1963
TALLIN
República Socialista Soviética de Estonia
«Mark constituía el ejemplo perfecto de la degeneración y el fascismo estonios». Parts saboreó la frase que acababa de teclear. Un tren hizo vibrar la ventana e interrumpió su ritmo, el manuscrito que crecía página a página al lado de la Optima tembló. La frase era concisa y potente, pero demasiado fría, no despertaría emociones. Pesadillas, los lectores debían tener pesadillas. Por eso la antropofagia había sido una idea genial por parte de Martinson, aunque Parts hubiera preferido no definirlo como un genio. No habría un solo niño en cuyos sueños no penetrara el canibalismo, y un rastro de emoción tan temprana sería indeleble, nadie mejoraría un viejo prejuicio sobre las personas definidas como caníbales desde la más tierna infancia. Con una palabra, Ervin Martinson había torcido el curso de la historia mundial en la dirección deseada por el departamento. ¡Con una sola palabra! El sentimiento era más fuerte que la razón, ya lo había hablado con la Oficina. El sentimiento vence a la razón, por eso hay que provocar primero la reacción emocional. Parts se frotó los dedos pringosos de una pasta confitada Pastilaa, puso una nueva hoja con papel carbón y copia en el carro y echó una ojeada a la última edición de la guía Informaciones prohibidas en las publicaciones, programas de radio y televisión y a su glosario. El camarada Porkov había dudado al entregarle la guía, pero al final lo anotó como usuario de la misma. En el glosario, las palabras destinadas a despertar sentimientos negativos aparecían en una columna, las positivas en otra. Al principio, Parts había creído que un encorsetamiento tan estricto perjudicaba a las posibilidades de desarrollar un lenguaje propio, de pulir su viveza, pero luego le resultó natural: el filtro era acertado. «Se sabía que Mark se había inspirado en su jefe a la hora de decorar el árbol de Navidad. Lo adornaba con los anillos de oro de los ciudadanos soviéticos que habían llegado al campo para no salir jamás, y permitía que los niños jugaran al corro bajo el abeto disfrutando de la visión». Parts hizo crujir los nudillos. No recordaba exactamente dónde había visto un abeto decorado de esa manera o si ni siquiera lo había visto; no obstante, la imagen era tan impactante que tenía que utilizarla. Al tiempo, se reforzaba la impresión negativa del árbol de Navidad en general, lo que no era mala idea. ¿Había dado con el tono correcto? Parts esbozó un mohín. Tal vez. Quizá debería añadir información sobre los testigos. Por ejemplo, una mujer que se hubiera visto obligada a contemplar ese espectáculo grotesco. «Maria, trasladada al campo de concentración de Tarto, se sentía afortunada por haber sido elegida sirvienta en casa de Mark. Afortunada, sí, porque había escapado a un destino más cruel y conseguía sisar sobras de la comida del hogar de Mark, pero al mismo tiempo desgraciada, ya que tuvo que servir la comida navideña mientras las velas del árbol goteaban cera en los anillos de los ciudadanos soviéticos asesinados. ¿Se encontraba entre ellos el anillo de su madre? ¿Tal vez el de su padre? Maria nunca lo supo».
El camarada Parts aporreaba la Optima con tanto fervor que el papel se agujereaba, los astiles de los caracteres se enmarañaban, las teclas se atascaban. ¿En los anillos de los ciudadanos soviéticos? ¿O de los judíos? ¿Mencionar a los judíos dejaría en un segundo plano los sufrimientos de los soviéticos, disminuiría el martirio y la grandeza del pueblo soviético, amenazándolo incluso? Parts había observado en los libros publicados en Occidente que se ponía claro énfasis en la cuestión judía.
Separó los astiles de las letras, liberó el papel del cilindro y se puso en pie para leer algunas frases en alto. El texto ya empezaba a tener peso. Debía concentrarse en las mujeres, sí, ellas siempre despertaban emociones. Maria era un buen personaje, inspiraba lástima. Mark no resultaba lo bastante malvado sin alguien que realzara su maldad, alguien a través de cuyos ojos el lector observara el árbol de Navidad, las cenas navideñas. Sí, necesitaba el testimonio de Maria. Aunque ¿dónde estaba la frontera del sentimentalismo? No, ahí aún no. Lo del canibalismo no se atrevía a añadirlo. Ya bastaba con tener que citar una y otra vez los libros de Martinson, títulos de referencia ineludibles. Quizá en el futuro su propia obra se convirtiera en un título de referencia, lo que consolidaría su prestigio e influencia, pero no por ello tecleaba el nombre de Martinson con gusto.
Parts encogió los dedos en las zapatillas y tomó un trozo de Pastilaa. En el libro de Martinson aparecía un personaje idóneo para sus fines: Mark, un tirano irreconocible y sin apellidos, un criminal de guerra que nunca fue capturado y cuyo nombre de pila tal vez ni siquiera era ése: ¿sería un apodo? Por eso la historia podía continuarse fácilmente. De sus actos existían declaraciones de testigos, nada del propio Mark. Parts negó con la cabeza pensando en cómo los errores de sus colegas al final se habían vuelto en su favor. Los documentos demostraban que los de Seguridad habían empleado efectivos jóvenes e inexpertos, las instrucciones eran pésimas y los oficiales competentes brillaban por su ausencia. Durante los interrogatorios nadie había formulado preguntas aclaratorias o pedido más datos personales, numerosos testigos se habían referido a las personas sólo por su nombre de pila o apellido, con lo que seguir las huellas de éstas mediante los testimonios era imposible. Sólo más tarde se habían percatado de lo problemático del método empleado a finales de los años cuarenta. Apenas quedaban ya testigos con vida, pues el hecho de ser atrapado solía constituir prueba suficiente para una sentencia de muerte. Que los datos sobre Roland aparecieran tan bien registrados en los papeles de Klooga era una ironía del destino.
«Mark era musculoso, de espalda ancha, la fuerza de sus brazos aturdía al instante a quienes se convertían en objeto de su crueldad, y se emborrachaba con frecuencia. Maria, que pasaba numerosas noches abrillantándole las botas, recordaba bien cómo calculaba él cuánto hierro se sacaría de ella, cuánto fósforo, cuánto jabón. Maria explicaba también que Mark enseñaba a los niños matemáticas haciéndoles contar los prisioneros que cabrían en el camión gris de la chocolatería Brandtmann para ser conducidos al campo. La puerta del camión de Brandtmann se cerró de golpe…».
El teclado se detuvo. El golpe no provenía de la portezuela del vehículo, sino del piso de arriba. Los hombros de Parts se agarrotaron y escuchó atento. Silencio. Un silencio que sin embargo no le relajó los hombros, sino que tensó su nuca aún más. Cogió las aspirinas que guardaba en un cajón del escritorio y le quitó a una el envoltorio con un crujido. La frase interrumpida no regresó a su mente, se había esfumado, la tensión en la nuca le trepaba hacia el occipucio. No había tiempo para dolores de cabeza. Se disponía a ir a la cocina en busca del Analgin que estaba detrás de la botella de valeriana de su mujer, pero volvió a sentarse y se tragó una aspirina en seco. El trabajo tenía que avanzar, un bocado de Pastilaa le quitó el regusto del comprimido. Colocó las manos sobre el teclado, sus pensamientos volvieron a los músculos de Mark y su imponente figura. Una dosis suficiente de verdad: ésa era la esencia de todo. Suficiente para que el texto resultase creíble. Una palabra bastaría. Una palabra y su libro estaría en todas las librerías, en el Este, en el Oeste, en el mundo entero. También había intentado añadir algunas citas del diario, testimonios reales, pero se trataba de un lenguaje diferente y demasiado vago; la historia requería concreción. Las cruces de la última página tal vez podrían mencionarse como las cruces que Mark trazaba por cada persona que asesinaba, pero ¿era el Mark de su manuscrito alguien que llevara la cuenta de sus víctimas?
Sin duda, Martinson debía estar preparando su próxima obra, quizá continuara con el canibalismo y lo presentara como algo connatural a los estonios: entre las tropas fascistas estonias había superado todos los límites y, de no ser por la liberación traída por la Unión Soviética, los estonios se habrían devorado hasta extinguirse. La angustia le oprimía el pecho: tenía que lograr algo mejor que Martinson, mejor que cualquier otro, y no permitiría que nadie se le adelantara. Pero justo cuando estaba a punto de atrapar el final de la frase interrumpida, oyó los pesados tacones de su mujer contra el techo y comenzó de nuevo su zapateo sobre la cabeza de Parts. Primero sólo unos pasos, de la cama a la cómoda y vuelta, como si estuviera practicando para acelerar el ritmo. Como si no tuviera intención de regresar a la cama. Parts se puso las manos en las rodillas. Mamá había sufrido el mismo problema en la campiña, a principios de los años cincuenta. Las ratas correteaban en manada bajo el entarimado del suelo y detrás de las paredes y ella no podía dormir. Le había escrito a Siberia contándoselo. Así eran aquellos tiempos: proliferaban las ratas; las ratas de la pobreza, las llamaban. Ahora él tenía una esposa que era igual que una rata.
Cerró los ojos, dejó que el suave dulzor del Pastilaa distrajera su oído y se concentró en su investigación. El protagonista, Mark, se desarrollaba satisfactoriamente. Quizá la Oficina estuviera también interesada en las posibilidades que ofrecía un personaje como ése y deseara que se crease un Mark con algún emigrante estonio, en ese caso podría presionarse al país de acogida para que extraditara a semejante criminal de guerra. Parts podría buscar algún otro nombre adecuado con la misma finalidad e incluirlo en el libro. A Mark se lo guardaría para él. Mark era su estrella y descubrir su identidad al mundo sería su momento de gloria. A la Oficina le entregaría toda la información necesaria en el momento adecuado. Todavía no. Luego la Oficina podría ocuparse de las medidas finales. El auténtico Mark podía estar en cualquier lugar, en Canadá, en Estados Unidos, en Argentina o bajo tierra, pero, si estaba vivo, seguramente no pondría objeciones a que de sus actos respondiera algún otro. Desde luego, era una pena que Roland tuviese que responsabilizarse de los actos de Mark, pero resultaba idóneo… Respecto a las verdaderas acciones de Roland, hacía años que Parts se había reservado las mejores para su propia gloria personal.