Fue en uno de mis últimos paseos vacilantes en el crepúsculo, en la ladera de la corteza hueca del monte Schweinsteiger, cuando lo encontré. Las formas del paisaje, las placas tectónicas, los puntos cardinales mismos se habían reordenado y reestructurado, pero lo encontré de todas formas: el pequeño sendero empinado, los cuatro escalones de piedra se hallaban allí, esperándote; y luego el tablero llano y despejado de la colina. Ya no había edificaciones, pero podías seguir viendo los perfiles elevados en el terreno: los contornos del anexo de la Casa de los Encuentros. Crucé el umbral. Al ir abriéndome paso entre los escombros y los desechos, oí la tenue resonancia del cristal que se quiebra. Hurgué con el zapato entre los añicos, y me agaché. Lo cogí y lo levanté, y brillaba débilmente: un tubo de ensayo roto, dentro del cuello de la peana de madera. Y una mancha oscura en el borde. Quizá lo había dejado la flor silvestre, con su amoroso tono borgoña…, testigo de un experimento de amor humano.
En la otra mano llevaba una bolsa de plástico. No tardé mucho tiempo en llenarla —fémures, clavículas, lascas de cráneo—. Estaba pisando un matadero humano, un cementerio revuelto por excavadoras y bulldozers. Más allá, rodeando la pendiente me encontré ante una especie de garita de centinela; parecía un retrete individual, pero en realidad era un pequeño santuario. Y dentro había: iconos, una manzana, una cruz de madera clavada en la pared. No, éste no es un país de matices… Los judíos tienen el Yad Vashem[19] y una fuerza aérea. Nosotros tenemos una caseta prefabricada y una manzana podrida. Y una cruz de madera.
Volví a pie hasta la plaza de la ciudad. Compré una cerveza y un periódico y me senté en un banco, ante una mesa con el tablero forrado de hule adhesivo. Sólo había otro cliente: un hombre de piel moteada vestido de gitano, encorvado de forma irrevocable —Dios sea loado— sobre su acordeón. Un artículo al pie de la primera plana del Post me informó de que Iósif Vissariónovich seguía subiendo en «puntos». Su índice de aprobación era más o menos el que un devoto y apuesto presidente de los Estados Unidos podría esperar en tiempos de una prosperidad monótona. Con la bolsa de huesos y el tubo de ensayo rajado, me quedé quieto en un trance de desamor y me puse a observar… la arlequinada. La arlequinada de los incorregibles.
Las ruinas humanas de mediana edad de las que te hablé antes, esas que no se marcharán nunca: había un grupo de ellas, hombres y mujeres, en una esquina, vendiendo —subastando— sus analgésicos a jóvenes lánguidos con chaquetones hechos de fundas de vinilo de asientos de coches. Luego, muy rápidamente, los viejos se emborrachan y los jóvenes se «colocan». Veinte minutos después todo el mundo anda chocando y salpicándose encima de los charcos de color sangre, llenos de óxido de hierro, jeringuillas usadas, condones usados, envoltorios de golosinas norteamericanas, cristales rotos. Viran y se tambalean y dan bandazos. Y se limitan a mirarse mutuamente mientras caen redondos. Sí, ya no queda nada… —hasta los perros salvajes tienen más vivacidad y espíritu—. Muy bien, seguid tirados, nadie va a lameros la cara ni intentará follaros para devolveros a la vida.
Era la noche del viernes, y Predposilov estaba embriagada, no de vodka sino de alcohol sanitario, o chorro, a treinta céntimos el botellón. Uno de los quioscos tenía el fondo de cristal y estaba intensamente iluminado, como un faro. Fui hasta él y me quedé mirándolo. Observé detenidamente la plácida figura de la rubia que ocupaba el hueco de dentro. Sus únicas mercancías eran alcohol sanitario y un montón de libros de bolsillo de un solo género. Lo único que vendía era lo siguiente: El mito de los seis millones, Mein Kampf, Los protocolos de los sabios de Sión, y chorro.[20] Y la rubia estaba sentada ociosamente ante la caja registradora, con la cara sobre el cojín de su plácida papada, como si lo que la rodeaba (en las estanterías, en las calles, en los cinturones de las inmediaciones) fuera lo más normal del mundo y no parte de algo imposible de olvidar y salido de una pesadilla… ¿Sabes lo que pienso? Pienso que ha debido de haber un requisito de desarrollo que Rusia sencillamente no ha sabido o podido cumplir. Rusia no es como Zoya. Rusia aprendió a gatear, y aprendió a correr. Pero jamás aprendió a caminar.
Mañana cogeré un vuelo para Ekaterimburgo. Estoy preparado. Podemos terminar, ahora, con dos cartas de la misma enfermería.