1942

REVAL

Comisariado General de Estland, Comisariado del Reich para Ostland

—Recuerdo cuando abrieron el pabellón del balneario. Eran noches largas y luminosas. ¿Puedes creer que se servían cócteles hasta las tres de la mañana?

Juudit había llegado. Ese comentario sobre los cócteles me recordaba que era distinta de Rosalie, que procedía de otro mundo. Había pasado su primera juventud bebiendo cócteles, deambulando por salones, balanceándose al ritmo del swing.

Nos sentamos un momento y en silencio escuchamos la música procedente de la sala de fiestas del balneario de Pirita. Disimulé mi alivio. Conseguir un momento libre había sido complicado, y para mi puesto en el puerto había una cola de hombres esperando. Estaba seguro de que Juudit se saltaría de nuevo nuestra cita y esperaba no sentirme decepcionado por las noticias, como había ocurrido con tanta frecuencia, demasiada.

—¿Echas de menos el campo? —preguntó.

No respondí, no comprendía qué se proponía. No me gustaba la ciudad, y ella lo sabía. Sin embargo, intenté comportarme, oculté el enfado que crecía en mi interior por tantas tardes y noches en que la había espiado en vano. Cuando por fin la había visto acercarse sola, en mí habían pugnado el alivio y la rabia. Los ojos vidriosos de su zorro plateado eran igual de fríos que los suyos. No había rastro de la memoria de Rosalie en ellos, pero en ese instante conseguí dominar mis sentimientos, no debía asustarla mucho, sólo lo necesario. No teníamos ningún contacto en la situación de Juudit y, además, a pesar de todo, confiaba en ella más que en cualquier otra querida de los alemanes.

—¿Dónde te alojas ahora? —preguntó.

—Mejor que no lo sepas.

—Sí, supongo. Algunas villas de Merivälja aún están vacías. Eso dicen.

Contemplé a las personas que caminaban por la playa; un perro corría tras un balón, los muslos mojados de las mujeres en bañador relucían tanto que molestaba a la vista, parejas de la mano salían del salón hacia la playa e iban quitándose uno a otro migas de barquillo de la comisura de los labios; su dicha se derramaba por las olas, mientras que en mi pecho notaba un dolor lacerante. No podía continuar con aquella conversación vacía.

—¿Te has enterado de algo?

Aunque cada vez que nos veíamos le preguntaba lo mismo, se sobresaltó y cerró la boca.

—¿Por qué has venido si no tienes nada que contar? —añadí, apretando los puños.

—Habría podido no venir —respondió, y, deslizándose en el banco, se apartó de mí.

Al instante comprendí que mis palabras habían sido inoportunas. La esperanza que me despertaba su sola presencia se esfumó una vez más, y de nuevo me asaltaron los pensamientos que me atormentaban por las noches y cuyo cabalgar estrepitoso retumbaba en mis oídos incluso después de despertar. Juudit miró fugazmente mis puños, se desplazó al borde del banco y contempló el mar como si en él hubiera algo interesante. Sentí escalofríos. Juudit era como los demás. No creería una palabra que denigrara a los alemanes, no ahora, cuando de sus pómulos estaba desapareciendo la angulosidad fruto de los tiempos de penuria. Aunque le explicara lo que sabía, me tildaría de mentiroso. Tras la victoria en Sebastopol, no se dudaba del éxito alemán ni de que sólo Alemania podría salvarnos de un nuevo terror bolchevique, pero nuestro grupo creía en Churchill y en la Carta del Atlántico, en la restitución de la independencia tras la guerra y en que no se realizarían modificaciones territoriales en contra de los deseos del pueblo. Nuestros correos llevaban sin cesar material a Finlandia y Suecia, incluidos mis propios informes, y nosotros recibíamos recortes de periódicos y análisis de noticias del mundo. Nada indicaba que los alemanes fueran a respetar nuestros intereses, aparte de los adornados discursos en las celebraciones. No obstante, había mucha gente que deseaba creer en ellos, también Juudit, que había accedido a la flor y nata.

—Yo sólo me dedico al gobierno de la casa. Delante del servicio no se habla de nada importante, ¿entiendes? Además, él investiga amenazas de sabotaje, no delitos de alteración del orden público, y sólo los delitos ocurridos en Tallin, ni siquiera tiene acceso a datos de todo el país. Has de comprender que no puedo serte de ninguna ayuda —dijo Juudit.

Había oído las mismas explicaciones varias veces ya, las mismas excusas miserables, siempre tan inútiles, aunque le había recalcado que cualquier dato podría conducir a la pista del asesino de Rosalie, incluso el delito más insignificante. Ella lo negaba obstinadamente, las habladurías, las bravuconadas de los alemanes, sus malas maneras. Yo no creía en las estrictas reglas alemanas, en que mantuvieran la disciplina, y esas mismas respuestas siempre me llevaban a esbozar una mueca, esperando que Juudit no les mintiera a los alemanes tan mal como a mí. Comprendía su elección porque su matrimonio no era normal, pero no que hubiera que recordarle a Rosalie.

Juudit dio a entender que quería marcharse: se recolocó las hombreras y trató de abrocharse nerviosa el broche de baquelita de su chaqueta con sus uñas blancas. De repente intuí que tenía novedades, estaba seguro, y eso me ayudó a controlarme. Con tono sereno, continué hablando del tema sobre el que había insistido anteriormente:

—Aquí tienes un número de teléfono. Si tu alemán se marcha de viaje, llamas y dices que hace buen tiempo. Me gustaría echar un vistazo a su despacho. Cualquier cosa podría servirnos.

Juudit no quería coger el papel. Se lo metí en el bolso. De un pañuelo sacó un fajo de billetes enrollado, lo puso ante mí y, mirando al mar, dijo:

—Roland, tienes que irte al campo enseguida.

Hablaba deprisa, con la mirada perdida en las olas. La Feldgendarmerie sabía que en el puerto había fugitivos y evadidos del alistamiento, pronto se efectuarían registros y también se buscaría al hombre que había planeado el atentado. Hellmuth Hertz había recibido la información de que éste se ocultaba entre los estibadores.

—Iba dirigido contra Alfred Rosenberg, cuando su tren llegara a la estación. ¿Verdad que no eras tú? —Juudit se mordió el labio. La miré. Hablaba en serio—. Tienes que irte, es lo que querría Rosalie. Aquí te dejo dinero. —Se levantó y se alejó taconeando, dejando el fajo enrollado en el banco.

¿Era eso lo que tenía que decirme, por eso había venido? Me sentí decepcionado, aunque repentinamente alerta: no había oído nada sobre ese atentado fallido, pero si Juudit había preguntado en serio sobre mi participación, cualquier otro podría pensar lo mismo; además, tras ese intento seguramente los alemanes estarían reforzando sus normas de seguridad. No volvería al puerto por la mañana.

Aunque en el tranvía se controlaban los documentos con frecuencia, subí al siguiente para ahorrar tiempo: los preparativos del viaje apremiaban. Hasta ese momento, mi nuevo Ausweis había servido perfectamente y no se notaba en absoluto el año de nacimiento falsificado. Lo llevaba en el bolsillo de la camisa, donde antes guardaba la fotografía de Rosalie, y en el trayecto traqueteante de un tranvía repleto hasta los topes me percaté de cuánto hacía que mi mano no la acariciaba. Aunque había pasado mucho tiempo desde que rompí en pedazos su imagen, sólo en ese momento tomé conciencia de que ella había desaparecido y de que no volvería a verla, ni siquiera imaginándomela. En el sitio que antes ocupaba su rostro estaba ahora la documentación falsa y en mis oídos el eco de los tacones de Juudit. Sus pasos producían un sonido falso: el de unos auténticos zapatos de piel con agresivos tacones de metal. Con ellos había emprendido su camino, frívola, con el vestido ondeando por el movimiento de su cadera, y yo había estado a punto de arrojarle el dinero a la espalda. Por un instante me arrepentí de haber desaprovechado la oportunidad de hacerle daño: no le había contado lo que había averiguado Richard en el B4. A Johan se lo habían llevado a los sótanos de la fábrica Kawe y, aunque la celda estaba destinada a confinamiento temporal, su rastro terminaba allí. De su esposa nada se sabía. No se lo había contado porque se me daba mal consolar a las mujeres. Y porque ella era muy veleidosa. Si no estaba dispuesta a cooperar cuando yo regresara a Tallin, le explicaría qué aspecto tenía el sótano cuando Richard entró por primera vez, y que ése había sido el final del camino de Johan. Saberlo no haría que se rebelara contra los alemanes, al contrario, pero tal vez disipara las burbujas de champán de su cabeza y le recordara que los alemanes no habían devuelto las propiedades de Johan a su familia, y la importancia de nuestras actividades. Necesitaba ese tipo de armas, por más ruines que fueran, pues no conseguiríamos tan fácilmente otra fuente de información como ella. Había motivos para preocuparse y para mantener la vigilancia. Sabía qué hombres encendían su corazón. Los había seguido. Y visto. Sabía que ella deseaba quedarse con el alemán, su mirada era la de una mujer enamorada, caminaba sobre pétalos de rosas. Ésa era mi arma, tendría que aprender a servirme de ella.

Juudit aún seguía cabizbaja al subir la escalera. Con esas preguntas dolorosas, Roland iba arrancando poco a poco algo de entre sus cabellos: el honor. Él no comprendía que no todos obtenían el amor por métodos dignos, y que Juudit, por ejemplo, lo había conseguido sin honor. Al pisar la suave alfombra del pasillo de Hellmuth, su cabeza se irguió desafiante y recuperó su porte altivo. Entregó a la criada su sombrero de verano y las compras, como si hubiera nacido para que el servicio estuviera siempre atento a recibirla cuando llegaba a casa, y desfiló hasta el aparador para prepararse un zumo de limón. Manteniendo la compostura, encendió un cigarrillo para acompañar el sidecar y con la misma cerilla quemó el número de teléfono que le había dado Roland. Ahora el mundo era distinto y ella tenía otro futuro, una vida mejor de lo que nunca había soñado, y no dejaría que Roland, que lo había perdido todo, la destruyera. No, Roland no se la llevaría con él, no le arrebataría lo que había conseguido: había esperado tanto tener a alguien a quien llamar cariño, alguien que la deseara por completo y para quien ella fuera digna, había esperado un hombre como Hellmuth toda su vida, poder estar enferma de amor día tras día y noche tras noche, sentir bajo la lengua néctar y leche, en lugar de azufre y herrumbre. A Hellmuth ni siquiera lo incomodaba el matrimonio de Juudit; durante mucho tiempo a ella le había parecido un tema inoportuno, pero al final le había contado la verdad: no había sido una unión en absoluto. Y Hellmuth no se había marchado, sino que, acariciándole la oreja, la había llamado la chica más dulce del imperio, pues su lengua se había encontrado con un resto de azúcar en su oreja, rastro del tratamiento de belleza de la tarde anterior.

Sobre todo, Hellmuth no la acosaba con continuas exigencias, con que le contara lo que los estonios decían de los alemanes. Al contrario, ambos charlaban tranquilamente. Sus conversaciones no eran un interrogatorio y Hellmuth apreciaba la opinión de Juudit, incluso en asuntos que Gerda consideraba políticos. Por la mañana, Juudit había reflexionado junto a Hellmuth acerca de por qué las exposiciones fotográficas organizadas por el Propagandastaffel, el Escuadrón de Propaganda, no atraían al público como se esperaba. ¡Qué molesto era tener las salas vacías! Juudit consideraba que para el prestigio del Reich no resultaba conveniente organizar exposiciones que no interesaban a la gente. ¡Daba la impresión de que el pueblo no apoyaba al Reich!

—¡Qué lista eres! —había exclamado él, riendo—. Aunque los asuntos del Propagandastaffel corresponden a la Wehrmacht, ésta siempre complica las cosas. Pero ¿no te parece, mi amor, un tema demasiado aburrido?

Juudit había negado decidida con la cabeza. Su pasión por Hellmuth iba en aumento cuanto más escuchaba éste su opinión y le asignaba responsabilidades. Porque sí que le daba responsabilidades: Juudit se había convertido en su secretaria personal, cuyas funciones eran, además de traducir, interpretar y taquigrafiar, explicar las tradiciones y las creencias estonias a los investigadores berlineses que acudían de visita, u organizar sesiones de espiritismo para los oficiales que las requerían. Debido a sus ocupaciones, Hellmuth había dejado a sus invitados en manos de ella, que salió fácilmente airosa de la tarea mediante un telegrama a la señora Vaik, quien organizaba las sesiones de Lydia Bartels. Hellmuth había recibido una avalancha de agradecimientos. Había felicitado a Juudit por su eficacia literalmente «germana», y le había regalado un broche para el sombrero con una rosa de ágata. Él confiaba en ella y ella jamás defraudaría su confianza; se aplicaba con creciente esmero, se volvía aún más eficiente a la hora de organizar fiestas, para las que se inspiraba en las revistas femeninas alemanas aconsejadas por Gerda o en el Diccionario del ama de casa, que recuperó de su antiguo domicilio, en el que estudiaba las instrucciones sobre protocolo en la mesa y colocación de los cubiertos; también intentó enseñar a la sirvienta a doblar mejor las servilletas y buscó personal adecuado para servir las cenas. La receta de pichón que ideó con ayuda de la cocinera resultaba insuperable, la compartía gustosa con quienes le preguntaban y disfrutaba de cada momento, pues al encargarse de todo eso por fin podía vivir la vida para la que se había preparado en su infancia y juventud, aprovechaba su educación y sus dotes sociales y estaba muy ocupada, no le quedaba tiempo para Roland. Por eso se había inventado que entre los estibadores se escondía quien había planeado el atentado contra Rosenberg. Juudit había aprendido a mentir muy bien: su marido había sido un gran maestro.

Tras asegurarse de que Maria estaba en la cocina (la oía soltar risitas nerviosas de charla con el calderero), se dirigió al dormitorio y, alzando el mentón descaradamente y con la espalda recta como una tabla, abrió el armario. Las botas de fieltro escondidas al fondo eran de cuero de buena calidad, la suela y los bordes habían sido engrasados a conciencia y abrillantados con un paño de lana; con esas botas y los chanclos uno se las apañaría hiciera el tiempo que hiciese. Leonida le había enviado la lana para dos pares de botas y Juudit había decidido darle el otro a Roland cuando éste apareció en Tallin, pero sus exigencias se habían tornado tan sombrías y amenazadoras como él mismo. Por la mañana arrojaría las botas por la ventana para los soldados presos… o no, ¿por qué esperar? Abrió la ventana y las lanzó describiendo una gran parábola. Alguien se quedaría con aquellas buenas botas, estaba harta. Pronto regresaría Hellmuth y al final de la tarde saldrían con Gerda y Walter, lo pasarían bien, Juudit mejor que en muchos años, pero mientras se tomaría otro sidecar y se haría suaves ondas en el pelo con bigudíes sin sentir remordimientos. Sólo una copa y podría ponerse rímel sin miedo a que se le corriera.

Al tercer cóctel, Juudit estaba lista frente al tocador con un espejo de mano. Después de dos atinadas ondas, el cabello dejó de obedecerla; entonces arrojó la plancha sobre el mueble. El vestido para esa noche esperaba en la percha, tul y gasa, y en una caja de cartón sobre la cómoda reposaba otro nuevo para la siguiente velada, crepé de China plegado entre papel de seda. Problema resuelto. Sin embargo, no se sentía aliviada, debido a los ratones. O, mejor dicho, a su ausencia. Había colocado trampas en los rincones de las habitaciones y los armarios, en cada esquina, pero permanecían vacías. A veces se despertaba en plena noche creyendo oír chillidos, pero siempre se equivocaba. Los ratones nunca habían fallado, siempre aparecían para predecir la muerte de un ser próximo, y por eso Juudit sabía que su marido aún seguía vivo. La última vez, los ratones la habían advertido del destino de Rosalie. Juudit habría deseado que presagiaran su propia libertad.