1963
TALLIN
República Socialista Soviética de Estonia
El piso franco estaba vacío, a excepción de Parts y el camarada Porkov, dos mesas, un magnetófono, algunas sillas y el teléfono, que no cesaba de sonar. Parts no salía de su asombro. Sostenía unas carpetas con los listados del campo de Klooga y oía un extraño murmullo. Estuvo a punto de preguntarle al camarada capitán si había llevado un gato al piso, hasta que comprendió que el sonido provenía de su propio interior. El verde del empapelado había cobrado mayor intensidad, brillaba tanto que tuvo que cerrar los ojos. El camarada Porkov asintió mirando las listas y dijo que todavía no estaban completas. Aunque los fascistas se habían llevado sus archivos, el Comité para la Seguridad del Estado había recabado suficiente información útil, y la comisión especial que investigaba los crímenes fascistas también había realizado un trabajo notable.
—La mayor parte de las víctimas, naturalmente, se encuentran sin identificar, y nos gustaría mucho completar la lista —dijo Porkov—. Por desgracia, también la identidad de varios asesinos ha quedado en la sombra. La de demasiados. En este asunto confío en usted. Dejar que criminales burlen la acción de la justicia no forma parte de la moral soviética. No actuamos así. Puede usted estudiar la documentación en su casa.
A través del portafolios posado en el suelo de la garita de la fábrica, los expedientes de Klooga hacían que le picaran las piernas y lo irritaron durante toda la tarde. Tenía ganas de sacarlos y echarles un vistazo, pero no estaba seguro de cómo reaccionaría ante lo que encontrara. Seguía inquieto, aunque había recuperado el color. El sol nunca había estado tan alto y el día nunca había sido tan claro. Se hacía visera con la mano incluso dentro de la garita. Pasó el turno tratando de pensar en otras cosas, de comportarse con la mayor naturalidad, de concentrarse en los pequeños asuntos cotidianos, en la gente que salía a raudales por las puertas, en la cintura de las mujeres, que solían remeterse en las bragas productos de la fábrica, en los abultados bolsillos interiores de los hombres. Luego vino el revuelo ocasionado por la visita de la inspectora, quien se achispó con el coñac que él le ofreció y reía las bromas de los hombres que revoloteaban a su alrededor, mientras la comitiva cruzaba el patio de la fábrica. Los hombres más atractivos actuaban como anfitriones. Parts aceptó inmutable unas tabletas de chocolate y dio el visto bueno al conductor que llevaría a la casa de la inspectora un cargamento de chapa ondulada. Pensó en su mujer, que había prometido ir a la lechería, pero ya sabía que, si no se encargaba él mismo de la leche, por la noche en la nevera únicamente encontraría unas botellas con un par de centímetros de suero al fondo. Intentaba mantener la mente ocupada pensando en todo menos en el contenido del portafolios. Durante el trayecto de vuelta a su casa temió lo que hallaría en las carpetas. ¿Adónde lo conduciría lo que encontrara? Con los nervios, se olvidó de ir a la lechería. En la nevera, lo aguardaban unas botellas de leche en cuyos tapones de aluminio se leían fechas pasadas. Parts las vació, las fregó con la escobilla botellera y las situó una tras otra, en una fila que su mujer nunca devolvía a la tienda. Después, conteniendo la respiración, cambió la bombona de gas. Se sentó y cerró los ojos un instante. No había razón para amargarse por unas botellas de leche. Tenía que centrarse en lo esencial, en las listas de Klooga. Como sustituto de la leche recurrió a la crema agria y, removiendo y haciendo tintinear la cuchara, la mezcló con azúcar y compota de manzana comprada en la tienda. Finalmente se dirigió al despacho. Ahora revisaría las listas de Klooga y, en caso de no encontrar nada relevante, examinaría las listas de otros campos, uno por uno. Porkov se había mostrado de un humor tan favorable que sería posible obtener información de otros campos. Si no se topaba con nombres que pudieran comprometer su posición, estudiaría más listas, cualquier tipo de listado, escarbaría en todos los nombres e investigaría detalladamente a cualquiera que pudiese haberlo conocido: si esa persona seguía viva, averiguaría dónde residía.
El instinto del camarada Parts no falló. En la relación de nombres de 1944 apareció uno conocido. Sólo el nombre, ni fecha de fallecimiento ni anotación sobre traslado a otro campo o evacuación a Alemania. Un nombre que ojalá hubiese pertenecido a otra persona. A cualquiera, pero no a su primo. Había estado buscando un nombre conocido, pero no precisamente ése; sólo con pronunciarlo se le ampollaba la lengua. Un nombre al que ni siquiera le correspondía estar en aquella lista.
Roland se había esfumado más o menos cuando llegaron los alemanes, y desde entonces Parts no había sabido nada de él, ni el más mínimo rumor o habladuría, ni siquiera por boca de mamá, que de haber sabido algo se lo habría contado. Parts había supuesto que Roland había muerto o escapado a Occidente antes de la entrada de las tropas soviéticas. Así que ésta era una buena pregunta: ¿por qué Roland había acabado en Klooga y no en otro lugar? Y, sobre todo, ¿por qué figuraba su nombre completo, Roland Simson, en la lista de prisioneros del campo? Parts estudió los papeles con gesto severo, tomando de vez en cuando un poco de crema agria para refrescarse la boca. El nombre de Roland era mencionado por tres prisioneros, no existía una declaración propia de su primo. Un hombre llamado Antti recordaba la fecha de llegada de Roland, porque coincidió con su cumpleaños, y había decidido regalar su pan al primer prisionero con que se topara. A Roland Simson lo acababan de llevar y se le presentó en un estonio claro y esforzándose por actuar como si no estuvieran en un campo de prisioneros. Antti lo pidió para su grupo de trabajo: los judíos tenían una condición física más débil y Roland parecía un trabajador vigoroso.
Parts apretó los puños y maldijo todos los cumpleaños del mundo. El dolor le despejó la cabeza. El día del internamiento de Roland no distaba mucho del de la retirada alemana. Seguramente lo habrían ejecutado en el mismo campo y el cuerpo habría quedado sin identificar; o, si había escapado con vida, le habrían disparado en el bosque o al poco tiempo de la llegada del Ejército Rojo. Pero, en caso de haber escapado, ¿con quién habría podido encontrarse? ¿Con quién habría conseguido hablar? ¿Cuánto tiempo había logrado permanecer en el bosque, en qué grupo? Tenía que haber un expediente sobre Roland, información sobre su fusilamiento o encarcelamiento. Parts mordisqueó el lápiz hasta partirlo en dos. Debía cerciorarse.