1963

TALLIN

República Socialista Soviética de Estonia

Ya en la calle, al camarada Parts le llegó la corriente de aire procedente del sótano del edificio Pagari mucho antes de alcanzar las puertas metálicas de la entrada. Recordaba ese aire especial de los años soviéticos de su juventud, antes de la llegada de los alemanes. Había acudido al mismo edificio a encontrarse con su entonces compañero en el Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos, Ervin Viks, a quien le pareció ver salir del sótano cuando se detuvo para sacudirse la lluvia del capote; los puños de la camisa de Viks estaban manchados de sangre y sus zapatos dejaban huellas rojizas en las baldosas blancas. La cámara de descompresión situada en el sótano daba pie a toda clase de rumores; para Parts lo peor eran las corrientes de aire que ya por entonces había en las plantas subterráneas, cuyas ráfagas limaban la confianza que lo había acompañado por la calle hasta Pagari. El edificio del Comité para la Seguridad del Estado causaba el mismo efecto década tras década. Esa corriente de aire, que no existía en ningún otro lugar, lo acompañó al ascensor y a los pisos superiores, e incluso cuando se presentó ante el camarada Porkov, filtrándose a través del entarimado del despacho y aniquilando la seguridad en sí mismo que Parts había tejido con esmero. Sintió el parquet en las suelas, cada una de sus vetas. Como si sus zapatos nuevos se hubieran transformado en los de su juventud, con grapas y de suelas tan gastadas que hasta la arena le irritaba las plantas de los pies.

Sentado al escritorio delante de las fotografías de los altos dirigentes que colgaban de la pared, Porkov sonrió amablemente y apoyó un codo en una carpeta que había cerrado lentamente a propósito, tan despacio que Parts había tenido tiempo de atisbar su propia fotografía en su interior. Desde la ventana, admiraron un instante la fascinante vista sobre la calle Laika, incluso se divisaba el mar; la torre de la iglesia de Oleviste también le gustaba a Porkov. Parts entornó los ojos, desde Pagari apenas se distinguía el cable que rodeaba el campanario de Oleviste. Por un momento imaginó cómo sería disponer algún día de un despacho como aquél, un departamento propio, en cuyos pasillos sintiese que caminaba por los pasillos del poder y la corriente del sótano soplara en los tobillos de los otros, no en los suyos. Él dejaría que los oficinistas subieran en el antiguo ascensor de servicio y se reservaría para sí el principal, tendría las llaves de todos los despachos, del centro de comunicaciones, del archivo fílmico y los sótanos. Cada mensaje que el teletipo escupiera por la noche le pertenecería. Las vidas de todos los ciudadanos. Cada conversación telefónica. Cada carta. Cada movimiento. Cada relación. Cada carrera. Cada vida.

Con sus perneras ondeando en la corriente, Porkov se aclaró la garganta. Parts se enderezó e irguió los hombros. La invitación al luminoso despacho de Porkov constituía un gesto de consideración, así que tenía que estar a la altura, concentrado. Una botella de aguardiente reflejaba los últimos rayos de sol vespertino. Porkov sirvió un poco en vasos de cristal de Bohemia, encendió los plafones del techo y expresó su satisfacción. Parts tragó saliva: habían aprobado las páginas de muestra. Porkov mostraba un humor favorable, y su despliegue de alabanzas sumió a Parts en el vértigo: ahora se sonrojaba en silencio, ahora balbucía algo parecido a una respuesta.

Después de beber, tuvo que pellizcarse la mano y recordarse que tenía asuntos que abordar. De camino a casa había pasado muchas veces por el número 10 de la calle Pärnu, y al observar las ventanas de los pisos superiores le daban ganas de entrar, de enseñar sus progresos con el manuscrito a los hombres de la Glavlit, el órgano de la censura, seguro de que ellos entenderían su importancia, su perfección. Eran ensoñaciones, en realidad jamás lo haría, nunca vería al personal de la Glavlit al que debería convencer. En cambio, tendría que ir, y pronto, a la editorial, situada en el mismo edificio, para cobrar el anticipo… pero cada cosa a su tiempo, sería más prudente mencionar el dinero más tarde. Primero había que tener a Porkov contento, ganarse su confianza, no malograr el excepcional humor del camarada capitán y que éste tomase por inapropiada su petición: Parts quería ampliar su investigación con material de los archivos.

Porkov tenía ganas de beber, la mitad del aguardiente ya se había esfumado y, a medida que seguía rellenando los vasos, la conversación empezó a fluir mejor. Al principio Porkov simuló no entender la petición que insinuaba Parts y en su mirada brilló un leve asombro, suficiente para que Parts sospechara que su interlocutor estaba exagerando su embriaguez, al igual que él. De todas formas, un posible comportamiento imprudente por su parte podría achacarse al alcohol, lo que, en opinión de Parts, le permitía formular su deseo directamente. Así pues, balbuceó que estaba convencido de que con el material de los archivos podría reconocer más escoria, y que sería capaz de identificarlos. Porkov rió, le dio una palmada en la espalda y dijo: «Ya veremos, ya veremos… ¿Otro trago?» Mientras volvía a servir licor, lo miró de nuevo desde más allá de su borrachera. Parts se secó la frente y dejó que su cuerpo se sumiera en la languidez de quien ha bebido, simuló tener dificultades para posar el vaso en la mesa y refrenó la mano que a punto estuvo de sacudirse la caspa del hombro.

—Pero si ya se le entregó abundante documentación para la obra, con eso debería bastar. Tenemos instrucciones, camarada Parts.

Éste se apresuró a mostrar su gratitud por el material recibido y declaró:

—Estoy convencido de que, en Moscú, al camarada capitán lo considerarían un héroe si el resultado final superara las expectativas.

Ante esas palabras, Porkov titubeó un instante.

—Naturalmente, usted podría encontrar en ese material algo que los demás hubieran pasado por alto.

—Exacto. Al fin y al cabo, yo mismo fui testigo de los crímenes de los fascistas, y habría muerto si el Ejército Rojo no hubiera liberado a tiempo el campo de concentración de Klooga. He dedicado mi vida a hacer justicia a aquellos actos heroicos y sacar a la luz los crímenes del cáncer nazi. Incluso podría reconocer a los guardias. Algunos de ellos eran nacionalistas que luego se convirtieron en bandidos.

Porkov rompió a reír otra vez y salpicó de saliva el vaso de Parts, el cual se sumó a las carcajadas, potenciadas por la borrachera, en señal de complicidad. Cualquiera en la situación del camarada capitán deseaba ascender en el escalafón, y sus iniciativas iban viento en popa. ¿Podría Porkov resistirse a una alfombra roja en su camino a Moscú? En los últimos años se habían publicado bastantes libros sobre los nazis, y se habían difundido ampliamente en el extranjero. Parts intuía que la operación era importante. Por un motivo u otro, el Politburó fomentaba ese tipo de actividad en Estonia. Algo así siempre originaba rivalidades.

Porkov volvió a llenar los vasos.

—He organizado una velada en mi residencia de veraneo. Venga con su mujer. Me gustaría conocerla. Tenemos razones para comenzar a planificar su futuro. Los estonios ocultan a nacionalistas sin comprender el peligro al que se exponen. Es un dilema ético, hay que elevar la moral de la nación y usted sin duda posee talento para ello.

En el autobús, el camarada Parts empezó a sentir desagradables punzadas en el estómago. No se debía al alcohol trasegado con Porkov, sino a que regresaba a casa y a la preocupación por la invitación. El camarada capitán parecía dispuesto a aprobar su petición de acceso a los archivos, pero ¿seguiría pensando lo mismo si Parts declinaba la invitación? El sonido de los cubiertos de la cena procedente de otras casas y las cocinas iluminadas lo desanimaban. A dos casas de distancia, los miércoles cocinaban sopa de albondiguillas; los jueves, macarrones para los niños y carne frita para los hombres. También preparaban mermeladas. En cambio, a Parts lo aguardaba en su hogar una cocina apagada, en su fogón una cazuela de patatas sumergidas en agua fría; en eso se habían convertido a su regreso de Siberia las salsas y chuletas Nelson de los inicios de su matrimonio. Los arbustos de bayas del jardín no darían fruto, su mujer no había esparcido ceniza a los pies de los setos ni una sola vez.

Sin embargo, en la escalera de su casa tuvo una visión sorprendente: el viento azotaba las sábanas colgadas del tendedero. Parts se detuvo para admirar las ondas formadas por la henchida ropa blanca, era la visión más fascinante que tenía en mucho tiempo, aunque a esa hora ya fuera aconsejable meter la colada dentro. Pero su mujer había lavado la ropa, ¡y en casa! De repente, ni siquiera le molestaba la pudorosa forma que tenía su mujer de secar su ropa interior bajo las sábanas, ni que por la mañana la bañera estuviera vacía, ni que unas horas a remojo con Fermenta no bastaran para conseguir un buen resultado, ni que empezara de nuevo la discusión sobre el uso de la lavandería; Parts sabía que esos establecimientos desgastaban la ropa de cama, que tenía las puntillas hechas por mamá. Pero qué más daban los pequeños detalles, la situación tal vez no fuera desesperada, quizá se había producido una mejora. A lo mejor podía aceptar la invitación de Porkov.

Se acercó a la puerta de entrada. Desde el tocadiscos de su mujer, Liszt se abría camino hasta el patio, la escalera y la barandilla, vibrando en ésta y luego en la mano de Parts cuando la apoyó en ella. Oscilando entre la esperanza y la decepción, sacó las llaves del bolsillo, abrió la puerta con un crujido y franqueó el umbral sin encender la luz del pasillo. En el salón se oían gemidos, la luz se filtraba por la puerta de cristal. Los quejidos decrecían y aumentaban, a veces acompañados de palabras. Deseaba que la puerta del salón se abriera y su mujer saliera a recibirlo, aunque estuviera un tanto achispada, pero la decepción asomó igual que la parte podrida de una cebolla, la chispa de esperanza encendida al ver la colada en el patio se apagó en el cenicero rebosante de la mesita del teléfono. Parts posó su maletín de piel a un lado del mueble recibidor, colgó el abrigo en el perchero y se calzó las zapatillas; sólo entonces estuvo preparado para entreabrir la puerta del salón y enfrentarse a su esposa.

Ésta se balanceaba adelante y atrás iluminada por la lámpara naranja del techo. Llevaba el vestido recogido hasta la cintura, las puntillas de las enaguas manchadas, el cabello enmarañado sobre el rostro hinchado, y el tocadiscos retumbaba. Un cigarrillo humeaba en el cenicero, la botella de Belyi Aist estaba a medias, bajo la mesa había un rebujo de pañuelos masculinos húmedos de lágrimas. Parts cerró la puerta en silencio y fue a la cocina con paso fatigado, las sábanas podían esperar. La fructífera entrevista en Pagari había conseguido distraerlo con ridículas ilusiones. Sólo había deseado (¡cuánto lo había deseado!) que pudieran asistir a la velada juntos, como pareja. Qué necio era.

Años atrás había sido distinto. En Siberia, Parts había recibido una carta de mamá en que le explicaba que su nuera se encontraba bien y a su cuidado. La noticia de que su esposa estaba bien no había despertado ningún sentimiento en él, aunque ésas fueran las primeras noticias que recibía de ella en años. No sabía qué había estado haciendo ella justo antes de la retirada de los alemanes. Él había acabado en un tribunal y poco después en el tren a Siberia, donde las noticias sobre su mujer no habían sido su prioridad. Sin embargo, cuando por fin consiguió emprender el camino de regreso a Estonia, lo reconfortaba tener un hogar al que dirigirse. Mamá y Leonida ya habían desaparecido, también Alviine, su madre biológica, y en la casa de los Armi vivían unos desconocidos; no quedaba nadie más. Su mujer había alquilado en Valga una habitación pequeña pero limpia, cuyo aire se enrarecía por el hedor del único baño comunitario, situado tras la puerta contigua. La habitación en sí estaba en buenas condiciones, su mujer se hallaba en sus cabales y velaba por su higiene, y había asentido lentamente cuando él había hecho hincapié en que, si alguien preguntaba alguna vez sobre los años en Siberia de su marido, debía responder que lo habían condenado por contrarrevolucionario y por colaborar con la tercera alternativa, los ingleses, y que le habían endosado diez años por ello, por haberse unido al ejército estonio tras la retirada alemana y por su entrenamiento como espía en la isla Staffan. Su mujer podría hablar del tema con otros que habían estado en Siberia, y recordar asimismo el destino de su hermano.

Ella no había hecho más preguntas, probablemente también deseaba caminar segura cuando anochecía y comprendía que por eso resultaba importante recordar que Parts era un auténtico hombre de Estonia. Eran malos tiempos para quienes habían elegido, o se decía que habían elegido, un bando diferente al de Estonia, pero a la Oficina no le gustaban quienes habían optado por Estonia. Por suerte para Parts, su paso por los campos había endurecido sus rasgos y transformado su rostro, y a los antiguos colegas era poco probable que se los encontrara, posiblemente ya los habrían liquidado. La nueva vida había empezado bien. Aunque el dormitorio conyugal nunca había supuesto para ninguno de los dos un lugar de sosiego ni de pasión, se habían acostumbrado a compartir lecho; con su frialdad habían mantenido las sábanas frescas incluso en los veranos más calurosos, y aceptado el compañerismo, si no incluso la amistad. Parts no se había quejado sobre la nueva residencia ni había preguntado por qué su mujer se había mudado allí desde Tallin. Para un repatriado de Siberia era inútil soñar con algo mejor, y tampoco hubiese obtenido permiso para vivir en la capital. Tendría que limitarse a ser discreto, dejar que el tiempo curara las heridas, que el puente de las gafas le hiciera un surco entre los ojos, forjarse una nueva expresión. Ya no cometería ningún error.

Cuando llevaba un tiempo viviendo tranquilo en Valga, un día un desconocido se le acercó para acompañarlo en el trayecto de vuelta a casa. Parts comprendió al instante de qué se trataba. Las instrucciones eran claras: debía entablar amistad con los trabajadores del complejo industrial que habían regresado de Siberia a Estonia, e informar a la unidad de su estado anímico y de su grado de sentimiento antisoviético, valorar su capacidad de sabotaje y apuntar las reacciones cuando recibían cartas del extranjero. Había salido airoso de la misión, tanto que lo habían considerado una persona apropiada para mantener correspondencia en nombre de uno de los hombres que habían visitado su casa cierta noche. Parts había sabido entonces que la Oficina ya apreciaba su talento como escritor. Después había oído que los especialistas en escritura y artes gráficas del Comité para la Seguridad incluso lo envidiaban.

Debido a su talento, el camarada Parts siguió frecuentando el círculo de emigrantes. Como elemento para inspirar confianza, había retocado una fotografía para añadir la medalla del general estonio Laidoner, y redactó adornadas descripciones acerca de cómo el general le había hecho entrega personalmente de tal distinción. La Oficina estaba satisfecha con el lenguaje elaborado por Parts y con su repertorio de frases meticulosamente cinceladas. Sabía eludir la excesiva agudeza y los reproches al sistema soviético, porque sólo los necios occidentales más cándidos creerían que unas cartas rebosantes de opiniones amenazadoras para el equilibrio de la patria o la sociedad soviéticas podrían llegar tranquilamente al otro lado de la frontera sin la bendición del control de correos o de la Oficina.

A las dos semanas recibió respuesta a una carta redactada según las instrucciones y enviada a un tal Villem en Estocolmo. Ambos habían estudiado en Tarto en la misma época. Villem se había alegrado mucho de recibir noticias de su país. La Oficina abrió a Villem su propio expediente, el Departamento de Control Postal aceleró el tráfico de cartas de su madre a Suecia y, al mes, Parts ya había ido a Tarto en un vehículo oficial para establecer contacto con la madre de Villem. En dos meses reunió suficientes pruebas de que éste pertenecía al círculo de espionaje norteamericano. Premiaron a Parts permitiéndole regresar con su mujer a Tallin, donde empezó a trabajar en la fábrica Norma, y ella de vigilante en la estación de ferrocarril; tenía silla propia en el andén de los trenes de larga distancia. Por fin disponían de sitio para un sofá cama, que su mujer le preparaba todas las noches en el salón. Había logrado un gran éxito, pero ahora Parts ni siquiera era capaz de mantener serena a su mujer para poder asistir a la velada de Porkov. No podrían ir. Jamás. No probaría el beluga que se serviría en la fiesta del camarada capitán.

El punto de inflexión en la tranquila y fría vida en común fue el juicio a Ain-Ervin Mere, director del Grupo B de la Policía de Seguridad, dos años antes. Parts fue llamado a declarar como testigo de los horrores causados por el cáncer fascista, deber del que salió airoso: primero siguió con empeño el curso para testigos que impartían en la calle Maneeži, y luego se mostró habilidoso en el juicio, denunciando vehementemente al acusado y utilizando con destreza todo lo aprendido. A su vez, se alegraba de que Inglaterra se hubiera negado a extraditar a Mere a la Unión Soviética, pues encontrarse cara a cara con el comandante habría resultado muy incómodo. Las ondas hertzianas habían multiplicado el impacto del testimonio de Parts, se había escrito largo y tendido sobre ese superviviente de las atrocidades de Klooga y lo habían invitado incluso a un parvulario, donde lo agasajaron con flores: hubo destellos de flashes y, cuando se grabó un programa de radio sobre la visita, el personal del centro educativo lloró y los niños cantaron.

La Oficina estaba satisfecha, su mujer no. El cambio había sido radical: ella comenzó a ausentarse del trabajo, el olor a alcohol rancio impregnó el empapelado, su aspecto siempre pulcro fue diluyéndose rizo a rizo, su piel se tornó grisácea tan rápido como la ceniza teñía los peinados femeninos tras los bombardeos. Parts había oído que su mujer también olía a alcohol en la estación de trenes, e incluso alguna vez se había caído de su silla de vigilante. En los días buenos, podía empezar afanosa las tareas domésticas, igual que ese mismo día había hecho la colada, pero después de la primera copa se olvidaba de cerrar el grifo y de abrir las válvulas de la estufa, dejaba que la bañera se desbordara. Ahora Parts comprobaba las válvulas varias veces al día y olfateaba ante un posible escape de gas.

A raíz de los juicios contra Karl Linnas y Ervin Viks se aceleró el deterioro de su mujer, que aumentó sus esporádicos vagabundeos nocturnos hasta convertirlos en una actividad habitual. Parts recordaba bien el día en que la había sorprendido leyendo el libro de Ervin Martinson sobre el juicio contra Linnas y Viks, con manos temblorosas y un hilo de saliva oscurecida por el tabaco en la comisura del labio. Cada soplo de su agitada respiración formaba una burbuja. Parts le arrebató el libro y lo guardó bajo llave en el armario de su despacho. Su mujer chillaba despavorida: ¿cómo tenía esa información su marido, en qué lugar se sentaría en el siguiente juicio, cómo lo sabía, adónde los conduciría todo aquello, qué les ocurriría?

Cuando ella perdió el control por el caso Ain-Ervin Mere, Parts había templado bien sus nervios. Empezaba una nueva época y él se aferró a la oportunidad que se le ofrecía, le daría la vuelta a todo en su propio beneficio. Ya simplemente su carrera como declarante, como testigo ocular del sadismo nazi y como víctima, le garantizaba un futuro seguro. Podrían llamarlo para intervenir en otros procesos, incluso en el extranjero, lo necesitaban. ¿Por qué su mujer no lo entendía?

Y su libro le aportaría nuevas perspectivas, oportunidades aún mejores. Con un poco de suerte, le daría acceso a información privilegiada y su uso oportuno le aseguraría una vida confortable, vacaciones a orillas del Mar Negro, acceso a las tiendas especiales.

Parts estaba convencido de que los casos Karl Linnas y Ervin Viks irían seguidos de un gran número de montajes similares. Ya había habido otros y en esos momentos estaban preparándose procesos en otros lugares, en Letonia, Lituania, Ucrania, Bulgaria. Los fracasos en el juicio de Linnas debidos a la torpeza inicial no se repetirían. La Sotsialistitšeskaja Zakonnost había publicado las actas del proceso a Linnas y sus compañeros ya a finales de 1961, aunque el juicio no se celebraría hasta el año siguiente. A Parts eso le había hecho gracia, pero se había cuidado de no esbozar una mueca irónica cuando discutía el tema en compañía de otras personas. Con todo, los avances en la Oficina eran notables, no dejaban de idearse nuevas herramientas, el departamento de tecnología se desarrollaba rápidamente y el aparato de agentes se ampliaba. Se necesitarían más libros sobre la materia. Parts tenía suerte, le había llegado la oportunidad en un momento de cambio notable en la actividad de la Oficina.

Siempre y cuando mantuviera contenta a la Oficina, cuya volubilidad le recordaba a su mujer, quizá llegara el día en que fuera tranquilamente al estudio de fotografía y pidiese que lo retrataran para hacerse un pasaporte para el extranjero, lo diría así, con toda naturalidad, como si fuera algo cotidiano, como si siempre hubiera sido un viezdnoj, un buen ciudadano soviético con un visado para el extranjero. Después, algunos compañeros y conocidos de los que ni siquiera se acordaría le pedirían que les trajera revistas pornográficas, o por lo menos naipes estampados con mujeres desnudas. Acudió a su mente la imagen de la mofletuda guía de la agencia oficial soviética Inturist. Se decía que tenía un contacto occidental que siempre le proporcionaba revistas para que las entrara sujetas al vientre con cinta adhesiva. La práctica venía ya de antiguo y aun así la mujer había salido indemne de los controles: la Oficina necesitaba esas revistas.

El libro de Parts no llegaría a tiempo para las fiestas del año siguiente, cuando se conmemoraría el vigésimo aniversario de la liberación de Tallin de las garras de los ocupantes fascistas, pero en el vigésimo quinto aniversario el camarada Parts sí participaría como prestigioso héroe, laureado escritor y testigo. Tal vez el público de la exposición filatélica de Tallin admirase sus rasgos en los sellos y sobres. Ya no necesitaría emplear un tiempo interminable en mantener su red de correspondencia, ni pasarse las horas redactando cartas, ni falsas ni auténticas, ni desinformativas ni preventivas, ni sondeadoras del ambiente. La revisión de emigrantes repatriados habría acabado. La Oficina entendería su necesidad de un despacho, la revista Cross and Cockade y otras publicaciones occidentales le rogarían que escribiera más artículos sobre los pilotos soviéticos. Mantendría la correspondencia, como mucho, con personas que desearan cambiar impresiones con un respetado escritor soviético o conversar sobre su especialidad: los aviadores soviéticos. Su trabajo tapadera en la fábrica y los sondeos a los refugiados estonios pertenecerían al pasado, simplemente por el hecho de que a sus ojos él estaría contaminado. Sería una nueva persona, tendría una nueva vida.

Pero había un problema: los nervios de su mujer. Después de todos esos años estaban muy alterados… justo cuando el futuro se mostraba claro y Parts contaba con el apoyo de la Oficina.