1942
REVAL
Comisariado General de Estland, Comisariado del Reich para Ostland
Roland consiguió un sitio donde dormir en la calle Roosikrantsi. Desde allí acechaba a Juudit siempre que se lo permitía su trabajo en el puerto, un empleo obtenido con ayuda de la documentación proporcionada por un contacto en el Departamento B4. En el puerto las jornadas eran largas, Roland se marchaba sin duda antes de que Juudit se despertara siquiera y regresaba entrada la noche. No recibió respuesta a las notas introducidas por debajo de la puerta del piso de Valge Laeva, era poco probable que Juudit se acercara por allí: había pasado a un mundo cuyas puertas estaban cerradas para Roland. Transcurrieron semanas antes de que la viera de nuevo: su pañuelo ondulaba en el aire mientras subía a un automóvil que la recogió en la puerta. Roland sólo pudo mirar impotente el Opel Olympia que aceleraba y a la divertida comitiva que se agolpaba en él, así como anotar los nombres de las visitas que acababan de salir del inmueble: el comisario general Litzmann y Hjalmar Mäe, que parecía balar en lugar de hablar. Una vez, en la puerta vislumbró al mismísimo comandante de las SS Sandberger. A la casa del alemán de Juudit acudían personajes importantes, algunos de ellos iban y venían al anochecer, en el momento de cegar las ventanas, y varios entraban por la puerta de servicio. La información proporcionada por Richard, que trabajaba en el B4, no presagiaba nada bueno de esos encuentros.
Las risas de Gerda en el Opel llegaban hasta la escalera. Juudit se sentó a su lado, puso su mano en la de Hellmuth y se dirigieron a ver la puesta de sol sobre el mar. Cuando la botella de champán se acabó y una llovizna de verano humedeció los peinados de las damas, decidieron descartar el pabellón del balneario y dirigirse a las burbujeantes mesas del Du Nord. En opinión de Hellmuth, allí el cocinero era mejor y el Riesling también. Juudit le estaba muy agradecida a Gerda, que no la juzgaba, y en cuya compañía podía mostrarse tan enamorada como estaba. Gerda sin duda había pensado en la situación de Juudit, pues cuando se hallaron a solas en el diván del servicio de señoras del Du Nord, le preguntó mientras se aplicaba carmín:
—Supongo que habrás tomado medidas.
Juudit se sonrojó.
—Me lo imaginaba. No me extraña en absoluto que Hellmuth se quedara prendado de ti. En Berlín esa inocencia es algo insólito, que me lo digan a mí. El mejor amigo de una mujer es un pesario oclusivo, todo lo demás es un timo. Conozco un médico que te lo consigue —susurró—. Cuesta, pero seguramente eso no será un problema. Créeme, pasa completamente inadvertido y ya puedes olvidarte.
Gerda anotó la dirección del médico en el dorso de una tarjeta de visita de su Walter: de esta manera, el peor problema de una mujer que tenía un amante desapareció. El suspiro de alivio de Juudit provocó la risa de Gerda, que a su vez contagió a Juudit, y ambas rieron como niñas, abrazadas en el diván, hasta que Juudit comenzó a hipar y el rímel de Gerda se corrió y decidieron volver a retocarse el maquillaje. El mundo parecía tan distinto con Gerda, con quien se podía hablar de todo… Gerda, que sólo soltaba un bufido cuando Juudit susurraba que le preocupaba lo que pensaría su marido si supiera que se mostraba en público del brazo de un desconocido, Gerda, para quien Juudit estaría loca si abandonara a Hellmuth, pues estaba convencida de que él se casaría con ella: al fin y al cabo, el Reichsminister Rosenberg había tenido una mujer estonia, la bailarina Hilda Leesmann. A las objeciones de Juudit de que la carrera del ministro había progresado mucho más después de sustituir a Hilda, a quien se llevó la tuberculosis, por la alemana Hedwig, Gerda hacía oídos sordos, aunque Juudit también le recordara que el propio Reichsminister era un alemán del Báltico, no un auténtico alemán como Hellmuth, y a un oficial de las SS de pura raza no le convenía una esposa de los territorios del Este. Gerda se había reído de sus argumentos, y volvió a reírse ahora en el diván del aseo de señoras.
—Escucha, tonta. Eso puede arreglarse. Os he observado. Mi Walter mira de reojo a otras mujeres aunque yo esté a su lado, pero Hellmuth no. Según Walter, a Hellmuth lo espera un futuro brillante y por lo visto tiene olfato para toda clase de estrategias de las cuales no entiendo nada. Cuando acabe la guerra, lo llamarán a Berlín con las medallas en la pechera y tú te pasearás como su dama por los salones. Has elegido bien. Tu alemán es perfecto y pareces una auténtica Fräulein. ¡Esa barbilla! ¡Y esa nariz! —exclamó Gerda, despejando las arrugas de preocupación de Juudit con un toquecito sobre su nariz—. No en vano fuiste a la escuela alemana para señoritas. ¡Seguro que eras la mejor de la clase! Cariño, ahora tomémonos un sidecar. ¡Ahoguemos las penas!
Gerda le cogió la mano y se la estrechó. A su lado todo parecía tan sencillo… tal vez tuviera razón, quizá las cosas eran así de fáciles, por lo menos en ese momento, en el diván del Du Nord. Juudit lo veía todo demasiado complicado, se preocupaba por cuestiones fútiles, aunque gracias a Hellmuth había entrado en un mundo donde ya no tenían cabida los sinsabores de su vida de antaño. El día anterior, el matrimonio Paalberg había intercambiado una mirada justo cuando Juudit se aproximaba por la calle Liivalaia. La mujer había arqueado una ceja burlona, y luego ambos habían vuelto ostensiblemente la cabeza hacia el escaparate de la panadería. Juudit pensó en cómo reaccionaría Gerda ante semejante encuentro, y dedujo que su amiga simplemente se habría encogido de hombros. Así, estiró el cuello y elevó el rostro hacia el sol, y después se sintió bien de nuevo, incluso jubilosa. Gerda odiaba la arrogancia con que la miraban las mujeres ataviadas con gruesos abrigos largos. No necesitaba a ese tipo de personas y, en su opinión, a nadie. Gerda tenía razón. Ahora Juudit veía películas en su propia sala de proyección de la calle Roosikrantsi y le encantaba, porque en los cines podía encontrarse con conocidos a los que ya nada la unía. Le parecía delicioso poder invitar a Gerda a casa a ver Liebe ist zollfrei. A su propio cine. Ya no tenía por qué quejarse de que hubiera que ir andando a todas partes, lamentarse por los inexistentes horarios de los transportes públicos. Disponía de chófer y del Opel Olympia. Ignoraba cómo actuaría si sus conocidos se mofaran de Hitler o de los alemanes delante de Hellmuth; los alemanes no entendían estonio, y los estonios lo pasaban en grande aprovechándolo. Los alemanes eran mucho menos estrictos que los rusos. Recientemente había visto a un niño haciéndole burla a un soldado alemán, y éste se había quedado impasible. Algo semejante habría sido inconcebible con los anteriores señores. Por eso no deseaba verse en situaciones de ese estilo si Hellmuth se hallaba presente. No sería correcto; él hacía tanto por ella… incluso le había prometido recabar información sobre su hermano Johan.
La compañía de Gerda la animaba, y unos cócteles la animarían aún más, pero, al seguir a su amiga de vuelta al salón del restaurante, Juudit continuaba mirando de reojo alrededor. Se había acostumbrado a hacerlo ya la primera noche, aunque en los locales frecuentados por los alemanes difícilmente se toparía con conocidos, por lo menos no con Roland, el único asunto del que no podía hablar con Gerda.
Mientras Juudit se llevaba a los labios un cóctel, sentada a una mesa de mantel blanco del Du Nord, Roland fingía leer un tablón de anuncios en la calle Roosikrantsi, en cuyo borde superior ponía «Habitaciones libres»; conocía de memoria qué anunciaba cada susurro que traía el aire. El hedor del ácido carbólico que salía por las puertas del hospital se había convertido en el de la espera y la frustración. En los pasos y las voces ya reconocía a las enfermeras y los conductores de ambulancia apresurándose hacia el hospital, al personal doméstico que corría a sus labores en las tiendas del ejército alemán, y a los empleados que desfilaban hacia las oficinas de equipamiento. Aunque la anciana propietaria de la habitación de Roland estaba casi sorda y ciega y no prestaba atención a los asuntos de éste, por la calle había mucho trasiego de alemanes y sus agentes, y como el aspecto de quienes transitaban por los alrededores enseguida había empezado a resultarle familiar, Roland supuso que también a los demás les ocurriría lo mismo con él, así que decidió cambiar de residencia. Se mudaría al desván de una villa abandonada en la zona de Merivälja. Quien vivía en la clandestinidad tenía que ser cauteloso, y ya había seguido bastante al alemán de Juudit y sus conocidos. Combinando los datos con los informes proporcionados por Richard, sólo se llegaba a una conclusión: los alemanes eran igual de hipócritas que los bolcheviques, que habían saqueado el país en nombre de las leyes de la Unión Soviética. Cuando las tropas soviéticas habían abandonado el castillo de Kuresaare, Richard se encontraba en el grupo de los primeros que vieron los montones de cuerpos, mujeres con los pechos amputados, cadáveres erizados de agujas. Las paredes de los sótanos de la fábrica Kawe estaban salpicadas de sangre. Ahora todo eso se repetiría, sería tan legal como antes. Harían lo posible para que el caso de Rosalie no saliese a la luz, ni siquiera ofrecerían una ilusión de legitimidad. Roland comenzaba a tener la certeza de que acabaría presenciando actos similares a los que desgraciadamente conoció con los bolcheviques, y le temblaron las manos cuando por la noche escribió sobre la situación. El correo llevaría la carta a Suecia: «Según el SS-Sturmbannführer Sandberger y el dirigente del gobierno títere, Mäe, Alemania ha de recuperar la confianza de los estonios. En la época de la República de Estonia, los judíos huidos de Alemania y otros lugares llevaron a cabo tanta contrapropaganda que los pogromos, que han funcionado excepcionalmente bien en Lituania y Letonia, aquí no tendrían los mismos resultados. Sandberger se percató de ello rápidamente y por eso procura mantener a su Sonderkommando lo más invisible posible y no autoriza la violencia ilegal. Este tipo de acciones y el énfasis sobre la legalidad indican que este comandante actúa con sagacidad y astucia psicológica. Las medidas han de tomarse conforme a la ley alemana».