1963

TALLIN

República Socialista Soviética de Estonia

Su mujer empujó las bolsas de la compra sobre la mesa hacia el camarada Parts, como si esperara que la felicitara por haberse encargado de ir por la comida. El encaje de viscosa colgaba desgarrado de sus enaguas, un humo azulado colmaba la habitación. Parts posó sus propias compras en el suelo, abrió la ventana y empujó fuera las ramas de lúpulo que se habían metido por ella. Se esforzaba por imprimir firmeza en sus movimientos, aunque un poco antes la inesperada presencia de su esposa en la cocina lo había sobresaltado. ¿Qué ocurría? ¿Qué quería esta vez? Cuando, tiempo atrás, ella le había dicho que sería el hazmerreír de todo el mundo si se supiera que todavía utilizaba una plancha de carbón, él no había discutido y le había comprado una plancha eléctrica. Cuando le había dicho que deseaba unas toallas más modernas, él no había objetado nada, simplemente había comprado unas nuevas de felpa chinas en lugar de las de lino, así como un tubo de dentífrico polaco que colocó al lado del viejo polvo para cepillarse los dientes. También había hecho cola para obtener permiso para adquirir una nevera, y después había vuelto a hacerla tres veces antes de conseguir la penúltima Snaige el día de compra. La responsabilidad de las cosas domésticas recaía íntegramente en él, pues en lo concerniente a las cuestiones cotidianas el empleo de su mujer en la estación de trenes resultaba completamente inútil. Si algún día le apetecían salchichas más secas, tendría que ocuparse él mismo, hacer amigos mediante los cuales conseguir unas salchichas a las que los vendedores todavía no hubiesen añadido agua para aumentar su peso. Era inútil soñar con una sopa de albondiguillas mientras no tuviera un conocido en el complejo cárnico, pues en la carne picada que se exhibía en los mostradores mezclaban carne de rata. Todo eso llevaba su tiempo y no obstante él se encargaba de todo, por propia comodidad y para contener las crisis de su mujer. ¿Hasta dónde tendría que ceder?

Ella volvió a empujar las bolsas de la compra un centímetro más hacia Parts, que ni siquiera las miró. Una cena fría bastaría. Ese día no se pondría a freír chuletas ni echaría un vistazo a los alimentos traídos por su mujer, quería retirarse a la paz de su despacho antes de que ella empezara con nuevas exigencias.

De repente, su mujer abrió la boca y con aliento acre comenzó a contarle que había pasado la tarde con Kersti, que también trabajaba en la estación ferroviaria, y que habían ido a esta y aquella tienda y allí y allá estaban haciendo inventario, y a saber cuántos inventarios después habían decidido acercarse al trabajo de una conocida de Kersti, cuya puerta trasera bullía de gente y donde habían conseguido naranjas. Empujó de nuevo la bolsa de la compra y una caja de tarta cayó al suelo. Al parecer eran Pastilaa frescas, de la tienda de Kalev. ¿Qué pretendía? ¿Acaso quería que le comprara un coche? Un Moskvitš costaba cinco mil rublos, una cantidad tan inmensa como la cola para conseguir un permiso de compra en la fábrica.

—Y luego hemos ido a ver el nuevo piso de Kersti. La cocina es un pequeño cubículo. En la nuestra por lo menos se puede comer, sentarse, cocinar, en la de ella no, aunque sea un piso grande y moderno.

—Y así tienen que ser. La gente puede comer perfectamente en un comedor, ¿quién necesita en realidad una cocina grande? —replicó Parts.

Una conversación.

La primera en meses.

Ella lo miró y señaló que estaban en la cocina y eran dos. Parts se concentró en servirse las manitas de cerdo del día anterior y se cuidó de no tocar las bolsas de la compra de su mujer, dejando la caja de Pastilaa en el suelo. Se tragó la repugnancia que le inspiraban las gruesas y duras uñas de los pies de su mujer, igual que se tragó la pregunta de cómo esa amiga sin hijos había conseguido un piso. ¿Tal vez gracias a algún amante? No podía arriesgar la tranquilidad del trabajo de esa noche. ¿Y si le daba el sobre marrón que le habían entregado en la Oficina? El dinero siempre tranquilizaba a las mujeres. En la respiración de su esposa flotaba el olor a farmacia. No era nada nuevo, pero al pasar junto a ella Parts percibió el tenue perfume del champú seco y en su cabello cierta esponjosidad inusual. Como si ella deseara demostrar que estaba en sus cabales.

—¿Por qué hablas conmigo? —preguntó Parts de repente, enfatizando cada palabra.

Ella se movió un poco, su energía se esfumó y guardó silencio. La ceniza del cigarrillo se desparramó, la taza de café tembló en su mano. Parts cerró los ojos y no dijo nada. Del servicio de café, un regalo de bodas de mamá, sólo les quedaban unas pocas tazas intactas. Parts recordó lo ocurrido la última vez: su mujer se había reído, qué más daba, no necesitaban un servicio de mesa completo, no había visitas a quienes agasajar.

—Eran tan felices con su nuevo piso… Sólo con eso. Todos progresan en la vida y el trabajo, fundan familias, familias felices, pero para nosotros éste podría ser el último día en Tallin. Te comportas como si no lo supieras.

Parts miró a su mujer a los ojos por primera vez en años. Aquellos ojos que antes se abrían hermosos se los había tragado la carne abotargada. La lástima hizo acto de presencia en la cocina y suavizó el enojo de Parts cuando declaró:

—No pienso regresar a Siberia. Jamás.

—¿No? —repuso ella, encendiendo la radio—. ¿Estás seguro? Por cierto, escuché por la radio el juicio a Ain-Ervin Mere y los programas sobre él. Incluso me acerqué a la casa de los oficiales, contemplé desde fuera el comienzo del espectáculo. Sin duda, los vuestros estaban al corriente de quiénes andaban por allí, pero me anudé un pañuelo a la cabeza y me puse gafas de sol. Puedes localizarme en vuestras fotos, seguro que tenéis de sobra.

Parts se sentó. La radio retumbaba y su mujer había bajado la voz de manera que casi tenía que leerle los labios.

—¿Qué diablos hacías allí? Pero si ni siquiera estaba Mere… Está en Inglaterra y nunca lo extraditarán —replicó Parts con brusquedad.

—Tenía que ir. Para saber cómo sería. Cómo sonaría, qué aspecto tendría. —Se encendió otro cigarrillo, el anterior aún humeaba en el cenicero.

El sonido de la radio removía el polvo y la ceniza.

—¡Por Dios, el juicio era sólo teatro! Ain-Ervin Mere no aceptó seguir colaborando con nosotros, ¡ése fue el motivo!

—Entonces cometió un error. ¿Estás seguro de que tú no lo cometerás?

Parts se recobró de su turbación y siseó:

—Mere era un pez gordo, yo no era ningún hombre destacado. No se organiza semejante teatro para los peces pequeños.

—¿Y si buscan justo algo así, ejemplos disuasorios? Ya te condenaron una vez por delitos contrarrevolucionarios. ¿O crees que testificar en el juicio te convirtió en un héroe por los siglos de los siglos?

Su mujer había vuelto a empujar la bolsa de la compra con el codo. De ella cayó una naranja, que rodó hacia el pasillo. Parts sopesó la idea de comentarle el proyecto del libro con más detalle. Pero no. Podría disfrutar de los frutos de la obra, pero no era necesario explicarle el plan en detalle ni qué parte desempeñaba el libro en ello. Se sirvió una taza del café de cereales preparado por su mujer y se sentó a la mesa. Ella desplazaba el cenicero de un lado a otro y un poco de ceniza voló a la taza de Parts, que se tragó las palabras furiosas que subieron a su garganta.

—No quiero ser la siguiente —dijo ella, y él subió el volumen de la radio—. Han llegado nuevas chicas al trabajo. Una de ellas ha tenido que irse en el acto. No nos han dicho el motivo, pero Kersti sabía que el padre de la muchacha estuvo en el ejército alemán. Yo espero a diario el momento en que vengan a buscarme, llevo aguardando desde el instante en que regresaron. Sé que vendrán.

Parts esperaría un poco antes de posar los dedos en el teclado de la Optima, aguardaría a que su mujer apurase la botella; entretanto, chupeteó los huesos de las manitas de cerdo. Luego se lavó las manos, abrió el candado del armario y sacó el diario. ¿Qué habría estado haciendo Roland después de su pelea? ¿Lo sabría su mujer? Mamá y Leonida habían pasado a mejor vida mientras él estaba en Siberia, pero ¿habría vuelto a relacionarse Roland con ellas durante la ausencia de Parts, Roland el prudente? Las madres siempre sabían algo… Bruckner comenzó a sonar en el tocadiscos de la sala de estar. La debilidad que le había provocado ese inusual diálogo estaba remitiendo. Posó los dedos sobre el teclado y se mordió el labio. Aún estaba a tiempo de regresar junto a su mujer, recoger la naranja que había rodado hasta el pasillo, pelársela, tomarla de la mano, pedirle que le contara cuanto recordaba, decirle que se salvarían juntos, por lo menos esta vez, al menos esta única vez podrían colaborar, el tiempo apremiaba, ella podría ayudarlo a localizar a Roland, recordar cosas que él no recordaba, podría atinar donde él no atinaría, por ejemplo respecto a los lugares adonde su primo quizá hubiera ido, a la gente con quien quizá hubiese establecido contacto. Si le enseñaba el diario, tal vez ella reconociera la caligrafía, incluso a las personas que se mencionaban. ¿Y si su esposa poseía la clave del misterio de Roland? Sí, ése era el momento adecuado, tal vez ya tenía suficiente miedo, tal vez estaba lista después de tantos años, ¿por qué si no habría sacado el tema, por qué le habría confesado que había asistido al juicio de Mere? ¿Era señal de que su orgullo por fin se había quebrantado? ¿A causa de la desesperanza o porque había comprendido que sólo él podría asegurarle un futuro? ¿Por qué Parts no era capaz de dar ese pequeño paso, tomarla de la mano? ¿Por qué no podía confiar en ella una única vez?