosos amaneceres, así como sobre la liga antialcohólica y la virulenta condena del consumo de licores. Pero se había dejado confundir por los triviales comentarios de su primo, que había logrado engañarlo. Así pues, en el diario sí se hablaba de personas reales, de modo encubierto. Ahora lo releería, palabra por palabra, hasta listar todas las palabras con mayúscula, también las que no parecían nombres, analizando cada expresión por si pudiera significar algo más. Por si pudiese ser un nombre.

Diez páginas después, notó que su atención volvía a relajarse: las anotaciones sobre la dificultad de conseguir tinta y papel y la irritación ocasionada por la tinta mal mezclada ocupaban monótonamente una página tras otra. Se había estropeado un valioso papel por una mancha de tinta, de modo que en algunas partes el periódico que editaban se había vuelto ilegible y Roland estaba furioso. De la página que detallaba las medidas de precaución de los ilegales, a Parts se le ocurrió entresacar un pasaje para su propio libro: los hombres que se deslizaban furtivamente en las casas para comer utilizaban un plato común a fin de que fuera más fácil huir rápido y no necesitaran preocuparse por si todos habían recordado retirar los platos sobrantes de la mesa. Era un buen ejemplo de la astucia fascista, un detalle auténtico que hizo que los ojos de Parts volvieran a acelerarse, volaban de una línea a otra, de las humeantes lámparas de queroseno de los refugios subterráneos y las suelas agujereadas, a las batidas en el bosque por parte de los chequistas, a una operación donde se había peinado el bosque en busca de zulos, a las dificultades de arreglar una radio y al júbilo por conseguir un mimeógrafo. Luego pasaba a las deliberaciones sobre lo difícil que era encontrar buenos escritores para los periódicos, a los planes para la formación de una sección de prensa separada, y a un ejemplo que ilustraba perfectamente la alevosía fascista y que Martinson seguramente no había utilizado: un agente exterminador infiltrado entre los Hermanos del Bosque se había delatado al formularle a Roland una sencilla pregunta sobre los últimos resultados deportivos: si Roland hubiese sabido la respuesta, se habría deducido que su radio no podía encontrarse a más de un día de viaje. Además, ningún miembro del grupo habría preguntado algo semejante. Los ojos de Parts saltaban raudos de una línea a otra, de vez en cuando anotaba palabras escritas con la inicial mayúscula, los dedos pasaban febrilmente sobre detalles bastante sagaces acerca de noticias del extranjero, páginas sobre la espera de la guerra, una contienda que nunca llegó, que liberaría Estonia, y en sus frases se percibía el resquemor de la amargura, y páginas furiosas sobre las colectivizaciones tras las deportaciones de marzo.

El lúpulo chocó contra la ventana, Parts cerró el diario, había encontrado lo que buscaba: «Pero mi Corazón está a salvo, lo que me resulta de gran consuelo. Mi Corazón no huyó como las ratas a Suecia y, sin embargo, tampoco lo llevaron a Siberia. Así han acabado muchos, también aquel que encarceló mi Corazón en la iglesia». Roland había escrito Corazón en mayúscula, igual que Maestro. «He perdido a mis parientes. A mi Corazón no, y mi familia no me ha traicionado. El futuro no está perdido». Aunque lo había leído anteriormente, no había comprendido que ahí radicaba la clave, en Corazón con mayúscula. Se trataba de un nombre en clave, tal vez incluso el de su novia. La primera anotación referida a Corazón procedía ya de 1945. Las frases sobre Siberia no habían sido escritas hasta 1950, tras las deportaciones; la desesperación cobraba intensidad y no era de extrañar que la primera y más importante tarea del nuevo ministro de Seguridad Moskalenko fuera acabar con el bandidaje, había realizado un buen trabajo al respecto. Pero en el diario no se daban pistas sobre cuándo se habrían llevado al marido de Corazón, pues con las referencias a la iglesia se aludía precisamente a su pareja. Tal vez lo capturaran a principios de la ocupación soviética, quizá en las deportaciones en masa. El alivio que traslucía el diario permitía presuponer también que Roland había temido por la mujer: en la primavera de 1949, los trenes a Siberia iban abarrotados de mujeres, niños y ancianos, muchos de ellos familiares de deportados y parientes o partidarios de los Hermanos del Bosque.

Parts trajo de la cocina la grasa de las chuletas de la noche anterior y untó rebanadas de pan con ella. La Unión para la Lucha Armada había sido casi aniquilada, con las deportaciones les habían arrebatado sus simpatizantes, sus filas se habían reducido hasta desaparecer, cualquiera podía ser un chequista infiltrado, y sin embargo Roland hablaba de futuro. ¿Por qué distinguía entre parientes y familiares? ¿A quién consideraba pariente, a quién familia? ¿Acaso se refería a su grupo del bosque como a su familia?

Eso no era importante, sino Corazón, la mujer cuyo marido había sido conducido a Siberia. La mujer que aún vivía dentro de las fronteras del país. La mujer cuyo rastro había que seguir y que probablemente sabía más de Roland que nadie. ¿Accedería la Oficina a que Parts investigara entre los deportados a Siberia a un hombre cuya esposa se había quedado en Estonia? Difícilmente. ¿Cómo justificaría esa petición? ¿Podría el camarada Porkov entregarle la información como si fuera un pequeño favor? ¿Cómo había logrado Corazón evitar los campos? ¿Había vivido con Roland en el bosque? «He perdido a mis parientes, pero no mi Corazón». ¿Había mantenido su primo relaciones con una mujer casada? ¿De qué clase de mujer se trataba? ¿Era la amante del líder de los bandidos, la cocinera o simplemente alguien que ayudaba a los ilegales? ¿Vivía en el bosque, era un miembro más de la Unión para la Lucha Armada? En el diario no se la mencionaba nunca, pero los cuerpos encontrados en el refugio eran de activistas de la ULA. ¿Había compartido Roland cuanto sabía con Corazón, Roland el cauteloso? Así pues, ¿no sólo debía encontrar a Corazón porque podía conducirlo a Roland, sino también porque éste había compartido su vida con ella, y por tanto podía saber lo mismo que Roland? ¿Estaba Parts dispuesto a asumir el riesgo? La mayoría de los pilotos derribados no preveían el impacto hasta que era demasiado tarde. Él no cometería ese error. Se mordió la lengua, sintió el sabor de la sangre. ¿De verdad Roland le habría abierto a ella su corazón? Parts recordó lo protector que era con Rosalie. ¿Habría sido igual con Corazón? ¿O la soledad lo habría empujado a la desesperación? ¿Lo había compartido todo con aquella mujer? Y lo más importante: ¿suponía ella una amenaza para Parts? Si su matrimonio hubiera sido distinto, le habría contado el problema a su esposa, pues Corazón, el personaje del diario, era un misterio estimulante y perfecto para las divagaciones de una mente femenina.

Desde luego, no volvería a ser tan negligente como en su día lo fue respecto a Ervin Viks. Qué conmoción al entrar en la oficina de la Sección Especial del campo de Tarto: tras la mesa estaba sentado el mismísimo Viks, firmando documentos relacionados con misiones especiales, como Edgar vio cuando él se incorporó para saludar. La carrera de Parts se encontraba en un buen momento, había estado recorriendo centros de producción con los alemanes y, de repente, un antiguo compañero de los tiempos del Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos se hallaba frente a él. Los ojos de ambos se encontraron y reconocerse los unió por un segundo con mayor fuerza de lo que una cama podría jamás unir a unos amantes; Viks le hizo un gesto discreto pero elocuente: se pasó la mano por la garganta como si se cortara el cuello. El capitán que había llegado con Parts cogió unos papeles de la mesa, leyó indiferente algunos fragmentos y Viks se ofreció para informar sobre las misiones especiales, pero el tiempo apremiaba. Se marcharon, dejando el olor a aguardiente flotando en la habitación. Al cruzar el patio, temió que algún prisionero lo reconociera, gritase su nombre: ¡Edgar! Al salir del campo se maldijo: ¿por qué no había comprobado a Viks? Era el único que quedaba vivo entre los colegas que sabían que antes de la ocupación alemana trabajaba para el Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos. Seguramente, Viks ya se habría cubierto las espaldas retocando su propio expediente; debía de haberse olvidado de Parts por error o descuido, o tal vez simplemente había supuesto que éste ya era historia. Parts también había tenido un desliz. ¿Cómo no se había acordado de Viks, conociendo su cuenta de muertos? Era de esos cuya habilidad profesional, su capacidad de matar, siempre se requería, y lo había llevado hasta el mando del destacamento especial del B4. Más tarde se preguntó si era mejor acercarse a Viks o permanecer fuera de su alcance. Debido a la alta posición de éste, Parts ya no podría deshacerse de él con facilidad, pero Viks sí de él. Su única esperanza era que su antiguo compañero se hubiera convertido en un hombre demasiado atareado como para ocuparse de sus subordinados. Además, en cierto sentido, Viks le había hecho un favor en el campo de Tarto, cuando ordenó exterminar a miles de empleados del Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos y a sus colaboradores. Esbirros, informantes, aduladores, bolcheviques. Viks había despejado los nubarrones del cielo para ambos.

Parts decidió ser valiente y presentarle al camarada Porkov su petición. Tenía que conseguir una lista de los deportados cuyo cónyuge se hubiese quedado en Estonia. Era una tarea descomunal, pero allí podría hallar lo que buscaba, y eso tal vez constituyera una información definitiva.