1941
REVAL
Comisariado General de Estland, Comisariado del Reich para Ostland
El bullicio de la plaza del Ayuntamiento llegaba hasta la habitación del hotel Centrum. Los bocinazos de los coches y los gritos de los vendedores de periódicos rodeaban la silueta de Edgar, que se hallaba en posición de firmes ante el espejo de un armario de madera oscura. Levantó el brazo con solemne atención, contó hasta tres y lo dejó caer. Repitió el movimiento contando hasta cinco y hasta siete, observando el ángulo del brazo. ¿Estaba suficientemente recto, era el gesto lo bastante vigoroso? ¿Recordaría la distancia que requería el saludo? No había utilizado el saludo alemán con sus contactos, los encuentros habían sido informales y no quería llamar la atención, pero ahora la situación era nueva, y el protocolo, poco familiar; podría darle un calambre en el brazo, incluso temblarle. Había tenido tiempo de practicar un poco a escondidas en el bosque, sin olvidar que Eggert Fürst era zurdo. Eso sin duda haría que su saludo resultara más inseguro, que partiera del hombro con más lentitud. El nombre se le había ocurrido cuando en la isla Staffan se preparaban para regresar a una Estonia bajo la bota bolchevique y él había tenido que apañar unos documentos de identidad soviéticos para los muchachos. Entonces había recordado a Eggert Fürst, nacido en el seno de una familia estonia en Petrogrado, amigo de la infancia de un compañero suyo de los tiempos en el Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos. Mejor identidad para sus propósitos no hallaría fácilmente: los antecedentes de Eggert no podrían verificarse al otro lado de la frontera, y era poco probable que se topase con su familia. Sólo tendría que lograr que sus propios parientes guardaran silencio y, en caso de que les costase no reaccionar ante el nombre de Edgar, Eggert se parecía lo suficiente, siempre podrían decir que habían oído mal. Ese desconocido tal vez no habría acudido a su mente si aquel compañero no se hubiese visto tan afectado por la muerte de su amigo Eggert por tuberculosis. Edgar lo había acompañado las numerosas noches en que revisaron viejas cartas y recuerdos de infancia. Las líneas y curvas de su caligrafía eran fácilmente imitables: los rasgos distintivos de los zurdos obligados a ser diestros le resultaban familiares ya desde el bachillerato. Mientras calmaba sus nervios con un whisky que había pedido al servicio de habitaciones, dio gracias mentalmente a Voldemar, quien con frecuencia había requerido la ayuda de Edgar para los deberes de clase. Recordó sus gestos y movimientos, el torpe manejo del tenedor, su mano izquierda enfundada en una manopla para evitar usarla. Le cantaban cancioncillas burlonas. Practicar los movimientos de un zurdo no era imprescindible, pero los detalles constituían la clave del éxito. Tanto es así que, al inscribirse en el hotel, incluso había agarrado la pluma con la izquierda antes de cambiársela a la derecha, no sin bromear con el recepcionista acerca de sus viejos hábitos; a cuenta de los zurdos se hacían todo tipo de chistes, y al recibir su traje planchado al vapor, le había entregado a la camarera una buena propina con la izquierda.
Empleando de nuevo la izquierda, se llevó a la boca los trocitos del glaseado de crema de la galleta y continuó practicando frente al espejo. Empezaba a sentirse satisfecho con su nuevo yo; en los últimos años había envejecido lo justo, ya no era un muchacho. Uno de los que habían pasado por la isla Staffan ya estaba trabajando en la oficina del administrador de Tallin, muchos otros andaban forjándose una buena reputación en otros países. Edgar no se conformaría con menos. Al contrario.
Tras practicar un rato más, se sentó al escritorio y revisó los papeles que debía llevar enseguida al cuartel general de la policía de seguridad alemana en Tõnismägi. La lista de comunistas que había publicado el periódico Noorte Hääl era muy completa, su confección había requerido un poco de trabajo. En las cárceles y los sótanos del Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos los alemanes no necesitaban su ayuda, pues podían ver los cadáveres con sus propios ojos, pero el SS-Untersturmführer Mentzel se había alegrado enormemente ante la información entregada por Edgar. Había pasado meses recabando datos sobre los ejecutados y los sitios donde se hallaban enterrados. También le había hecho entrega a ese teniente de las SS, en el hotel Klaus Kurki de Helsinki, de una relación de sus antiguos colegas del Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos.
Edgar había visto a Mentzel por última vez en Helsinki, en la época en que recibía instrucción en Staffan, y por eso, aunque se había preparado para el encuentro, estaba nervioso. Si bien era de suponer que los antecedentes de los partícipes en aquellos entrenamientos se comprobarían tarde o temprano, la reaparición del SS-Untersturmführer Mentzel, que sabía demasiado, había alterado por completo a Edgar. Pero quizá los alemanes tuviesen necesidad de alguien precisamente como Edgar. Ya entonces Mentzel había aprobado su nueva identidad tan elegantemente forjada, y dado su palabra de que sería un secreto entre ambos; al poco tiempo se habían convertido en buenos amigos, y además Alemania no deseaba perder a un hombre valioso. Con eso había de conformarse. Edgar conocía el negocio y sin duda Mentzel había considerado útiles sus informaciones, pero aun así se preguntaba por los planes del alemán respecto a él, pues tenía que haberlos, y tampoco estaba seguro de cuánto tiempo le durarían sus reservas de información.
La preocupación respecto al éxito de su saludo resultó vana: en el cuartel general nadie rió ni traslució el más ínfimo signo de incomodidad. Mentzel le indicó a Edgar que se sentara frente a un desconocido berlinés vestido de paisano, cuyo aspecto revelaba que acababa de desembarcar en un rincón perdido de Ostland. Bastaba con ver cómo observaba la oficina y al propio Edgar, y su manera de acomodarse en la silla, como dudando de que en aquella Dienststelle, aquel distrito militar, fuera a encontrar siquiera unos muebles de oficina decentes.
—Ha pasado mucho tiempo, Herr Fürst. Klaus Kurki era un lugar muy agradable —observó Mentzel.
—El placer fue mío —respondió Edgar.
—Iré al grano. Esperan de nosotros un informe sobre la cuestión judía. Por supuesto que ya hemos obtenido abundante material, pero usted, Herr Fürst, dispone de más conocimiento local. ¿Qué piensa, qué conciencia han tomado los bálticos de los peligros introducidos aquí por los judíos?
Era una pregunta embarazosa y a Edgar se le secó la boca. Estaba claro que se había preparado para el encuentro de una manera errónea. Aunque había repasado diversos temas que podrían surgir, no había previsto algo así. El hombre vestido de paisano esperaba una respuesta, aún no se había presentado. Edgar supuso que estaría considerando por qué tenía que perder el tiempo con las explicaciones de alguien tan lerdo. Deseó poder entregar pronto su nueva remesa de documentos. Mentzel se escudriñaba las cutículas impolutas, de él no le llegaría ninguna ayuda.
—En primer lugar, reconozco que no estoy muy familiarizado con la situación en Lituania o Letonia —logró decir, tanteando el terreno—. Los estonios son muy diferentes de los lituanos y letones. En ese sentido, el término «báltico» induce un poco a confusión.
—¿Ah, sí? Los estonios son sin embargo una mezcla de bálticos del este y razas del norte —observó el desconocido alemán.
—Tal vez haya observado que los estonios son más rubios —terció Mentzel—. Así pues, la raza nórdica es dominante. Un cuarto de los estonios pertenece puramente a la raza nórdica.
—Y hay más ojos azules, sí, hemos notado ese aspecto positivo —convino el otro.
La conversación fue interrumpida por la entrada de otro alemán, por lo visto un antiguo conocido del berlinés. Edgar quedó relegado un momento e intentó aprovecharlo, tenía que ocurrírsele algo que decir y cómo actuar. La relación de bolcheviques no bastaría, aunque fuera eso lo que a Mentzel le había interesado en Helsinki. Edgar había calculado mal. Nunca volverían a llamarlo y su carrera no despegaría. Concentrarse en la problemática relacionada con su pasado lo había cegado y le había hecho creer que con un arrugado Ausweis, un carnet, a nombre de Eggert Fürst en el bolsillo sería suficiente. Las características raciales del báltico y la importancia fundamental de las obras del Reichsminister Rosenberg surgieron de repente en la conversación y Edgar se preparó para intervenir. Al menos comprendió que tenía que recordar los títulos de las obras del ministro Rosenberg, Die Spur des Juden im Wandel der Zeiten y Der Mythus des 20. Jahrhunderts, y justo cuando empezaba a temerse que le preguntaran por su contenido, Mentzel comenzó a cansarse visiblemente de su visita. Edgar disimuló su alivio, pues seguramente no hubiera salido bien parado de cuestiones raciales más complicadas. Ahora sólo tenía que mantener la sangre fría. Para el próximo encuentro se prepararía mejor y buscaría a personas que conocieran al ministro: compañeros de estudios, parientes, vecinos de la calle Vana Posti, alumnos del instituto de bachillerato Gustav Adolf de Tallin. Buscaría a alguien que supiera qué clase de persona era Alfred Rosenberg y qué planes podría albergar para la tierra natal de Edgar. Cuando aprendiera a pensar como el ministro, sabría qué clase de información esperaban los alemanes de él, cuáles eran sus intereses. Su cerebro ya trabajaba febrilmente, barajaba personas apropiadas en su archivo mental, alguien que hubiera podido conocer a judíos huidos del pogromo de Alemania a Estonia, o a alemanes bálticos evacuados a Alemania que hubiesen regresado a Estonia tras la retirada soviética. Allí no había muchos.
Mentzel se dirigió hacia la puerta, dando a entender que la visita había concluido.
—Si me permite que lo moleste un momento más —dijo, llevándose con un gesto a Edgar. Una vez en el pasillo, el SS-Untersturmführer suspiró y dijo—: Herr Fürst, ¿ha conseguido la información que le pedí? He esperado con impaciencia su lista.
El alivio fue tan grande que sólo entonces Edgar se percató de que sujetaba la cartera con la mano equivocada, la derecha. Mentzel no parecía notar su turbación, pues estaba concentrado en la lista. Edgar entreabrió los labios para respirar.
—La policía política B4 es un buen lugar de trabajo. Felicidades, Herr Fürst. Fuera de Tallin se necesitan hombres como usted, en Haapsalu hay mucho trabajo. Primero persónese en Patarei, en la oficina del B4, allí recibirá instrucciones más detalladas.
—Herr SS-Untersturmführer, ¿me permite preguntarle…? —Carraspeó—. ¿A qué debo semejante honor?
—Las células bolcheviques más visibles ya han sido eliminadas, pero usted sabe cuán importante es desinfectar a fondo cuando se trata de un parásito tenaz. Además, conoce bien dicho parásito, Herr Fürst.
Mentzel se volvió airoso sobre los talones y regresó a su oficina, pero Edgar permaneció clavado en el sitio. Lo había logrado. A pesar de todo, lo había logrado.
Al traspasar los muros de Patarei, Edgar sintió vértigo: estaba vivo, aunque muchos otros no. Esa misma noche comenzaría a familiarizarse con la cuestión judía. Los gruesos muros de piedra de un metro de grosor habían silenciado los gritos de miles de ejecutados, irradiaban la muerte pasada y futura que no distinguía entre nacionalidades, gobernantes o siglos, pero sus pasos resonaban en los pasillos y se dirigían resueltos hacia la vida. En la oficina del B4 lo recibieron bien, rellenó los formularios con los datos de Eggert y la firma de Eggert, no vio caras conocidas, sintió que se encontraba en el lugar adecuado. Además, le dieron permiso para ir a despedirse de su madre antes de comenzar en el Departamento B4 en Haapsalu. Habría que prepararse para largas jornadas de trabajo, pero eso le iba bien a Edgar. Lo que aún no sabía era cómo se lo explicaría a Roland. Ojalá consiguiera que su primo se uniera a él aunque sólo fuera porque tenía unos antecedentes sólidos, y porque convenía no perderlo de vista, lo que se lograba manteniéndolo lo más cerca posible. Aparte, nunca era aconsejable entrar en combate sin un aliado. Roland era taciturno, pero alguien de fiar, por eso a Edgar ni se le había ocurrido que su primo pudiese irse de la lengua acerca de su nueva identidad. Podría haberle hecho preguntas incómodas ya cuando Edgar se había presentado en casa de Roland tras dejar el Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos. Que lo hubieran pillado por aceptar sobornos había sido de aficionado, eso Edgar lo reconocía y le disgustaba. Roland no había hecho preguntas, se había limitado a llevárselo con él a Finlandia. Había adoptado la misma expresión aburrida que una vez anterior, cuando a Edgar lo habían descubierto vendiendo permisos de salida en la guardia fronteriza estonia, donde ambos habían realizado al mismo tiempo el servicio militar. Roland había mentido por él, salvándolo así de la cárcel, al declarar que a ellos les habían dicho que los permisos estaban sujetos a pago. La expulsión de Edgar del ejército habría sido, en opinión de Roland, algo bastante grave para su madre, y en eso desde luego tenía razón. Con todo, los riesgos asumidos con Roland habían resultado útiles: sin su primo, sin sus recomendaciones y el viaje a Finlandia, Edgar no habría obtenido un pasado creíble, no se habría cruzado con Mentzel. Además, Roland obedecía a mamá, Rosalie a Roland, la futura suegra de éste, Leonida, a su hija, y mamá a Edgar, y ésta se había aprendido su nuevo nombre rápidamente, sin hacer preguntas. A ella le había bastado con mirar a Edgar a los ojos para notar que iba en serio. Para su felicidad bastaba con que el muchacho hubiera regresado con vida a casa desde el umbral de la muerte. A ella únicamente habría que convencerla de que ahora todo iba bien y él tenía trabajo. A Eggert Fürst le iba de maravilla. Ya lograría de algún modo que Roland lo siguiera. Mamá encontraría las palabras apropiadas en caso de que su primo no atendiera a razones, incluso podría hablar con su futura nuera. Al fin y al cabo, mamá deseaba un buen porvenir también para Roland.