1963

TALLIN

República Socialista Soviética de Estonia

El camarada Parts colocó la mano sobre la mesa, junto al diario. En el piso de arriba reinaba el silencio, su mujer había sucumbido a la borrachera. La humedad había descolorido las hojas del cuaderno, las esquinas estaban gastadas, flexibles. Respiró hondo, levantó la tapa con el pulgar y dejó a la vista la primera doble página. Aunque lo había examinado ya varias veces, seguía ejerciendo el mismo efecto en él: se le aceleraba el pulso, notaba un hormigueo a lo largo de la columna. Las páginas aparecían densamente escritas, se alternaban el lápiz y una tinta pálida, la fuerte impronta de la plumilla había perforado el papel cuadriculado salpicado de manchas color lila. Parts reconocía en las curvas caligráficas las emociones con que habían sido trazadas, pero en las páginas no se mencionaba ningún lugar y mucho menos el nombre real de nadie. También los nombres en clave resultaban extraños, claramente inventados por el autor, pues no se encontraban en los escritos ilegales que Parts había investigado.

Las personas que llevaban un diario solían registrar los datos completos de los miembros de su grupo, la ubicación de los refugios subterráneos, fechas de incorporación, cantidad y horario de las comidas, el almacén de los equipos, los escondrijos de armas; increíble y estúpidamente, lo registraban absolutamente todo. No así este autor, una excepción en su género. El diario se había catalogado como obra de un bandido sin identificar y procedía de una caja metálica encontrada en un refugio incendiado. En dicho refugio se habían hallado los cadáveres de tres bandidos pertenecientes a la clandestina Unión para la Lucha Armada, pero que para Parts eran desconocidos. Según el informe, el diario no podía pertenecer a ninguno de ellos, ya que el Departamento para la Lucha contra el Bandidaje había facilitado muestras caligráficas de los tres muertos, y ninguno de ellos era el autor. La única prueba de su existencia la constituía el diario anónimo, y sólo Parts sabía que pertenecía a su primo, Roland Simson.

Las anotaciones comenzaban en 1945 y terminaban en los años 1950 y 1951. Las últimas hojas resultaban estremecedoras, no tanto por su contenido como por las fechas. Habían sido escritas siete años después de la instauración del régimen soviético y del cierre de fronteras. Lo que probaba que Roland estaba vivo aún dos años después de las deportaciones de marzo, cuando los grupos de apoyo a los bandidos habían sido erradicados del país, los cómplices arrancados como las malas hierbas, y no había quedado ni una hacienda que hubiera ayudado a los Hermanos del Bosque. Todo había sido colectivizado y se había aniquilado la resistencia.

Al contrario de lo que Parts había supuesto, a Roland no le habían disparado por la espalda en Klooga, no había acabado en una tumba anónima en el sótano de una casa incendiada por los alemanes, ni había sido hecho prisionero, tampoco muerto en un tiroteo en el bosque. Como prisionero no había podido salir del país, no podían haberlo evacuado a tiempo. Si había logrado sobrevivir en libertad hasta 1951, nada lo habría matado. Estaba allí.

Parts trató de no inquietarse. Esclarecería el asunto, pensaría, aprendería a conocer a Roland como a sí mismo, tenía que identificarse con su primo. Sólo así daría con su pista. Cuanto más rápido comprendiera a los autores de los diarios y las anotaciones ilegales, más rápido podría seguir a los hombres desaparecidos en la clandestinidad, y más aún al dueño de ese diario. Tenía que comprender su manera de pensar mejor que la suya propia. Porque aunque una persona consiguiera una nueva identidad, un nuevo nombre, se construyera un nuevo pasado, siempre habría algo de su vida anterior que lo delataría. Eso lo sabía el camarada Parts mejor que nadie.

La persona que fue perfilando al leer el diario no se correspondía del todo con aquella a la que Parts había conocido, una persona que se había lanzado a la batalla sin miedo, con audacia. El autor del cuaderno se mostraba más cauteloso. No obstante, las notas habían sido escritas como para un lector futuro. Eso no lo comprendía. Roland vivía en el valle de la muerte, no tenía ninguna esperanza de regresar a una vida normal, ninguna posibilidad de sobrevivir: entonces, ¿de dónde surgía esa profunda confianza en que su voz sería oída algún día? Aunque es cierto que en eso Roland no era el único. Parts recordaba bien la febril obsesión con que en Siberia se introducían en botellas historias de vidas, recuerdos, «estos escritos reúnen datos sobre los crímenes bolcheviques para las generaciones venideras», papeluchos destinados a ser enterrados en secreto con su autor, en tumbas anónimas. Probablemente parte de esas botellas reposaban en algún archivo reservado, igual que el diario que Parts hábilmente se había agenciado, y sólo serían examinadas por personas con permisos expedidos por los organismos de la Seguridad; pero el resto de las botellas nadie las encontraría, nadie las leería. Parts recordó también a un colega a quien de pequeño habían llevado a Katyni, en Polonia. Con palabras ablandadas por el alcohol, aquel hombre había susurrado que claro que sabían lo que les había ocurrido a los polacos, por supuesto, y que los estonios serían los siguientes. «Si hubieras visto la expresión de las madres…» A los polacos les pusieron una vacuna y los llevaron en autocar; nadie se resistió, porque, a ver, a los muertos no les entregarían paquetes de comida deshidratada para el viaje ni los vacunarían, ¿no? «Pero nosotros, los estonios, sí entendíamos, sí. En el vagón donde nos metieron, un rótulo rezaba “capacidad: 8 caballos”». Pero ¿por qué los polacos habían llenado las paredes de un convento convertido en prisión con sus nombres y grados militares, que los siguientes ocupantes de las celdas cubrirían con los suyos propios? ¿Se trataba de ese impulso primario de escribir que hace presa en quienes van a morir, de la necesidad de dejar huella en el mundo? ¿Había sentido Roland el mismo acuciante deseo, alimentando la quimera de que la verdad siempre acaba por salir a la luz? Sí, Roland había sucumbido a ese impulso.

¿Y si su primo era como aquel científico ruso que había hecho experimentos con gas mostaza en una oficina especial en Moscú, y garabateaba desesperadamente las fórmulas químicas en una esquina de su catre? Parts había compartido su estrecho alojamiento con él en un campo de internamiento temporal y el ruso le había contado que el director de la oficina especial había mostrado particular interés por los efectos del gas sobre la piel humana. Por las inyecciones de curarina. Por la ricina. Estaba claro que los mejores resultados se obtenían con humanos. «Traté a un soldado alemán cuatro veces, y sólo a la quinta di con la dosis mortal». Parts no había sido capaz de memorizar las fórmulas del científico, aunque había comprendido que más tarde podrían convertirse en una estupenda mercancía. Varios países se habrían vuelto locos por ellas, pero por aquel entonces hacer negocios con extranjeros se le antojaba un sueño muy lejano. Era más prudente dejar en paz los laboratorios de la dirección para tecnología, el viejo ruso había afirmado ser el último de sus colegas con vida. Tal vez por eso había sentido también la necesidad de transmitir sus conocimientos. ¿También ése había sido el motivo de Roland para llevar un diario, la certeza de que se acercaba al final de sus días?

Parts repitió una y otra vez el nombre de su primo. Poco a poco comenzó a acostumbrarse a él, debía acostumbrarse. En los años venideros ese nombre ocuparía su mente infinitas veces y tendría que dejar que lo atravesara para que dejara de escocerle como una ortiga.

Al final del diario había cruces: la página de guarda estaba llena de pequeñas cruces dibujadas en memoria de los muertos, el lápiz se había hincado en el papel hasta casi desgarrarlo. Nada de nombres.

El camarada Parts dejó el diario con cuidado en la mesa y se dispuso a hojear sus notas sobre los periodicuchos de los bandidos. Hacia el final, las noticias se habían vuelto más descuidadas, intentaban levantar los ánimos, claro. También el diario traslucía la preocupación porque el grupo no recibía savia nueva. Antes de la muerte de Stalin, la mayoría de los ilegales habían sido exterminados; en total, 662 grupúsculos de bandidos y 336 organizaciones clandestinas. ¿Cuántos habían logrado continuar ocultos en el bosque? ¿Cientos, algunas decenas? ¿Diez? ¿Cinco? ¿Aún seguía Roland en el bosque? ¿Solo o con alguien, o incluso con un grupo? ¿O había aceptado la amnistía? Algunos de los que se ocultaban en el bosque lo habían hecho, pero entonces debería constar en un registro, y con la legalización lo habrían buscado para interrogarlo sobre los sucesos de Klooga, habría constancia de su declaración. No, Roland no se había acogido a la amnistía. ¿Habría conseguido una nueva identidad? La avalancha de ingrios y estonios rusos en el país había proporcionado a muchos ilegales una oportunidad fácil de solicitar un pasaporte temporal, pues en los trenes los pasaportes se robaban de continuo. Durante un tiempo, para obtener un pasaporte había bastado con que uno notificara que el documento de identidad le había desaparecido y demostrara un rudimentario conocimiento del ruso; sólo había que declarar que se era del óblast de Leningrado[1] y que una persona local había aceptado ofrecerle una vivienda. A esos impostores se los pillaba cuando sus pasaportes caducaban. Si Roland pertenecía a ese grupo, ¿cómo había conseguido hacerse con nuevos documentos? ¿Y con quién había hablado en esos años, con quién se había relacionado? Debía haber recibido ayuda de alguien, tenía que seguir recibiéndola, tanto si se ocultaba aún en el bosque como si vivía en sociedad.

Tomó el lápiz y garabateó en papel secante unas palabras, a modo de prueba: «Mi primo podría estar en Canadá o en Australia, se agradecerá toda información sobre él, no tengo más familia». Al día siguiente llevaría el anuncio a la redacción del Kodumaa. Mientras la Oficina no supiera que andaba a la caza del autor del diario, podría buscar sin problemas a Roland y a quienes lo conocían y justificarlo todo como un método para despertar compasión entre los estonios en el extranjero, para aumentar su credibilidad ante ellos. Gracias al periódico ya había conseguido localizar a varias personas y crear lazos de confianza: específicamente dirigido a los estonios en el extranjero, el Kodumaa había recibido una entusiasta acogida entre los emigrantes. La columna de anuncios creada para los amigos y familiares de los desaparecidos despertaba las simpatías incluso de aquellos que recelaban de la Unión Soviética; fundar ese periódico había sido sin duda una medida ingeniosa por parte de la Oficina. Hasta el momento, la misión de Parts se había limitado a sondear el estado de ánimo de los emigrantes y sus opiniones —relajadas por la confianza y la nostalgia—, pero la situación había cambiado. Tal vez pudiera sugerir a los responsables que publicasen anuncios de familiares desconsolados, para así buscar nombres que constaban en las listas de los testigos de Klooga. Siempre había alguien que sabía algo, que conocía a alguien que a su vez conocía a otro, y en Parts confiaban, él había estado en Siberia, no había pertenecido al Partido y poseía la medalla Laidoner.

Sólo en el caso Ain-Ervin Mere había fallado. Cuando lo interrogaron acerca de la época en que Mere dirigía el Grupo B, no debió exagerar la amistad que los unía, pero ¿quién habría pensado que Mere rechazaría colaborar con la Oficina? Fue una decisión sorprendente, más aún cuando entre los datos entregados por el Comité para la Seguridad había aparecido material muy favorable para redactar un informe: Mere había sido chequista del Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos antes de la llegada de los alemanes. A Parts se le recomendó que sacara a la luz la información cuando contactara con Mere o Müller, como se lo conocía en los años del comisariado. Así, en una de sus cartas, Parts le había recordado su encuentro en el viejo molino, y en broma lo había llamado «Ain Müller». Mere nunca respondió. Fue una auténtica estupidez por parte de Parts. Estaba convencido de que, si le hubieran permitido ir a visitarlo en Inglaterra, habría sido capaz de obtener mejores resultados, pero no, Parts sólo podía escribir, no viajar. E Inglaterra no extraditó a Mere a la Unión Soviética. No volvería a fallar. A petición de Parts, su testimonio en el juicio a Ain-Ervin Mere había sido omitido en las páginas de Kodumaa, aunque el periódico informaba ampliamente sobre el caso; pero no era adecuado para la imagen de sí mismo que Parts ofrecía a los estonios del extranjero, que no confiaban en el sistema judicial soviético.

Resultaba asombroso que a Roland aún no lo hubieran buscado ni encontrado, y más cuando sus datos aparecían en las listas de Klooga y cuando a los prisioneros estonios que habían sobrevivido o evitado la evacuación alemana se los consideraba sospechosos de espionaje. Por eso Parts no sería el único en ir tras Roland, pero sí habría de ser quien diera con él antes de verse como testigo en el mismo juicio que su primo. Ahora que las actividades de los nazis se observaban con lupa, existía gran demanda de supervivientes de Klooga. Parts lo sabía bien. No dejaría a nadie sin rastrear. El libro en preparación supondría una buena oportunidad para la misión encubierta de atrapar a Roland.