1941
PUEBLO DE TAARA
Comisariado General de Estland, Comisariado del Reich para Ostland
Cuando por fin Juudit llegó al pueblo, nadie le dijo nada de su marido. En las manos de su suegra, las agujas de punto entrechocaban ágiles y el calcetín crecía, un calcetín de niño, y Juudit estaba segura de que no sería para el futuro bebé de Rosalie y Roland, pues su suegra siempre se ocupaba de su hijo adoptivo, no del propio. Por lo visto, Roland andaba en la cabaña del bosque de Leonida y de vez en cuando aparecía para ayudar un poco con las tareas de la granja. No volvió a hablarse de ese tema, aunque Juudit esperaba que se retomara. Pero no. Rosalie simplemente mencionó de pasada que Roland estaba escondido, y su rostro no traslució la alegría que Juudit había supuesto, ya que al menos su novio había regresado entero. Resultaba extraño que allí, al contrario que en otras partes, no se hablase de los que habían vuelto. Por lo demás, temas de conversación había de sobra. Al principio se lamentaron largo y tendido sobre los «lobos», revisores de tren que arramblaban con la comida de los pasajeros; luego hablaron sobre lo que tendría que hacer Juudit si se topaba con un control en el viaje de vuelta. Agradecieron que el tren de Juudit no hubiera tenido que detenerse a causa de un ataque aéreo, y al final de la noche la conversación se centró en la mansión del pueblo. Permanecía vacía desde que Hitler llamó de vuelta a la patria a los alemanes de origen báltico, y ahora era el cuartel general germano; en el balcón situado sobre la puerta principal habían tendido una trampa para palomas, al parecer los alemanes se las comían, cosa que provocaba la hilaridad de las mujeres. Luego llevaron bañeras a la mansión; los alemanes eran gente limpia y afable; los jardineros que se habían quedado en la finca y las lavanderas contaban que a los hijos de éstas les daban caramelos, y que de guardia sólo había un soldado. Cuando los ojos de Juudit se topaban con los de Anna o Leonida, éstas forzaban una sonrisa mecánica. Algo iba mal. Juudit había esperado encontrar a su suegra muy afectada por tener a su marido y su hijo preferido en paradero desconocido, o que hubiera insistido en que se quedara con ellos en el campo, pero ahora no parecía inquietarse porque su nuera viviera sola en Tallin, incluso de vez en cuando sonreía haciendo tintinear las agujas de tejer. Que Roland hubiera sobrevivido no bastaba para explicar tal alegría. ¿Y el hecho de que los Armi hubieran echado de sus tierras a los inquilinos de los bolcheviques? La granja se encontraba en tan mal estado que no lograrían realizar las tareas del campo sin ayuda, lo cual tampoco era motivo de júbilo.
Rosalie se quedó dormida antes de que ambas tuvieran tiempo de charlar a solas, aunque siempre solían hacerlo al apagar la luz. Al día siguiente, Juudit comenzó a sospechar que Rosalie había fingido dormir: por la mañana su prima tenía una sonrisa tensa como una sábana tendida y andaba siempre muy atareada. Después de las labores del día, su suegra comentó lo del asedio como de pasada.
—Dentro de la zona sitiada, por lo visto comprar medio litro de agua al día cuesta dos rublos, diez mil personas mueren a diario. Y se han comido los caballos. ¿Acaso los asediadores están mejor?
Leonida le pidió a Juudit que la ayudara a picar la sal y ésta agarró el martillo y la redujo a polvo. A los labios de su suegra afloró una mueca, y no era de tristeza, aunque el bloqueo no fuera motivo para sonreír. Tal vez se estaba volviendo loca o simplemente no sabía cómo reaccionar ante los ojos sin lágrimas de Juudit. ¿Tendría que haberse echado a llorar al pensar que su marido podría hallarse en la ciudad sitiada? ¿Mostrarse apenada o esperanzada? Según la madre de Juudit, alguien había visto a su marido entre el grupo de los enviados a Leningrado, pero a saber si era cierto, había muchísimos rumores. Su suegra por lo menos no se refirió a eso, a Juudit los chismorreos la angustiaban. Quería marcharse, regresar a Tallin. La vigilancia furtiva de su suegra y Leonida era como un doloroso picotazo en la cara. Con Rosalie resultaba imposible hablar a solas; las dos ancianas merodeaban todo el rato a su alrededor, asomaban la cabeza por la puerta justo cuando Juudit creía que se habían ido a la cuadra, se precipitaban tras ella si intentaba acompañar a Rosalie y llevar grano a las gallinas. Rosalie no parecía darse cuenta, y cuando no estaba atareada se ponía a remendar un gastado trozo de la bata que usaba en la cuadra, esa a la que su vaca favorita siempre daba lengüetazos, evitaba la mirada de Juudit y, cogiendo un farol, desaparecía en el establo en el momento en que la suegra pasaba al ataque: la anciana empezaba inocentemente, explicaba que estaba preocupada por cómo encontraría Juudit en Tallin compradores para los botes de manteca, cuando en el campo sería fácil. Los alemanes rondaban las casas, siempre pidiendo huevos y mantequilla con la misma cantinela: Eier, Butter, Eier, Butter. Lo repetían una y otra vez, tan desesperados que la suegra los compadecía.
—Los niños se mueren de hambre. Muchos de esos hombres tienen hijos —agregaba—. Tú también lo entenderás algún día cuando los tuyos merodeen en torno a tus faldas. —Los ojos de Anna se posaron en la cintura de Juudit—. Aunque aún no.
La joven se llevó las manos al regazo y fijó la mirada en el aparador de la vajilla, en cuya repisa esperaban alineados los botes de conserva para los soldados; ellas no podían comer sus propios productos, pero los otros sí. En un rincón del suelo vio algo que correteaba: un ratón se precipitó detrás de su maleta, seguido de otro. Se presionó el estómago con más fuerza, su suegra continuaba con sus quejas sin dejar de abrir los cajones de la cómoda llenos de raciones de chocolate para los soldados. Leonida se las llevaba a los centinelas que tiritaban de frío en la plataforma de defensa antiaérea erigida sobre el tejado de la escuela; iba también con un cántaro de cinco litros de sopa caliente envuelto en una bufanda de lana. Después del chocolate Scho-Ka-Kola, los centinelas se quedaban bien despabilados.
—Esos soldados jóvenes no tienen nada que dar a cambio, sólo algún que otro marco del Este. Yo claro que me las arreglo, pero ¡esos muchachos…!
Si Juudit no hubiera necesitado de manera acuciante algo para comerciar, se habría marchado de inmediato. Todo lo que decía su suegra parecía incidir siempre en la inutilidad de Juudit. Decidió no quejarse, no regresaría allí, pero entonces, ¿qué iba a vender? Tenía que encontrar otro modo de ganarse la vida, los conocimientos de taquigrafía y alemán ya no bastaban, había demasiadas chicas cuyos dedos dominaban más la mecanografía, sobraban jóvenes buscando trabajo, pero en la ciudad no se fabricaba aguardiente casero. Cuando se había visto obligada a abandonar la casa de su hermano Johan, había dejado allí todas las pertenencias de su marido, cosa de la que ahora se arrepentía. Era inútil lamentarse por el abrigo de invierno y los chanclos nuevos. Su madre pensaba exigir que le devolvieran la casa de Johan en cuanto volviera a Tallin, pero ya no serviría de mucho. La casa había sido devastada por los bolcheviques y además nadie sabía dónde guardaba su hermano las escrituras de propiedad. De todas formas, Juudit tenía que pensar en algo. En algo que no fueran los tarros de manteca y el aguardiente. Otra cosa, porque no volvería a la granja de los Armi y sólo con los paquetes de ayuda alemanes no sobreviviría. Seguía todavía con los brazos cruzados, como si las insinuantes miradas de su suegra a su vientre la obligaran a protegerlo aun sin motivo. ¿Qué ocurriría cuando su marido regresara? Juudit creía que insistiría en llevarse a su querida mamá a vivir bajo el mismo techo que ellos, para que la vigilara y controlara qué clase de sopa de albondiguillas cocinaba su nuera. En la ciudad, se podía preparar todas las semanas.
Ese ambiente incómodo provocado por las pullas de su suegra se esfumó cuando Aksel entró por el cuchillo de matarife y, de paso, arrojó los guantes de trabajo sobre el horno para que se secaran. El olor a lana mojada se extendió por la cocina, la llama de la lámpara onduló. El día anterior habían colgado el cerdo en el cobertizo y Aksel había dormido allí mismo toda la noche, con un ojo abierto a causa de los ladrones. Rosalie regresó de la cuadra y, cuando salieron a buscar la carne, Juudit la agarró con fuerza de la mano, para que no se soltara.
—¿Ha ocurrido algo aquí que yo no sepa? —preguntó—. Estáis todos tan raros…
Rosalie tiraba de la mano tratando de zafarse, pero Juudit no la dejaba. Se hallaban las dos solas en el corral. Leonida, que estaba en el cobertizo, preguntaba a viva voz de qué tamaño quería Anna los trozos del cerdo. Los agrietados labios de Juudit se tensaron.
—No, nada —dijo Rosalie—. Sólo que Roland ha vuelto. Me siento tan mal al tenerlo aquí mientras tu marido aún está en el frente… Eso no está bien. Nada está bien. —Rosalie se soltó por fin.
—Rosalie, no soy la única mujer con un marido en el frente. No tienes que preocuparte por mí. Si supieras… —Se interrumpió; no deseaba hablar de esa cuestión con su prima, no en ese momento—. ¿Mi suegra es una molestia? —preguntó entonces.
Los hombros de Rosalie se relajaron al cambiar de tema.
—No, qué va. Anna se ocupa de las labores de la casa y de pequeñas faenas, lava las gasas de colar la leche, lo que en general hacen los niños. Es de gran ayuda. Para Roland significa una preocupación menos que cuiden bien de su madre. Vamos, nos esperan.
Rosalie se apresuró hacia el cobertizo. Juudit respiró hondo; la noche era silenciosa, demasiado, y siguió a su prima. Pronto se marcharía, pronto el tren haría vibrar sus rodillas huesudas. Tendría que aguantar todavía un poco, lo justo para conseguir los tarros de manteca de cerdo y una botella de aguardiente, o dos, que esconderse bajo la falda. No volvió a hablar con Rosalie, se limitó a disponer la carne troceada sobre el banco.
Leonida y Anna eligieron con cuidado las piezas que se colocarían en el fondo de la barrica para consumir en verano; los trozos de la primera capa para salar en una bandeja; las chuletas para preparar con salsa; el lomo para freír; ablandaron la pata que se comería en Pascua; la cola, un poco más arriba, sería para la sopa de chucrut de invierno. Mientras tanto, ambas mujeres iban despachando las noticias del pueblo con tal entusiasmo que el silencio de Rosalie y Juudit pasó inadvertido.