1942

PUEBLO DE TAARA

Comisariado General de Estland, Comisariado del Reich para Ostland

Plantado en el umbral de la cabaña del bosque, Edgar movía la boca y gesticulaba con las manos. Distinguí el nombre de Rosalie y no entendí por qué mencionaba a mi novia. Por la puerta abierta soplaba el viento, haciendo ondear mi camisa, y el agua formaba charcos oscuros.

—¿Estás escuchándome? ¿Entiendes lo que acabo de decir?

La voz de Edgar me llegaba como de lejos. El tarro de cristal lleno de botones de oro que había sobre la mesa se hizo añicos contra el suelo. El viento arrastró las florecillas hasta la pared, junto a la trampa para ratones. Las miré fijamente. Las había recolectado Rosalie hacía poco, sus dedos aún entrelazados con los míos. Me estremecí como una hoja de tabaco secándose al sol, acalorado como si tuviese el corazón en un barril de fermentación. Después, la sensación de frío comenzó a extenderse del abdomen hacia el vientre, dejé de sentir las extremidades. La boca de Edgar continuaba parloteando.

—¿Comprendes lo que acabo de decir? Ya la han enterrado.

—Boche, cierra la puerta de una vez.

—Roland, ahora tendrás que ser comprensivo con Leonida y mamá. Había que enterrarla en la intimidad, tenía marcas en el cuello.

—Cállate. —Eché un vistazo a la trampa para ratones. Estaba vacía—. ¡¿Qué quieres decir con que tenía marcas?! —grité de pronto.

—¡Pues que tenía marcas! Ella era un alma sensible, no podemos saber qué la condujo a cometer semejante pecado.

Pero yo ya corría a embridar el caballo.

No recibí respuestas, pero era cierto: Rosalie ya no estaba. Madre y Leonida me trataron igual que a un extraño. Leonida se apretó el nudo del pañuelo como si deseara encogerse la cabeza hasta tornarla invisible y continuó mezclando el pienso. No era bienvenido. Los labios de madre se entreabrieron como una puerta reacia, sin palabras. Intenté arrancarles a gritos algún dato de lo ocurrido y por qué, quiénes habían estado allí y cuándo, los nombres de los soldados que les compraban manteca y huevos. No creía las sucias insinuaciones de mi primo, no que Rosalie se hubiera hecho daño a sí misma. La mirada de madre se desvió, sugiriendo que me marchara. Quise zarandearla, pero mis manos se crisparon. Cuando estaba a punto de golpearla, recordé a mi padre. Él había elegido como esposa a una mujer inútil y cargado con su cruz sin quejarse ni discutir. Yo había salido a mi padre, el amor también me había hecho débil, pero no quería que él regresara a una casa donde el hijo le había levantado la mano a su madre, aunque fuera en nombre del amor. Bajé el puño.

—La muchacha ha deshonrado esta casa con su pecado —susurró madre.

—¿Deshonrado? ¿Cómo que deshonrado? ¡¿De qué hablas?! —grité.

Aksel volvió de la despensa y se sentó para quitarse las botas de faena. Tenía una pierna de madera desde la guerra de liberación. Aksel tampoco me miraba y guardaba silencio. ¿Cómo podían actuar como si no hubiera pasado nada?

—¿Por qué no me dejasteis verla? ¿Qué escondéis?

—No había nada que ver. Nunca hubiéramos imaginado que ella haría algo así —declaró madre, y se guardó el pañuelo bajo el puño de la camisa. Sus ojos estaban secos—. Roland, sé sensato. Pensamos que hablarías con Edgar.

Corrí por toda la casa y me detuve en el umbral de la habitación: en la silla vi el pañuelo de Rosalie. Salí precipitadamente. Las personas que vivían en casa de los Armi se habían convertido en desconocidos, no quería volver a verlos.

En mi desesperación, no se me ocurrió otra cosa que pedirle ayuda a Lydia Bartels. Ir al pueblo para una de sus sesiones era imprudente, pero tenía que conseguir una señal de Rosalie, una señal de dónde estaba, que me ayudase a buscar un culpable por quien nadie más parecía interesarse. Hice el trayecto a pie por antiguos senderos de ganado, por las lindes de los bosques, en los que me adentraba siempre que una motocicleta se aproximaba o cuando oía el traqueteo de una carreta o cascos de caballos. Rodeé a distancia la mansión convertida en cuartel general de los alemanes y llegué a mi destino al amparo del crepúsculo. Los perros ladraron nada más percatarse de la presencia de un desconocido en las inmediaciones, así que evité acercarme a la valla y anduve por el centro del camino, preparado para lanzarme tras los arbustos si oía a alguien aproximándose. Distinguí los postes del telégrafo y los contornos de las casas, oí el tintineo de las labores del hogar, el golpeteo del martillo y el maullido del gato. Los sonidos de personas con hogar. Aquellas que tenían a alguien con quien compartir de noche los quehaceres. A mí, todo eso me lo habían arrebatado. El dolor me retorcía los miembros, igual que un papel encendido por una esquina, pero tenía que seguir.

Antes de ir a casa de Lydia Bartels, puse rumbo al cementerio. Encontré el lugar, o al menos donde presentía que estaba. Rodeé la tapia tropezando con las tumbas y esquivando las cruces. Allí, más que en otro sitio, esperé oír su voz. Aquella iglesia tenía que haber sido nuestra capilla de boda, en su altar se suponía que levantaría el velo de mi novia y contemplaría su felicidad, insinuada con una sonrisa tímida. La noche era estrellada y al llegar al final del terreno consagrado comencé a buscar una tumba reciente. Di con ella enseguida, le faltaban la cruz y las flores, incluso un perro hubiese recibido mejor sepultura. Quité el musgo del murete y recé arrodillado para que mi amada me enviara una señal y no tener que ir a casa de Lydia Bartels, una señal que indicara que había hallado la paz y que yo podía marcharme tranquilo. No sabía por qué Rosalie había salido de casa, con quién, quién la había encontrado y dónde. ¿Por qué la habían sepultado detrás del camposanto, qué clase de cura lo había permitido? ¿Había habido algún cura? Rosalie no se habría quitado la vida, a pesar de las insinuaciones y ese enterramiento. Pero no era así, no podía ser… Me avergoncé por no haber estado allí, por no evitar lo ocurrido. ¿Cómo habíamos estado tan alejados el uno del otro, cómo no había intuido yo su angustia? Me resultaba imposible comprender que todo hubiese sucedido mientras yo dormía o vigilaba el fuego, ocupado en los quehaceres cotidianos. ¿Por qué tu pensamiento no llegó a mí? ¿Por qué no estaba ahí protegiéndote? Era importante averiguar qué hacía yo en el preciso instante en que mi amor había dejado este mundo. Si lo averiguaba, podría encontrar alguna señal en dicho instante.

No hubo señal ni respuesta; Rosalie era inclemente. Luego escupí sobre la escalinata de la iglesia y miré mi reloj de bolsillo. Faltaba poco para la medianoche, la hora de los espíritus se acercaba. Era el momento de ir a casa de Lydia Bartels. De ella sabía apenas que celebraba las sesiones los jueves y que su madre, ya en su lecho de muerte, le había legado el séptimo libro de Moisés. Leonida desaprobaba severamente la actividad de Lydia Bartels, contraria a los preceptos de la Iglesia y arraigada en ancestrales creencias, pero las amigas de Rosalie habían acudido a ella para preguntar por sus padres desaparecidos o deportados a Siberia. Siempre se presentaban en pareja, ninguna se atrevía a ir sola. Yo no contaba con nadie que me acompañara, así que me infundí valor recitando el padrenuestro, aunque tenía entendido que en su casa no se permitían ni señales de la cruz ni imágenes de Dios. En la calle principal me calé el gorro hasta las orejas. Aún no me había afeitado la barba que me había crecido en el bosque y mi mirada era la de un anciano, no creía que me reconocieran. Había pensado también en agenciarme un uniforme alemán. La mujer que nos hacía de enlace había explicado que algunos judíos lo habían hecho, uno incluso se había alistado en el ejército, no había mejor manera de ocultarse. Luego se había reído, y su risa vertía un hilo de miedo, como la superficie de un cubo rebosante de agua. Sabíamos que estaba hablando de su novio.

En la habitación de Lydia Bartels ardía una vela. En el suelo, un plato con una línea trazada en el centro y, debajo, un papel grande donde se leía «Sí» y «No» y bajo el cual asomaba una tela satinada. Lydia se hallaba sentada en el suelo con las palmas hacia arriba y los ojos cerrados. La mujer que había abierto la puerta, la señora Vaik, me preguntó a quién deseaba invocar. Tras quitarme el sombrero, lo hice girar asiéndolo del borde, mientras me explicaba con dificultad, pero la mujer me interrumpió:

—No deseo saber más. Excepto si el asunto tiene que ver con oro.

—No.

—Viene mucha gente a averiguar cosas para vender oro, gente que busca los escondites de parientes que se fueron, pero a los espíritus no les interesa ese tipo de personas. A Ella la cansa invocar en vano. —La señora Vaik asintió entonces con la cabeza señalando la estancia oscura.

Ahora yo estaba sentado en corro con los demás en aquella misma habitación, las piernas se me dormían, los suspiros nerviosos colmaban el aire. Una ráfaga de viento sacudió las cortinas y entonces Lydia Bartels preguntó si entre nosotros se encontraba la hija de un hombre rubio. A mi izquierda oí un aterrado gemido. El plato se movió un poco. Los presentes tomamos aliento, los corazones palpitaban, se fraguaron esperanzas desmedidas, y hasta mí llegó el olor del sudor amargo, el acre hedor del miedo. El plato se movió hacia el «Sí».

La mujer que estaba a mi izquierda comenzó a sollozar.

—Ya se ha ido. Aquí hay alguien más… ¿Rosalie? Rosalie, ¿estás ahí?

El plato se movió sobre el papel, como si no supiera hacia dónde dirigirse. Luego se detuvo sobre el «Sí».

—¿Estás bien, Rosalie?

El plato se movió. «No».

—¿Tuviste un final violento?

El plato se movió. «Sí, sí».

—Pero tú no te habrías hecho nada a ti misma, ¿verdad?

El plato se movió. «No».

—¿Sabes quién te infligió daño?

El plato se movió. «Sí».

—¿Sabes dónde está?

El plato se mantuvo en su sitio.

—Rosalie, ¿sigues aquí?

El plato osciló ligeramente. La señora Vaik se agachó y me susurró que podía hacer una pregunta. No llegué a abrir la boca, pues alguien a mi derecha se levantó abruptamente y reculó temblando hacia la puerta al tiempo que balbuceaba un padrenuestro. Lydia Bartels se desplomó.

—¡No!

—¡Rosalie, vuelve! —conseguí gritar.

La señora Vaik se levantó con presteza y empujó fuera al hombre tembloroso. La puerta se cerró de golpe y se encendió la lámpara. Lydia Bartels, ya con los ojos abiertos, se ajustó el chal sobre la cabeza, se incorporó y fue a sentarse en una silla. La señora Vaik comenzó a desalojar a los presentes. Yo estaba fuera de mí, me daba igual que los sentados en el círculo me miraran con extrañeza. En los ojos de unos se percibía la decepción porque la sesión se interrumpiera antes de que les llegase el turno, otros comentaban que en adelante Rosalie sería tema de conversación incluso para personas que no la habían conocido. Me quedé el último y, apoyado contra una pared donde la lámpara proyectaba sombras inestables, resbalé hasta el suelo. Al parpadear, mis ojos se fijaron en una fotografía del presidente Päts oculta detrás del palanganero.

—Tiene que marcharse —me indicó la señora Vaik.

—Dígale que llame a Rosalie de nuevo.

—Ya no funcionará. Vuelva el jueves.

—¡Que la llame ahora mismo!

Necesitaba saber más. Alguien había contado que en el pueblo merodeaba un vagabundo que molestaba a las mujeres. Yo no creía en los rumores sobre vagabundos ni sobre los prisioneros rusos empleados como jornaleros en las casas. En casa de los Armi no había ninguno, mi madre se habría vuelto loca de haber visto rusos u oído su idioma, aunque yo había intentado convencerlos de que emplearan a prisioneros. La granja de los Armi necesitaba mano de obra, el amo tenía una pata de palo y yo no podía ayudar lo suficiente. Sin embargo, a los prisioneros se los vigilaba, no así a los alemanes.

—Oiga, joven, una sesión es algo muy duro, los espíritus le arrebatan a Ella toda su energía, pues no poseen energía propia. Más de una vez a la semana no puede organizarse una sesión. ¿Es que no ve lo cansada que está? Venga a la cocina, le daré algo caliente.

La señora Vaik preparó café de cereales y añadió un aguardiente casero de intenso aroma. Sabía que hacía de partera, también para hijos ilegítimos, y que vendaba las heridas de quienes se habían ido al bosque. Si no me ayudaban allí, ya no sabría qué hacer.

—Le pagaré si invoca otra vez a Rosalie. Pagaré lo que sea.

—No invocamos a los espíritus por dinero. Venga el próximo jueves.

—No puedo volver a venir, me han visto. Tengo que encontrar al culpable. De lo contrario no hallaré la paz. Y Rosalie tampoco.

—Entonces tendrá que encontrarlo usted mismo.

Su mirada era tensa como un nudo de zapato. Observé las ratoneras colocadas en un rincón de la cocina; mis manos, acostumbradas a la acción, se crispaban bajo la mesa. Me golpeé los dientes con el borde del vaso cuando lo apuré, furioso. El dolor me aclaró la mente, pero no extirpó la lacerante conciencia de que ya no tenía conexión con Rosalie, mientras que aquellas mujeres sí. Además, había actuado contra la voluntad de mi novia. Ella siempre decía que no debían invocarse los espíritus a este mundo, sino dejarlos tranquilos en el suyo. No me quejé más. Había abandonado los caminos de la Iglesia, ya no eran los míos; al fin y al cabo, tampoco la Iglesia había acogido a Rosalie en su seno.

La señora Vaik se acercó a echar un vistazo a la trampa colocada junto a la pata del aparador; soltó al ratón y lo arrojó a un balde con agua.

—¿Se ha mitigado su malestar al saber que Rosalie no ha obtenido la paz? —me preguntó.

—No.

—Y sin embargo, ha querido saberlo. De otro modo no hubiera venido hasta aquí. Nosotras sólo somos intermediarias. Las consecuencias de esa información o lo que aporta no es responsabilidad nuestra. Así que usted no deseaba saber nada sobre su padre…

La miré fijamente. Ella negó despacio con la cabeza mirándome a los ojos.

—En el convoy. Ya era mayor. Ocurrió en cuanto lo obligaron a subir al tren de Siberia. Pero seguro que usted ya lo intuía.

No dije nada. La señora Vaik tenía razón. Rosalie había avisado de que un ratón se había colado debajo de la cama de mi madre en junio, yo no quise hacerle caso. La hija de la señora Vaik, Marta, entró con alboroto y comenzó sus quehaceres junto a la cocina. No me gustaban los oídos merodeantes, pero por una vez me dio igual.

—Su novia vino a una sesión acompañada por una amiga. Marta recuerda bien esa noche. Había mucha gente. Se presentaron unos alemanes de improviso y a ellos no se los podía despachar —contó la señora Vaik.

—Rosalie estaba preocupada por el padre de usted; y su amiga, por su hermano y su marido —intervino Marta, quitándose el chal de la cabeza con una mirada compasiva que yo no soportaba—. Sólo acudió su padre.

—Rosalie no me contó nada de eso, no le gustaba invocar los espíritus.

—Quería saber —dijo la señora Vaik—. Y después, cuando lo supo, decidió que la esperanza era buena para usted.

Bebí otro vaso de aguardiente, no me sentía borracho. El ratón flotaba en el balde. Ya tenía un plan, y Juudit podría ayudarme.

Comencé a prepararme en la cabaña, llenando la mochila, limpiando mi Walther y endureciendo mi corazón ante los acontecimientos pasados y futuros. Sentía la pequeña mano de Rosalie en mi nuca, allí donde la había colocado en nuestro último encuentro, la sentía continuamente. Nadie había pronunciado su nombre en mucho tiempo, el silencio a su alrededor era como un mar de aceite. En cuanto me veían, la gente se ponía a hablar animadamente de la lluvia y el tiempo y las flores silvestres, sin hacer pausas entre las frases para que yo no pudiera terciar con palabras molestas. ¿Quiénes eran esas personas en realidad? ¿Las deportaciones de junio las habían convertido en seres tan pusilánimes que estaban dispuestas a callar a cambio de que los alemanes simplemente mantuvieran alejados a los bolcheviques? ¿Estaban los Armi tan contentos de que no se hubiesen llevado a nadie de su familia, de que sólo mi padre y el hermano de Juudit hubieran quedado en manos bolcheviques, que guardaban silencio a costa de la vida de su hija con tal de que los salvadores teutones no los abandonaran, tomándolos por unos desagradecidos? ¿Temían asimismo que yo pusiera nerviosos a los alemanes si exigía la devolución de la casa de los Simson? ¿También se había convertido Juudit en una nuera inapropiada debido a su hermano, porque trataba de recuperar el hogar de Johan? ¿Le había conseguido Edgar a madre un refugio en casa de los Armi gracias a sus tratos con los alemanes? ¿Hasta dónde estarían dispuestos a llegar los Armi? Ya no los conocía. A mi padre lo lloraría más tarde; en su memoria, continuaría mi tarea respecto a las atrocidades de los bolcheviques, pero primero buscaría a los culpables del destino de Rosalie. Era el momento de actuar, no de más esperas.

—¿Qué estás tramando? No pensarás hacer una tontería, ¿verdad?

Edgar apareció en el umbral como un pájaro de mal agüero, el viento alborotaba los faldones de su abrigo como si fueran alas negras. Ya estaba arrepintiéndome de haberle confiado lo que había oído al volver a la cabaña: que el chico del vecino había visto a un alemán saliendo de casa de los Armi la noche en que Rosalie abandonó este mundo. O, por lo menos, el hombre vestía uniforme alemán, pero debido a la penumbra el muchacho no le había visto la cara. ¿Un desconocido habría ido únicamente por un bote de manteca de Leonida? No lo creía.

—El culpable anda suelto por ahí y tú sólo piensas en tus asuntos —le espeté.

—En el pueblo se habla de un vagabundo. Quién sabe dónde andará ahora.

—Sabes bien que eso son estupideces.

—Culpas a los alemanes del acto de un demente. Estás obnubilado, te comportas también como un loco.

La voz de mi primo me rechinaba en los oídos. No podía quedarme sentado, así que fui a meter más leña en la cocina, hice ruido con el gancho.

—¿Y de qué habría servido en realidad que Leonida hubiese acudido a la policía? Eso no nos habría devuelto a Rosalie. —Se sirvió gachas en el plato, primero con la mano derecha y luego con la izquierda. Empezó a mezclar sus palabras de desaprobación con grandes bocados, mientras sobre la mesa caían restos de gachas—. Imagínate que Leonida hubiese ido por ahí afirmando que un alemán desconocido le había hecho algo a su hija. ¿De dónde sacarían ella y mamá el dinero extra, si los soldados empezaran a rehuir la casa? Necesitamos el dinero. Si desde la granja se extendieran rumores infundados, seguro que dejarían de ir. —Como colofón, Edgar frunció los labios, las censuradoras arrugas junto a la boca se volvieron más profundas—. Mírate. Y mírame a mí, a Leonida, a mamá, a nuestros conocidos. Nuestras vidas continúan, la tuya también debería hacerlo. Por lo menos, podrías afeitarte la barba.

Las palabras de Edgar eran insolentes, más aún cuando regresaba de sus trapicheos. A menudo se quedaba paseando por el patio, como si mantuviera una conversación con alguien, tal vez con sus conocidos o con quienquiera que viese en la ciudad. Yo le había pedido que averiguara qué le había ocurrido a Rosalie, que estuviese atento a los rumores. Seguro que alguien sabría algo, en un pueblo pequeño no se guardan secretos. Y anhelaba sus noticias, pero cuando regresaba se limitaba a negar con la cabeza, y al final perdí todas las esperanzas de que hiciera algo al respecto. En cuanto a mí, no podía ir a casa de Leonida y de madre, porque temía levantarles la mano. Edgar iba a ver a madre de vez en cuando, y si ella se lo hubiera dicho a alguien habría sido a él, pero no convenció a su querida mamá para que hablara del tema, no le sonsacó nombres, no preguntó acerca de los soldados que frecuentaban la casa, no lo hizo por más que se lo supliqué.

—¿Y si los alemanes no tuvieron nada que ver? ¿Y si estás culpándolos sin razón?

—¿Qué insinúas?

—Bueno, podría haber sido alguno de los pretendientes de tu novia…

Edgar cayó al suelo y el plato de gachas se hizo añicos. Cuando abrió la boca, tenía los dientes ensangrentados. Permanecí de pie, temblando. Mi primo empezó a arrastrarse hacia la puerta. Supuse que intentaba ir al establo y me coloqué delante de él. No me miraba, las peleas siempre lo habían asustado. Yo temía volver a pegarle, golpearlo hasta matarlo. Me aparté, levanté la tranca y abrí la puerta.

—Lárgate —ordené.

Edgar salió al patio reptando. Cerré y me encaminé al corral. Vigilé el establo. Mi primo había cogido la bicicleta y la empujaba hacia el camino. Luego se detuvo, seguramente intuyendo que yo estaría observándolo agazapado entre los arbustos.

—¡Tu chica tenía fama! —gritó, y echó a correr, pero no intentó montarse en la bicicleta, por lo visto le había golpeado suficientemente fuerte—. ¡¿Ya no te acuerdas de que tu novia tenía una amiga en la destilería de aguardiente?! ¡En la destilería de aguardiente de la mansión! ¡Corría hasta allí en cuanto podía, ¿y por qué crees que lo hacía?! ¡Tu chica tenía pretendientes allí, alemanes y de los nuestros!

Estuve a punto de ir tras él, pero tensé los músculos y me obligué a contenerme. Mi mente se nubló con pensamientos sombríos, más sombríos aún que en mis sueños. Me sentía como un árbol despedazado por una andanada de artillería, sin ramas y herido, y contemplaba el paisaje de alrededor del mismo modo. Rosalie, mi Rosalie no estaba… Nunca más oiría la risa cristalina de mi chica de ojos grandes, nunca más caminaría con ella por el linde de los sembrados, ya no haríamos planes para el futuro. No me entraba en la cabeza. Aunque mi libreta de notas estuviera cubierta de cruces por mis hermanos, eso era distinto: ellos habían caído en combate.

Después de echar a Edgar, yo también me fui. Me llevé los sellos hábilmente fabricados por mi primo, a los que seguro que encontraría una utilidad. A mi caballo lo dejé a hurtadillas en el establo de los Armi. Aunque aquellos días parecía mi único amigo, no podría tenerlo en la ciudad. No me detuve hasta que llegué a Tallin, ante el portón del edificio de la calle Valge Laeva. Ignoraba si Juudit se habría enterado ya, y de ser así, qué le habían contado. El agua resbalaba por mi impermeable mientras recordaba una y otra vez a Edgar de pie en el umbral y los botones de oro recogidos por Rosalie esparcidos por el suelo.

Cuando la figura ahora delgada de Juudit apareció en la puerta de abajo, me dejé ver. Apenas la reconocí. Ella dio un respingo como un pajarillo y yo sentí una punzada en el pecho, pues cada mujer delgada me recordaba a mi amada.

—¡Roland! ¿Qué haces aquí?

—Entremos.

Dentro no resultaba más fácil decirlo. Tomé aliento recordándome que, si hacía poco era un hombre que lo había perdido todo, ahora era un hombre con un plan: buscaría al culpable y daría sosiego a Rosalie. Con ello no me devolverían nuestras tierras, a mi padre asesinado por los bolcheviques ni a Rosalie, pero conseguiría cavar una fosa bajo los pies de mi enemigo.

—¿Cómo has venido?

—Qué más da.

—¿Qué tal el viaje?

—Bien.

—¿Ha ocurrido algo?

Miré hacia el pasillo. Alrededor de la silla donde había arrojado el impermeable se extendía un círculo de agua. Las palabras eran tan pesadas que no lograba sacarlas. Me senté a la mesa de la cocina. Por padre ya preguntaría más tarde, primero tenía que conseguir que Juudit se sumara a mi plan. Sobre la mesa había una caja con tarros de manteca. Era extraño estar sentado como si tal cosa, con las manos desocupadas. Resultaría más fácil hablar si tuviera un lápiz al que dar vueltas o una brida para engrasar. Me acaricié la barba, me atusé el cabello crespo, allí sentado a la mesa de una mujer de ciudad ofrecía un aspecto desaliñado. Ese tipo de pensamientos acudían a mi mente, frivolidades para esquivar el asunto principal.

El silencio pesaba, Juudit se movía inquieta y, aunque se veía que quería seguir preguntando, callaba expectante. Se puso a arreglar los enseres de la cocina, que ya estaban en orden, cambió de sitio una caja con tarros de carne de pollo, explicó que Leonida se los había traído cuando acudió al mercado a vender otra caja igual; los alemanes enviaban comida a sus familias.

—Por éstos puedes conseguir cualquier cosa. A cambio de dos tarros obtuve dos pares de medias. Y huevo en polvo.

Abrí la boca, deseoso de hacerla callar. Sin embargo, no conocía a nadie más apropiado que ella para la misión que tenía en mente. Me mordí la lengua.

—Tienes fiebre, Roland.

Juudit me tendió un pañuelo, pero no lo cogí. Oí la puerta del armario de la cocina y luego ella se me acercó con un termómetro, vertió una gota de yodo en un vaso de agua y me lo ofreció, junto al termómetro. No hice caso. Lo dejó ante mí sobre la mesa. Comenzó a sacar de una cesta bártulos para preparar compresas, ya estaba esparciendo la batista de Billroth y la franela.

—Pareces enfermo —observó.

—Necesito que me ayudes. Debes conseguir información de los alemanes. Nada peligroso ni demasiado complicado, sólo unas pocas cosas.

—Roland, ¿de qué hablas? No pienso mezclarme en ninguna locura.

—Rosalie…

Las manos de Juudit se detuvieron.

—A mi chica la enterraron al otro lado del muro del cementerio. Sin cruz.

—¿A Rosalie?

—Los alemanes.

—¿Qué quieres decir?

—Lo hicieron los alemanes.

—¿Hicieron qué? ¿Te refieres a que Rosalie…?

Me incorporé. Las compresas resbalaron hasta mis pies. La frente me ardía como azufre, era incapaz de añadir nada. Sentí la impasibilidad de Juudit como un jarro de agua fría.

—Roland, por favor, siéntate y cuéntame lo ocurrido —suplicó.

—Rosalie ya no existe más que en mí y en las entrañas de la tierra.

Juudit permaneció en silencio. Cuando parpadeó, sus pestañas me recordaron el roce de un ala de pájaro en la superficie de un lago. A mis ojos afloraron las lágrimas.

—La enterraron fuera del cementerio. Lo hicieron los alemanes…

—Deja de despotricar contra los alemanes.

—Tengo una misión para ti, y la cumplirás. Volveré cuando esté todo preparado —le advertí, y me marché.

Juudit farfulló algo más. Me encontraba ya al pie de la escalera cuando la oí bajar corriendo detrás de mí.

—¡Roland, cuéntamelo todo, por favor!

—Aquí no.

Se lo conté dentro, le conté lo que sabía.

La cesta de Juudit cayó al suelo, las compresas se desdoblaron como paños mortuorios.