1941

REVAL

Comisariado General de Estland, Comisariado del Reich para Ostland

Cuando Juudit por fin se atrevió a salir de casa, primero se detuvo en la puerta de la calle y aguzó el oído. Los sonidos de la guerra habían desaparecido, se habían esfumado de verdad. Se levantó el cuello del abrigo y flexionó el brazo que sostenía el bolso hasta formar un ángulo recto, el guante disimulaba la tensión de los dedos apretados en un puño. Sus primeros pasos en la calle empedrada tantearon el terreno, bajo los zapatos aún crujían los cristales. No lograba encontrar restos del mundo del pasado, un estilo de caminar apropiado para aquellas calles de la capital. La ciudad se abalanzó sobre ella en cuanto dobló la primera esquina: al otro lado apareció un aluvión de cochecitos de bebés, perros callejeros surgidos de la nada, damiselas que reían y soldados alemanes tocando la armónica que le guiñaron un ojo. Juudit respiró hondo y se sonrojó, y apenas se había repuesto de su turbación cuando el tumulto de correos llenó sus oídos, se oyeron abrirse las puertas del banco, los botones corrían por la calle y un chiquillo que vendía imágenes del Führer la agarró de la manga. Paralizada por el asombro, no supo deshacerse del chico; la recaudación iría en beneficio de las víctimas de los incendios, seguro que la señorita querría ayudar a las familias sin hogar, y Juudit empujó la foto dentro de su bolso, volvió a encoger el brazo que lo agarraba y la sobresaltó el martilleo procedente del cine y el traqueteante camión que pasaba a su lado cargado de tejas. Había que acurrucarse de nuevo, pero ahora eran los sonidos de la reconstrucción, no de la guerra. En la esquina, un hombre se rió de aquella joven asustada por el paso de un camión, y Juudit, arrebolada, se enderezó el sombrero. Florecían las banderas de Estonia y Alemania, que el viento entremezclaba. Estaban reparando el Palace a toda prisa; ante los carteles de las películas se había congregado un grupo de chicos maravillados, y también los adultos se detenían a contemplarlos. Juudit vislumbró la leve sonrisa sonrosada de una actriz alemana, las largas pestañas de Mari Möldre. El bullicio le espoleaba los tobillos y se sentía como si hubiese entrado en una película. Aquello no era real. Sin embargo, hubiera deseado unirse a toda aquella gente, continuar su paseo sin rumbo y no regresar a casa. ¿Por qué no? ¿Por qué no podría? ¿Por qué no habría de participar de la alegría colectiva? Allí no olía a quemado, por lo menos no como en la ventana de su casa; inhaló el aire como si fuera un pastel recién hecho hasta casi marearse. La ciudad no había sido destruida, el incendio de almacenes y plantas de producción y la voladura del tren blindado en la estación de mercancías de Kopli habían mantenido a los rusos muy ocupados, sin dejarles tiempo para arrasar las casas. Juudit siguió caminando, buscando nuevas pruebas de la paz. Al pasar por el Soldatenheim, la Casa del Soldado, las miradas de los jóvenes que charlaban despreocupados se posaron en sus labios y ella apretó el paso, apartó la mirada de una mujer que colocaba en el escaparate de su botonería una gran foto de Hitler, desvió la vista del texto escrito debajo —«Hitler, libertador»— y buscó otra cosa. Por encima de todo, ansiaba ver personas que parecieran haber olvidado ya los últimos años. Súbitamente la ciudad rebosaba de hombres jóvenes y eso la molestó, había demasiados, de repente quiso volver a casa. Compró apresuradamente unos periódicos, y de un banco del parque aún cogió un Otepään Teataja que había servido como envoltorio de comida. Miró un instante una cafetería abierta a cuyas camareras conocía. ¿Habían regresado ya al trabajo, o el café tendría un nuevo propietario y nuevos empleados? Antes Juudit habría entrado a probar los pasteles, habría dado los buenos días, habría quedado con amigos; ahora su anillo de casada le apretaba bajo los guantes. Cerca del hospital, los soldados de la Wehrmacht perseguían las palomas. Uno de ellos se percató de la presencia de Juudit y sonrió. «¡La cazuela ya está en el fuego!», lo apremiaron los demás para que siguiera cazando.

Ya desde lejos, Juudit divisó delante del portal a unos jovenzuelos que admiraban las DKW aparcadas en la calle y su carrocería contrachapada. Los chavales no serían una molestia, no curiosearían sobre su marido, pero a su lado estaba la siempre ávida vecina; sería difícil evitarla. Y, en efecto, no lo consiguió. La mujer la retuvo del brazo y se lamentó: «¿Se harán dentro de poco todos los coches de contrachapado? ¿Qué vendrá después?» Juudit asintió educadamente con la cabeza, pero la mujer no la soltó y empezó a parlotear sobre la adaptación de los raíles para las locomotoras de vapor y los generadores de gasógeno: «¿Te imaginas un tranvía circulando sobre vías de madera? ¡Lo que inventan estos alemanes!» Juudit había proseguido hacia el patio interior y sólo oyó fragmentos de las últimas palabras de la vecina, así como una pregunta acerca del regreso de su marido. Se había librado con descortesía de la mujer y se precipitó escaleras arriba. Desde el pasillo oyó el teléfono. Aún sonaba cuando entró en la cocina, pero no respondió, igual que los días anteriores, no se había atrevido. Tampoco había abierto la puerta cuando llamaban, no se había atrevido, apenas se había asomado de noche en la oscuridad de su piso y observado los azulados fuegos fatuos de las linternas alemanas, sobresaltándose ante las sombras extrañas y oyendo el resonar de las botas, los vehículos al tomar la curva sólo con las luces de posición, las exclamaciones en alemán. Sobre el triunfo final de Alemania no había duda, en los diarios se decía que incluso los restos de Lenin habían sido evacuados de Moscú. Extendió los periódicos sobre la mesa, preparó café de cereales y encendió uno de los últimos cigarrillos para afrontar las posibles malas noticias. Pero aún no se proporcionaba información sobre los repatriados. En cambio, se animaba a los lectores a enviar a la redacción chistes sobre los años de opresión y se enumeraban los nuevos precios de los alimentos. Emmental, 1,45-1,60 marcos del Reich; Edam, 1,20-1,40 marcos del Reich; Tilsit, 0,80-1,50 marcos del Reich. Yogur, 0,14 marcos del Reich. Ganso de segunda clase —sin menudillos, cabeza, alas ni muslos—, 0,55 marcos del Reich el kilo. Al día siguiente tendría que ir por cupones de comida, registrarlos en la tienda cercana, hacer cola y devolver a su sitio a empujones a quienes no respetaran su turno, exactamente igual que antes. La vecina había alojado a sus parientes llegados de la bombardeada Tarto con su caterva de críos, su bullicio atravesaba las paredes y le recordaba la vida familiar que ni tenía ni tendría. Su desdichada vida sería inevitablemente la misma que antes de la marcha de su marido, sólo faltaba que él reapareciera.

No obstante, Juudit comenzó a percatarse de que sus aprensiones eran infundadas. Los hombres no serían enviados en masa de vuelta a casa antes del final de la guerra, los necesitaban en el frente. Además, tampoco podrían volver corriendo a sus hogares en un solo día, únicamente los desertores que se encontraban en Estonia y zonas aledañas habían retornado. Si hubiera respondido al teléfono, abierto la puerta o, en general, hablado con sus conocidos, habría caído en la cuenta de ello. La guerra le había arrebatado la capacidad de razonamiento, se había imaginado a su marido en la puerta de casa, a un hombre a quien ella debería comprender aún más que antes, pues había que ser indulgente con quienes habían ido a la guerra. La atormentadora espera podría ser infinita, quién sabía lo lejos que podía encontrarse él. ¿Y si había caído? ¿Cuánto tiempo tendría que esperar según las normas de la decencia antes de poder iniciar una nueva vida? Tal vez debería haber hecho como Karin, la chica por la que Elisa, la vecina de abajo, había sido condenada por delito contrarrevolucionario: enrolarse en la cocina de un barco, navegar lejos, hacia una tierra desconocida, dejarlo todo, volver a empezar, buscar otro hombre en otro país, olvidar que una vez estuvo casada. Pero entonces a Rosalie, a su madre, a cada miembro de la familia le habría ocurrido lo mismo que a Elisa.

Cuando en el periódico comenzaron a aparecer listas de los que regresaban, la vecina puso sobre la cómoda una botella de vino para celebrar el retorno de su marido. El teléfono sonaba de la mañana a la noche, así que finalmente Juudit tuvo que contestar, pues imaginó que su madre intentaba localizarla. En efecto, se trataba de ella, que quería saber qué tal le iba y le comentó que había estado preguntando a los repatriados si alguno conocía a su yerno, y si tenían información de Johan. Por lo visto, cada vez que sonaba el teléfono era para sentenciarla a su vida anterior, por eso siempre la sobresaltaba. Aun así, tenía que organizarse, buscar algo de lo que vivir. En la calle ya la habían parado varias veces pidiéndole comida, aunque fuera un trozo de pan. En el campo, en cambio, siempre había alimentos. Allí se destilaba aguardiente casero: podría intentar pasar artículos de contrabando a la ciudad y empezar a hacer negocio. Era la única opción, también se lo advirtió su madre, y le ordenó que fuese a casa de Rosalie en época de matanza, y mejor incluso si se quedaba allí. Juudit debía ir, aunque sabía que tendría que soportar las preocupaciones de su suegra y de su tía acerca de cómo una joven esposa se las arreglaba sola en la ciudad, los discursos de su suegra sobre la genialidad de su hijo favorito, las comidas que prepararía para cuando éste regresara al hogar. De su suegro no se hablaría. Juudit estaba casi segura de que no regresaría. Rosalie le había contado que los ratones se habían presentado en la granja de los Armi en junio, y los ratones nunca mentían.

Aunque la mayor parte de los convoyes ferroviarios transportaban soldados, de vez en cuando también recogían a lo largo del camino a algunos civiles. Juudit se arregló con más esmero del necesario para un trayecto difícil. Cuando la ayudaron a subir al tren, los silbidos le encendieron las mejillas. En el bolsillo del manguito llevaba un permiso de viaje obtenido en el mercado negro, y se fumó los últimos cigarrillos aunque estaba en un lugar público. Durante el viaje temió que su suegra pudiera leer en su interior, que advirtiera la hipocresía de su corazón. ¿Acaso no había fingido ser una esposa feliz en las primeras etapas de su matrimonio, no había hecho lo que estaba en su mano para que parecieran una pareja normal? Había discutido con su marido una sola vez, después de un año de casados y de dos acercamientos sexuales. Juudit había estado dándole vueltas a cómo preguntarle si había ido al médico o al menos a algún curandero. Y la frase se le escapó cuando estaban cenando chuletas Nelson. Él se quedó sorprendido, dejó el tenedor y luego el cuchillo, pero siguió masticando. En el silencio se oyó vibrar la salsera cuando él removió la cuchara.

—Pero ¿para qué? No tengo nada raro.

—¡Tú no eres normal!

La silla cayó y arañó el suelo. Juudit corrió a su habitación. Cerró la puerta tras de sí y encajó una silla debajo del pomo. Aunque en teoría los medicamentos los guardaban en un cajón del palanganero, sólo encontró polvos Hufeland. Se los echó en la boca y dio las gracias porque Johan y su esposa estuvieran de visita en casa de unos parientes.

Su marido llamó a la puerta.

—Cariño, abre. Veamos qué te pasa.

—Vendrás conmigo al médico.

—¿Te ocurre algo?

—¡Tú no eres un hombre!

—Cariño, pareces histérica.

Su tono era paciente. Con calma, le dijo que iba a prepararle un vaso de agua con azúcar como los que su madre les preparaba a ellos cuando eran pequeños y se despertaban de una pesadilla. Eso la tranquilizaría. Entonces valorarían si Juudit tenía que ir al neurólogo.

Juudit solicitó una nueva cita en la clínica privada Greiffenhagen. El doctor Otto Greiffenhagen estaba considerado un gran profesional en el campo de las terapias masculinas y su clínica era sin duda la más moderna de la ciudad. Si no encontraban ayuda allí, no la encontrarían en ningún sitio. Entrecortadamente, tragando saliva, carraspeando, Juudit se explicó. El médico suspiró.

—Tal vez deberían venir los dos. Juntos. Por supuesto, su marido también podría venir solo.

Juudit se incorporó para marcharse.

—Estimada señora, efectivamente existen distintos preparados. Las ampollas de Testoviron, por ejemplo, podrían servir. De todas formas, primero tendría que examinar a su esposo.

Pero Juudit no consiguió que fuera a la consulta de Greiffenhagen, ni darle Testoviron ni nada, menos aún que la llevara en avión. Con el tiempo abandonó las clases de conversación de inglés, y pronto también las de francés que había iniciado cuando estaba prometida, cuando creía que era bueno que la esposa de un piloto tuviera competencias lingüísticas cosmopolitas.