1942

REVAL

Comisariado General de Estland, Comisariado del Reich para Ostland

Edgar no lograba conciliar el sueño. Se levantó para prepararse un vaso de agua azucarada, que apuró de un trago. Por la mañana se encontraría en el cuartel general de la Policía de Seguridad con el SS-Untersturmführer Mentzel, que quería saber cómo le iba desde que lo habían transferido a Tallin. Tenía que causarle buena impresión. Estaba nervioso. La visita de Mentzel a Tallin se producía en el momento adecuado: el entrenamiento de una compañía de policía estonia en Alemania había concluido y los habían recibido en Tallin con una serie de actos solemnes, lo que a Edgar le había quitado el sosiego y marcado en su frente surcos de preocupación. Si el país estaba llenándose de especialistas formados en Alemania, ¿éstos progresarían más rápido que él? ¿Su talento aún sería de utilidad en las operaciones importantes? ¿Alguien se acordaría de él?

Edgar volvió a comprobar el estado de su traje, recién comprado y bien reforzado con tela. Lo había cepillado dos veces por la tarde. El hombro izquierdo del anterior dueño estaba más bajo que el derecho, de modo que había tenido que quitar relleno de la hombrera derecha; aun así, los hombros no eran idénticos. Pero tenía que ponérselo, su traje viejo estaba demasiado zurcido. Si el encuentro con Mentzel salía bien, tal vez pudiera llevarlo a un sastre mejor o comprar tela de lana en el mercado negro para un traje nuevo, uno cruzado.

Cuando se encontraron, el teniente Mentzel comenzó dándole las gracias: la información proporcionada por Edgar se había demostrado cierta, al contrario que las de muchos otros, y sus informes eran de una profesionalidad poco común. Edgar tomó aliento, aliviado, y notó que lo asaltaba el olor a agua de colonia. Por la mañana, mientras trataba de estar lo más presentable posible, se había derramado sin querer un frasco entero sobre el nuevo traje. De poco habían servido sus esfuerzos para limpiarlo con una toalla húmeda, y tampoco había tenido tiempo de ventilarlo. Para que los efluvios de la colonia no impregnaran el despacho entero, intentó permanecer lo más quieto posible tras situar con discreción la silla lejos del alemán. Como Mentzel no parecía notar nada raro, Edgar se animó. Tal vez Mentzel tuviese un tacto germánico, o quizá Edgar imaginaba el olor más penetrante de lo que en realidad era, tal vez lo traicionaban los nervios.

—¿Cómo se siente en el B4, Herr Fürst? Sea franco —lo incitó Mentzel.

—Bueno, lo que causa más quebraderos de cabeza son los numerosos casos en que los informadores locales se contradicen entre ellos, Herr SS-Untersturmführer. Se acusa de bolchevique a cualquiera, se ven nidos secretos de comunistas donde no los hay, un mismo sabotaje puede ser objeto de tres versiones distintas. Sin otro motivo, aparentemente, que la envidia, el rencor y la venganza, las bajezas que pueden regir el espíritu humano —explicó Edgar—. Una vez incluso hubo un chivatazo sobre un piso utilizado por nuestro destacamento. Cuando hay que investigar este tipo de casos, es difícil concentrarse en los asuntos fundamentales para nuestros intereses. Muy poco productivo, diría.

Mentzel escuchaba con atención, un poco inclinado hacia delante, y entretanto la inseguridad que había aguijoneado a Edgar desapareció, la firmeza se derramó sobre él igual de inesperadamente que antes la colonia sobre el traje, pero en el buen sentido: hizo que la prenda se asentara sobre sus hombros como si fuera un traje a medida e irguió su espalda.

—Hay que mantener a raya la situación, o haremos el ridículo. En Alemania las cosas no funcionan así. ¡Y de Alemania no se aprovecha nadie! —exclamó Mentzel cuando Edgar hubo concluido su explicación—. ¿Un coñac? Es letón, tiene un raro sabor a petróleo, lo siento. Otro motivo de aflicción es que se hayan presentado tan pocos estonios voluntarios para el ejército. Esperábamos mayor entusiasmo.

Mentzel recalcó que no buscaba una respuesta «correcta», sino la verdad. Edgar giró el coñac en la copa moviendo la muñeca y siguiendo el remolino con atención. Otro incómodo efluvio de colonia se había quedado flotando en el despacho cuando Edgar cogió su copa, resquebrajando su sensación de seguridad. Al hablar se había olvidado del olor, la actitud alentadora de Mentzel había ayudado. O tal vez sólo se lo imaginaba. Dudó. Debía jugar bien sus cartas, pero no sabía cuáles eran las buenas. Después de que el B4 se trasladara al mismo bloque que la Policía de Seguridad alemana, en sus visitas al cuartel general había presenciado de mala gana cómo la carrera de los demás progresaba de una misión a otra, les asignaban desafíos y salían de vez en cuando con su uniforme de gala, y cada vez con galones de mayor rango, mientras él desperdiciaba su talento con las denuncias de cotillas malintencionados y simplones.

—Entre la población circulan rumores de que después de la guerra a los estonios los desplazarán al otro lado del lago Peipus o a Carelia, Herr SS-Untersturmführer —dijo, armándose de valor—. Este tipo de habladurías hacen dudar a la gente de si el ejército alemán será la opción adecuada para los estonios. Las deportaciones de junio volvieron a los estonios suspicaces respecto a todo lo que puede amenazar sus hogares y sus tierras.

Mentzel arqueó las cejas y se levantó. Tenía la espalda tensa, el coñac oscilaba en la copa, las charreteras se balanceaban adelante y atrás.

—Lo que voy a contarle es absolutamente confidencial. Es posible que la reubicación se refiera a los judíos del Báltico, o a los suecos que viven en la costa, pero en ningún caso a los estonios, de ninguna manera. ¿Acaso la gratitud es un concepto desconocido para los estonios?

—Estoy seguro de que, en lo que se refiere a la contribución del Reich a la liberación de Estonia, la gratitud de los estonios es infinita. En conjunto, los ánimos están muy serenos. Nadie, salvo un puñado de bolcheviques, planea atentar contra ningún vehículo de la Wehrmacht o algo similar. Lo único que en realidad intranquiliza a la gente es la escasez de alimentos. En cuanto a los voluntarios, habría más si los hombres pudieran lucir los colores de Estonia.

—Veremos qué puede hacerse al respecto. ¿Aún circulan rumores sobre la idea de una Gran Finlandia?

—Lo dudo. Yo no me preocuparía por eso.

El encuentro había concluido. Edgar se puso en pie y volvió a percibir los efluvios de la colonia.

—Por cierto, le he recomendado a uno de mis colegas —añadió el alemán—. Más adelante recibirá los detalles concretos. Necesita un resumen fidedigno de la situación local. Puede presentarle sus opiniones con entera libertad, Herr Fürst.

Del cuartel general salió un hombre más ligero, rebosante de optimismo. Ahora le parecía graciosa la desesperación que antes había sentido al ver el tren que transportaba una compañía de la Policía de Seguridad: las risas resonaban por las ventanillas, algunos vagones habían sido parcheados con ramas de abedul. En el andén, Edgar se había maldecido por no haber ingresado en la policía a tiempo, por no haber seguido a los demás, sino a Roland. Le habría correspondido estar en el magnífico grupo de quienes regresaban a casa, escuchar en la estación ferroviaria las palabras cordiales de los más altos representantes de la Policía de Seguridad alemana, de los SS-Obersturmführer Störtz y Kerl, y los edificantes discursos del director Angelus.

A la preocupación surgida de la incertidumbre se había añadido que los hombres entrenados en la isla Staffan habían sido considerados voluntarios finlandeses. Y, como tales, no se veían afectados por la prohibición de otorgar condecoraciones alemanas a los ciudadanos de los territorios ocupados del Este. Estos muchachos eran tan apreciados que se había cambiado la norma para que pudieran recibir su Ritterkreuz. Y la recibieron. Su envidia se tornó en amargura al enterarse Edgar de que, con una Ritterkreuz al cuello, incluso los estonios tenían acceso a los locales para alemanes. Si no hubiese seguido a Roland, él también podría llevar una. Sin embargo, la partida aún no estaba perdida, el reciente encuentro con Mentzel así lo demostraba. Tal vez un día también su fotografía se vendiera en los territorios del Tercer Reich, o por lo menos en Ostland, y los niños preparasen engrudo para pegar la imagen de Edgar en sus álbumes. Todo era posible. No había visto a su primo desde la penosa escena en la cabaña de Leonida, cuando lo echó. Por su parte, Edgar no había puesto objeciones a la ruptura. La perjudicial interrupción de su carrera ocasionada por Roland se había resuelto por sí misma y ahora todo eso quedaba atrás: la inútil espera sentados en la cabaña sin nada que hacer y los enfados por causa de Rosalie, la locura evidente que fulguraba en los ojos de su primo, el insistente interrogatorio sobre Juudit… Su matrimonio no incumbía a Roland.