1941
PUEBLO DE TAARA
Comisariado General de Estland, Comisariado del Reich para Ostland
El crujido seco del trineo se oía en la cabaña del bosque ya desde lejos: Edgar regresaba con gran revuelo de los asuntos que lo habían llevado a la ciudad. Cuando el trineo se detuviese, de inmediato se lanzaría a contar historias de los alemanes. Lo sabía y sellé mis labios de antemano. Por la mañana yo había sugerido que fuéramos a ver a Rosalie, había ayudado en la matanza del cerdo y sabía que a Edgar le gustaba la sopa de albondiguillas, así que podría aprovechar. Pero al parecer madre ya había anunciado nuestra visita. Edgar se había negado y se había marchado por su cuenta. Su actitud hacia su mujer no era lo único que me irritaba de él. De caballos no entendía nada, por eso salí a recibirlo; igualmente, quitar los arreos era cosa mía. Mi castrado estaba cansado, despedía vaho por los ollares, se notaba que había cabalgado demasiado rápido. Como siempre, Edgar había olvidado la avena, y sólo quedaban un par de kilos en la bolsa grande; en cambio, una parte del heno que yo había apilado en el trineo la noche anterior había desaparecido. No contesté al jovial saludo de mi primo. Se detuvo a medio camino, la nieve crujió bajo sus pies. Yo me limité a llevar el caballo al establo, me concentré en quitar la escarcha de los cascos y en cepillarle bien fuerte los ijares, donde sufría el picor más molesto. Edgar me observaba mientras triscaba el suelo con sus botas de fieltro, queriendo llamar mi atención. Era evidente que se traía algo entre manos. Como seguro que no tenía nada que ver con el heno, no le hice caso. La situación pintaba mal: Leonida había prometido que con veinte fardos bastaría para el invierno, pero ya había que mezclarlo con paja, aunque el hocico selectivo de mi caballo rastreaba la hierba timotea. En la cuadra de los Armi las cosas no marchaban mejor, el apetito de los grandes caballos alemanes había enflaquecido a los animales del pueblo; dudaba que en sus excursiones Edgar se preocupara de conseguir más fardos, a no ser que yo lograra poner a madre de mi lado en ese asunto. Aunque ella nunca le pedía nada a Edgar. Nada más regresar a nuestra región, él se había lanzado a casa de su añorada mamá. La sonrisa de madre relucía como una sartén bien engrasada y a Edgar lo había aliviado comprobar que estaba perfectamente atendida por Rosalie. Había logrado que Leonida y madre se pusieran de su parte también respecto a ocultar su regreso: todavía no le contarían nada a nadie, ni siquiera a su propia mujer. En opinión de madre, si lo reconocían en el pueblo podrían echarle el guante por comunista, cosa que yo no acababa de comprender, pues en la época soviética los comunistas no habían sufrido desgracias semejantes a la ocurrida en casa de los Simson. Entendía que mi primo deseara ocultar su deserción del Ejército Rojo, pero ¿de qué se trataba ahora? Por el pueblo deambulaban otros que habían abandonado el Ejército Rojo, y nosotros, los de Staffan, habíamos luchado contra los bolcheviques. Claro que madre no quería vernos a ninguno de los dos en el frente, estaba delicada de los nervios, y por mi parte yo no tenía fuerzas para enfrentarme a sus lágrimas. Siempre se mostraba tan contenta cuando Edgar la visitaba… enseguida se ponía a freír carne salada para un consomé o a buscar algún otro manjar que servir en la mesa. De todas maneras, yo no creía que Edgar hubiera adoptado una nueva identidad porque sí. Su nuevo nombre, Fürst, convenientemente alemán y elegante como una camisa de viscosa, y que yo siempre pronunciaba «Früste», me hacía preguntarme si mi primo tendría algo que ocultar. Rosalie pensó en enviar un mensaje a la mujer de Edgar, pero éste se lo prohibió, madre se lo prohibió y Leonida se lo prohibió. Cuanto más tiempo transcurriera desde su regreso, más complicado sería explicárselo a Juudit.
Mi primo continuaba pateando el suelo a mi espalda. Sin inmutarme, en la penumbra del establo propiné unas palmaditas al flanco de mi caballo, ya cubierto por el pelaje de invierno.
—¿No me preguntas qué noticias hay? —me espetó Edgar, haciendo crujir unos periódicos que sacó de la bolsa.
E impaciente, sin esperar a que entráramos en casa, empezó a leer bajo un farol con los ojos entornados: en Tallin, 206 prisioneros políticos habían sido liberados, lo que constituía un regalo de Navidad del comisario general de Estonia a aquellas mujeres y niños inocentes que sufrían apuros desde que el cabeza de familia estaba en prisión. El tono de mi primo era trascendental, sus pálidos ojos parecían adquirir color.
—¿Estás escuchándome? ¿Cuántos se mostrarían así de magnánimos con las familias de sus enemigos? ¿Ya estás pensando otra vez en tu campo de tabaco?
Mascullé una respuesta afirmativa antes de recordar que no tenía intención de hablar con Edgar, quien a pesar de sus tejemanejes no parecía lograr ningún avance positivo para los Simson: de padre no había noticias y nuestros campos continuaban en otras manos. Era una pena no poder sembrarlos de patatas, ya que, después de tres años llena de trébol, la tierra se había enriquecido con nitrógeno, lo más adecuado para ese tubérculo. Los alemanes habían prohibido cultivar tabaco y Rosalie no recuperaría sus plantaciones, pero al menos las tierras de los Armi que los bolcheviques habían colectivizado para el pueblo soviético habían sido devueltas a sus legítimos propietarios. Me acercaría a rociar sus árboles frutales con Estoleum; les había sugerido comprar una buena provisión de ese eficaz insecticida, previendo que después escasearía. Al padre de Rosalie le pareció bien el consejo, Aksel me consideraba un hijo. Le había explicado que el Estoleum era mejor que el Verde de París y que habría manzanas de sobra para vender en el mercado. El joven patrón de la hacienda Simson podía hacer todo eso por el hogar de su novia, pero no por el suyo propio. Esos asuntos me inquietaban. A Edgar nunca le habían gustado las labores del campo, aunque la leche recién ordeñada por la mañana, muy buena para los pulmones débiles, sí que era de su agrado.
Continuó leyendo el periódico mientras yo faenaba en el establo; la guerra no había cambiado a mi primo ni un ápice.
—«Todos recordamos cómo la propaganda bolchevique caracterizó a los nacionalsocialistas como seres brutales y primitivos, en especial a su Führer. Nos los describían como criaturas inhumanas. —Edgar alzó el tono, quería que lo escuchara—. Pero en realidad el nacionalsocialismo aspira a unir todos los estratos sociales en uno solo, a ser el constructor del bienestar de su pueblo. Apelar a un abominable odio de clases, a una sangría fratricida de su propio pueblo, resulta completamente ajeno a este movimiento. El objetivo es apaciguar las clases sociales y ofrecer a todos el mismo derecho a la vida… Para nuestro pequeño pueblo, cada persona, cada ser humano constituye verdaderamente el recurso más valioso».
Las orejas del caballo se movieron.
—Calla —le ordené—. Estás asustando al caballo.
—Roland, ¿es que no lo ves? El comisario general ha dado con las palabras precisas para definir lo que el pueblo añora.
No contesté, mi indignación era tal que me quedé petrificado como una estatua de sal. Supuse que mi primo tenía sus motivos para ensalzar las bondades de los alemanes, quizá deseaba que me uniera a sus maquinaciones. Pero ¿en qué podría serle yo útil? Recordaba muy bien cómo se había escaqueado en la cabaña cuando, tras la retirada del Ejército Rojo, los alrededores estaban plagados de hombres del batallón de destrucción escondidos que temían por su vida, y de alemanes que los perseguían. De la Omakaitse se habían desgajado distintas unidades especiales que corrían con los demás entre los abetales, envueltos en una neblina de humo por efecto de la pólvora. Yo vi a dos hombres agazapados cerca de nuestra cabaña: eran los chequistas responsables del asedio a las tropas del Capitán Verde, los reconocí porque entonces estaba de guardia y observé fijamente esas caras para no olvidarlas. Ya se me habían escapado en una ocasión, pero eso no se repetiría. Al descubrir en el patio de la cabaña las manchas de sangre que se extendían bajo los cuerpos tendidos, Edgar se llevó una mano a la boca, exactamente igual que cuando de niño vio por primera vez un cerdo sacrificado. Acababa de mudarse a vivir con nosotros; la hermana de madre, Alviine, lo había enviado para que recobrara fuerzas; tras el fallecimiento por difteria de su marido, la anemia de su hijo la preocupaba. Edgar se había mareado. Padre y yo estábamos seguros de que semejante señorito no se las apañaría en una granja. Pero no, se las arregló muy bien junto a las faldas de mi madre. Ella consiguió la añorada compañía de otro hijo, dos enfermos imaginarios se encontraron el uno al otro. En el campo lo definimos con otra palabra: holgazanería.
Cuando se repuso de la conmoción, Edgar mostró una iniciativa sorprendente y prometió deshacerse de los dos cadáveres. Yo dudé de su determinación, pero los cargué en un carro y él los condujo a algún lugar. Al día siguiente regresó con una mal disimulada sonrisa. Luego, las prisas por ir a la ciudad habían remitido, pues la calma había vuelto a los bosques. Me imaginaba que mi primo habría inventado alguna historia conveniente respecto a los dos cadáveres para que pudiéramos estar tranquilos. De todas formas, dentro de poco los alemanes se preguntarían qué andaban haciendo por el bosque dos espías entrenados en Finlandia, a no ser que Edgar hubiera tratado con ellos y no tuviéramos nada que temer. Tal vez aquél fuera el momento de preguntarle por sus asuntos con los alemanes. No obstante, me costaba mucho indagar a ese respecto. A Edgar le encantaría que demostrara interés por sus negocios, y yo no deseaba contemplar su cara de satisfacción. Vi un nudo en las bridas, lo deshice, entré en la casa y busqué alambre para arreglar una juntura. Palpé el cuero curtido y pensé que habría que engrasar los arreos, y entonces sentí añoranza de nuestros campos, frustración. Mientras no devolvieran las tierras robadas por los bolcheviques y trajeran de vuelta a la gente, los alemanes no merecerían mi estima, dijera lo que dijese mi primo. Volví a recordar el campo de tabaco en el que un inútil bolchevique había derramado excrementos humanos, a saber qué quería cultivar, y el caballo del sovjós cuyos flancos eran tan esmirriados que no entendía cómo tenía fuerzas para tirar de la carreta. Edgar no prestaba atención a esas cosas, de aquel sembrado de tabaco echado a perder únicamente le había extrañado el olor. El terreno pertenecía a nuestras tierras, a las tierras de los Simson, y aquel caballo era el mío. Cada vez que habíamos participado en las muestras ganaderas, había lucido junto a las orejas unas escarapelas azules. Lo habría reconocido en cualquier lugar y él a mí, pero debíamos renunciar a los campos arruinados y permitir que el caballo se marchara.
Edgar entró en la cabaña detrás de mí, frotó un poco la carbonilla de la tulipa y encendió la lámpara, para continuar leyendo en voz alta desde donde lo había dejado en el establo. ¿Acaso pretendía que aprobase sus actividades? Algo buscaba, algo deseaba, pero ¿qué?
—No estás escuchándome —me reprendió.
—¿Qué quieres?
—Pues que empecemos a planificar nuestras vidas.
—¿Y cómo encajan los comisarios generales en ellas?
—Tienes que conseguir el nuevo documento de identidad, igual que los demás. Hay una orden. Yo puedo ayudarte.
—No necesito los consejos de un boche.
—A mamá no le agradaría que te descuidase.
Me reí, menuda idea. Edgar estaba volviéndose arrogante.
—Tú serías un buen policía —dijo—. Ahora vale la pena colocarse allí, necesitan sangre nueva.
—Eso no es para mí.
—Roland, todos los bolcheviques han sido barridos. El trabajo es fácil y no necesitas alistarte en el ejército alemán. ¿Acaso no es justo por eso por lo que estás aquí sentado? ¿Qué más esperabas?
Por fin comprendí de lo que se trataba. Cuando la fase en que se requerían músculos y pólvora había quedado atrás y las filas de nuestra policía estaban desesperadamente vacías, Edgar vio su oportunidad. Lo miré y en sus ojos vislumbré un brillo ávido: los barones bálticos, los bolcheviques y los dirigentes de la república se habían marchado, los puestos directivos vacantes estaban esperándolo, a él. Así que por eso mi primo se había hecho el importante, eso era lo que había estado ocultando. Siempre le habían gustado más esos señores de Alemania, admiraba las bicicletas traídas de Berlín, se apasionaba por la fonovisión, y a veces incluso cambiaba el orden de las palabras en las frases a la manera alemana. No obstante, no entendía por qué me explicaba su plan. ¿Qué tenía que decir yo sobre sus intenciones? Edgar, que había sido enviado a Tarto para estudiar el bachillerato y a la universidad, tendría posibilidades también sin mí. Recordé su altiva actitud, en el patio, durante las vacaciones. A madre siempre le sacaba unas coronas cuando quería pedir libros de aeronáutica a Berlín, estampas de aviones y de los ases de la aviación alemanes. Mientras los demás estaban en la siega y madre descansaba dentro por su débil salud, Edgar permanecía sentado en el borde de su cama hablándole de la aviación y el talento del piloto Ernst Udet, aunque en el campo esa clase de comportamiento se consideraba algo extraño. Qué parecidos eran madre y Edgar. Ninguno necesitaba mis consejos, pero siempre me tocaba cuidar de ambos. Empecé a desear que Edgar siguiera de una vez su propio camino, que se ocupara de sí mismo.
—Ingresa tú en la policía, a mí no me necesitan —le espeté.
—Te quiero conmigo por todos estos años que hemos pasado juntos. Quiero que tengas una buena oportunidad de empezar de nuevo.
—Te preocupas mucho por lo que yo haga, pero ¿por qué no estás en casa con tu mujer? ¿O has encontrado una amante que se acople a tus tejemanejes?
—He pensado ordenar primero mi vida. A mi mujer le resultará más fácil adaptarse luego a una vida ya preparada. Ella, que es tan exigente…
Me eché a reír. El tono de Edgar sonaba irritado, pero se aguantaba la rabia; la nuez se le movía hasta que se sosegó y, desviando la mirada, añadió:
—Ojalá vinieras conmigo. Por la amistad.
—¿Has hablado con madre de tus planes?
—No; sólo cuando sea algo seguro. No quiero que se haga falsas esperanzas. —Volvió a alzar la voz—. No podemos quedarnos eternamente aquí, en la cabaña de Leonida. Además, ya he insinuado que conocía a un hombre adecuado y bien instruido para la policía. ¡A ti! Te necesitan. ¡Estonia te necesita!
Decidí volver al establo para ponerle agua al caballo, esperando que Edgar no me siguiera. No me faltaban planes, aunque mi primo así lo creyera. Había recopilado y ordenado mis notas, y cuando me encontraba con algunos de los nuestros recababa más información, sin olvidar las conclusiones extraídas del propósito de Edgar. Pensaba ir a trabajar al puerto de Tallin o al ferrocarril de Tarto, por lo menos ganaría un sueldo para ayudar a la familia. Edgar no había llevado a su mamá ni un chelín, y de la granja de los Armi salía también la carne para la mujer de ciudad de mi primo. Yo tendría que ocuparme de su parte, no había suficiente con vigilar el alambique del aguardiente casero e ir al bosque; además, la espalda de Leonida se encorvaba, madre no servía para nada y a Aksel le faltaba una pierna. El puerto me atraía más que el ferrocarril, porque en Tallin estaría más cerca de Rosalie y evitaría al ejército alemán; si al final también se presentaban en el puerto para reclutar hombres, en mis documentos de identidad figuraba un año de nacimiento falso. Pero si mi primo me había comprometido para entrar en la policía, los alemanes tal vez supieran demasiado de mi pasado. No me permitirían trabajar mucho tiempo en el puerto, salvo que Edgar me procurara una documentación nueva con otro nombre. Y aunque la obtuviera, ¿podría confiar en que no me delatara a los alemanes? ¿Podría fiarme de que no les contara que tenía la intención de trabajar en el puerto?