Está fechada el 31 de julio de 1982.
«Hermano», empieza.
Te dije que contestaría a tu pregunta antes de morir. Voy a mantener la primera mitad de mi promesa. Estoy seguro de que podré satisfacer tu curiosidad. Intentaré también mortificarte el alma. Prepárate.
Durante veintiséis años he estado tratando de escribir un largo poema titulado «La Casa de los Encuentros». Un largo poema, digo. Pero, de forma simétrica, mi llama o numen —tal como alentaba en mí— murió aquella noche, junto con todo lo demás. Al final verás que, andando el tiempo, conseguí componer dos o tres estrofas. No creo que te interesen gran cosa. Son sobre Artem, me temo. Canciones infantiles. Eso es lo que son.
No, no pude componerlo, ese poema. No podía contar esa historia. Pero ahora que estoy muerto puedo contártela.
Te escribo desde el hospital. Nuestro sistema sanitario podrá tener los dedos gruesos (y las uñas sucias), pero tiene las manos anchas. Su actitud ante la enfermedad es ésta: para el tratamiento, todo; para la prevención, nada. Sin embargo, están utilizándome para probar un nuevo fármaco contra el asma. No soy el primero. Está claro que la mayoría —si no todos— los candidatos anteriores han muerto de distintos ataques cardíacos. Y muy pronto, además. Pero de momento existe una concordancia de intereses. Mi corazón aguanta y yo respiro con normalidad. Cuán delicioso es el aire. Qué lujo poder inhalarlo —sabiendo que luego podrás expulsarlo—. El aire —incluso este aire, con sus olores de ceniceros (todo el mundo sigue fumando: pacientes, limpiadoras, personal de cocina, médicos, enfermeras), medicamentos agresivos, tuberculosis terminales— me sabe bien. El aire sabe bien.
Así que… la vi acercándose por el sendero… Su forma de andar, su figura aumentada por el cristal combado de la ventana. Entró. En el momento de encontrarnos fue tal como uno habría deseado que fuera. Sentí la fuerza de algunos tópicos, «no caber en sí», por ejemplo. Me hacían falta dos bocas: una para besar y la otra para elogiar. Me hacían falta cuatro manos, una para desabrochar, otra para desabotonar, otra para acariciar y otra para estrujar. Y durante todo el tiempo no hacían más que volver a dar cuerpo a recuerdos desgastados por las repeticiones mentales. Cuando acaricias a Zoya, Zoya se retuerce, se contorsiona casi, como si al hacerlo ensanchara la «inclusividad» de tu caricia. Los niños suelen hacerlo. Artem lo hacía.
Con el despojamiento de cada prenda me llegaban enormes oleadas de fascinación. Si algún sentimiento había poco grato, a aquellas alturas, era una especie de cómico miedo cerval. ¿Te acuerdas del comemierda que cambió el cuenco y la cuchara para zamparse la sobredosis de una ración doble? ¿Y cómo olvidar el sino de Kedril el Tragón? Zoya iba quedando más y más desnuda, y yo pensaba y pensaba en aquellos ridículos banquetes zaristas con los que fantaseábamos a veces. Labios de salmón y párpados de pavo real hervidos en miel y huevas de lota. Y doscientos platos, con cuarenta y cinco clases de pasteles, y treinta ensaladas diferentes.
En este punto, es necesario decirte algo sobre las formas amatorias de Zoya. No soy nada maniático ni posesivo en estas cosas (como me da la sensación de que tú sí eres), y tengo la intención, en cualquier caso, de hacerte cargar —incluso de agobiarte— con este tipo de confidencias. De un modo asombroso, alquímico, era una mujer grande que en el lecho pesaba apenas medio kilo. También era muy inventiva, y prodigiosamente poco melindrosa, y con un largo aliento bastante increíble. Durante nuestros primeros nueve meses juntos, hacer el amor —creo justo decir— nos ocupaba gran parte del tiempo. Por ejemplo, nuestro último encuentro amoroso (antes del día de la boda y de mi juicio de diez minutos) se prolongó —con pausas para echar una cabezada y comer algo— durante setenta y dos horas.
En la Casa de los Encuentros no tardamos mucho en estar haciéndolo… —en hacer lo que la gente hace—. Yo estaba tan turbado por mi actitud dispuesta, por mi capacidad, que poco después me vi preguntándome qué es lo que me estaba pasando. Y era esto —algo que al principio me resultó como un total anticlímax—: mientras hacía el amor no estaba pensando en mi mujer. Estaba pensando en la cena. En los enormes mendrugos de pan, en el arenque entero, en el caldo pingüe en grasa que tú y los otros habíais ido atesorando de forma tan cuidadosa y conmovedora. Por supuesto que podría haberme dicho a mí mismo: Llevas ocho años sin haber hecho nada más que comerte la comida que tenías delante. Pero mentiría si dijera que no estaba ya bastante asustado. Una de las cosas horribles de aquella noche fue la sensación de invasión desde dentro y la impresión de ser un mero espectador de un ser que no era yo.
Cenamos. Y fue estupendo también. Y el vodka, y los cigarrillos. Luego la ayudé a lavarse. Zoya había pasado el día en la caja de un camión, y tenía la piel de tal guisa que era imposible distinguir las manchas y las magulladuras. Dos semanas en trenes y carreteras. Yo me deleitaba ahora en su valentía, su fidelidad, su belleza, su vivacidad asombrosa. Dios, ¡qué gran mujer! Yo estaba lleno de gratitud y volvía a estar ávido de ella.
Esta vez me complació descubrir, en los comienzos, que no estaba pensando en comida. Lo único que conseguí, sin embargo, fue posponer el reconocimiento de que en lo que pensaba era en dormir. En dormir, y en la compasión. Fue una de esas veces en las que tus pensamientos y sentimientos ocultos te muestran los resultados de su trabajo silente. Descubres lo que te ha estado abrumando, y de qué manera…, y con qué razón. Yo quería dar lástima y sumirme en el sueño. Eso es lo que quería. Y al final nos dormimos, durante muchas horas, y al amanecer tomamos el té que ella llevaba en el termo y volvimos a empezar. Esta vez no pensé ni en dormir ni en comida, ni siquiera en la libertad. Había dado ya con mi asunto. En lo único que pensaba era en lo que había perdido.
Y ¿qué había perdido? Recordé la primera ley del campo: para ti, nada; de ti, todo. También pensé en el lema urka (y leyenda de muchos tatuajes urkas): podrás vivir pero no podrás amar. Ahora bien, sería macabro decir que había perdido todo mi amor. Y no sería verdad, no sería verdad. Eso es lo que me había sucedido, hermano: había perdido toda mi capacidad de «jugar». Toda.
No creo que se te escape el detalle de que Zoya es mucho más guapa que yo. Bueno, lo dijiste tú mismo, más de una vez, en 1946. Puedo asegurarte que siempre lo he sabido —cada uno de mis sentidos lo sabía—. Y que me había bastado la exaltación de las torpes ternuras de mi Olga, de mi Ada. Y llegó Zoya, el Grand Slam del amor, que me curó la tartamudez en una sola noche. ¿Y qué más? ¿Me haría alto, me proveería de una barbilla y un par de orejas que casaran? Y, sí, lo hizo, lo hizo.
Me sentí revolucionado —y liberado—. Y mi respuesta fue una gratitud sin límite. Nunca me parecía que hacía por ella lo suficiente. La alabanza perpetua y la consideración infinita, las ternezas y los abrazos, rimas, chucherías, mensajes, masajes —atención indivisa, junto con el despliegue de un deseo que tendía hacia el infinito—. La «pertenencia a una especie» de la que hablabas durante aquellos meses de locura heroica del 53, el sentimiento «anclado en tierra» —lo que tú encontraste en lo comunal y yo encontré en ella—. Con este amor extraordinario corregí el desequilibrio. Y ella me miraba, ¡a mí!, y decía que no podía creer lo afortunada que era. Oh, hermano, estaba casi paranoico de felicidad. Era como la religión combinada con la razón. Y yo el único devoto adepto.
Aquella noche en la Casa de los Encuentros me volvió toda la conciencia de inferioridad, ahora reforzada por el sentido de la esclavitud. En Moscú, en el ático cónico, yo era Lev, pero era alguien limpio y fuerte. Pensé: tendría que haberme visto hace un par de horas, antes de que me raparan y me rociaran con la manguera de incendios —era como una pequeña planta rodadora de liendres y piojos—. Así, al silencioso pero universal murmullo de consternación que oía, débilmente, siempre que ella me estrechaba entre sus brazos, se añadía otra voz, que decía: «No importa que a todos les parezca un idiota de pueblo. Allá ellos. Qué tal si se considera lo que es. Es una hormiga que trabaja duro para el Estado a punta de pistola. Lo que es es un esclavo. Nada puede hacerse más que compadecerlo, tenerle lástima.» Y yo quería esa piedad. Quería la piedad de toda Rusia.
Se agolpaba a mi alrededor todo un auditorio de pensamientos, pequeñas gárgolas que reían burlonamente y me interrumpían continuamente. ¿Qué era aquel milagro de femineidad que percibía debajo de mí, en torno a mí? Se suponía que las mujeres no tenían que parecer mujeres, ya no. Luego, Dios Santo, estaba el asunto de las manos. Yo no hacía más que pensar: ¿Dónde está la mano que mató mi oído? ¿Dónde están las manos del camarada Uglik? ¿Son mis manos sus manos? ¿Son sus manos las mías? Esta garra, esta pinza, ¿de quién es? Y sólo por estar ahí, sólo por no estar ausentes, mis manos parecían pesadas, violentas. Y detrás de todo ello estaba el pensamiento de que, no sé…, el pensamiento de que ser hombre no era algo que estuviera bien ser. No podía apartármelo de la cabeza. No había pensamiento, por estúpido o nocivo que fuera, que no tuviera cabida en mi cabeza. Porque cualquier pensamiento era bueno para tratar de esquivar el otro pensamiento: el de todo lo que había perdido.
No esperaba que las cosas fueran muy diferentes en la libertad. Y no lo fueron. Visto desde la óptica de las sensaciones, de los centros nerviosos, el acto físico seguía siendo muchísimo más placentero que cualquier otra cosa que yo pudiera imaginar. Pensé que sería capaz de centrarme sólo en lo carnal. Pero cuando el corazón se retira, acto seguido se retira también la cabeza. Llegué a no poder protegerme de la idea de que lo que estaba haciendo era esencialmente inane…, como volver a un pasatiempo arduo y fútil que hubiera abandonado —por ya insatisfactorio— mucho tiempo atrás. Cuando has perdido todo el sentido del juego, imagina en qué se convierte el amor. En trabajo. Trabajo que se hace más y más duro cada hora que pasa. La noche era un «turno de noche» que se cernía sobre mí durante todo el día. Ahí tienes de nuevo (con toques satíricos, es cierto, con bromas y mofas) el divagador recordatorio de lo que había perdido. Tenía que mirarme a la cara en busca de los contornos de la ternura, pero también esas formas se habían esfumado.
Aquella noche en el campo llevé a cabo una interpretación magistral del viejo Lev —es decir del joven Lev—. Pero el viejo Lev había desaparecido, junto con mi juventud. Y yo seguí interpretando ese papel durante cinco años. Y ella nunca se dio cuenta. Mi experiencia con grandes beldades empieza y termina con Zoya, pero he «invertido» mucho pensamiento en ellas. En ese tipo de mujer. Creo que ella era muy atípica sexualmente. La mayoría de las grandes bellezas —sospecho— tiende a la pasividad: el mero sometimiento suele considerarse recompensa suficiente. Pero en otro orden de cosas creo que Zoya era típica —incluso arquetípica—. No era una notoria perceptora de la textura de los sentimientos de la gente que la rodeaba. Las grandes bellezas no tienen que hacer el trabajo que los demás tenemos que hacer, el trabajo del sentir popular y de la «Observación de las masas». Salvo cuando su manifestación era violenta, Zoya raras veces percibía el antisemitismo. La gente la miraba con un desdén compasivo, como si mirara a un gato que hubiera perdido todo el pelo. Créeme, yo sí que llegué a conocer la epidemia de la xenofobia. Es un espejo del tamaño del Pacífico, todo un océano de insuficiencias.
No, ella nunca se dio cuenta. Sólo había una cosa que yo no podía controlar, y que a ella le preocupaba. Yo lloraba en sueños. Siempre lloraba cuando dormía. Y siempre por el mismo sueño. Solía preguntarme al respecto mientras se vestía para ir al trabajo. Le conté que el sueño era sobre Uglik. No era verdad. El sueño era un sueño llamado la Casa de los Encuentros.
Mi doble, mi gemelo de payasadas, mi Vadim, seguía allí, en la libertad, y tenía un plan. Su plan era que yo me volviera aún más feo. De ahí la barriga de bebedor de cerveza, el nuevo tic, la consciente falta de gracia, y, por supuesto, el modo en que me agachaba o inclinaba para tartamudear. Para entonces ya anhelaba la enfermedad, la incapacidad. Quería estar rodeado de gente vestida de blanco. La palabra hospital adquirió el brillo sagrado que había tenido en Norlag. Ahora era constantemente consciente de una sensación de hallarme «a la espera». Era la impaciencia por ser viejo. Antes, en el ápice de la dicha sexual, solía sentir que estaba siendo torturado por alguien infinitamente delicado. Ahora sentía eso mismo cada vez que ella me sonreía o me cogía de la mano. La fase última y final, que trajo consigo toda una nueva categoría de alarma, se inició en el verano de 1962. Y el primer síntoma fue físico.
Empecé a oír, de modo intermitente, un zumbido tenso —como el de unos motores a reacción oídos dentro del avión—. Un ruido blanco, supuse, que me viene del oído sordo. Al cabo de un tiempo caí en la cuenta de que sólo me sucedía en determinadas situaciones: al recorrer puentes de gran altura, en lo alto de acantilados y balcones, cerca de vías de trenes y de carreteras con mucho tránsito —y cuando me afeitaba con la navaja—. Y un día, en Kazán, tardé media hora en pasar por delante de un vehículo parado que había en la calle. Era un camión compactador de basura. Los hombres lo habían dejado en marcha mientras iban un poco más lejos a recoger la basura (lógicamente: en previsión de la eventualidad de que luego no arrancara), y el zumbido en mis oídos era tan fuerte que las fétidas masticaciones de la máquina, su continuo aplastar-triturar se me antojó silencioso incluso cuando me acerqué a observar su funcionamiento. En los bloques de acero que subían y bajaban apenas se veían manchas, y los dientes negros estaban casi totalmente limpios. Todo parecían en orden. Y no emitía ningún ruido.
Cuando éramos unos chiquillos solías decirme que yo era un solipsista, y un solipsista de brío y determinación muy poco comunes. Hablabas de la sobriedad de mis cálculos en beneficio propio, de mi falta de doblegamiento ante el talante del grupo (más la protuberancia descentrada del labio inferior y la «reserva» de los ojos). Bien, seguía siendo cierto que no tenía la menor intención de matarme. Y eso lo vivía como una prioridad razonable. El suicidio del superviviente de la esclavitud —sabemos que es bastante común, y a fin de cuentas creo que puedo respetarlo—. Es una forma de decir que mi vida es mía y puedo quitármela. Pero pensé que me había mantenido bastante bien en el campo —sin violencia, sin excesivo compromiso, sin emociones de rebaño—. Y no quería hacer lo que hacían los demás. Y calculé que existían grandes probabilidades de pasar por la vida sin matar a nadie.
En realidad todo fue bastante involuntario. Me refiero a mi huelga, súbita y oficiosa —mi huelga salvaje—. Dejé caer las manos a los costados. No sólo en el acto nocturno mismo, sino en todo lo demás, en todas las sonrisas y los sacramentos, en todas las palabras, en todos los aditamentos verbales del amor. De eso sí se dio cuenta. Te pido que imagines lo que tenía que ser estar allí echado, sentado, de pie, observando. Fue rápido —he de decirlo—. En menos de un mes la sorprendieron en crimen flagrante con el profesor de gimnasia, durante el descanso para el almuerzo. Y yo fui libre.
Para acabar con mi parte del asunto. No quise tener un hijo con Zoya y no quise tener un hijo con Lidiya. Pero es curioso. Con Lidiya…, con Lidiya sentí un breve renacimiento de la voluntad erótica. Existía la posibilidad, pues, de que ello trajese consecuencias. Algo así como…, si no se daba el juego, al menos que se diera la seriedad. Y, dicho sea de paso, a mí siempre me había asombrado lo que Lidiya pensaba que era follar, comparado con lo que pensaba que era follar Zoya. Pero la cosa funcionó. En el chico, cuando vino, empecé a encontrar el tipo de placer que solía encontrar en Zoya. Proximidad con la grandeza física, pero manejable, en el caso del hijo. Tengo en mí suficiente amor por Lidiya, y puedo juntarlo todo y complementarlo con cosas como aprobación y respeto. Lidiya comprende. Después de Zoya, siento como si estuviera viviendo con una psicoterapeuta devota —y adivina del pensamiento—. Siento cómo lee mis silencios. Comprende, y me compadece. Al final acabas compadeciéndote de ti mismo. Es demasiado agotador. Quieres que alguien lo haga por ti. Lidiya me tiene lástima. Me compadece, algo que Zoya jamás hizo (con razón), y también me compadece por Zoya.
Obligarla a marcharse, obligar a Zoya a marcharse, no era el resultado de una crueldad contenida. Nadie sabía mejor que yo lo desvalida que era en el amor. Lo pavorosamente que se abría. Zoya era una «totalista» entre hombres que operaban con fracciones. Sé que a ti y a Kitty os horrorizó su matrimonio, pero yo me sentí secretamente en la gloria —durante un tiempo, en todo caso—. La ironía es aguda, lo admito. Pero ten en cuenta que también era desvalida en otras cosas, incluido el dinero. En los meses entre nuestra separación y nuestro divorcio acumuló deudas que parecían los presupuestos de una nación. Oí que sacarla del atolladero acabó costándole a Ananías la mitad de cuanto poseía. Al fin: una reparación. El dinero ganado escarneciendo el sudor de los esclavos fue a parar a Zoya. En adelante —esa impresión me daba, al menos—, aquel horrible y viejo montón de mierda tendría a Zoya caliente, y vestida, y alimentada. Y apreciaría lo que valía. O al menos eso me parecía.
En fin, hermano mío. Tengo para mí que tú aún no has renunciado por completo a Zoya. Que vas a esperar a después de mi muerte para volver a intentarlo. No a justo después. No te veo cogiendo un avión con una maleta en una mano y el pastel de carne del funeral en la otra. Escucha. Hubo una noche en Moscú, aquella vez que nos quedamos a dormir, en la que tú le estuviste echando «esa mirada» cada cinco minutos. Te piensas que eres fuerte y callado, hermano, pero eres un libro al que se le ha rajado y abierto el lomo y se le caen todas las hojas. Estuvimos hablando de ello al irnos a la cama. Dije, como solía decir: «Como un perro inteligente que sabe que va a recibir una tunda.» Bien, te acuerdas de lo perceptiva que podía ser Zoya, cuando se ponía a serlo, cuando dejaba de hacer lo que estuviera haciendo y se ponía a pensar. Intentaré decirlo con sus palabras, para darles mayor peso:
No, ya no. Se parece más a un perro con correa. Y con un guardia al otro extremo de ella. Codicia, pero también odia. Mira cómo se mete con Varvara por la historia de su pasado. Cualquiera diría que la había sacado de la prostitución. Apuesto a que la tortura. Eso es lo que me haría a mí. Un ejercicio sin fin. Una masturbación sin fin con el asunto del pasado. Contigo. Contigo y con todos los demás.
¿Y sabes lo que hizo a continuación? Se santiguó: sí, la señal de la cruz. Ella.
En un mundo de libre albedrío, con Zoya no habrías tenido ni la más mínima oportunidad. Es muy sencillo: eres violento. En el campo, cuando me hice pacifista, era un intento de preservar algo de mí mismo. Es la filosofía del que hace novillos, lo sé —la del vago piadoso—. Entonces di por supuesto que estabas teniendo algunas peleas discretas para sacarme las castañas del fuego, y no dije nada. Me acuerdo del cambio de actitud, y de aspecto, de los tres pequeños camorristas que andaban siempre buscándome las vueltas. Parecía que los tres hubieran tenido el mismo accidente de coche. Dios. Y a aquel tártaro que quería mi pala, ¿fuiste tú el que le rompió el brazo? De todas formas, intenté —con mi dosis de hipocresía— preservar algo de mí mismo. Pero no funcionó. Nada habría funcionado. Y no te condeno a ti, en realidad, por lo que les hiciste… a los delatores. La opresión genera ansias de sangre. Como una bodega envejece el vino.
Ahora sé que eres un pretendiente persistente y mañoso —y, en el caso de ella (si se me permite decirlo), harto optimista—. Pero ella es débil ante ciertos tipos de influencia. Y si ese viejo escritorzuelo sigue vivo, cuando yo ya no lo esté, y ella sigue con él…, bueno, me pongo enfermo de sólo imaginar su aislamiento y frustración. De una cosa estoy seguro, sin embargo, y te advierto con verdadero miedo. Si intentas conseguir a Zoya, no conseguirás más que sufrimiento para los dos. Por no hablar —o, al menos, para no entrar a fondo en ello— del insulto que supondría para mi memoria, y para nuestro amor fraterno. Un amor que sobrevive al hecho más extraño de todos.
Deseabas mi muerte, ¿verdad? Prácticamente desde el día en que llegué al campo. Luchaste contra ese sentimiento, y ganaste la batalla, y arriesgaste tu integridad física para librarme de todo mal. Y sin embargo deseabas que estuviera muerto. Porque Zoya era inalcanzable mientras yo estuviese vivo. No sé por qué. No sé qué norma —acaso urkiana— estabas siguiendo, pero me alegro de que actuaras como actuaste. O quizá caíste en la cuenta de que no podía permitir que sucediera. Íbamos a necesitar pistolas al amanecer. Y entonces se cumpliría tu deseo. Mi suicidio habría sido la cosa más sencilla, ¿no? A veces me sorprendo pensando que toda la Rebelión de Norlag, los Cincuenta Días, con su centenar de muertos, la orquestaste tú a modo de una última tirada de dados. Podía morir yo, podías morir tú: que el destino decidiese. Y, Dios, el 4 de agosto, con sus muertes y sus heridas. Heridas que convirtieron en tundra el pelo de taiga de nuestro amigo Janusz. Como te dije en su día, eres un romántico. A tu modo. Y tampoco ha sido ningún plato de buen gusto para ti, todo esto. No es plato de buen gusto desear a la mujer de tu hermano. Y desearla tan desesperadamente.
Lo que me gustaría hacer es vivir lo bastante para que tú seas demasiado viejo para seguir deseándola. O demasiado viejo para hacer nada por conseguirla. Te darás cuenta de lo en serio que hablo cuando te diga que voy a dejar de fumar. Pero no me veo, la verdad; no me veo llegando a viejo. ¿Quién dijo aquello de «En el hospital siempre es más pronto de lo que crees»? Más pronto…, y también más tarde, al menos para mí. Cuando me ingresaron me hicieron firmar un papel que decía, más o menos, que no me importaba morir. He hecho testamento, y voy a repartir todos mis recuerdos, como el chiquillo bueno que antaño fui. Oh, qué buenos chicos éramos. Qué buenos chicos fuimos, entonces. Le encargaré a Artem la entrega de esta carta; termina su expedición en navidades. Es el único rasgo que tienen en común las que han sido mis esposas: no puedes pedirles que echen una carta en el buzón. Tanto daría hacer con ella un avión de papel y echarlo a volar por la ventana. Y además no espero que Lidiya esté en plenitud de bríos, cuando yo me haya ido.
¿Sabes lo que nos pasó, hermano? No fue sólo un compendio de muy malas experiencias. El hambre y el frío y el miedo y el hastío y el oceánico cansancio —todo ello era general, la situación de todo el mundo—. Lo «de confección», como si dijéramos. A lo que me estoy refiriendo es a ese destino que está hecho a medida. Algo se diseñó en nuestro interior que se combinó con lo que ya había dentro. Y para cada uno de nosotros, de diferentes formas y en diferentes contextos, y con el peor de todos los resultados posibles, y el precio que hubo que pagar no fueron cucharadas o paladas sino días, años, toda una vida. Hicieron mucho más que quitarnos la juventud. Nos quitaron también los hombres que habríamos sido. Al ver a Uglik, nuestro amo, tratando de encenderse el segundo cigarrillo…, fue entonces cuando la sentí crecer en mí, mi deformación específica…
¿Cuál es la tuya? La mía es el cinismo. La he podido remontar aquí y allí en esta carta, pero el tono que utilizo al hablar de la madre de mi hijo da sobrada cuenta de lo que hay a ese respecto. Cinismo es lo que siento —o lo que no siento— todo el tiempo. ¿Y a quién le gusta ser un cínico? Cínico. Cara de perro. Condenado a ver cinismo por todas partes. Pero está en mí. Me ha poseído. No me importa nada ni nadie. Los puntos flacos, las susceptibilidades, vienen y van. A veces puedo persuadirme de que no me importan Lidiya, Kitty, tú, madre. Raras veces logro declararme culpable de la blasfemia de que no me importe Artem. Y jamás podré decir que no me importa Zoya.
Vuelvo a preguntarte: ¿cuál es la tuya? Tu deformación. Sólo tú tienes el derecho a nombrarla. Yo antes pensaba que era la guerra, y no el campo, lo que había jodido por completo tu persona. Pero tú ganaste la guerra. Y nadie ha ganado lo otro. Sin embargo, sea lo que sea lo que la guerra hiciera, el campo lo fijó bien en tu interior. Para nosotros dos, creo, la cosa tenía que ver con nuestra debilitada capacidad de amar. Es extraño que la esclavitud tuviera ese efecto: no sólo la degradación gigantesca, no sólo el miedo y el hastío y todo lo demás, sino también la injusticia estratificada, la injusticia silente. Así que de acuerdo. Volvemos al punto de partida. Para ti, nada; de ti, todo. Me lo quitaron —parece ser— sin otro motivo que lo valioso que era para mí. Y quizá las bestias y las putas estuvieran en lo cierto en este punto. Aquellas letras dolientes en el antebrazo de marcadas venas de Arbachuk: Podrás vivir, pero no…
Te deseo lo mejor. Es un gran alivio ser capaz de decir esto, y decirlo de verdad. No le deseo lo mejor a mucha gente, ya no. A la gente que no conozco ya no le deseo lo mejor. Historias de enfermedad e indigencia: ése es el tipo de cosas que actualmente me alegran, y sólo un poco. Ahora mismo estoy teniendo uno de mis mejores momentos. Siento que me he quitado un peso de encima. Y espero que tú hagas lo que yo he hecho y consigas congregar a una familia a tu alrededor. Buena suerte. Y gracias. Gracias por el jugoso préstamo, gracias por mi Certificado de Manumisión, y gracias por el asiento de tren aquella vez. Y, sí, gracias por romperle el brazo al tártaro. Chico, eras un tío genial. La forma en que hacías agacharse a aquellos pastores alemanes: se ponían tripa arriba y se meaban. «Tú crees que voy a dejar que te burles de mí», le decías al can en cuestión. «¿Que se burle de mí un puto perro?» Y en los últimos meses de guerra, aquellos cañonazos que se disparaban en Moscú cada vez que caía una ciudad importante… Con cada estruendo yo sentía tu fuerza.
¿Sabes?, sin tu influencia sobre Vad no creo que yo hubiera sobrevivido a la infancia. Vadim… So pretexto del hecho contundente de que había salido antes del útero materno, se apropió de todas las miserias y heridas del hermano mayor. Él sí que me deseaba la muerte. Y no iba a quedarse quieto a la espera de que me sucediera: estaba dispuesto a hacer algo al respecto. ¿Por qué? Porque le estropeé aquel idilio sanguinolento de media hora, el tiempo que tuvo a su madre para él toda entera. Desde que nací tú fuiste mi paladín. Mi paladín de la justicia. Tenías la altura de un dios, estabas a horcajadas sobre el océano, llenabas el cielo. Y sigo viéndote así. Tenerte a ti de hermano era como tener cien hermanos. Y seguirá siendo así para siempre. Lev.