1942

REVAL

Comisariado General de Estland, Comisariado del Reich para Ostland

Aunque Hellmuth había exhortado a Juudit a quedarse en casa el 5 de octubre, advirtiéndola de la amenaza de atentados, Gerda se presentó por la mañana para convencerla de que la acompañara a despedir a los legionarios. No importaban los atentados, los chicos tenían que llevarse una imagen bonita de Estonia al partir a la guerra.

—¡Que no haya sólo madres llorando! Nuestra obligación es ir a la estación —exclamó, mientras miraba con desaprobación los rituales de belleza de Juudit.

Ésta había mezclado con precisión dos tercios de agua oxigenada y uno de amoníaco, y se lo aplicaba con ligeros toques en el pelo mediante bolitas de algodón empapadas. En opinión de Gerda, debería dejar que una peluquera le aclarara el pelo, el efecto sería mucho mejor.

—Admite que de todas formas estabas poniéndote guapa para los muchachos. Pero ya no necesitas hacerte estas cosas tú misma. A veces me parece que no acabas de comprenderlo. Vamos, ¡que sea la última vez! Al parecer, algunas han preparado bocadillos para los legionarios, mientras que yo sólo pensaba en pintarme las uñas.

Juudit rió. No podía resistirse a Gerda, así que corrieron hasta el instituto Gustav Adolf justo a tiempo de ver el desfile que marchaba hacia la plaza del Ayuntamiento. El patio y la calle estaban adornados con flores, la gente seguía a la banda de música, el gentío iba en aumento. Delante de los legionarios, muchachas con el traje tradicional los atendían solícitas y les ponían en la solapa las flores de su patria. Las banderas estonias ondeaban con fervor, las de Alemania languidecían indolentes; alguien se acercó a dar órdenes a los abanderados, el movimiento se avivó, las banderas se alzaron. La plaza del Ayuntamiento hervía, rebosaba de gente, una horda de chiquillos observaba con fascinación y casi sin respirar las filas de voluntarios, su porte vigoroso y sus cabezas perfectamente peinadas. Gerda tiraba de Juudit, la muchedumbre estuvo a punto de atropellarlas, consiguieron oír, más que ver, la llegada del SA-Obergruppenführer Litzmann. Juudit se puso de puntillas, Hjalmar Mäe se movía pesadamente detrás de Litzmann. ¿Era aquél el comandante de la Policía de Seguridad, Sandberger? El cuello blanco de su uniforme se extendía por su pechera como alas de gaviota. ¿O se trataba del SS-Oberführer Möller? Gerda saludaba con la mano libre. Alrededor de Litzmann pululaban los fotógrafos, que corrían de un lado a otro, buscando el mejor ángulo, y arrojaban sobre el empedrado las bombillas quemadas de los flashes, que les habían entregado a espuertas. La plaza florecía de banderas, de blanco, azul, negro, rojo, los silbidos eran mareantes. Juudit volvió a posar los talones en el suelo y se atusó las ondas que acababa de decolorarse, sus sienes habían vuelto a ensortijarse. Entre los que se iban no había nadie conocido, ni siquiera parientes de Gerda. Así pues, ¿qué hacían ellas allí? Gerda había dicho que era necesario participar de ese día en que los estonios por fin podían luchar por su libertad: por fin nuestra propia legión, Juudit, ¿lo entiendes? ¿Entiendes cuánto se ha esperado esto? El destino de Estonia depende de la contribución que hagan los estonios a la lucha contra el bolchevismo, Juudit, ¿es que no lo entiendes?

Juudit alzó la mano en que Gerda le había colocado una pequeña bandera azul, negra y blanca. Los gritos aumentaban y quien los provocaba pronto pasaría por delante de Juudit: el suboficial Eerik Hurme con la Cruz de Hierro compitiendo en su pecho con las medallas de la guerra de invierno de Finlandia. Juudit ya sabía qué diría la prensa al día siguiente: los pasos de los legionarios se describirían como firmes; a los padres presentes, como orgullosos; se acordarían de mencionar la bandera de Estonia en varias ocasiones pero siempre junto a la alemana, y tal vez hubiese una imagen en que la ganchuda nariz de Litzmann se estremeciera de entusiasmo mientras su mano estrechaba la del suboficial Hurme. Por los informes que Hellmuth recibía, Juudit sabía que la población estaba irritada porque los movilizados habían tenido que firmar un papel donde declaraban que su alistamiento era totalmente voluntario. Los informes manifestaban preocupación porque se extendiera ese tipo de opiniones y porque los jóvenes rehuyeran las campañas de reclutamiento. Juudit contemplaba allí a auténticos voluntarios, junto a la entusiasta Gerda, cuando de repente divisó a lo lejos un perfil familiar. El hombre desapareció entre la multitud y ella se tapó la boca con una mano. La cabeza de pelo oscuro asomó un poco más lejos y el hombre se volvió… No, Juudit se había equivocado, su mente le había jugado otra mala pasada. Sin embargo, aquella cabeza familiar volvió a atisbarse, un metro más lejos del hombre que ella había confundido. Juudit barrió con la mirada el público, en vano; intentó cruzar la plaza: imposible. Tal vez sólo fueran alucinaciones. Quizá había visto un muerto, los muertos disponían de tres meses en la tierra para despedirse. La muchedumbre era tan densa que se mantuvo pegada a Gerda y escuchó los discursos hasta el final, aunque se sentía desfallecer, y también cantó el himno de Alemania y luego siguió a su amiga por las calles Harju y Toompuiestee hasta la estación de tren. Hellmuth se hallaba por allí en algún lugar, tras las huellas de saboteadores bolcheviques; los legionarios, equipados de modo diverso, ya habían formado fila en el andén. Juudit buscó con la mirada a Roland, o al hombre que se le parecía.

—¡En los vagones han escrito «Victoria o muerte»! —gritó Gerda, admirada.

Entonces todos comenzaron a cantar —saa vabaks Eesti meri, saa vabaks Eesti pind— y el tren se puso en marcha. El canto no decayó. Con lágrimas en los ojos, Juudit contenía los sollozos a duras penas.

Unos meses antes, habían estado en el despacho de Hellmuth revisando unos telegramas de Litzmann y del Reichsführer. La criada acababa de servir a los invitados cuando Juudit regresó de compras con una cajita de la pastelería Kagge. Al oír el tintineo de las cucharillas en el despacho, se apresuró a llevar a los caballeros los dulces para acompañar el café. Llegó a tiempo de oír la voz de oveja de Hjalmar Mäe:

—Debemos prometer que la instrucción tendrá lugar aquí. Y que se los empleará sólo para luchar contra la Unión Soviética, en ningún caso contra Occidente.

Después, en el cuartel general, la secretaria de Hellmuth cayó enferma y llamaron a Juudit para sustituirla. Se pasó el día entero taquigrafiando, acompañando a Hellmuth a sus citas y entrevistas, llenando una libreta tras otra; en éstas se había expuesto que los estonios consideraban inferior el trato que recibían en el ejército alemán. Pero ellos no se veían a sí mismos como soldados de segunda categoría, por lo que unirse a las tropas de élite, a las Waffen-SS, como legión propia podría tener resultados muy positivos, acabar con la constante huida a Finlandia de hombres en edad de servir. Mientras Juudit escribía a toda prisa, pensó que Alemania debía de estar muy desesperada, tan desesperada que incluso intentaban engañar a los estonios para que se enrolaran en sus filas, a los propios estonios, de los cuales sólo entre un cincuenta y un setenta por ciento resultaban aptos, en lo referente a la salud y características raciales, para las Waffen-SS. Cuando Juudit se disponía a marcharse para pasar en limpio las notas, apareció un alemán que traía unas cartas y se quedó conversando con Hellmuth en voz baja: el Führer había estado a punto de desmayarse cuando le habían sugerido armar a los ucranianos. ¡Jamás armas en manos tan poco fiables! ¡Nunca a los pueblos primitivos!

Nada más llegar a casa, Juudit se preparó un sidecar y después se echó a llorar. Para un alemán, ella sólo era válida en un cincuenta o setenta por ciento, su salud y sus características raciales seguro que eran sólo adecuadas de cintura para abajo. Roland diría eso si se enterara, burlándose porque para Hellmuth ella nunca sería tan buena como una Fräulein cien por cien apta. Y Juudit tampoco sabía qué carrera habían proyectado para Hellmuth allí en su país, qué clase de planes tenía su familia respecto a él, con independencia de lo que él quisiera o a quién quisiera. Quién sabía si ya le habían buscado una novia conveniente, una cien por cien alemana, que no fuera divorciada ni procediera de los territorios ocupados del Este, cuyo cabello fuera suave y ondulado y no se encrespara indomable bajo la lluvia. Con el siguiente sidecar, Juudit lloró por la desesperación que le provocaba Alemania, con el tercero se presionó unas cucharas frías contra los ojos para reducir la hinchazón e intentó serenarse antes de que regresara Hellmuth.

No volvieron a requerirla en el cuartel general, lo cual no la molestó, aunque antes había deseado que la llamaran y convertirse en la verdadera secretaria de Hellmuth, con cierta posición en el cuartel. Le habría gustado incorporarse al grupo de secretarias, intérpretes y mecanógrafas que cada mañana se apresuraban por la calle Tõnismägi, de buena gana hubiese sido, por ejemplo, la última telegrafista de la fila con tal de estar más cerca de la vida cotidiana de Hellmuth.

Ahora se contentaba con traducir en casa tediosos informes sobre la seguridad en la destilería, despachos sobre las actividades de las chocolaterías Kawe y Brandmann, y artículos de periódicos estonios. Estaba contenta, no deseaba saber más de lo necesario. Gerda era afortunada, pues no sabía estenografía.