1963

TALLIN

República Socialista Soviética de Estonia

Entre el montón de documentos apareció una libreta de tapas enceradas. Un diario. Parts reconoció la letra al instante; el suelo de la sala de lectura estuvo a punto de abrirse bajo sus pies y una esquina de la mesa pareció ceder. No se lo esperaba. Cualquier otra cosa sí, pero eso… Ni siquiera haberse preparado mentalmente para la visita al archivo le bastó para mantener la compostura: el hallazgo era demasiado importante. Se concentró un momento en acompasar la respiración y tensar sus temblorosas piernas, logró erguir la cabeza tras una serie de movimientos compulsivos, ansiosos. Se obligó a centrarse en los documentos, aunque la mesa y la silla se habían convertido en plastilina que empezaba a derretirse con el extraño calor que reinaba en la sala: notaba que la mesa se doblegaba, casi la oía quebrarse, aunque no dejaba de repetirse que se trataba sólo de una ilusión, que su cabeza le jugaba malas pasadas, nada más. Se agarró al borde de la mesa como a un bastón y abrió el diario al azar. El año escrito en el margen superior de la página le impactó como un misil.

Cuando el vigilante se acercó a echar un vistazo al usuario de la mesa de lectura más alejada, el diario, como por voluntad propia, se deslizó en el interior de la camisa de Parts. No entendía bien lo que había hecho, pero lo comprendía. Hurtar material era un acto sancionable, fácil de detectar en caso de que alguien cotejara el material devuelto al archivo con las columnas donde se anotaban los documentos entregados a los usuarios, o de que alguien repasara los nombres de las personas que habían consultado dicho diario. Ni siquiera podía devolverlo, era tarde para arrepentirse. El cuaderno ya estaba pegado a su cintura, y Parts olía a quemado: le habían tocado el fuselaje.

Después del escamoteo, el camarada Parts intentó actuar con naturalidad, concentrarse en examinar los demás documentos desplegados sobre la mesa de lectura, pero en contacto con el diario su piel secretaba un sudor acre, el crujido de los papeles de otras mesas le arañaba los tímpanos y el menor ruido o carraspeo lo hacía sobresaltarse, convencido de que era una señal de reproche hacia él, de que su acción ilícita había sido descubierta, de que su rostro crispado lo había delatado. Cuando sus ojos se cruzaron con los del vigilante, mantuvo las pupilas controladas, sin dilatarse, y el otro tampoco retiró la mirada demasiado pronto, de eso Parts estaba seguro, tan seguro como de que la expresión del hombre había traslucido una sospecha. Sí, sospechaba de él. Sin embargo, el vigilante bajó la vista y, como si no pasara nada, se centró de nuevo en los papeles que tenía sobre su mesa, seguramente peticiones de libros. Empezó a revisarlos y ocultar ciertos párrafos en función de la idoneidad del futuro lector.

En una ocasión, Parts había podido hojear unos libros especialmente peligrosos, marcados con dos estrellas de seis puntas, pero, ahora que tenía entre manos un material aún más candente, ¿qué consecuencias podría acarrearle? Pues, para empezar, que peligrara la posibilidad de que se repitieran ocasiones como aquélla. El permiso para acceder al material de las bibliotecas y los archivos especiales no se lo habían concedido hasta meses después de haber estado bebiendo con el camarada Porkov. Eso había consolidado aún más la posición de Parts. La apertura de la puerta de acero de los archivos había constituido un instante victorioso: Parts había tenido el honor de franquear aquel acceso abierto especialmente para él. Al mostrarle sus credenciales al director del servicio, se había sentido un privilegiado. No era un cualquiera. Pero ahora pronto podría serlo. Podría volver a no ser nadie. Lo había arriesgado todo por un diario.

Intentó concentrarse de nuevo, se forzó a mirar con atención los dibujos del refugio subterráneo, a observar con lupa los titulares de las octavillas de los bandidos, es decir, la resistencia armada antisoviética. Tenía que comportarse de manera tan natural como el celador, como los otros que estaban en la sala de lectura, y absorber la mayor cantidad de información posible sobre el material que en ese momento tenía ante sí, pues no sabía si dispondría de otra oportunidad para consultar aquella especie de prensa casi profesional de los bandidos, si lograría acceso a ella otra vez, si lo detendrían o incluso algo peor. La mayor parte de los periódicos no eran más que una hoja impresa por ambas caras, pero también había números de cuatro o seis páginas. Su lenguaje exaltado se reconocía con facilidad, Parts lo recordaba de los días de entrenamiento en la isla de Staffan. En aquella época había planeado la creación de un grupo de idealistas entre cuyos actos heroicos habría figurado la expulsión del Ejército Rojo de suelo estonio. En otros tiempos se habría reído de esas chiquilladas de juventud; ahora no era capaz, pero sonreiría alguna vez, ya trataría de poder reírse, aunque para ello tendría que salir bien parado de aquel asunto. Si el objeto del que se había apropiado fuera más insignificante o la fecha en el margen superior de la página hubiese sido otra, no se habría tomado la molestia de cometer ese acto. Pero la fecha y el nombre del autor no auguraban nada bueno para Parts, y las tapas enceradas ya le quemaban la piel, le despellejaban el vientre: Parts se precipitaba al océano con los alerones humeantes. Con un tembloroso dedo índice recorría los trazos de los dibujos, se movía indeciso sobre las chimeneas, las estufas, las literas pegadas a la pared y los conductos de ventilación, y aunque intentaba enderezar su curso, los daños en el fuselaje eran reales e impulsaban el dedo fuera del dibujo y lo obligaban a abrirse el primer botón de la camisa; las venas del cuello le palpitaban frenéticamente, el corazón le latía desbocado contra el diario, la zona del ombligo estaba encharcada en sudor, los pedazos del ala ya habían desaparecido entre las olas. De una mesa más allá le llegó un chasquido de lengua; era un hombre que chupaba una pipa; la cerilla hizo un ruido áspero al encenderse contra el raspador y el hombre se incorporó, miró fijamente a Parts y exhaló el humo por la boca. ¿Se había percatado de algo? Parts no podía mantenerse en su sitio, debía abandonar la cabina, aplazar el análisis del material, tenía que saltar.

La silla chirrió sobre el parquet cuando la retiró para ponerse en pie; la mano minuciosa del vigilante se detuvo y el hombre alzó la mirada. Parts se acercó a la mesa y colocó ante él los documentos consultados. Sus dedos sudorosos habían dejado huellas oscuras en los dibujos, pero al otro no le llamó la atención. El hombre era lento, hacía sus anotaciones en las columnas con tinta y angustiosa precisión. Parts se preparó para responder si le preguntaba por qué faltaba un documento en el montón devuelto. Diría que no lo había recibido, se preparó para una defensa a ultranza, para emplear un tono de enfado, para proferir insultos ante la negligencia del servicio, en especial contra la mujer que le había hecho entrega del material; pero en ese preciso instante la puerta de acero rechinó y apareció dicha mujer. Parts se puso tenso. Ella intentó abrirse paso por detrás de la mesa del vigilante hacia el fichero, y sus caderas, envueltas en un multicolor chintz, hicieron caer con estrépito el cenicero de cristal colocado en la esquina de la mesa. Todas las miradas se volvieron hacia el vigilante; la mujer se sobresaltó, la pluma trazó un feo rastro en las anotaciones, el celador profirió un gruñido, el tintero se volcó, el vigilante agarró un puñado de papel secante, soltó exabruptos en ruso y ordenó a la gente que se concentrara en su trabajo, y los libros amontonados en la esquina de la mesa también cayeron. Parts anunció secamente que tenía prisa, que estaba seguro de que podrían gestionar las devoluciones sin él. Dejó al vigilante discutiendo con la mujer, mientras la tinta se extendía por las anotaciones y la ceniza se esparcía. Agarró las llaves que ella había depositado sobre la mesa, abrió la puerta de acero y las dejó encima de la mesa más cercana; nadie le prestó la más mínima atención.