1943
VAIVARA
Comisariado General de Estland, Comisariado del Reich para Ostland
Cuando el Opel dejó atrás Tallin, Juudit empezó a tararear Das macht die Berliner Luft, pero Hellmuth miraba fijamente por la ventanilla, con un brazo rodeando ausente los hombros de ella, mientras con la mano libre sostenía un cigarrillo sobre el cenicero que se abría con un golpecito. La voz de Juudit fue apagándose lentamente. Esta vez tampoco cantarían ninguna marcha animosa, no entonarían canciones alegres como solían hacer antes, Hellmuth no sacaría su pequeña guía de conversación estonio-alemán, con la cual en los viajes ella le había enseñado frases prácticas y en cuya cubierta Juudit había escrito en ambas lenguas versos de Maria Under, y él tampoco le susurraría al oído en estonio «tu boca en mi boca». Los hilos de los postes eléctricos que pasaban se transformaron en alambres de púa. Hellmuth abrió la ventanilla, arrojó fuera la colilla y se volvió hacia la corriente como si en el coche escaseara el oxígeno. Juudit percibía el nerviosismo de él, que la miraba a los ojos a intervalos regulares, demasiado regulares, como si lo hiciera a propósito, sólo porque no deseaba que ella se percatara de su cejo fruncido.
Hacía tiempo que hombres de la compañía Baltische Öl entraban y salían misteriosamente de su piso de la calle Roosikrantsi. Por debajo de la puerta del dormitorio se habían filtrado algunas palabras tensas hasta los oídos de Juudit: la misión financiero-militar más importante de Alemania en los antiguos países bálticos era explotar el esquisto bituminoso, punto respecto al cual la cúpula del Reich no transigiría. Por eso el Opel Olympia se dirigía ahora a toda velocidad hacia Vaivara y sus posibilidades de producir petróleo, con una Juudit inquieta. Tal vez todo se debía sólo a Stalingrado, a la continua retirada de los territorios del Este. El nerviosismo había comenzado a apoderarse de los amigos de Hellmuth. Juudit ni siquiera se atrevía a pensar qué podía significar eso. Lo alejó de su mente, lo alejaba una y otra vez e intentaba ser una compañía entretenida mientras Hellmuth se quejaba de cómo el cuerpo de oficiales se deterioraba a ojos vista.
Al principio, ella había interpretado como una buena señal que se construyeran casas para los obreros y se repararan los centros de producción arrasados por los bolcheviques en su retirada. Los alemanes no fomentarían de ese modo la producción local si no estuvieran convencidos de que los bolcheviques nunca retornarían, ¿no? Entonces, ¿por qué estaba nervioso Hellmuth? Las noticias eran pura propaganda. Gerda hubiese dicho que no era la política lo que vestía a una mujer, así que no valía la pena mezclarse en ella. Tenía razón. Los gases del tubo de escape le provocaban jaqueca, todo era demasiado complicado, no entendía nada y la afligía que languideciera la pasión amorosa mientras las preocupaciones militares se abrían paso hasta el dormitorio.
Al llegar, Juudit observó cómo Hellmuth, tras el entrechocar de talones y los saludos, empezaba a hablar con los hombres importantes. Ella buscó una roca adecuada, para el que tal vez fuera el último baño de sol veraniego. Se puso las gafas de sol, se descalzó, enrolló las medias y se recogió el vestido, no demasiado, por decencia y por el clima. El fresco aire en el que ya se notaba el otoño la hacía tiritar, aunque de todos modos sacaría la Pervitina del bolso. Había comenzado a llevarla consigo tras los bombardeos de febrero. Por lo visto, el ejército quería deshacerse de sus reservas y Hellmuth tenía cajones llenos. Y él estaba en lo cierto: la Pervitina ayudaba. Disolvía la angustia, igual que las bombas derretían la nieve; Juudit recordó la tierra anormalmente oscura para ser febrero, las colas en la carretera, los trineos hasta los topes que abandonaban la ciudad y cómo la noche previa a los bombardeos había visto por primera vez en la calle a un soldado alemán ebrio. Abrió su bolso. Ya no prestaba atención a las ruinas, sus ojos las pasaban por alto como el polvo en una habitación. Se sentía indiferente a todo, excepto a su marido. Las uñas de los pies, de un rojo reluciente al sol, le recordaron los reproches de Edgar; seguro que su suegra no aprobaba el esmalte de uñas. Ahora podía lucirlas tan libres y rojas como las de Leni Riefenstahl, cuyo bronceado era famoso y a quien en sus viajes siempre acompañaban dos fotógrafos que la retrataban a ella y sus atuendos.
—¿Qué te parecería… tener pollos, algunas vacas, las cosas sencillas del campo? Juntos.
Juudit no estaba segura de haber entendido bien a Hellmuth. El Opel traqueteaba por un camino surcado de baches y ella se golpeó el codo con la manija, emitiendo un quejido de sorpresa y dolor. Cuando al atardecer se disponían a regresar, él había subido taciturno al automóvil y permanecido largo rato en silencio en el asiento de atrás. Ni siquiera la había tomado de la mano, ni siquiera la había besado. ¿De verdad había mencionado la posibilidad de quedarse allí tras la guerra? ¿Seguro? ¿En el campo?
—Algunos oficiales están pensando lo mismo. ¿Acaso mi amor no desea mudarse al campo?
Al principio sólo fue capaz de entender una cosa: Hellmuth no se iría a Alemania sin ella, se quedaría, no lo perdería. Luego sus pensamientos volaron hacia una imagen: viviría en un pueblo parecido a Taara, olería a centeno, las muchachas llevarían los bidones de leche en un carro, ella cohabitaría con un alemán estando casada, las habladurías, los escupitajos le salpicarían los tobillos en cuanto se diera la vuelta. No ayudaría que Hellmuth en vez de una granja consiguiera una villa, Juudit no deseaba vivir en una mansión como concubina. Las solicitudes de matrimonio de un oficial de las SS eran examinadas en el cuartel general de la Seguridad del Estado y ella seguramente no pasaría la criba, y aunque consiguieran permiso, su unión acabaría con la carrera de él, ella no tendría ninguna posibilidad de ir a Berlín. Tal vez por eso Hellmuth hablaba de mudarse al campo. Pero sus palabras significaban algo más: Alemania aguantaría, Alemania vencería, los bolcheviques no volverían. De lo contrario, él no estaría planeando un futuro allí.
—He escrito a algunos amigos recomendándoles el campo de Estland. Has sido una magnífica guía rural. La tierra parece fértil, las plantas crecen bien, ¿qué más se puede desear?
—Pero después de la guerra seguramente tendrás excelentes posibilidades de hacer lo que quieras y donde quieras —repuso Juudit.
—Creía que querías quedarte aquí.
—Nunca habías preguntado sobre el futuro…
Hellmuth abrió con un chasquido la pitillera y encendió un cigarrillo.
—Entonces, ¿quieres ir a Alemania?
—Tampoco me lo has preguntado.
—No me atrevía.
Esas palabras la tranquilizaron, se había asustado en vano. Hellmuth no había ido más allá con sus planes, aún no había encontrado una granja ni una villa. Tal vez no tuviera que explicarle la actitud de los estonios con relación a las queridas, explicar su vergüenza con palabras. Los alemanes parecían tener una postura mucho más permisiva respecto a las amantes, no hacían una montaña de los vientres abultados de secretarias o acompañantes. A las mujeres simplemente se las enviaba de vacaciones a alguna ciudad alemana, donde se les aseguraba que sería más agradable estar, más seguro y con mejor alimentación. De ese modo se había marchado Alice, con quien Juudit compartía modista, y así había viajado Astrid, con quien Juudit compartía peluquera, y al final Gerda también había hecho las maletas, pero al menos ésta le había prometido escribir. Juudit le preguntaría cómo era vivir en Alemania, tal vez fuera a visitarla antes de tomar una decisión definitiva. En Alemania no habría nadie de su antigua vida, allí tal vez no le importara pasar el resto de su existencia como una amante secreta. Hellmuth podría casarse con una mujer adecuada para su familia y el Reich. Juudit también lo aceptaría con tal de estar juntos.
—Allí donde desees ir tú, iré yo —susurró.