1941

ESTONIA OCCIDENTAL

Comisariado General de Estland, Comisariado del Reich para Ostland

Durante una semana atravesamos regiones asoladas por las batallas, esquivamos esqueletos de caballos infestados de larvas y cadáveres hinchados, intentamos evitar los puentes dinamitados e interpretar el rugido de los bombarderos DB. Por fin, el bosque se mostró más familiar y acogedor, empezamos a dejar atrás la nostalgia, y encontramos el camino a la casa de nuestro enlace, una vieja conocida. Dejé a Edgar tiritando de frío en el lindero del bosque y me aproximé con cuidado a la casa, pero el perro nos reconoció desde lejos y se acercó trotando. De su alboroto deduje que no había peligro, así que me relajé y, acompañado del animal, me acerqué a la ventana y llamé con el santo y seña acordado. Ella abrió enseguida la puerta, sonrió ampliamente y nos contó las noticias: los bolcheviques continuaban su retirada, el Frente Oriental se desmoronaba, los finlandeses y los alemanes perseguían al enemigo por la zona del lago Ladoga, los rusos habían rociado gasolina y prendido fuego a los bosques, pero ¡a las tropas de Finlandia-Alemania no las detendrían las llamas! Los hermanos Andrusson aparecieron detrás de la joven y se acercaron a la puerta. Edgar vino tranquilamente hacia la cabaña cuando le grité que todo estaba en orden.

Poco después reinaba un gran bullicio en la casa, todos reían y hablaban a la vez. Me parecía algo lejano y los observaba un poco retirado. Más tarde, por la noche, oímos nuevas noticias prometedoras, pero, aunque comenzaba a creer lo que escuchaba, todavía no estaba alegre. En la sauna con los hermanos Andrusson, cada poco me miraba las líneas de la mano y me las frotaba largamente. A veces aún percibía en ellas algo semejante a la sangre, otras las veía limpias. Mi primo parecía otro hombre, se había enderezado y la lengua se le había soltado como si hubieran retirado el tapón de un barril: adornaba las historias de su época en la escuela de aviación, hablaba de ir a enseñar allí tras la guerra y convenció a Karl, el más joven de los Andrusson, de que también podía ser piloto a pesar del tobillo roto; la habilidad para entablillar de la señora Vaik era legendaria, ¡el futuro estaba expedito! Los hermanos se animaron con los sueños sobre el futuro y Edgar se emocionó al recordar la construcción del hangar para hidroaviones. Guardé silencio mientras contemplaba el bigote que le había dibujado la leche recién ordeñada, dejé que se entusiasmara. Desde luego no mencioné que, cuando se construyó el hangar de los hidroaviones, Edgar aún no había nacido.

—Veréis, para Rusia, esa zona fronteriza era ya entonces un importante punto defensivo. —Mi primo agitaba los brazos y no evité que también agitara sus sueños.

Me palpé el bolsillo, los papeles cuya hora pronto llegaría. Ya había empezado a tomar notas, pero mal: cada frase sonaba inadecuada, como a deshonras para los hermanos y a fáciles lamentos, al lado de las hazañas que había presenciado. Los acontecimientos no se dejaban reducir a palabras. Mis botas olían a pantano y las líneas de mis manos se habían arrebolado, era normal que el trazo de mi pluma no fuera claro.

Cuando conseguía colarse en la cháchara de Edgar, nuestro enlace nos relataba más noticias. En Viljandi el centeno lo segaban los propietarios de la tierra de antes de la reforma agraria bolchevique, y debían venderlo como alimento por treinta kopeks a los ocupantes a quienes los bolcheviques habían entregado sus posesiones; por su parte, a cambio de un salario, esos ocupantes debían ayudar a los dueños originales de las haciendas en las tareas y no podían tocar la tierra forestal ni talar árboles, sólo terminar de descortezar aquellos ya empezados. El cargo de director del sovjós se había suprimido; la cúpula de Kase, la fábrica de sábanas nacionalizada, había huido con el Ejército Rojo, y su antiguo propietario, Hans Kõiva, volvía a dirigirla; quienes necesitaban tractores tenían que registrarse; se pedía que se avisara sobre parcelas abandonadas; se comenzaría la reconstrucción de las casas quemadas por los comunistas, para lo cual habría ayudas. Y el servicio de correos funcionaba de nuevo. Así pues, abundaban las buenas noticias. Cogí los finos periódicos, que contenían instrucciones muy precisas, ajusté la mecha de la lámpara y aumenté su luz. Las visitas más lejanas habían llevado a nuestro enlace algunos números de Sakala, donde se encontraban más disposiciones sobre la siega del centeno. Pasé a la siguiente columna. No quería pensar en qué condiciones estarían nuestra casa y los campos, quién cosecharía.

Me concentré en las normas de los nuevos señores: se ordenaba a los habitantes que se registraran; se prohibía que los dueños de las viviendas alquilaran una habitación a un no registrado (todos los judíos, detenidos, desplazados y comunistas debían registrarse de forma inmediata ante la administración local, el resto de los inquilinos y los dueños de las casas debían denunciar la eventual peligrosidad de esas personas); los llegados de la Unión Soviética tenían que personarse en la comandancia local antes de tres días; todos los judíos debían llevar la estrella de David; quedaba prohibido el ruso y escuchar emisoras enemigas de Alemania; finalmente, la aplicación de las anteriores disposiciones correspondía a la policía y la policía auxiliar.

Todo aquello significaba que nos habíamos librado de los bolcheviques. Aparté los Sakala y cogí el Järva Teataja. El anuncio a modo de necrológica de la primera plana me hizo llevarme la mano a la cabeza, aunque mi gorra ya estaba sobre la mesa: «En memoria de todos los caídos por la liberación de Estonia. El país los recuerda con luctuosa emoción y profunda gratitud…» En el periódico, la libertad tenía bordes negros; en mi mente, derramaba sangre roja. Mientras los demás seguían parloteando, de repente comprendí que ya vivían en un país liberado. Como si nunca hubiéramos participado en una batalla. Como si estuviéramos en tiempos de paz. Edgar se había plantado en la nueva era en un instante. Pero ¿de verdad se había acabado todo? ¿Había quedado atrás el esconderse, el vivir en las cabañas de los bosques? ¿Podía atreverme a soñar con que nos devolvieran pronto nuestro hogar y con ir a buscar a la chica de grandes ojos con la que iba a casarme? ¿Sembraríamos ya el siguiente año algarroba para nuestras vacas, amontonaríamos el heno en el almiar? ¿Pronto caminaría descalzo por los campos de los Simson tras el arado, con tierra entre los dedos de los pies, mientras el caballo castrado se mostraba reacio a rastrillar el terreno? Al pasar la grada no quedaba rastro de heno, por eso al animal no le gustaba la tarea, pero arrastrar las balas de paja hasta el henil lo animaría, transportar los tresnales de centeno hasta la era, y por la noche mi chica prepararía café de verdad y se despojaría de su delantal, donde se habrían quedado briznas de hierba, en sus ojos el color de las flores de algarroba. Edgar por fin se marcharía a fundar su propio hogar, a ocuparse de su esposa, y yo me libraría de oír sus continuas bobadas. Tal vez los deportados a Siberia pudieran retornar a su patria, quizá se obligaría a la Unión Soviética a que lo permitiera. Padre regresaría.

Había tomado nota de cada una de las ruinas humeantes con que me había topado y, si no lograba dar con las palabras al ver los ojos inanes y los gusanos pulular en la carne, contabilizaba con cruces los cadáveres en descomposición. Buscaría personas que supieran utilizar mis notas y ya no volvería a entristecerme mi modesta contribución a la liberación del país, no me apenaría no haber estado con las tropas del Capitán Verde o con los Hermanos del Bosque del capitán Talpak en la recuperación de Tarto y Tallin. Pronto llegaría el momento de reconstruir el país. Aquél era el inicio. Estaba a punto de preguntarle a nuestro enlace dónde podía encontrar a las autoridades adecuadas para entregarles mi información sobre los actos de barbarie bolchevique, cuando caí en la cuenta de mi estupidez. El ejército alemán me enrolaría enseguida en sus filas, igual que a Edgar, quien, según se desprendía de su cháchara, no parecía comprender la situación. La guerra no había terminado. No sembraría algarroba el siguiente verano, no oiría por la noche la risa cristalina de Rosalie. El repliegue de los bolcheviques me había cegado, mi falta de perspicacia era infantil. Me maldije. Con un mal presentimiento, observé que la anfitriona sacaba a bailar al mayor de los Andrusson mientras Karl tocaba la armónica. Seguro que pronto las órdenes de movilización bolchevique pegadas a las vallas serían reemplazadas por las alemanas.