1948

ESTONIA OCCIDENTAL

República Socialista Soviética de Estonia

Visitamos una vez más la tumba de Rosalie para depositar un ramo de flores sobre el montículo iluminado por la luna; guardamos silencio un momento separados por las flores. No deseaba que Juudit se marchara, ni abandonarla, así que tuve que decir algo que jamás debería decirse en una situación como aquélla:

—Nunca volveremos a vernos.

Mis palabras sonaron roncas e hice que a sus ojos asomara un velo húmedo, el mismo velo que con frecuencia me había conmovido y había convertido mi mentalidad racional en una cáscara de nuez bamboleante. Ahora se balanceaba en las ondas que aparecieron en el rabillo de sus ojos. Quizá yo deseaba mitigar mi propio dolor y por eso pronunciaba palabras torpes, tal vez sólo quería ser cruel para que a lo largo del camino ella pudiera maldecirme, a mí y mi insensibilidad, o tal vez necesitaba una última prueba de que no deseaba marcharse; aún me sentía inseguro acerca de sus sentimientos, a pesar de cuanto habíamos compartido.

—Te arrepientes de haberme traído contigo después de todo aquello —susurró Juudit.

Su clarividencia me sobresaltó y, confundido, me froté la nuca. Por la noche, ella había tenido tiempo de cortarme el pelo, y algunos cabellos se habían colado por el cuello de la camisa y me picaban.

—No pasa nada, lo entiendo —añadió.

No repliqué, aunque hubiera podido. No creía que durante el tiempo pasado en el bosque me hubiera ido mejor sin Juudit, pese a que su presencia constituía una preocupación adicional. Los hombres insinuaban otra cosa. Pero no me quedó más remedio que llevarla conmigo cuando me enteré de que, ante el inminente avance ruso, había huido de Tallin en busca de refugio en casa de los Armi. Aquélla no era una casa segura para nosotros, el bosque era mejor. Ella había sido un pajarillo herido en la palma de mi mano, débil, en un estado febril y nervioso que había durado semanas. Sólo cuando nuestro enfermero murió en la batalla, los hombres permitieron que la señora Vaik viniera a asistirnos, a Juudit y a nosotros. Había conseguido salvarla de nuevo, pero, una vez que ella enfilara el camino que se divisaba un poco más allá, ya no podría protegerla. Los hombres tenían razón: el lugar de las mujeres y los niños estaba en casa, Juudit debía regresar a la ciudad. El cerco se cerraba y la protección que ofrecían los bosques se reducía. Observé de soslayo su expresión: miraba hacia el camino por el que pronto se iría, inspiraba hondo con los labios entreabiertos, y el aliento frío que exhalaba con fuerza intentaba quebrantar mi decisión.

—Es mejor así —le dije—. Es lo mejor para los dos. Regresas a la vida que dejaste.

—Ya no es la misma. Jamás lo será.