Oh, plebeyo, me has matado…

Sí, eso es. Sí, eso es, mi chica. No fue tu mejor hora. En el curso de ella (nuestra cena en el Grill, a finales de julio) me sometiste a dos crasos vulgarismos —dos préstamos cobardes, es decir del pantano comunal de las fiases pegadizas, de las muletillas y de las cancioncillas publicitarias—. No «te metas en eso», Venus. No entres en esa necrópolis de la novedad.

El primero era «closure».[21] ¿Por qué no busqué «closure»? «Closure»: puaf… Con sólo susurrarlo o pronunciarlo me siento transformado en un pobre diablo de bata blanca y pescuezo obeso en un consultorio de estilo centro comercial. Closure es una palabrita grasienta que, además, describe una condición inexistente. La verdad, Venus, es que nadie supera nunca nada. Tu segunda atrocidad no se limitaba a un solo vocablo: se prolongaba hasta una fiase entera. «Lo que no te mata te hace más fuerte.» ¡Nada de eso! ¡Nada de eso! Lo que no te mata no te hace más fuerte. Te hace más débil, y al final te mata.

Por supuesto, voy a ocuparme yo mismo de este asunto. Ese sistema sanitario torpe y pesado pero de gran capacidad del que hablaba Lev… ha desaparecido por completo. Sólo una exigua mayoría de hospitales estatales puede preciarse de tener agua corriente, y puedo afirmar con lágrimas de orgullo en los ojos que éste donde yo estoy es uno de ellos. En lo que se refiere a la muerte, sin embargo, Rusia sigue siendo una tierra de oportunidades: la inyección letal, aquí, sigue siendo una ganga incluso al doble de su precio. Y sobre el derecho a la vida y demás, no existe tal cosa. No hay políticos piadosos ni clérigos entrometidos ni multitudes vociferando ante las escalinatas ¡Déjame Vivir!

Estoy en el pabellón de la inmunodeficiencia (único en todo el país). Para utilizar el eufónico acrónimo local, es para personas con SPID. Esta epidemia no reconocida, por cierto, alcanza proporciones africanas. Dentro de un tiempo (no saben decirme cuándo) me trasladarán a una habitación individual para la inyección. Y me pregunto: ¿cuánto habré de pagar, y cuándo? Lo sé. Mientras me esté quejando. Mientras esté molestando: ése es el momento de hacerlo. La inyección letal hará su efecto —no lo dudo—. Pero no estoy en absoluto seguro de que el tránsito sea indoloro. La morfina es aparte, y ya he pedido que la dosis sea doble. Pero tienes razón: debería haber ido a Oslo o Amsterdam y haberlo hecho en «clase preferente» y no en «clase turista». Pero eso no sería una respuesta. Voy a morir donde murió mi hermano.

Acúsame de atenerme al sentido literal de las palabras, pero no hago más que hacer lo que la propia Rusia está haciendo. Ella ya lo intentó una vez en el pasado. Rusia trató de quitarse la vida en los años treinta, después de la primera década de Iósif Vissariónovich. Él ya tenía en su haber unos diez millones de cadáveres sobre sus espaldas, incluso antes del Terror. Pero necesitaba que los rusos siguieran produciendo rusos. Y los rusos dejaron de hacerlo. Tras el censo alarmante de 1936, el Estado pasó a la acción: plan intensivo de guarderías, medallas a la maternidad, nueva solemnización de la ceremonia del matrimonio, legislación sobre las transmisiones hereditarias y la tipificación penal del aborto. Era algo similar a una huelga general, y el Estado la rompió. ¿Qué iba a hacer ahora el Estado?

Cuando los babilonios conducían a los judíos hacia el cautiverio les pedían que tocaran el arpa. Y los judíos decían: «Trabajaremos para vosotros, pero no tocaremos para vosotros.» Eso es lo que respondían los rusos en 1936, y eso es lo que están respondiendo ahora. Trabajaremos para vosotros, pero ya no vamos a follar para vosotros. No vamos a seguir haciéndolo, a seguir engendrando gente. Engendrando gente para ponerla ante la indiferencia del Estado. No vamos a tocar.

Oh, no quiero decir que dejaran de hacerlo por completo —de copular, de tener trato carnal—. Aproximadamente un tercio de los seres fantasmales que están en la sala de televisión de este pabellón (que antes fueron gente, gente de lo que antes fue una nación) pueden afirmar que han contraído su SPID por vía venérea. ¿Cómo si no se explica la cantidad de condones usados que vemos en la calle? Siempre hay acérrimos del modo tradicional y tipos que van hasta el final. Mira las cifras de sífilis entre quinceañeras —en los diez últimos años ha habido un incremento del catorce mil por ciento.

A estas alturas no se me puede pedir que cambie de forma de ser. Me refiero a mi debilidad por la pedagogía. Tienes mi lista de tus futuras lecturas. Verás que la mayoría son memorias —memorias de esclavos rusos—. Espero que leas unas escritas —mucho tiempo después, ya residiendo en Iowa— por Janusz. A veces se dice que estos libros no son «representativos», porque todos derivan del mismo estrato: la intelligentsia. Todos políticos; ni serpientes ni sanguijuelas, ni bestias ni putas.

Los autores tampoco son representativos en otro sentido: su integridad, al parecer, jamás se vio amenazada lo más mínimo. Vivieron; y también amaron, creo. Estajanovistas del espíritu, buscadores y visionarios «de choque», ni siquiera odiaron. Nada de esto fue así en el caso de mi hermano y mío. Y odiar es un trabajo agotador. Odias odiar —llegas a odiar el odio.

Déjame decirte lo que me encantó del 4 de agosto de 1953, cuando nos plantamos cogidos del brazo. Cuando nos pusimos en pie y nos enfrentamos al Estado y su torbellino de hierro. Yo había llegado a la meta de la filosofía: sabía cómo morir. Y los hombres no saben cómo hacer eso. Podría ser, incluso, que todos los esfuerzos realmente importantes de los varones, tanto grandiosos como ruines, vinieran dados por esta sola incapacidad. A ningún otro animal se le pide que adopte una actitud ante su propia extinción. Ello resulta terriblemente difícil para nosotros, y cabe pensar que mitiga en parte nuestra mala reputación general… Necesitamos la emoción de masas para saber cómo morir. Necesitamos ser como todos los demás animales, e ir con el rebaño. La ideología te da emoción de masas, y ésa es la razón por la que a los rusos siempre les ha gustado la ideología. Yo he hablado mucho de la tuya. Y durante toda tu vida he tratado de interesarte por la mía: la ideología de la no ideología. No es una mala ideología, la tuya; pero es una ideología. Y es b único que veo en ti que sigue siendo imperfectamente libre.

Acabo de tener una visita. Me ha traído fruta y flores: la pequeña Lidiya. Ya no es tan pequeña, la verdad (la habitual robustez eslava, con algo de religioso, cuáquero, en su corpulencia), lo que no impidió que me animara brevemente ver su aspecto vigoroso. Debe de tener unos sesenta y cinco años —y no olvides que las mujeres rusas viven aproximadamente un veinticinco por ciento más que los hombres rusos (ellas alcanzan los cuatro cuartos, no se quedan en tres, como nosotros)—. No le he dicho a Lidiya para qué estoy aquí exactamente, pero ella ha entendido que va a ser nuestro último adiós. Me ha preguntado si podía rezar una oración por mí aquí mismo, y le he dicho que sí, pensando que iba a poder soportarlo. Pero me equivocaba, y casi acto seguido me he puesto a pedirle a gritos que se callara. Esa ideología, no. No iba a quedarme ahí echado mirando cómo besaba la cruz rusa. Ella se ha disculpado con bastante delicadeza, y me ha acariciado la frente, y ha salido de la habitación andando de espaldas. Sí, ahora estoy en una habitación. Está en el sótano, en el que hay dos calderas y miles de toallas rosas y azules apiladas en estanterías de listones, y huele a vinagre. Mi cuñada va a hacer otro cajón de contrachapado para mandarte mi ordenador de sobremesa, y mi cartera y mis gafas y mi reloj de pulsera y mi anillo de boda y mi nivel, y un par de cosas de ropa —una corbata, un pañuelo…—. Le he dado a Lidiya la navaja y la carpeta de poemas.

Hay una diferencia más entre los sexos en la que quiero que repares, si no te importa. Prepárate para oír buenas noticias. En 1953 descubrí cómo morir. Y se me ha olvidado. Pero sé lo siguiente: las mujeres saben morir con suavidad, como hizo tu madre, como hizo la mía. Los hombres siempre mueren atormentados. ¿Por qué? Hacia el final, los hombres rompen con el hábito de toda una vida, y se ponen a culparse a sí mismos con severidad de varones. Las mujeres rompen también con un hábito, y ya no se echan la culpa de las cosas. Perdonan. Nosotros los varones no sabemos hacerlo. Y me refiero a todos los hombres, no sólo a los viejos violadores como yo —también los grandes pensadores, los grandes espíritus tienen que hacer el trabajo: dilucidar «quién hizo qué, y a quién».

¿Qué es lo que me pasaba a mí con las mujeres? En el avión, esta mañana, me he metido en el buscador de Internet: «celos sexuales retrospectivos». Salían montones de cosas sexuales, y montones de cosas de celos, y montones de cosas sobre cosas retrospectivas. He dejado atrás trabajosamente miles de entradas y al final he dado con un refinado artículo de la augusta publicación británica Mind and Body. Se titulaba «Los celos sexuales retrospectivos y el homosexual reprimido». Al varón que sufre de celos sexuales retrospectivos —argumenta el artículo— no le interesan las mujeres: quienes le interesan son los hombres. En otras palabras, soy criptomarica. ¿Qué es lo que me hace dudar de tal diagnóstico? Para empezar, el hecho de que no me habría importado mucho ser marica. De acuerdo, no me habría gustado, en el campo, tener que coger la cuchara y el cuenco e irme a sentar con los pasivos, que comían en una mesa separada (y sólo podían hablar entre ellos). Pero después, en la ciudad, si no te dedicas a hacer niños, ¿qué más da? Sé que no pensarías mal de mí. Pero en mi caso es seguramente peor, porque yo sería marica respecto de mi hermano.

Lo que no se me va de la cabeza de aquellas horas del hotel Rossiya, sorprendentemente tal vez, es una sensación irreductible de esterilidad. En los últimos meses de guerra violé vistiendo el uniforme —estábamos, entonces, tan llenos de muerte (y de la destrucción de todo cuanto teníamos y sabíamos) que el acto del amor, aun parodiado, era como un ensalmo contra aquella orgía de matanzas—. Y hoy día se podría poblar una ciudad de buen tamaño con los hijos ilegítimos engendrados por el ejército violador (una población de un millón). Muchas de las mujeres embarazadas, por supuesto, no llegaron a dar a luz: fueron asesinadas aquí y allá por sus violadores. Yo al menos puedo decir con verdad que este fenómeno se escapaba y sigue escapándose a mi comprensión.

¿Y lo del Rossiya? Lo que hice no tuvo sentido. Fue gratuito, fue perverso, fue algo encaminado a la propagación de la desdicha, pero ni siquiera fue algo particularmente ruso. Quizá con una salvedad. No hay poder, no hay libertad, no hay responsabilidad —nunca la ha habido— en toda nuestra historia. Se agita una anarquía en su interior. Pero no…, yo tiro la toalla. He dicho antes que la violación ya había saldado las cuentas conmigo. Su venganza no fue proporcionada ni nada parecido, pero fue rigurosa, y espectacularmente rápida. ¿Lo has adivinado? ¿Se lo has preguntado al espíritu de tu madre? En el Rossiya pasé de sátiro a viejo en el curso de una tarde. Y al día siguiente ni siquiera recordaba qué era lo que me gustaba de las mujeres y su cuerpo. Ahora lo he recordado. En los días pasados he logrado acordarme.

Por supuesto, sería estupendo ser capaz de culpar de esta violación a la guerra o al campo o al Estado. A veces creo sinceramente que la muerte de Artem (el modo en que murió), al igual que la de Lev, me habían hecho perder la razón. En aquel momento, cuando la sonrisa abierta de amor de Zoya se convirtió en una mueca ahogada de horror, sentí un desencanto, Venus, de una amplia gradación de matices. Después de todo lo que ha pasado, pensé. Y durante un tiempo —el suficiente— la posesión de Zoya se me antojó un derecho. Cuando ni siquiera tenía derecho a estar en aquel cuarto. Y ahora, cuando cierro los ojos, lo único que veo es a un asesino moribundo, implacable hasta el último aliento, que se encoge para lanzar la acometida final. Empezó siendo una intuición y ahora es una convicción que quizá compartas: en los cuatro o cinco segundos entre mi beso y su despertar, Zoya estaba soñando con Lev. Tuvo que ser así, para que pudiera cristalizar nuestro destino —el de Lev y el mío—. Dios, Rusia es el país de la pesadilla. Y siempre de una pesadilla compleja. Siempre de la pesadilla de más talento.

Y estoy a punto de escapar de ese sueño. Han venido. Dos hombres con ropa de calle, con lo que parece una caja de herramientas. Se están fumando un cigarrillo mientras yo acabo esto. Yo también estoy fumando. En cualquier momento le daré a ENVIAR… Vete, pequeño libro, vete, pequeña tragedia mía. Y vete con ellos tú también, Venus, ve a ello, con tu saludable dieta, con tu seguro médico de lujo, tus dos títulos universitarios, tus idiomas, tus propiedades, tu capital. El delirante lujo de que estés ahí para poder pensar en ti me ha mantenido con vida; hasta ahora, en fin. Y…, oh mi corazón cada vez que me llamabas «papá» o «papi» o «padre»…, todas y cada una de las veces que lo hacías… Bien, pequeña mía, no estaría bien decirte adiós en un tono de amargura. No sucumbamos a la melancolía supuestamente tan típica de la llanura septentrional eurasiática, la tierra de los clérigos comprometidos y los boyardos adustos, de los soplones y los xenófobos y los policías secretos empapados de sudor. Únete a mí, por favor, mientras contemplo el lado luminoso. Rusia está agonizando. Y yo estoy contento.