1943
VAIVARA
Comisariado General de Estland, Comisariado del Reich para Ostland
En el preciso instante en que Juudit torcía por la calle Roosikrantsi, Roland salió del portalón y apareció frente a ella, con la chaqueta del uniforme alemán y quitándose cortésmente la gorra. Se quedó petrificada, pensó en echar a correr y meterse en la casa, de la que sólo la separaba una decena de metros. La mirada fija y tensa de él asustó a la muchacha de servicio, que cargaba con las compras, Juudit se percató de su movimiento vacilante.
—Maria, puede entrar en casa —dijo, y la muchacha no se hizo de rogar.
Juudit forzó una expresión amable y asintió a modo de saludo a la vecina que pasaba por su lado y a la directora de la tienda para soldados alemanes. Roland la agarró del brazo y la obligó a moverse.
—Demos un paseo —propuso.
Caminaban del brazo; el paso de Roland era sereno, su voz no.
—Necesito el piso de tu madre.
Juudit guardó silencio. Si se ponía a gritar se desharía de Roland para siempre y jamás tendría que imaginarse que lo había vislumbrado entre la multitud, ni sobresaltarse ante sus apariciones imprevistas ni temer que Hellmuth llegara a saber de él. Estaban rodeados de gente, la policía la oiría si gritara. Abrió la boca, pero no salió ningún sonido; sus ojos iban veloces de un transeúnte a otro, preparaba las réplicas adecuadas si se cruzaba con alguien a quien tuviera que saludar o presentar; las posibilidades zumbaban en su cabeza, pero cada frase pensada se estrellaba contra los ojos vidriosos de Roland. Éste le apretaba el brazo, obligándola a caminar a su ritmo cuando intentaba resistirse.
—Hay menos transportes de refugiados a Finlandia ahora que los días se acortan. Sin embargo, hay una necesidad apremiante de pisos, resulta difícil conseguir un lugar temporal para quienes viven en la clandestinidad, la gente tiene miedo, en todas partes piden la documentación.
—Habla más bajo —susurró Juudit.
—Tú también tienes miedo. ¿Ya piensas en alemán?
—No.
—El piso de la calle Valge Laeva está muy bien situado junto al parque, ofrece protección. Los bolcheviques destruyeron los almacenes cercanos y es fácil acceder a él. Tú no lo necesitas, los demás sí —afirmó Roland—. A propósito, ¿sabes algo de tu hermano? ¿Acaso tu alemán no es capaz de averiguar ni siquiera eso?
Juudit volvió a abrir la boca, pero no dijo nada. Según Hellmuth, era mejor esperar a que la guerra acabara; entonces habría más posibilidades de averiguar el destino de Johan. La había abrazado, y la compasión de ese gesto la había hecho llorar. No deseaba hablar de Johan con Roland, cuyo tono era gélido. Juudit tenía un nudo en la garganta, pero delante de él no lloraría. Giraron por la calle Lühike Jalg y comenzaron a subir la escalera en dirección a Toompea. ¿Y si se escabullía por debajo del pasamanos y echaba a correr calle abajo por la parte empedrada, gritando? Todo se solucionaría. Pero sólo consiguió decir:
—No puedo mezclarme en algo así.
—Nadie ha pedido tu opinión. —Roland le arrebató el bolso de su entumecido brazo, rebuscó y cogió las llaves.
Habían llegado al inicio de la calle Kohtu. La plataforma panorámica era un hervidero: había oficiales alemanes con prismáticos, personal de Ostland Film mostrando el paisaje, fotógrafos y reporteros fotografiando los confines de Ostland. Roland se la llevó de allí. En las escaleras de Patkuli, la tomó de la mano como si fuera un polluelo recién nacido.
El reloj parecía no haberse movido, el tiempo no avanzaba. O pasaba demasiado rápido, pero nunca iba como debía. Así pues, mejor al día siguiente. Entonces iría al piso de la calle Valge Laeva para llevar a cabo la tarea encomendada por Roland. Juudit deambuló por el despacho incapaz de empezar a trabajar, aunque junto a la máquina de escribir la esperaba una pila de papeles por traducir. Las frases se le entremezclaban cuando había intentado comenzar. Por suerte, Hellmuth estaba ocupado en sus tareas, de modo que no ocurría nada si se sobresaltaba con el petardeo de los tubos de escape, con las ambulancias que pasaban a toda velocidad, con las sombras en los rincones. Trató de calmarse caminando en círculos, aunque con cada vuelta se sentía más como un animal enjaulado. Hellmuth ya no soñaba con la vida en el campo, sino que pensaba en Berlín; le había hablado de su infancia berlinesa, de lugares que Juudit tendría que conocer, y al final su frente se había fruncido como un papel.
—O tal vez podríamos irnos a otro sitio, a un lugar lejos de la guerra —había propuesto.
Hellmuth iba en serio en su relación, y aun así ella lo ponía todo en peligro: por ejemplo, el amable gesto de él al despejar una mesita para colocar la máquina de escribir de Juudit, el despacho mismo, incluso los periódicos que la sirvienta amontonaba sobre el escritorio de Hellmuth. A veces él se limitaba a hacer una visita rápida al cuartel y luego pasaba el resto del día en su despacho, donde prefería escuchar a Juudit en lugar de a las intérpretes de su oficina, pues ella le traducía la prensa estonia. También estaba arriesgando esos días, los que más disfrutaba, y poder enviarle a su madre periódicos estonios, para los cuales ya no parecía haber suficiente papel, aunque las fábricas papeleras funcionaban a pleno rendimiento. Los diarios en alemán no tenían estos problemas. Para los alemanes había suficiente de todo, así que para ella también, podía incluso exfoliarse la piel con azúcar. Pero no sin Hellmuth. Juudit continuó deambulando por el despacho. Ese día no haría nada de trabajo; se notaba más sensible la piel y las medias parecían irritársela: las piernas le picaban como si llevara varios calcetines de lana, igual que hacía en los veranos de su infancia para protegerse de las serpientes. Se soltó la media y se la bajó. La incipiente variz en la pantorrilla derecha siempre le traía a la mente a Adelina, cuyo padre había sido ejecutado por los bolcheviques y sus restos desenterrados en la calle Pikk, y cuya madre olía a talco sudado cuando, jadeante, se quitaba las medias de compresión… Era de piel rubicunda. Y aquellas venas… Juudit no podía permitirse varices, en absoluto podía dejar que Hellmuth perdiera interés en ella, que sus manos ya no se deslizaran por sus muslos en la penumbra del Estonia. Las preocupaciones de Hellmuth iban en aumento y, con el Departamento Económico, los viajes también, pero él deseaba volver a las tareas propias de su especialidad. Últimamente, en sus caricias había un deje ausente que la inquietaba cada día más, la asustaba y la hacía estar cada vez más pendiente de su propia belleza. Su vida dependía de los sentimientos que Hellmuth le profesara; sin ellos no sería nada.
El alboroto proveniente de la calle volvió a sobresaltarla, aunque sólo se trataba de unos niños que regresaban de la escuela. Aún era mediodía, pero ya necesitaba una copa. La picazón se había hecho insoportable. El día siguiente llegaría pronto. Entonces iría a recibir a los refugiados. Al cabo de treinta horas. ¿Y si lo estropeaba todo? ¿Si no sabía actuar correctamente? ¿Si cometía alguna estupidez? ¿Si en el grupo de refugiados había conocidos? ¿Y si no acudía? ¿Por qué Roland no podía buscarse a otro para esa tarea? ¿Cómo sabía él que los horarios de la guardia costera que le habían dado eran correctos? ¿Cómo sabía si los pescadores del grupo eran de confianza y cuánto tiempo lograrían engañar a los controles? ¿Bastarían las sierras y otras herramientas forestales como coartada en los camiones que transportaban a los refugiados? Y si los pescadores les hacían chantaje, ¿de dónde sacarían el dinero, dónde conseguirían los camiones y la gasolina? Juudit no quería saberlo. ¿Por qué no se había resistido más? ¿Qué había paralizado sus labios? ¿Stalingrado, Túnez, Rostov, o que entre las filas alemanas hubiese ciudadanos de las zonas ocupadas del Este? Si se hubiera confiado a Gerda, tal vez a su amiga se le habría ocurrido algo, le habría dicho que empleara sus armas de mujer, y que debía aprender a manejar a Roland en vez de lo contrario. Pero Juudit no era Gerda, no tenía su instintiva capacidad de derretir con sus artes seductoras incluso al más insensible adversario. La echaba de menos, echaba de menos sus consejos. No había llegado aún ni una sola carta de ella, aunque le había prometido escribir.
Al día siguiente, Hellmuth no estaría allí para sorprenderse cuando Juudit saliera a la calle sigilosamente después del toque de queda, porque por la mañana todo el equipo excepto ella viajaría unos días a Vilna. Pero ¿y después? No podía prever cuándo volvería Hellmuth a casa. El reloj que parecía tan lento había comenzado a correr deprisa. Tenía que prepararse. Ahora, Hellmuth pronto llegaría, pronto se oirían entrechocar los talones de sus visitas, ya se oía a la cocinera batiendo huevos, a Maria poniendo la mesa, ella tendría que prepararse para la velada, para entretener. Los nervios se notan enseguida en la piel de una mujer, habría dicho Gerda, y Juudit no podía permitirlo. Comenzó enjabonándose con una pastilla de jabón de tocador. Hacía poco, Gerda la había convencido de que la tersura de las piernas se aseguraba con una navaja de afeitar, no con sulfuro de hidrógeno. Opinaba que el sulfuro olía demasiado y probablemente tenía razón. El bronceado de las piernas era débil y pálido, había que hacer algo. Después del baño y del cuidado de las piernas, Juudit se echó en las axilas ácido salicílico en polvo y devolvió el bote a la balda, junto al lápiz negro con el que en su día se había pintado costuras en las piernas, en los tiempos sin medias. Las sombras de la piel de los codos se mecían en el espejo como nubes de tormenta. Juudit cogió el espejo de mano e intentó ver la amplitud del desgaste. Maria tendría que traer más limones. Por lo demás, su transformación de paloma en serpiente no se notaba en su piel… ¿o sólo quería convencerse a sí misma?
En el porche de la casa del SS-Hauptsturmführer Hertz, Edgar respiró hondo. Por el cristal verde de la parte superior de la puerta se filtraba la suave luz del vestíbulo. Edgar se irguió, el sastre había hecho un buen trabajo. Se aseguró de que la insignia estaba bien colocada: OT-Bauführer, capataz de la Organización Todt, que se encargaba de las infraestructuras. Debido a la escasez de equipamiento, para empezar se las apañaría sólo con la insignia y la cartilla de servicio, pero no le importaba, tenía suficientes razones para sentirse satisfecho. Había esperado mucho esa invitación, tras aquella puerta se le abriría el imperio entero. Acudirían hombres de BaltÖl y del grupo Goldfeld, también del grupo operativo Russland-Nord, cuya actividad ya conocía. Tras la retirada alemana del Cáucaso y la pérdida del acceso al mar Caspio, sus ojos se habían vuelto hacia Estonia. Edgar había comprendido al instante lo que significaría: los alemanes ya no tenían petróleo, jamás renunciarían a Estonia: en el esquisto bituminoso había futuro y se priorizarían los intereses de BaltÖl. Él aún no estaba familiarizado con el sector, pero estaba decidido a estarlo.
La criada cogió su abrigo y su sombrero, en la sala ya reinaba un ambiente jovial, el retrato del Führer colgaba un poco torcido en la pared. Hertz le dio una sincera bienvenida, lo acompañó a la sala junto a los demás y luego se dirigió al vestidor en busca de su novia. El SS-Sturmbannführer Aumeier se acercó a Edgar para proseguir la conversación que habían iniciado durante el día acerca del viaje a Vilna y Riga. Por lo visto, en Lituania se había desarrollado una interesante máquina que facilitaba los procesos, podrían comprobar su funcionamiento en el campo de trabajo de Paneriai. Tal vez conviniera disponer de una así en Estonia. Edgar comentó los avances logrados en la distribución del trabajo gracias a la policía administrativa y a Johannes Koort, comandante del tercer batallón. Según el reglamento, se consideraba adecuado un espacio de un metro ochenta con los prisioneros, pero sobre las cuestiones administrativas aún había que negociar. El comandante asintió, la situación le resultaba familiar, los SS-Wirtschafter deseaban mantener ciertos sectores rigurosamente bajo su control.
La puerta del salón estaba abierta y Edgar, concentrado en la distendida charla, al principio no se percató de por qué la voz femenina que le llegaba del pasillo charlando con Hertz le resultaba familiar. Pero de repente cayó en la cuenta; no podía equivocarse, ni siquiera en medio de aquel murmullo achispado de los invitados. Echó un vistazo a las ventanas. No, por ahí era impensable… En cambio, entre las ventanas había una gran puerta cristalera que debía de conducir a un balcón.
Se encogió en un extremo del balcón, apretó la espalda contra el murete y se aferró a la barandilla a su derecha. Los bajos de la cortina ondearon fuera de la puerta, lamiéndole los zapatos. Oyó el taconeo en el salón, el crujido del parquet y una risa muy reconocible, una risa de mujer. Imposible saltar, estaba demasiado alto. Los invitados iban a pasar a la mesa, Edgar oyó al Sturmbannführer Aumeier mencionar su nombre y hablar de la necesidad de aire fresco. Cuando la doncella entró para decir que a la dama la llamaban por teléfono, Edgar aprovechó la oportunidad. Tras oír alejarse el taconeo, volvió al salón, intercambió un par de palabras con el anfitrión, recorrió tranquilamente la alfombra y luego apretó el paso hasta dar con el retrete justo cuando la voz de Juudit volvía a acercarse. Se sentó en el suelo, Juudit pasó hacia el salón. Desde el baño salió al pasillo, y desde allí directamente al vestíbulo, donde encontró su abrigo y el sombrero. A la cocinera le susurró que sentía un malestar repentino y debía irse, le pidió que lo disculpara ante los anfitriones por la súbita marcha y dejó dicho que el coche podría pasar a recogerlo cuando el equipo estuviera listo para partir. Al día siguiente se encontraría bien, lo suficiente para viajar.
Cuando el chófer de Aumeier dobló a primera hora de la mañana hacia la calle Roosikrantsi, Edgar, sentado en el asiento trasero, se bajó el ala del sombrero para cubrirse los ojos, por si acaso. Cuando el automóvil se detuvo, mientras los demás se apeaban para estirar las piernas, él permaneció sentado, aduciendo su todavía débil estado; intentaría dormitar un poco. Por el resquicio entre el cuello subido y el ala del sombrero vio a la muchacha del servicio, la que la noche anterior había recogido su abrigo, precipitarse a la calle y casi tropezar con el portero, que estaba barriendo los escalones. La cotidianidad matinal le resultó tranquilizadora. Se habían descorrido las cortinas, de la panadería salía el aroma del pan recién horneado, los cascos de los caballos tirando de sus pesados carros resonaban en dirección al almacén del ejército. Por fin apareció Hertz, se detuvo a comprarle un cucurucho de nueces a un muchacho, saludó jovial a Edgar y al resto de los viajeros y luego subió a su coche. En ese momento, el portal se abrió con ímpetu y Juudit salió corriendo con una bata de flores ondeando en la brisa matutina. La brisa de la mañana la hizo volar hasta el Opel Olympia de Hertz y se deslizó en el asiento trasero. Él la tomó de los hombros y alzó una mano para acariciar con ternura su cabello ensortijado por el sueño, y luego dulcemente la oreja. La visión cegó a Edgar por un instante, se derramó por su cuerpo como lejía bebida por error, sin que pudiera hacer nada, nada podía hacer contra su naturaleza letalmente corrosiva, pues aquella caricia contenía todo el amor del mundo, toda la ternura del mundo, lo más precioso que uno podía encontrar en la vida, y todo eso ocurría ante la mirada de la gente. Ante los ojos de todas aquellas personas, golfillos, chatarreros y barrenderos, un capitán de las SS se comportaba de esa manera, permitía que la mujer corriera por la calle en ropa de cama, le permitía precipitarse en el coche para despedirse aunque el viento le pegara el camisón a los muslos, permitía que la seda le resbalara por los hombros y premiaba su desnudez acariciándole la oreja. Qué indecencia, qué profusión de gestos que deberían reservarse para la intimidad de las sábanas, para la alcoba, qué intolerable comportamiento en plena calle, cuántos detalles propios de las casquivanas. Edgar había visto cómo actuaban los hombres con las novias de guerra, y no, no se trataba de eso. Ese gesto se reserva sólo para una persona en la vida, a muchos jamás les ocurre.
Ese gesto se le quedó grabado como un movimiento perpetuo: una mujer corre hasta un coche, se sube a él, un hombre la agarra por los hombros y levanta una mano para acariciarle el cabello y luego la oreja. La sucesión de esas imágenes se repetía sin fin en su mente, del mismo modo que la felicidad reflejada en el semblante de un hombre que olvida todo lo demás, la sonrisa de Juudit que hacía refulgir de amor el adoquinado, sus rostros radiantes. Tampoco lograba apartar de su mente la imagen de Hertz y Juudit en la cama, aunque no deseaba saber nada al respecto, la mano de él rozando la oreja de ella, su rostro, besando las cejas y la aleta de la nariz. Las orejas de Juudit no tenían nada de singular, ella era una chica corriente entre cuyas mayores virtudes ni siquiera se contaba una especial belleza. Y además estaba casada. ¿Con qué derecho ese ser insignificante osaba tocar indecentemente a Hertz y moverse por salones vedados a Edgar? ¿Con qué derecho entraba en el mundo de los alemanes porque sí, sin merecerlo? Una mujer sube a un automóvil, dentro se enciende una luz que corresponde a los momentos íntimos, el hombre que espera en el interior la agarra por los hombros, levanta la mano para acariciarle el cabello y la oreja, y la luz del coche oscurece la luz diurna, se convierte en un faro en medio de un oscuro mar y ellos ni siquiera se dan cuenta, porque no reparan en el mundo que los rodea, no lo necesitan, sólo se encienden y se consumen mutuamente, él le acaricia la oreja, la luz se enciende, su luz.
Después de aclararse las ideas, Edgar comprendió que Juudit le sería de utilidad en la alcoba del alemán. A su debido tiempo. Antes profundizaría en las tareas que le había encomendado Aumeier, realizaría los cálculos de producción e iría a visitar a mamá, trataría de sonsacarle con tacto si sabía algo de las actividades de su nuera. Ya no anhelaba vivir en Tallin, el campo fangoso de Vaivara era su única opción, allí no se encontraría con Juudit.
Por primera vez en su vida, odió a su mujer.