1942
REVAL
Comisariado General de Estland, Comisariado del Reich para Ostland
Juudit estaba en el café Kultas; allí sentada, coqueteaba con un extraño de forma indecente para una mujer casada. Arrullaba y se mostraba dulce, ahora se ahuecaba el cabello, ahora se lo alisaba. Entretanto, Roland, que deambulaba con fingida despreocupación por allí cerca, se imaginaba su coqueteo con tal viveza que tropezaba constantemente con los transeúntes. Sólo había estado seguro de que Juudit cumpliría su parte del plan cuando la vio acercarse a la cafetería y la Galería de Arte desde la calle Karja. Entonces giró aliviado sobre los talones y desapareció entre la multitud frente al café en la plaza de la Libertad, para que Juudit no advirtiera su presencia. Había sido incapaz de mantener la promesa de que no se acercaría a vigilar. La misión de Juudit era demasiado importante, él había tenido que acudir, debía estar allí y caminar como si nada hasta la esquina, observar inquieto el tejado del edificio de la Compañía de Seguros de Estonia y bajar discretamente la vista por el flanco del mismo hasta los ventanales del café. Sus ojos hicieron el mismo recorrido una y otra vez.
Sentado frente a Juudit había un oficial alemán, pero no era el adecuado. El alemán adecuado tomaba un café al otro lado del local, leyendo el periódico y fumando en pipa. Las insignias que lucía en su cuello palpitaban en el rabillo de un ojo de Juudit, cuyos dedos sudorosos se aferraban al reposabrazos; le palpitaba el pecho y no sabía qué decir. Su taza de cacao caliente humeaba, la mano le resbaló del apoyabrazos, una gota de sudor perlaba su labio superior y detrás de su frente se abrió un abismo sin palabras; ya no padecía por la oscuridad impuesta por el toque de queda, ya no echaba de menos las farolas ni las luces de neón del edificio de la compañía de seguros, pues ella misma se había iluminado por entero. Su alma se había inflamado con un imperioso deseo de estar con aquel alemán que tenía sentado delante. Su corazón no encontraba sosiego, las mejillas se le arrebolaban como a una muchacha aún inconsciente de sus deseos, y tenía las corvas húmedas a pesar del frío suelo que le helaba los pies desnudos, sólo cubiertos por las medias. A su espalda había una cámara frigorífica, frente a ella resplandecía un caluroso día de verano; estaba atrapada entre sensaciones ardientes y sensaciones gélidas.
Todavía estaba a tiempo de levantarse, dejar al oficial que en ese momento le ofrecía una galleta y perfeccionar un nuevo plan para atrapar al alemán elegido por Roland, cómo lo conquistaría y le rodearía el cuello con sus suaves brazos. Pero no, se había vuelto hacia el hombre equivocado, lo había mirado fijamente y, aún peor, al esbozar él una sonrisa, Roland y la misión y Rosalie, que yacía en una tumba anónima, todo lo ocurrido en los últimos años, se borró de su memoria. Olvidó las bombas y los cuerpos inertes en los caminos, los escarabajos y las moscas pululando en los cadáveres, la desesperante venta de tarros de manteca, su estado civil y el decoro a él asociado. Olvidó también que sólo iba con medias, que acababan de robarle los zapatos, los únicos que tenía; ni siquiera recordaba la panda de rufianes que la habían tirado al suelo frente a la Galería de Arte y se los habían arrancado. Había olvidado el dolor, la vergüenza, el disgusto y las lágrimas de enfado al instante, cuando aquel oficial le había tendido la mano, la había ayudado a incorporarse y luego conducido al calor del Kultas; todo lo había olvidado al cometer el error fatal de mirarlo a los ojos.
—Señorita, ha de permitirme acompañarla a casa. No puede ir descalza por la calle. Fräulein, se lo ruego. Si me hiciera el honor de pasar un momento por mi casa, podría pedirle a mi sirvienta que le consiguiera unos zapatos nuevos. Vivo muy cerca, al otro lado de la Freiheitsplatz.
Mientras Juudit se enamoraba en el café Kultas, Roland se paseaba entre caballos que resoplaban y ruido de cascos, entre soldados de la Wehrmacht y gráciles damiselas que llevaban sus bolsos grácilmente; pasó por delante de los carteles de películas del Gloria-Palace, en los cuales no fue capaz de concentrarse, y frente a un comedor por cuyas ventanas vio, con el estómago rugiendo de hambre, a los camareros aplicando las tijeras en las cartillas de racionamiento de los clientes; pasó junto a vendedores, ordenanzas, humeantes boñigas de caballo y las espaldas erguidas de los habitantes de la ciudad, y mientras así deambulaba, sobre él se posó la mirada recelosa del portero del hotel Palace. Entonces se alejó de allí y al anochecer sólo paseó entre siluetas, entre sus propios pensamientos, entre automóviles de ojos azulados. Chocó contra una joven y, al tiempo que ella lanzaba un gritito, Juudit ya estaba de camino hacia el amor.
Juudit le entregó a la criada su abrigo y los guantes; los trapos que llevaba en los pies se los quitó ella misma: la humillación tenía un límite. Cuando la condujeron directamente al salón, aunque intentó evitarlo, sus pies dejaron huellas húmedas en el parquet. Estaba sonrojada, más de vergüenza que de frío, y cuando el alemán fue a la biblioteca a buscar algo para ayudarla a entrar en calor, Juudit metió los trapos bajo el sillón para esconderlos y apartarlos de la alfombra. En el café, ayudado por la camarera, él le había enrollado y atado unos trapos de cocina en los pies, y luego le dio una propina a la chica, a pesar de la negativa de Juudit. El hilo de zurcir gris se había distinguido incómodamente en la penumbra del café, cada una de sus puntadas. Debajo de los trapos, la puntera de algodón de las medias no se veía, pero ahora la araña del salón las revelaba sin piedad, y Juudit intentó encogerlas. En un instante apareció una palangana de agua humeante, junto a mostaza en polvo, toallas y unas pantuflas en cuyas puntas unas alborotadas plumas se movían con la corriente de aire. Sobre el sofá habían dejado un calentador de carbón y una botella de agua caliente, en el gramófono sonaba Liszt. Juudit no preguntó de dónde iba a sacar la sirvienta los zapatos prometidos. Tenía los labios entumecidos, aunque en el salón hacía calor, y apenas se atrevió a mirar a hurtadillas al hombre cuando éste regresó con una jarra de cristal y unas copas. Apretó los párpados y mentalmente grabó tras ellos el rostro de él, no deseaba olvidarlo, aquella belleza no debía olvidarse. El pulso desbocado le latía contra el pañuelo metido bajo el puño de la camisa, la letra jota bordada en él le rozaba la piel, una jota sin apellido. El hombre posó la bandeja en el sofá, llenó las copas de vino y se volvió para que Juudit pudiera quitarse las medias. Ella captó el gesto, pero no sabía cómo actuar, así que cogió la copa y bebió igual que si fuera agua, con avidez, para recordar cómo sentirse mujer, cómo comportarse como tal. Todos sus intentos de actuar como una mujer la habían conducido a las más degradantes situaciones en su lecho conyugal y no deseaba recordarlos. Bebió más vino y se sirvió descortésmente de la jarra; él se volvió levemente al oír el tintineo del cristal y con el rabillo del ojo captó las pestañas de Juudit abriéndose de golpe, y aquella mirada furtiva no fue más valiente que la de Juudit, no más elegante que la mano de ella paralizada sobre la liga de la media.
Por la mañana, al levantarse de la cama, Hellmuth la arropó con cuidado, le dobló suavemente la pierna metiéndola bajo el edredón, pero Juudit se destapó dejando que el suave aire de la habitación le acariciara la piel. Posó los pies descalzos sobre la alfombra, estiró los tobillos como si estuviera sumergiéndolos en la bañera, tendió los brazos, arqueó la espalda y el aire se derramó sobre su piel como leche recién ordeñada. La escasez de combustible había aguzado su avidez de calor. Eso no la avergonzaba, tampoco girar desnuda sobre la gruesa alfombra, ni estar a solas en una habitación con un hombre al que había conocido el día anterior. Un olor a café de verdad flotaba hacia su olfato, mezclado con el del vino de la víspera. Habían bebido sin mesura para animarse, o más bien para ocultar su turbación ante lo que de verdad sentían, así había sido.
En la calle, resonaban los zuecos de los prisioneros de guerra rusos. Hellmuth puso a Bruckner en el gramófono y le pidió a Juudit que lo acompañara esa noche al teatro Estonia.
Ella regresó a la cama y se tapó las piernas con el edredón.
—No puedo.
—¿Por qué no, Fräulein?
—Frau.
Hellmuth estaba muy apuesto con el uniforme, daba gusto mirarlo. Delante del espejo, se ponía en el cuello su Ritterkreuz, su Cruz de Caballero.
—Me gustaría —añadió Juudit.
—¿No podría entonces, bella señora?
—Alguien podría verme —susurró.
—Por favor.
Hellmuth se acercó, abrió la pitillera con un chasquido y encendió un cigarrillo; se miró las manos de tal manera que Juudit intuyó que temía su negativa tanto como ella la de él.
—Perdón, ¿puedo coger uno? —preguntó Juudit.
—Por supuesto. Disculpe. Parece que he pasado demasiado tiempo en Berlín.
—¿Cómo?
—Parece usted tan joven… En nuestro país, las mujeres menores de veinticinco años tienen prohibido fumar.
—¿Por qué?
—Se supone que perjudica a la fertilidad.
Juudit se sintió cohibida. Hellmuth hizo una mueca.
—No me opuse a mi destino en Ostland porque imaginaba que aquí al menos podría fumar en mi despacho. El Reichsführer lo prohibió en las horas de trabajo, pero su vigilancia no llega hasta aquí. Y como es lógico, también está prohibido fumar en las administraciones y los locales cerrados. Se lucha contra el tabaquismo pasivo.
—¿Pasivo?
—La exposición al humo del tabaco de los demás.
—Suena raro —opinó Juudit, y de nuevo cohibida—: No era mi intención criticar.
—El Reichsführer simplemente desea conseguir la mayor fertilidad posible y se preocupa por la degeneración de nuestra raza. Naturalmente, a eso debería oponerme con firmeza.
Hellmuth encendió otro cigarrillo y se lo colocó a Juudit entre los labios. No supo si la mareaba más el tabaco o el gesto con que él se lo dio. Ojalá esa mañana nunca terminara, su cabeza continuaba llena del rocío nocturno, sus rizos seguían perlados por la condensación de la noche. Cuando Hellmuth la miró a los ojos, sintió que bajo aquellas palabras vacías sus corazones se acercaban sin pausa el uno al otro, y la idea de que ese movimiento cesara le resultó inconcebible.
—Hay cada vez más restricciones, de modo que es mejor sacar el máximo placer mientras sea posible. En Riga ya se ha prohibido fumar en los teatros, así que pronto también lo estará en Estonia, aunque no sé quién se tomará la molestia de vigilar esas reglas y prohibiciones. Pero ahora he de irme, el deber me llama. Nos vemos esta noche en el Estonia, ¿de acuerdo? Tal vez podamos disfrutar juntos del último cigarrillo.
Su guiño estaba lleno de destellos, y los destellos, llenos de promesas.