1941
TALLIN
República Socialista Soviética de Estonia
Los graneros ardían y columnas de humo se alzaban hacia el cielo. Autobuses, camiones y coches se habían precipitado a los caminos, los neumáticos chirriaban pidiendo paso… ¡Una explosión! Fuego de la defensa antiaérea. Un chaparrón de fragmentos de vidrio. Juudit, en una esquina de la cocina, abrió la boca; su madre había huido al campo, a casa de una de sus hermanas, Liia, y ella se había quedado sola a la espera de una bomba, una bomba que terminase con todo. Desde hacía un tiempo, las carreteras de Tallin a Narva estaban atascadas por los camiones repletos de mercancías para evacuar, y al parecer se había establecido un comisariado para los asuntos de la evacuación: comisariados para la evacuación del ganado, para la evacuación del grano y las leguminosas, para la evacuación de cualquier cosa; los bolcheviques se proponían llevárselo todo consigo, todo, incluso las patatas no maduras; no les dejarían nada a los alemanes, ni a los estonios. El ejército había ordenado a los hombres que saquearan los campos. Todos rumbo a Narva, rumbo a los puertos del golfo de Finlandia. ¡Otra explosión!
Juudit se tapó los oídos. Ya se había resignado a que la ciudad quedara destruida antes de que los alemanes entraran, pero habría deseado que ese momento llegara en circunstancias más cotidianas, que los últimos sonidos que oyera fueran el tintineo de la cuchara contra el platillo, el ruidito de una cajita de horquillas, la jarra de leche al posarse sobre la mesa. ¡Y los pájaros! ¡Sus trinos! Pero la Luftwaffe y los cañones Flak habían devorado a los pájaros, jamás volvería a oírlos. Ni a los perros. Ni el maullido de los gatos, el graznido de las cornejas, el estrépito del piso de arriba, los niños del piso de abajo, las prisas de los recaderos, el chirrido de una carretilla, los golpes del cubo de su vecina cuando chocaba contra la jamba de la puerta, bajo la ventana de Juudit. También ella había probado a ponerse un cubo en la cabeza, aunque dentro de casa y a escondidas, y había posado frente al espejo, preguntándose por qué las modistas no habían inventado un sombrero bajo el cual colocar una pequeña palangana o un cubo. El éxito estaría asegurado. Qué infantiles eran las mujeres, qué bobas, serían capaces de usar como protección un estúpido sombrero-cubo. Pero el estrépito de las palanganas y de los cacharros pertenecía ya al pasado, un pasado presidido por la normalidad cotidiana. Un tiempo marcado por las pérdidas y teñido por los bolcheviques, pero al fin y al cabo cotidiano, con los sonidos del día a día. En primavera, su hermano Johan la había acompañado a vivir allí, en casa de su madre, en la calle Valge Laeva, por si acaso, y aun así la vida había continuado, aunque a él se lo habían llevado con su mujer en junio. Desde entonces Juudit no había tenido noticias de ellos; en la casa de su hermano se habían instalado unos desconocidos, personas importantes de los comisariados. Al marido de Juudit el ejército lo había movilizado el año anterior. A Elisa, la vecina de su madre del piso de abajo, la habían condenado por actividades contrarrevolucionarias; se sospechaba que sabía que Karin, a quien Elisa había alquilado una habitación, tenía la intención de abandonar el país. A Juudit la habían interrogado al respecto. Sin embargo, también después de aquello la vida había continuado, y en su transcurso había conformado una cotidianidad mejor que estos días de destrucción. En el campo, en casa de la otra hermana de su madre, la tía Leonida, su prima Rosalie había seguido ordeñando las vacas pese a que la familia de su prometido había sido objeto del terror: a los Simson les habían arrebatado la hacienda, el padre de Roland había sido detenido y la madre se había mudado al hogar de los Armi para que se ocupara de ella Rosalie. Juudit le estaba agradecida a su prima por ello: no hubiese soportado a su suegra, ni siquiera en momentos de adversidad; no tenía la paciencia de Rosalie. Si el marido de Juudit se enteraba, sería otro motivo de reproche: su mamá no se merecía un trato tan indiferente por parte de la esposa de su hijo favorito. Tal vez no, pero Rosalie cuidaría a la suegra de Juudit seguramente mejor que ella, y pronto llenaría la casa de niños, para alegría de la anciana. Eso Juudit jamás lo vería.
Se puso a cavilar sobre las imágenes y los sonidos cotidianos del pasado que escogería como último pensamiento antes del final. Quizá un día de su infancia, Rosalie y los ruidos cotidianos procedentes de la cocina, un instante que sonaría igual que todas las mañanas en tiempos de paz, cuando sabía que cada jornada transcurriría exactamente como la anterior; el día en que la silla de madera contrachapada que su madre tenía junto a la ventana había arañado el suelo con un chirrido exasperante, un día en que no pensaba en nada relevante y las cosas insignificantes la irritaban. O quizá, después de todo, antes de morir preferiría evocar un día en que aún era una joven soltera y no existía nada más excitante que un vestido envuelto en papel de seda en el cajón de la cómoda, un vestido para futuros pretendientes; no pensaría bajo ningún concepto en su marido… Se mordió el labio. La verdad era que no conseguía mantenerlo alejado de su mente aun proponiéndoselo. Si la explosión que acababa de iluminar la habitación la hubiese provocado una bomba caída sobre la casa, su último pensamiento habría sido para su matrimonio. Una nueva serie de detonaciones le contrajo los músculos, pero las bombas habían dejado de impresionarla y ya no se ponía en cuclillas.
La idea de desaparecer junto con la ciudad había surgido en su mente el día previo a la partida de su madre y allí se había quedado, como si nunca hubiera deseado otra cosa. Pero era Tallin lo que ella amaba, no a su suegra, que ahora vivía en casa de los Armi. Su madre había tratado de que Juudit fuera también allí: casi toda la familia se encontraba ahora al cuidado de la tía Leonida, y en momentos como aquéllos era bueno estar junto a los seres cercanos.
—Gracias a Dios, tu padre ya no está aquí para verlo. Dividiremos las bocas que alimentar: una de mis hermanas me acogerá a mí y tú te vas con la otra. Sólo por un tiempo. Y, Juudit, por lo menos trata de llevarte bien con tu suegra.
Había simulado aceptar para que su madre se marchara, pero no pensaba ir a casa de la tía Leonida. Respecto a la derrota de los rusos, Juudit no era tan optimista como su madre, y por ello en el fondo estaba agradecida a la neumonía que había acabado con su padre cuando en el campo todavía iba todo bien, pues él no habría soportado ver las idas y venidas de los bolcheviques ni la desaparición de Johan. Las reservas de hombres de la Unión Soviética eran infinitas: ¿por qué iba a cambiar la situación justo entonces? ¿Por qué no había cambiado antes de las deportaciones de junio, por qué no antes de que detuvieran a su hermano? El estruendo de la contienda avanzaba impetuosamente con las pesadas ruedas de los cañones cubiertas de fango y los mataría a todos, punto final. Juudit cerró los ojos, la habitación rebosaba claridad: las trazas de luz en el cielo le recordaron los fuegos artificiales del solsticio de verano, en el balneario de Pirita, cuando llevaba un año casada. Entonces no se tapaba los oídos y sus preocupaciones eran otras: el deseo por su marido, o más bien por la imagen que ella había tenido de él, se había debilitado. Y en aquella noche de fiesta había esperado, cuánto había esperado… Se retrotrajo a aquel escenario estival, se concentró en los flameantes barriles de brea, en el bosque que sonreía contento como el erizo que despierta en verano. Tenía el pintalabios algo corrido y notaba su sabor rancio, pero no le importaba, pues era señal de que los suyos eran labios besados, y los músicos de la orquesta tocaban entregados, la canción hablaba del sueño efímero de la juventud, de renos que bebían indolentes en un arroyuelo. La noche estaba colmada de gorjeos sobre la flor del helecho, y éstos se mezclaban con sonrisas insinuantes. Las amigas solteras de Juudit reían nerviosas, sacudiendo con aire travieso sus cabezas de pelo corto; ante ellas un mundo se abría con la magia del solsticio de verano, ofreciendo todas las posibilidades de realización. Juudit notaba que su matrimonio marcaba sus mejillas, mermaba la elasticidad de su cuerpo, la ligereza de su alma. Como ya no había nada que mereciera la pena alcanzar, representaba ante sus amigas el papel de mujer experimentada, un poco mejor, un poco más sabia, y cogía la mano de su marido con la naturalidad de una mujer de mundo, intentando a la vez cortar el paso a la amarga semilla de la envidia, de los celos hacia sus amigas, hacia ellas, que aún no habían elegido a nadie y a las que nadie había conducido al altar. Pero entonces su marido la sacó a bailar y le tarareó la letra de la canción, que decía que su amada era «tan pequeña como un reloj de bolsillo», y la ternura de su voz los alejó de los demás, la orquesta ya tocaba otra canción, los renos indolentes quedaron olvidados y Juudit recordó por qué se había casado con él. Aquella noche. Sí, aquella noche todo había ido bien.
Abrió los ojos sobresaltada: había vuelto a pensar en él. Por el golfo de Finlandia parecía despuntar el sol. Pero no era el alba, sino el fulgor de la Tallin roja escapando por el mar, los escuadrones chillando como pájaros despavoridos. El fragor de la retirada. Juudit cruzó la habitación con paso inseguro y se apoyó contra la pared en una esquina. No podía creer que los bolcheviques se marcharan. Resbaló hasta el suelo mientras comprendía que a los aviones de la Luftwaffe sólo les interesaban los barcos que huían, no Tallin, pero ante esa certeza no sintió nada. Sus piernas convulsas recordaban muy bien lo que suponía el zumbido de un avión: había que correr hacia los arbustos, ponerse a cubierto en cualquier sitio, como cuando estaba con Rosalie en el campo ayudando a la tía a preparar aguardiente y el enemigo surgido de improviso en el cielo hizo que la tía volcara la cacerola; se habían precipitado hacia los árboles y desde allí habían contemplado el avión que volaba bajo y cuyo vientre, por fortuna, iba ligero.
Juudit apretó la espalda contra la pared, los pies bien afianzados en el suelo. Estaba preparada para la explosión. Aunque el aire se hallaba viciado del hedor de la contienda, los olores familiares no habían desaparecido, el papel pintado aún olía a hogar de personas ancianas, vetusto y seguro. Juudit pegó la nariz al empapelado. Su dibujo era el mismo, tan anticuado como en la casa de su hermano Johan, el de la habitación donde Juudit había vivido con su marido mientras esperaban a que estuviera lista su propia casa. Pero eso nunca llegó a ocurrir. Jamás amueblaría su hogar ni lo vería empapelado con los nenúfares que había elegido en la tienda Fr. Martinson, sobre los cuales había cambiado de opinión en varias ocasiones y refunfuñado acerca de cada uno, unas veces ante su marido, otras ante su hermano, otras ante su cuñada, que por lo menos había comprendido la importancia de la elección. Cuando al fin se decidió, Juudit salió de la tienda aliviada por no tener que ver más muestras, compararlas en casa, luego en el establecimiento Fr. Martinson y de nuevo en casa. Emocionada, cogió un taxi para dar la buena noticia a su marido, que se sintió aliviado por la solución del problema del papel pintado, y ella lo celebró con su cuñada en el restaurante Nõmme, donde se manchó la nariz con la crema del pastel; tenía la piel tersa y brillante, pues entonces todas las noches se exfoliaba con azúcar. ¡Con azúcar! ¿Habían tomado cócteles y bailado aquella noche? ¿Se había unido después su marido a ellas, había pensado Juudit de nuevo que esa noche, sí, esa noche también iría todo bien? ¿Lo había pensado, como lo había pensado y deseado una y otra vez?
El final que Juudit esperaba no llegó. Por la mañana la ciudad se tambaleaba, ardía y humeaba, pero se mantenía en pie, y ella continuaba viva; el Ejército Rojo estaba lejos. Los gritos de júbilo provenientes del exterior la hicieron gatear hasta la ventana, protegida con papel engomado, y abrirla sin reparar en las esquirlas de cristal. La Wehrmacht ocupaba toda la calle, cascos y bicicletas se acercaban como langostas, imposible determinar su número; los estuches de las máscaras de gas oscilaban en bandolera y los soldados avanzaban bajo una lluvia de flores. Juudit sacó el brazo, las sonrisas estallaban como burbujas de una limonada fresca, los brazos saludaban a los libertadores desprendiendo una fragancia femenina, y las manos parecían hojas de un árbol en verano, agitándose vibrantes; entre ellas, algunas rasgaban los carteles del Partido Comunista, las imágenes de sus solemnes dirigentes: se rompían los labios, se rajaban las cabezas, se quebraban los cuellos, los talones impactaban contra los ojos y los restregaban contra el suelo, introduciendo polvo furioso en sus bocas de papel. Luego el viento esparcía los pedazos como si fuera confeti, y los añicos de cristal diseminados por todas partes crujían igual que nieve prístina. Una ráfaga de aire cerró la ventana y Juudit se estremeció.
No tendría que haber sido así. ¿Qué quedaba de aquel esperado final? Estaba decepcionada, no había habido solución. Por la ventana, aspiró el ambiente de una Tallin libre. Vacilante, probando. Como si respirar del modo equivocado pudiera llevarse la paz o acarrear un castigo para una mujer que no había creído en la victoria alemana ni en la retirada de los soviéticos. No se atrevía a salir corriendo a la calle, y sus piernas también se veían retenidas por pensamientos impropios. Pensamientos que habían brotado de repente cuando la hijita de la vecina había salido a la carrera al patio gritando que su padre volvía a casa. Eso le recordó a Juudit su situación y tuvo que buscar apoyo en una silla, como una anciana.
Pronto las tiendas desvalijadas por el Ejército Rojo serían reabastecidas, abrirían sus puertas, y al otro lado del mostrador las vendedoras envolverían de nuevo las compras en papel, se repararía la depuradora de agua, los puentes se erigirían en su sitio, todo lo robado, destruido y sacrificado regresaría a su estado anterior, como una película proyectada al revés. La ciudad había sido desangrada y en los caminos abundaban los caballos muertos y los cadáveres de soldados en los que los escarabajos hacían estragos, pero todo aquello desaparecería. Se repararían los puertos. Y las vías de tren. Los boquetes abiertos por las bombas en las carreteras se parchearían. De las ruinas surgiría la paz, la argamasa cubriría las brechas de los edificios, los caminos cortados ya no interrumpirían los viajes, y las velas podrían retirarse de la mesa y guardarse en un cajón mientras se encendían las lámparas y bombillas eléctricas tras las cortinas opacas; los deportados tal vez retornaran, Johan regresaría, no volverían a llevarse a nadie nunca más, nadie desaparecería, ya no llamarían a la puerta por la noche, y Alemania ganaría la guerra; quizá habría un futuro mejor. Se reinstauraría la cotidianidad. Pero, aunque eso fuera justo lo que Juudit echaba de menos hacía un rato, enseguida la idea se tornó insoportable, y la despreocupación que apenas un instante antes había sentido se convirtió en angustia por el futuro. La vida cotidiana que le tocaría no era la que deseaba. Más allá de la ventana esperaba una ciudad vacía de bolcheviques —las primeras botas de los estonios que regresaban a casa ya levantaban polvo en el camino—, pronto se poblaría de un variopinto surtido de uniformes de Estonia, Rusia y Letonia, rodeados por chicas, señoritas, novias, viudas, hijas, madres, hermanas, una riada interminable de mujeres chismorreando, sollozando, bailoteando.
Juudit no deseaba encontrarse con mujeres que hablaran de los maridos que regresaban a casa, o cuyos prometidos, padres y hermanos hubieran salido ya de los bosques o escapado de las tropas rojas en Estonia o el golfo de Finlandia. Ella no tendría nada que decirles, no había enviado a su marido ni una sola carta. Claro que lo había intentado: se sentaba a la mesa con pluma y papel, pero su mano no lograba trazar palabras; la simple inicial del nombre de él le resultaba muy difícil, e imposible dar con la primera frase. Había sido incapaz de escribir las cartas de una esposa añorante, y al frente sólo podían mandarse ese tipo de misivas. Todas las noches que lo intentó en vano y aquellas otras en que ni siquiera lo intentó habían quedado grabadas en su memoria. Tampoco había olvidado las ocasiones en que trataba de obtener la atención de su marido con un escote más atrevido. Recordaba muy bien la vergüenza posterior, cómo se sentía cuando todas sus expectativas volcadas en su atractivo resultaban frustradas, cómo su flamante marido rechazaba los pechos que ella le ofrecía, apartándolos al otro lado de la cama igual que se empuja al otro lado de la mesa un plato en mal estado.
En los primeros días del dominio bolchevique, su marido había escapado junto con otros hombres de la movilización obligatoria refugiándose en las buhardillas de mansiones y granjas. Juudit se había sentido liberada. Tenía la cama para ella sola, pero no se había olvidado de fruncir el cejo para que afloraran las arrugas apropiadas, representar el papel de esposa preocupada. Cuando, un día en que iba por víveres, un coche ZIS negro de los chequistas lo había apresado, Juudit logró ensombrecer con lágrimas sus ojos grises, porque eso era lo apropiado. Deseó que aquél fuera el último viaje de su marido —para muchos, un ZIS había supuesto eso—, aunque al mismo tiempo la asustara ese deseo suyo, la exaltación salvaje que traían consigo las posibilidades de la guerra. En su familia no había mujeres divorciadas, de modo que la viudez era su única opción para recobrar la libertad. Sin embargo, su obstinada suegra consiguió información del comisariado: cuando se enteraron de que lo habían enviado al frente, Juudit agarró el pañuelo como de costumbre. No podía confesar a nadie lo mucho que disfrutaba de una cama sin su dueño. Deseaba tener un amante, pero ¿dónde encontrarlo? Sólo pensar en ello era de todo punto impropio. Aun así, leyó más de una vez Madame Bovary y Anna Karenina, y aunque las heroínas de esas novelas no sufrían por un matrimonio exactamente igual que el suyo, las consideraba almas gemelas, pues ella también sabía mucho de frustración.
Antes de la boda, la madre de Juudit había dejado caer algunos consejos sobre la vida matrimonial y sus posibles problemas; pero las dificultades con que se había topado Juudit no aparecían en ese repertorio. Ya había albergado dudas cuando eran novios y, con rodeos, le contó a su madre que, al contrario de lo que ésta había insinuado, él no se acercaba a ella físicamente en absoluto, que sus amigas tenían otra clase de experiencias con sus prometidos, que no aguantaban hasta el altar; Rosalie, por ejemplo, siempre hablaba del temperamento fogoso de su Roland de cejas oscuras. La madre de Juudit había sonreído al oír los desvelos de su hija, y, tomando esa contención de su novio como una señal de respeto, le había contado que el padre de Juudit se había mostrado igual de caballeroso. Todo se arreglaría cuando vivieran juntos.
Así que, en su ignorancia, creyó haber tomado por extraño algo que sólo era indicio de un enorme amor e, impaciente, adelantó la boda y para el viaje de novios reservó una habitación en el Rannahotell de Haapsalu. Pero el anillo en el dedo no cambió nada y su noche de bodas fue muy incómoda. Su marido la penetró y se corrió, pero luego pasó algo. Se separó de ella, fue detrás de la mampara y Juudit lo oyó verter agua en la palangana y lavarse frenéticamente. Después se tumbó en el otro extremo de la cama, lo más lejos posible de ella. Juudit fingió dormir. La noche siguiente no fue mejor. Se quedó dormido en el sofá y por la mañana aparentó absoluta normalidad. Durante el día caminaron por el paseo marítimo Aafrika y por la noche bailaron en el pabellón del balneario, como una joven pareja normal y corriente en su viaje de novios. Al regresar a Tallin, él comenzó a trabajar como ayudante en la notaría de Johan y ella se concentró en fundar su hogar, mientras pensaba febrilmente qué hacer.
En público, él se comportaba como un marido modelo, le ofrecía el brazo y le besaba con frecuencia la mano y, si estaba bromista, incluso los labios, pero en cuanto se quedaban a solas se transformaba. Si no sentía ninguna atracción por ella, ¿por qué le había propuesto matrimonio? ¿Había sido todo una mentira desde el principio? Cuando Rosalie se prometió, presentó a Juudit a la familia Simson. No prestó atención a aquel primo de Roland aficionado a la lectura hasta que Rosalie le contó que el chico no era tan soso como parecía: iba a ser piloto. Juudit había leído acerca del Barón Rojo, y cada una de sus preguntas y su admiración hicieron que el muchacho se entusiasmara hasta resplandecer; ambos habían mantenido numerosas conversaciones animadas sobre Manfred von Richthofen. Su manera de apasionarse tenía algo de sorprendente, de fervoroso, y Juudit no dudó de su idoneidad, ni del sitio que ella ocuparía en la tribuna cuando él realizara el giro Immelmann en una exhibición de acrobacias aéreas. Rosalie aplaudía su elección y Juudit la de Rosalie. Se consideraban dichosas. En sus cartas, aquel pretendiente le prometía llevarla en avión a París y Londres; ambos deseaban ver mundo, viajar. La sola idea del aire bajo sus pies la atemorizaba, pero ante la expresión extasiada de sus amigas valía la pena hablarles de su futuro como esposa de un piloto, como dama conocedora de las metrópolis, de cómo iría a comprarse unos guantes a París y las dependientas los rociarían por dentro con un dispensador de polvos para que ella se los probase. Algún día su marido aparecería quizá incluso en las noticias y los espectadores se pondrían tensos en sus asientos, suspirarían, a algunas mujeres les daría un mareo. A veces se había preguntado extrañada cómo un hombre con un futuro tan emocionante podía interesarse por ella; y cuando, prometidos, él un día la besó en la frente, ese beso la acaloró tanto que ni siquiera se atrevía a pensar en otro tipo de contacto. Pero luego no había habido ningún tipo de contacto.
Al final, superando su aprensión, Juudit se acercó a sus amigas ya conocedoras de la vida matrimonial para preguntarles por sus asuntos íntimos. A Rosalie no, no osó preguntarle nada, ésta continuaba confeccionando su ajuar y la casa de los Simson se preparaba para acoger a la nueva señora. A pesar de las chispas que saltaban entre ellos, Rosalie y Roland no tenían prisa en pasar por la sacristía, querían hacer las cosas bien; pero, después de su propia boda, Juudit no se sentía capaz de participar en los planes de Rosalie. Antes las primas examinaban juntas peinados de novia, ramos, pensaban en el día en que ambas estuvieran casadas, sobre el tema habían volado cartas entre Tallin y la casa de los Armi, y Juudit le había hecho jurar a Rosalie que llevarían a sus maridos a Haapsalu, tomarían un baño de barro en el balneario e intentarían conseguir que sus parejas congeniaran más; aunque entre ambos no había desavenencias, sería más agradable si los compañeros de infancia fueran también amigos, tan unidos como ellas dos. En un principio, Rosalie había considerado que un curso de costura gratuito para aprender a utilizar una Singer era la opción más apropiada para un ama de casa, pero luego aceptó emplear unos jornaleros a fin de que se encargaran de la hacienda un par de días, lo justo para emprender el viaje y pasar tiempo juntas ambas parejas; en el campo siempre había tanto que hacer que nunca había un rato para conversar de verdad. Al final Rosalie estuvo de acuerdo con el montaje de Juudit, pero ésta lo desechó tras su viaje de novios. Estaba segura de que Rosalie vería la verdad, se percataría de la farsa de su unión, unión que Juudit no habría sabido explicar. ¿Cómo confesarle a Rosalie que el matrimonio la había condenado a la inutilidad? Su amiga no lo entendería. No lo creería. Nadie lo creería.
Desesperada, Juudit se había aferrado al Diccionario del ama de casa, un regalo de boda. En la entrada «Matrimonio» se hablaba del contacto sexual. En la «S» de «Sexo» halló también «frigidez sexual» y la explicación de que ésta en general se debía a causas psíquicas: miedo al dolor, repulsión hacia la pareja o recuerdos traumáticos. Juudit se dio cuenta de que el artículo no se refería a los hombres, sino a las mujeres. Así pues, el defecto era suyo. De sus amigas casadas, varias contaban que su marido nunca parecía tener bastante, una había insinuado un tamaño insuficiente, otra que no conseguía estar tranquila ni siquiera con la regla, lo que resultaba terriblemente antihigiénico y sin duda también peligroso, y una tercera sospechaba que el marido le había traído de sus escapadas amorosas una enfermedad venérea. La situación de Juudit era excepcional, pero por fin sabía qué pensar: gonorrea, sífilis y chancro. ¡Claro! ¡Era por eso! ¡Su marido no se atrevía a hablarle del asunto por vergüenza! Tenía que llevarlo al médico, pero ¿cómo? No podría decirle que sospechaba que estaba enfermo.
Soltó el libro. La imagen de la pierna de un lactante que padecía una sífilis hereditaria la hizo evocar a una mujer de su infancia; al verla, su madre apretaba el paso y conducía a Juudit por otra calle, considerando apropiado regresar más tarde a la tienda de ultramarinos; la mujer sufría la afección de las mujeres de mala vida, que se contagiaba, por ejemplo, si usabas los mismos recipientes que los enfermos. En ese sentido, su madre había tenido razón, eso mismo afirmaba aquel Diccionario del ama de casa, pero entonces, ¿no tendría que presentar también Juudit los síntomas? Aún recordaba el rostro de aquella mujer. Limpio y sin rastro de cocainismo, a pesar de que en sus visitas dominicales el médico de familia había hecho correr el rumor de que la enfermedad se propagaba: «El cuerpo médico ha afirmado que la locura causada por el uso terapéutico de la cocaína ha disminuido en nuestro país, aunque el número de psicópatas y neuróticos no ha decrecido, y son justo ellos los transmisores del cocainismo. Ya pueden imaginarse cuántos de ellos hay».
El Diccionario no aclaraba si la afección influía en la apetencia del hombre. Juudit no llegó a ninguna conclusión. Sífilis, la más grave y temida enfermedad sexual. No podía tener tan mala suerte. Seguro que se equivocaba. Los ojos de su marido no estaban rojos, ni tenía abscesos en la boca o las piernas, ni deformidades. De todos modos, ¿cómo podía saber si la padecía, si había besado a mujeres de mala vida o incluso algo más? Y si lo había hecho, ¿qué? ¿Cómo saber si su marido había ido al médico?
Entonces había comenzado a observarse a sí misma: se examinaba a diario la lengua y las extremidades, se asustaba de las picaduras de mosquito, de las ronchas que ocasionaban, de un grano en la barbilla, de un callo en el pie, mientras pensaba si habría pasado por alto algún forúnculo, o si ahora padecía la fase asintomática que mencionaba el Diccionario. Extrañados, los demás empezaron a hacer insinuaciones respecto al futuro vástago, pues la prisa de Juudit por casarse se había interpretado como signo de que estaba embarazada; el rumor había circulado especialmente por boca de su suegra, con su tono de enterada y censora. Al final, Juudit se armó de valor, tenía que cerciorarse. El médico fue muy amable, pero en cambio la revisión fue molesta e incluso dolorosa. El doctor determinó que Juudit no tenía ningún defecto orgánico ni enfermedad.
—Querida señora —dijo—, reúne usted todas las condiciones para engendrar.