3. NIVEL

Los efectos personales de Lev llegaron a Chicago a finales de la primavera de 1983: un cajón de contrachapado de dimensiones considerables, cerrado a presión y pegado con cola y asegurado con clavos. Y quedaron en el interior del armario empotrado de mi estudio durante veintiún años. Luego abrí el cajón. El desencadenante fue la noticia de la muerte de Kitty, y los indicios innegables de la proximidad de la mía propia. Esperé a una mañana que aunara un cielo sin mácula con la perspectiva de un almuerzo en tu apartamento. Y entonces, después del desayuno, pedí a la entidad que llaman coraje que me cogiera de la mano. Fuimos juntos hasta la caja de herramientas, a coger el formón y el martillo de orejas. Ya ves, uno de mis logros en el Rossiya fue aprender a desfigurar el pasado. Y uno no quiere mirar a una cosa desfigurada, ¿no?, cuando está claro que no hay manera de enmendarla. Esto es lo que yo estaba encarando: el testimonio de las dimensiones pasmosas de mi crimen —de mi crimen perfecto—. Sabía, también, que el ofrecimiento de Lev llevaría dentro una bomba de relojería o un cable trampa. Sabía que me explotaría en la cara.

Bien. Un cinturón de cuero, dos corbatas, una bufanda de mi madre y unos cuantos libros —también de ella—, un trofeo de Artem, un reloj de pared, una navaja, una petaca de licor, un nivel (con su madera bruñida y su ojo trágico), una caja de zapatos blanca, una carpeta verde… En la carpeta se lee: «Poemas». La caja de zapatos estaba llena de fotografías. Saqué una y paseé la mirada por ella: Zoya, Lev y yo, en el Lago Negro de Kazán: 1960, y la neblina inocente de la monocromia. Pero de las tres caras sólo la de ella, bajo el sombrero con pompón, irradiaba la luz del gozo, gozo ante la novedad de que la fotografiaran. Lev tenía la cara medio apartada, y sus ojos buscaban algo que estaba más abajo y a un costado. La mía, algo más atrás, expresaba la falta de humor de la vigilia: Kitty apretaría el disparador de la cámara, y transcurriría otro segundo.

Me levanté de la silla y fui hasta el escritorio con la carpeta verde bajo el brazo. Tenía intención de leer los poemas: la obra escogida de Lev. Imagina el ceño erudito y los labios salientes a los que me abocaba la inminente indagación libresca…; la anormal normalidad de la situación…, algo así como ese interés astuto que sentiría de pronto un hombre por la decoración de la sala de espera de su oncólogo. Mientras estoy haciendo esta cosa tan normal, pensaba secretamente —esta cosa normal que tan bien sé hacer—, nada anormal puede pasarme. Me senté; aspiré el aire a través de los dientes; mis ceños eran como flexiones de las cejas. Excelente, dije en voz alta: cronológicos. Aquí, después de todo, hay una vida.

Veintidós poemas: el período que abarcaba desde sus primeros esfuerzos poéticos serios hasta su detención en 1948, cuando tenía diecinueve años. Muy mandelstamianos, dictaminé: bien hechos, estudiadamente coloquiales, muy cercanos —aquí y allá— a las imágenes que de verdad hieren y conectan. Demasiado jóvenes, por supuesto. Había poemas sobre chicas —chicas en general—, pero no poemas de amor.

Un paréntesis hasta 1950, y luego seis o siete poemas al año hasta 1956. Los debió de memorizar en aquella época, y escribirlos más tarde, ya en la libertad. Eran todos poemas de amor: poemas líricos en los que el destinatario era «tú», el ser amado. Piezas que me resultaban —digamos— mucho más difíciles de juzgar. Eran poemas cerrados, dolientes, densos. Al leerlos sentía —aparte de los zarandeos y los tajos de la bilis y la pérdida— la sensación insoportable de un despojamiento emocional. Como si yo nunca hubiera sentido nada por nadie. Como si sólo lo hubiera imaginado… El último estaba fechado en julio de 1956: unas semanas —quizá unos días— antes de la visita conyugal a la casita de la colina.

Después de esto, un vacío de ocho años. Y luego la reanudación rígida y envarada, casi en tono de disculpa, después del nacimiento de su hijo. Dos décadas, y unos pocos epigramas sobre Artem. A medida que avanzaba en su lectura, me preguntaba qué suponía realmente todo aquello. Un racimo de finas composiciones de juventud; un poemario de lírica amorosa escrita en la esclavitud; y ocho haikus sobre la paternidad. Nueve.

No me había gustado el aspecto del poema número nueve. No es que moviera a objeción alguna en sí mismo —era una reflexión minimalista sobre el dilema del hijo único—. Pero debajo del poema número nueve había algo. Una presencia rectangular de un blanco más blanco.

Una carta, era evidente. Una carta con mi nombre y mi vieja dirección de Moscú. El sobre estaba sellado, y asegurado con una tirita. No de color carne sino del rugoso rojo ladrillo que en Rusia se utiliza para los primeros auxilios. Dentro había varias hojas. Hológrafas: con su letra pequeña y utilitaria.

«Hermano», empezaba. «Te dije que contestaría a tu pregunta antes de morir. Voy a mantener la primera parte de aquella promesa. Estoy seguro de que voy a poder satisfacer tu curiosidad. Aunque también pretendo mortificar tu alma. Prepárate.»

Y llegué hasta ahí. Y eso es lo que he estado haciendo desde entonces: prepararme.

Sí, leeré la carta de Lev. Pero no quiero dedicarle más tiempo ahora.

La leeré más tarde. Quiero que más o menos sea la última cosa que haga en este mundo.